El humanismo social del director de “Kes” regresa en su versión más genuina pero a la vez maniquea en esta historia de un hombre luchando contra la burocracia del sistema laboral británico. Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes 2016.
Ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2016, la más reciente película del veterano realizador inglés lo devuelve a su formato más clásico y característico luego de algunas para mí fallidas incursiones en un tono más cercano a la comedia o relatos de época. El problema de un filme como YO, DANIEL BLAKE es que raramente resiste comparación con las mejores películas de Loach en este formato “realismo social” cotidiano, de pequeños seres enfrentados al sistema por distintos motivos. Allí donde sus primeras películas como KES –o posteriores, como RIFF RAFF— se mantenían más cerca de un neorrealismo puro y duro, más sucio y si se quiere, desorganizado, aquí esa misma búsqueda está más cercana a la fórmula, sostenida fuertemente en el guión y subrayada al extremo, especialmente sobre el final.
Al principio, el filme parece moverse en zonas más inestables e intrigantes, poniendo en primer plano los problemas del protagonista para conseguir que le paguen su salario pese a no poder trabajar por culpa de un ataque cardíaco. Daniel es viudo, vive solo y no tiene idea cómo funciona internet, por lo cual le resulta muy difícil completar los trámites que necesita para recibir el seguro que le corresponde ya que el salario por incapacidad se lo rechazan, porque la decisión de su entrevistadora es que está capacitado para trabajar, aunque los médicos digan que no. Es por eso que entra en una extraña espiral burocrática que lo obliga a buscar trabajos que luego no podrá hacer, pero para recibir un dinero tiene que demostrar que está intentando volver al mercado cuando en realidad lo que realmente necesita es que la salga la apelación para demostrar su incapacidad. Algo que se demora y demora por motivos varios.
Una de las principales causas de esa demora es el desinterés y las trabas técnicas y burocráticas que le ponen los que trabajan en estas dependencias, personajes que –salvo excepciones– Loach trata como robots sin sentimientos que repiten tecnocráticas frases hechas y solo quieren sacarse de encima a estos personajes poco útiles en el mercado laboral. Si a esto le sumamos que Blake no es muy ducho para manejarse en la web (algo que Loach curiosamente muestra como algo que lo ennoblece) y que suele embroncarse ante situaciones injustas, es claro que recuperar su dinero se le va a complicar.
Es ahí donde la película empieza a enredarse en mecanismos un tanto sentimentales de guión. Daniel conoce a una mujer recién llegada a Newcastle desde Londres, sola y con dos hijos a cuestas, que está pasando hambre y a la que –como buena persona que es– ayuda hasta transformarse en una especie de padre/abuelo de esa familia, que atraviesa una situación relativamente similar a la suya. Más allá de una muy buena escena en un “banco de comida”, la relación entre Daniel y Katie se siente siempre como un mecanismo para hacer avanzar dramática y emocionalmente un relato cuya lógica original no lo precisa –sobre el final la relación toma ribetes un tanto absurdos y paternalistas–, como si el guión de Paul Laverty quisiera allí armar un cruce generacional de situaciones de marginacion económica y social.
La película se instala como una reflexión sobre estos tiempos de recortes presupuestarios y políticas de ajustes que suelen dejar a personas como ellos “fuera del sistema”. Esto, que la transforma en una película de fuertes convicciones políticas –las usuales de Loach–, también la vuelve un tanto previsible, ya que es claro que, en este universo, este tipo de personas nobles y humanas tienen todas las de perder, y que su única victoria posible es moral, pírrica.
Acaso LADYBIRD, LADYBIRD sea la película de Loach más cercana en tono a ésta, la que muestra la lucha entre gente decente y trabajadora que pasa malos momentos y una burocracia de robóticos trabajadores sociales que no solo no los ayudan sino que les complican y arruinan las vidas. En ese sentido, Loach vuelve a pecar de un maniqueísmo un tanto banal, dividiendo a sus personajes entre héroes y villanos casi de la misma manera que en una película más convencional de Hollywood. Salvo algunas excepciones (como un gerente de un supermercado en el que Katie roba algo), los personajes parecen dividirse como si la famosa grieta fuera literal: hay gente muy buena y gente muy mala, y los grises casi no existen.
Vuelta a ver fuera del marco del Festival de Cannes, como suele suceder, la película mejora un poco. Allí, sus maniqueísmos, sus limitaciones estéticas y el hecho de haberle ganado la Palma de Oro a películas indudablemente mejores (TONI ERDMANN, ELLE, etc.) la volvían casi una causa a la que había que ponerse en contra. Aquí, en el contexto del usualmente mediocre estreno semanal y de un Cannes 2017 que trajo películas de inusitada crueldad, el humanismo limitado, maniqueo pero genuino de Loach molesta menos. Y hasta su subrayado y manipulador final termina arrancándote un lagrimón aún a sabiendas del golpe bajo que estás recibiendo ahí donde más duele.