Los días de la bestia
Un hombre que gruñe: Depardieu/Devereaux se mueve entre los cuerpos de las mujeres emitiendo ruidos extraños, mitad por la lujuria, mitad por la respiración, que acaso se le complica en medio del ejercicio a causa de la edad, el sobrepeso y la rutina de excesos carnales de todo tipo que se le han ido acumulando encima a lo largo del tiempo. Depardieu es un animal, como lo es su personaje en Welcome to New York, nada menos que ese animal que en el curioso prólogo de la película afirma odiar, ante la requisitoria de unos periodistas que se preguntan cómo es interpretar a alguien de estas características. Lo más probable es que el actor francés, famoso entre otras cosas por su hedonismo, por su naturaleza histriónica (de la que hace gala tanto delante como detrás de cámara), por su carácter iconoclasta y su megalomanía, esté mintiendo un poco, tal vez para otorgarle un énfasis oportunamente dispuesto a otra de sus facetas más celebradas: la del anarquista irredento, enemigo sinuoso de la política (de lo que esta representa para el público en su imagen más difundida), refutador entusiasta de la democracia y de las instituciones. Lo cierto es que, gracias a Ferrara, es difícil ahora imaginar a otro actor capaz de meterse en la piel de un personaje semejante, de encarnarlo (en su sentido más literal) con tanto margen de entrega, de suficiencia y, por qué no decirlo, de magnanimidad. La anécdota que sirve de base a la película ganó en su momento los diarios y es bastante conocida: un funcionario de muy alto rango del Fondo Monetario Internacional, posible candidato a presidente de Francia por el partido socialista, es acusado por una camarera negra de haber abusado de ella en un hotel de Nueva York.
El comienzo de Welcome to New York es majestuoso a su modo: sobre la canción America The Beautiful interpretada por el actor Paul Hipps –en una versión rugosa, descarnada, cantada con un desencanto brutal; sutilmente irónica pero imbuida de una emoción genuina– se suceden imágenes del downtown neoyorkino, la zona financiera de Manhattan con sus rascacielos encuadrados mediante soberbios planos contrapicados, de la gente que deambula, los empleados que fuman, y las filas de billetes que marchan por las máquinas impresoras. Todo un mundo en movimiento conectado por sus leyes particulares, al mismo tiempo oculto y transparente, espléndido e implacable en partes equivalentes. Inmediatamente, pasamos al interior de un edificio y nos encontramos con el hombre, ese funcionario con el cuerpo y la expresión de cansancio oceánico de Depardieu. A partir de allí casi no habrá exteriores, puesto que el director nos ha conducido al centro misterioso del poder como la película lo concibe, que respira su propio aire puertas adentro, insumiso y autónomo.
La primera media hora de la película consiste en un recorrido asombroso por los cuartos de hotel donde Devereaux tiene sus encuentros sexuales con prostitutas. Ferrara dispone las escenas sin el menor atisbo de amonestación o de repulsa. Las chicas se entregan a su trabajo entre risas, como niñas crecidas que entienden con lucidez el costado fatalmente cómico involucrado en el juego de ese hombre poderoso que eyacula sobre ellas entre estertores y toses ahogadas. La impresionante masa corporal de Depardieu se desliza con dificultad pero también con pericia alrededor y sobre los cuerpos hermosos de las jóvenes profesionales. La neutralidad de los planos alcanza un sentimiento de banalidad insobornable que mantiene la imagen siempre a salvo del juicio moral. Para Ferrara no hay sometimiento alguno en esas escaramuzas venéreas sino participación voluntaria, contrato entre particulares, conformidad de las partes. En el universo de la película cada uno hace lo que le toca. Pero en la secuencia del abuso también está claro cómo son las cosas. La película no escatima ese momento de la mirada del espectador, ni se dedica a construir un enigma fatuo acerca de la veracidad de la acusación. Las mujeres negras que desfilan con carteles después de la detención exigiendo un juicio ejemplificador certifican la existencia de las víctimas de un poder cuya propia dinámica lo vuelve omnímodo.
Pero lo notable es cómo el director evita las soluciones fáciles. Como tantas veces en sus películas, Ferrara tiene entre manos a una criatura exótica a la que observa evolucionar por los planos con fascinación, curiosidad y empatía. Su personaje es un representante cabal del mundo en el que se desenvuelve: admirable por su potencia, insondable en su funcionamiento psíquico, esencialmente amoral e impredecible. No es un villano sino un ser voluptuoso, que no reconoce límites para su apetito, básicamente porque no los reconoce para nadie que tenga la capacidad suficiente para asumirlo. En el fondo, el personaje parece delineado como una especie de santo pasoliniano (el paso lógico de Ferrara sería filmar alguna vez la historia de Pasolini: ya lo hizo en su última película), que se vuelve digno precisamente a fuerza de perseverar en su perdición frente a la mirada de los que lo rodean. Devereaux es una especie de cínico que antes fue un idealista. Si alguna vez tuvo la vocación de cambiar el mundo, ahora el desencanto lo ha golpeado; lo que le queda entonces es reptar sin ilusión por los engranajes de un sistema que lo contiene y le permite explotar al máximo de sus fuerzas su inclinación lúbrica. Ferrara filma siempre planos impasibles, donde las escenas de las mujeres que se desvisten para ejercer su oficio encuentran una inopinada correspondencia en aquella en la que el funcionario caído en desgracia comparece pasivamente delante de los policías que lo revisan. Cuando queda detenido con arresto domiciliario en una casa para millonarios, intenta seducir primero y violar luego a una joven periodista que pretende entrevistarlo. Después del forcejeo la chica escapa, corriendo semidesnuda, y Devereaux queda sentado en el sofá, bufando discretamente su fracaso. Por un instante, da la impresión de que ese hombre derrotado mira durante un segundo a cámara, como si quisiera compartir con el espectador su desconcierto. La escena parece vibrar con un tono de desesperanza, que antes se deslizaba con cautela a lo largo de la película pero alcanza ahora un cenit inesperado de patetismo. Welcome to New York podría ser la historia de un monstruo que no acierta a descifrar de qué manera se convirtió en tal.