Lejos de ciertas tendencias -desde la contemplación sosegada a la pulsión exhibicionista del yo del autor- que han marcado a muchos documentalistas en los últimos años, el cine de Carmen Guarini todavía apuesta por ese clasicismo riguroso que elige privilegiar la claridad de los contenidos por sobre la estilización del registro, una mirada convencida de que la cámara no debe ser otra cosa que un canal, un intermediario discreto pero a la vez indispensable para que el cuerpo y la voz del otro puedan realmente aparecer y afincarse. En su nuevo trabajo, la realizadora presenta la crónica de un proyecto de arte colectivo iniciado en 2010 por la agrupación Arte-Memoria, liderada por el pintor Jorge González Perrín. El grupo se dedica a retratar a las víctimas del terrorismo de Estado: interviene las fotografías de los desaparecidos y las expande colmándolas de color, iluminaciones y líneas expresivas. Muy pronto uno empieza a intuir que tal vez no exista otro film relacionado con el genocidio de la dictadura que se anime a ser tan entusiasta y abiertamente colorido como lo es Walsh entre todos.
“La violencia desatada sobre estos seres está demasiado representada”, dice uno de los textos escritos por Perrín que cada tanto se leen en la película. El pintor teme que el peso de esta violencia, con toda la oscuridad paralizante que viene asociada a las imágenes del horror, pueda resultar funcional a un sistema al que le conviene que esa estampa congelada y plomiza perdure como una amenaza permanente. Por eso su objetivo es cuestionar esas formas de representación para combatir el olvido desde otro lugar. “Ponerle color es actualizar la memoria”, afirma el artista plástico durante un encuentro con Estela de Carlotto.
La película expone básicamente dos técnicas o ejercicios de creación colectiva. Uno de ellos se apoya en la técnica de la cuadrícula, que le permite a diversas personas -aun si no están entrenadas con el pincel- colaborar en la construcción de un mural. Esto ocurrió en 2012 en una convocatoria realizada en la Avenida 9 de Julio, en la que cada participante pintó con los tonos asignados una pieza tipo azulejo que luego pasaría a integrar un burbujeante mosaico con el rostro de Rodolfo Walsh.
La otra experiencia fue denominada “30.000 homenajes” y exhibida durante la manifestación del 24 de marzo de 2013. Decenas de pancartas fueron compuestas exclusivamente con pequeños cuadrados pegados uno lado del otro, diseñados y enviados por personas de todo el país. La idea fue que cada pieza rindiera homenaje a una víctima a partir de recursos y motivos visuales absolutamente libres. Para Perrín era importante que la catástrofe pudiera dimensionarse de manera numérica, por eso aspiraron a reunir treinta mil cuadraditos (terminaron recibiendo más). Insistir en el número, en la cifra, implica seguir luchando contra todos los discursos aún vigentes que pretenden relativizarla. Y por aquí pasa uno de los aspectos más interesantes del documental: más allá del valor estético intrínseco que puedan contener las pancartas, hay un efecto realmente abrumador que surge al constatar la enorme cantidad de piezas enlazadas, con toda la contundencia de cada una de ellas en su autonomía y materialidad. La cifra es la que define el tamaño de esta obra colectiva: mientras los bombos y la murga imponen su enérgico ritmo, las pancartas desfilan y uno se siente tan feliz como anonadado frente a todos esos cuadraditos vigorosos que vibran y se multiplican al infinito para que a la memoria nunca se le escape la verdadera magnitud de la masacre.