Una confesión de un sobreviviente traspuesta al cine, un tratado dialéctico y amoroso sobre teología y biología (o cómo Darwin, San Agustín y el Evangelio según San Juan pueden coexistir en las meditaciones de un alma sensible), una radiografía de la decadencia política europea, un gran retrato sobre un modelo familiar en el que los perros trascienden la condición antropocéntrica de mascotas obligadas a sosegar la soledad de los hombres, un testamento cinéfilo en el que participa en cierta medida la mayoría de las figuras rutilantes del cine moderno: Ruiz, Monteiro, Daney, por citar algunos nombres. Y un film que, aunque articula su punto de vista a partir de una lucha microscópica del protagonista contra el SIDA, llega a concebir los virus como entes legítimos de la evolución.
El diario fílmico de Pinto se estructura a partir de sus viajes a Madrid para un tratamiento gratuito con interferón que lo obliga a dejar cada tanto su casa en Las Azores, donde vive con Nuno, su esposo. En un principio, Nuno, que desconfía de las palabras y cree en el Altísimo, permanece en fuera de campo, pero a medida que el film avanza su protagonismo es mayor e imprescindible.
Pinto registra su cotidianidad, y eso implica el cuidado de la tierra y sus perros, lidiar con sus padecimientos físicos, el insomnio, sus recuerdos y obligaciones profesionales, las tareas domésticas, incluso su sexualidad. La película jamás es exhibicionista porque su testimonio surge de una necesidad. Del plano inicial de una babosa, pasando por una libélula y hasta los pavos que se ven en el último plano, el vitalismo del film se predica de una interacción amorosa con cualquier entidad viviente. A su vez, el obligatorio trato con la muerte lleva a Pinto a pensar en el tiempo, en el mundo que lo rodea, en si existe algún fundamento detrás de todo. E agora? Lembra-me es como el libro ilustrado de Francisco de Holanda: un signo eterno del misterio de la vida.