“¿Hasta qué punto toda película no es algo que se organiza desde la falta? Falta de tiempo, falta de plata, falta de luz”.
Sergio Wolf
Ada Falcón, otra vez. Sergio Wolf vuelve sobre el enigma que motivó Yo no sé que me han hecho tus ojos, el ensayo documental que realizó junto a Lorena Muñoz, estrenado en 2003 en el Bafici. Viviré con tu recuerdo fue calificada como una “coda” o una “secuela” de aquel emblemático film, aunque lo más simple es leer la nueva película como una excusa para prolongar el goce de una obsesión que ya lleva casi veinte años. Pero prefiero pensar que aquí se juega algo más que un capricho personal. El autor parecería estar inmerso en ese estado de fusión existencial en el que ya no puede desprenderse de la obra, una obra que ahora lo reclama desde una ausencia. Remendar esa falta implica seguir creyendo en la posibilidad de una reconstrucción, aunque todo permanezca en un terreno especulativo. Por eso no se trata tan sólo de una obsesión, sino de algo más radical, esa compulsión que lleva al artista a querer dar una respuesta al vacío, quizás lo único que pueda definirlo como sujeto. ¿Qué somos, al fin de cuentas? ¿Lo que hacemos o lo que dejamos de hacer? ¿O debemos resignarnos a ser aquello nunca vamos a encontrar? Más de una película en este festival me llevó a esbozar estas preguntas, sobre las que espero regresar.
Wolf y Muñoz grabaron una primera entrevista con Ada Falcón que nunca se pudo utilizar porque se perdió el registro sonoro de ese rollo. Viviré con tu recuerdo se ocupa de narrar las peripecias que envolvieron el rodaje a fines de los ‘90, pero lo importante ahora es que el director quiere recuperar la voz de Ada en esas escenas olvidadas, quiere descifrar lo que ella dijo poco tiempo antes de morir. Reconozco que transité la primera mitad del film con cierta resistencia, porque no terminaba de entender por qué Wolf quería empastar ese hechizo inesperado que a todos nos había provocado la última parte del film original, cuando descubríamos que la cantante estaba viva. Tal vez ni el propio director sabía exactamente qué buscaba cuando se embarcó en este (¿eterno?) retorno. En una escena Wolf le dice a Edgardo Cozarinsky que necesita encontrar la forma de devolverle la voz a su personaje, pero al mismo tiempo le pregunta si vale la pena obstinarse en esa verdad, porque tampoco quiere perturbar “el mito de Ada”. Y Cozarinsky responde, tajante: “Nunca vamos a saber la verdad de nadie”. Pero Wolf insiste. Junto a su editor Hernán Rosselli, Wolf proyecta la imagen de Ada una y otra vez, avanza, pone pausa, vuelve hacia atrás y exprime y exprime los labios de Ada hasta dejarlos exhaustos. En esta extrema cercanía llegamos incluso a ver claramente la venda en el ojo derecho de la mujer, justamente aquello que ella quería ocultar. Su propio cuerpo comienza a perder materialidad y uno siente que Ada se disipa, transformada apenas en una textura granulosa, fría y sumisa. “La calidad del fílmico aguantó en la caja casi veinte años”, celebra Wolf en la mesa de montaje. La que ya no aguanta más es Ada. Tiene que descansar.
No es posible llenar el hueco. Nada alcanza. Ni los consejos de Cozarinsky, ni las teorías subrayadas en los libros de Michel Chion y Junichiro Tanizaki, ni siquiera ayuda el opaco recuerdo auditivo de lo que Ada pudo haber dicho en aquel encuentro cara a cara, surrealista pero real. El director decide entonces contactar a alguien que pueda hacer lectura de labios. La cámara se detiene ahora en una chica sorda que observa una pantalla con la tarea de inferir las palabras pronunciadas por Ada. Y aquí es cuando la película se abre a otra dimensión, instantes fascinantes gobernados por el silencio y las luces tenues que titilan sobre el rostro de esta joven de ojos grandes, atentos y anhelantes. Ella reconoce algunas palabras sueltas, desencadenadas, como si fueran los primeros balbuceos de un niño que quiere atrapar todo lo que en el mundo se le escapa, como si de repente todos volviéramos al origen para hacernos una pregunta esencial: ¿cómo es que logramos comunicarnos? Y allí sentimos que Ada se retira, de a poquito, hacia el fuera de campo, porque finalmente comprendemos que hay algo del misterio que debe irse con ella para siempre. Ada Falcón se despide. Otra mujer viene a refundar el encanto de la imagen y el sonido, portando su propia poesía. “Nada es más interesante para mí que un rostro en el cine”, asegura el gran Peter Bogdanovich. No hay una verdad a revelar. No hay forma de salvar la falta. Pero el cine sí permite la búsqueda permanente. Y el cine también es, a veces, el hallazgo de un relevo feliz.