Un maldito capitalista
De antemano y sin prolegómenos, el director Abel Ferrara se despega de los encorsetamientos del cine industrial y mucho más de ese nefasto camino de los hechos reales o las biopics lavadas para introducir la figura de un hombre público y poderoso que fuera en su momento de escándalo la referencia obligada de cuanto periodismo sensacionalista -o sencillamente amarillista- se trate en el mundo. Nos estamos refiriendo al caso de acoso sexual donde estuvo involucrado el presidente del F.M.I. Dominique Strauss-Kahn tras una denuncia de una mucama en uno de los hoteles de lujo donde se hospedaba durante una de sus habituales giras de negocios en 2011.
Arquetipo de esos hombres intocables por la impunidad que les otorga el poder, capaz de destruir economías o países emergentes con un sólo llamado telefónico, Strauss Kahn desaparece en la piel de Deveraux (por motivos legales obviamente), composición majestuosa de Gerard Depardieu que al comenzar el film expresa su odio a los políticos y explica sus razones para aceptar el papel a unos periodistas. Meterse o mejor dicho representar en una metamorfosis muy particular a ese monstruo partiendo del preconcepto del odio es algo que solamente un director como Abel Ferrara podía aceptar con los ojos cerrados por esa extraña confianza no sólo de su actor sino de los motivos ontológicos de su propuesta, donde la verdad o la realidad que se impregna de los hechos verídicos se ve corrida de eje explícitamente para bucear en la psicología o degradación de los seres despreciables que en algún momento de flaqueza hasta parecen humanos, como Deveraux en su rol de víctima más que de victimario.
El cuerpo fofo y deforme, lo visceral en plena y desenfrenada orgía desde los caprichos del poder rebalsan en cada plano, donde la cámara del director de Un maldito policía encuentra la distancia justa para no juzgar a sus criaturas pero también resulta impiadosa a la hora de mostrarlos en sus peores excesos o en la intimidad menos glamorosa posible. La violencia de los cuerpos, más que de las acciones o las palabras, estalla con una intensidad propia de los trabajos actorales que no miden los riesgos o especulan con la puesta en escena o con la fotogenia. Tampoco para entrar en sintonía con el drama calculado o el llanto solemne del animal herido.
La primera mitad del film encuentra en la impunidad nocturna de un lujoso hotel de New York (recordemos que Strauss Kahn fue detenido en el aeropuerto J. F. K.) el escenario más crudo para retratar dialécticamente hablando la diferencia entre los que mandan y aquellos que obedecen por unos míseros billetes, esa ambigüedad entre amo y esclavo -tan real como perversa- que deja en claro que ninguno de los dos es puro porque el cinismo que atraviesa la realidad del capitalismo salvaje arrasó hace mucho con la dignidad y el pretexto de jugar la carta del verdugo antes que lo haga otro impera como única señal que no busca redención, aunque sí comprensión.
Precisamente, la redención en las películas de Abel Ferrara supone siempre transiciones de dolor como aquella inexcusable de Un maldito policía que, si se permite el juego de palabras aquí, podría convertirse en la de “Un maldito capitalista”.
¿Importa el desenlace de Welcome to New York?; ¿importa acaso si el bien triunfó sobre el mal? Poco y nada, pero eso no significa que el cine de Ferrara renuncie a cuestionarse sobre la condición humana en un escenario donde el dios dinero tiene muchos más creyentes que cualquier otra religión.