Vikingo

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Reglas morales y rugir de motos

Vikingo es brutal y sincero, arcaico y honesto en lo suyo. Vive junto a su familia en el sur marginal y olvidado de la gran provincia. Anda en moto, se las arregla como puede con la plata y es un férreo defensor de códigos morales y de subsistencia, lejos del paco, la delincuencia y las 9 milímetros que portan los adolescentes vecinos o cercanos a su casa.
Bajo estas condiciones, Vikingo es un primitivo, un ser tosco y visceral, respetuoso de una manera de vivir, o de sobrevivir, en un paisaje agresivo donde la muerte ronda a la vuelta de la esquina. Ese mundo construido por un rígido reglamento, que parece un texto póstumo de Pappo o un escrito inédito de Ricardo Iorio, se ve alterado por la llegada de Aguirre, otro lumpen de carretera con pasado tumultuoso, que establecerá una particular amistad con el antihéroe familiero.
Campusano ya había dado muestras de su particular universo en Vil romance y en la hora que dura el documental Legión, una especie de borrador de su tercer opus en solitario. Pocas veces el cine argentino, de cualquier época, disimuló sus carencias y errores técnicos a través de la sinceridad del discurso. En efecto, esto es lo que sucede en Vikingo, un film que no se parece a ningún otro, al que se le pueden encontrar muchos defectos, como las faltas de ortografía de Roberto Arlt, pero que respira una humanidad y un compromiso cinematográfico muy poco habituales.
El ritual fúnebre del final que transcurre en la carretera, con las motos al mango y un tema heavy como cortina sonora sintetiza la transparente propuesta de Vikingo: un film jamás entrañable, sino contado desde las entrañas.