Poder, impunidad y sexo
Quiere ser una versión libre del caso Strauss-Kahn, ese mandamás del FMI, adicto al sexo, que cayó por haber abusado de una camarera de Guinea en el Sofitel de Manhattan. Pero va más allá: retrata al personaje pero también a su intérprete, Gerard Depardieu, hundido en sus infiernos. En la escena inicial, el actor explica cómo hizo el papel: “Odio los políticos, no les creo y no me cuesta interpretarlos porque el actor no pone sus emociones”. Después, frente a un psiquiatra, su personaje repetirá: “no tengo emociones”. Y Ferrara se agarrará de allí para pintarnos un tipo (¿o dos?) sin alma ni freno que no “no sienten nada”.
El film se organiza en tres planos: las largas reuniones de sexo; la detención y su paseo humillante ante policías y estrados judiciales; y al final sus largas y formidables discusiones con su mujer, entrecruzada de reproches y lágrimas, un ida y vuelta sobre lo íntimo y lo público, con el dinero y el poder pivoteando entre el amor gastado, la vergüenza imposible y las ambiciones perdidas. Desde allí, Ferrara se asoma a la entretela de un capitalismo que entre sus permisos y sus anticuerpos parece exaltar este clima de avasallamiento y excesos. “¿Tenés poder, sexo, dinero? ¿Qué más querés?, le preguntan a este tipo sin culpas ni límites, un desquiciado que confirma que el poder –como dijo Yabrán- es impunidad, un patético y monstruoso personaje que no entiende cómo su castillo de naipes se derrumbó y al que sólo le queda la cínica reflexión de que “no podemos salvar a nadie porque nadie quiere ser salvado”. Una de sus chicas dice que “en América todo es más grande y mejor”. Y la canción del comienzo colorea ese comentario con unos versos que traen más esperanzas que certezas: “América, América, Dios derramó su gracia sobre tí, hasta que la ganancia egoísta ya no manche la bandera de los libres”. La mirada final de Depardieu a la cámara sella el pacto final entre esos dos prepotentes que “no sienten nada”: el personaje público y el actor famoso.