Me gustan las películas en las que hay sexo. El sexo es parte de la vida y, como tal, me gusta que se retrate sin tapujos, como corresponde. No me gusta el sexo sugerido o insinuado, me gusta verlo y que parezca real. Onanismo baziniano, si se quiere.
Abel Ferrara retrata la carne y el sexo de manera bestial, como un reflejo de lo que está adentro, encarnado, como una furia contenida, imposibilitada de salir por otro lado. No es casual la elección de Gérard Depardieu como Devereaux, con su figura descomunal, su obesidad descarnada, brutal, amenazante, los pliegues de carne que caen, rebotan y rebalsan el cuerpo, la celulitis que carcome la flaccidez, el rostro peculiar de la nariz partida y la sonrisa obscena o simpática, dependiendo de cómo se la mire.
Depardieu mira a cámara cuando un grupo de periodistas le pregunta qué siente al encarnar a este personaje, a lo que responde que prefiere interpretar a hijos de puta que odia, le sale más fácil, y que lo más satisfactorio es hacer que el público llore mientras él se está riendo. Ese es el juego. Y Ferrara y Depardieu saben jugarlo con astucia y pericia.
Los cuerpos que desfilan por la película se suceden como modelos en una pasarela, una detrás de otra, mecánicamente ejerciendo la profesión por la que fueron convocadas. Las prostitutas van pasando por el cuerpo de Deveraux, el animal feroz que responde a sus instintos vitales de reproducción. No hay tanto placer en esos instantes de juerga sino el lacónico momento de descarga. La eyaculación en los cuerpos, en la boca, como rastro casi visible y palpable de los actos de un hombre que se asume como adicto al sexo y cuya condición pareciera exonerarlo de toda responsabilidad.
Y es esa supuesta adicción, esa voracidad, ese salvajismo, el desborde absoluto, lo que lo lleva a cometer el abuso que termina por hundirlo. En un mundo regido por contactos, arreglos económicos y buenos abogados, donde la impunidad se compra o se adquiere por status social, Deveraux actúa preso de ese poder (cuando le inquiere a la mucama “¿sabés quién soy?”) pero, especialmente, de su patología y sus instintos salvajes.
De ahí que lo veamos casi indefenso en la cárcel, con sus carnes descomunales colgando, vencidas, desvencijadas, sometidas a vejaciones que no respetan status ni jerarquías. El tipo que tenía la vida arreglada (la película está basada libremente en el caso Strauss-Kahn) y que termina preso y condenado al ostracismo por “masturbarse en la boca de una mucama”.
Ferrara sabe cómo arrastrarnos de las narices y convertirnos en voyeristas desesperados.
Y la esposa, habiendo invertido tiempo y esperanzas en ese futuro, se descompensa, se enfurece y reprocha, se reprocha haber desperdiciado su vida con un salvaje. Pero vuelve y las discusiones se suceden, como las prostitutas, como los viajes, como las estadías en los hoteles, como los intentos de violaciones. Nada parece perturbar a Deveraux, ni las acusaciones ni la condena. Su mirada se queda suspendida en el infinito, perdida en algún punto.
Pero el recordatorio del artificio vuelve con la mirada a cámara, y Depardieu nos recuerda, una vez más, que se está riendo, mientras nosotros observamos, impávidos, a una especie de monstruo.
Todo es una farsa, el sexo compulsivo, las putas hermosas que se te tiran champán en el cuerpo, la impunidad, las discusiones, los arrepentimientos, la congoja, la culpa (casi inexistente).
Pero Ferrara sabe cómo arrastrarnos de las narices y convertirnos en voyeristas desesperados, adictos a esas imágenes, a ese artificio que no se molesta en esconder, como un mago que revela sus trucos pero nos sigue hipnotizando. Porque el artilugio que nos regala está vivo, es brutal y bruto, y nos deja suspendidos, sin poder juzgar ni terminar de horrorizarnos. Ferrara nos da vida, nos da sexo, nos da carne y quienes amamos las tres cosas no podemos más que caer rendidos frente a semejante lucidez.