Me matan si no trabajo
Yo, Daniel Blake es tan torpe que en su intento por criticar el capitalismo, termina insinuando que el que no trabaja es porque no quiere.
Cuando se estrenó en la Argentina Tierra y libertad, la primera película de Ken Loach que ví, yo tenía 18 años, Menem acababa de ser reelecto y esa historia potente sobre un desempleado inglés que viaja a España a luchar contra los fascistas en la Guerra Civil me conmocionó, como a muchos. Hace mucho que no la reveo, pero es probable que tenga dos virtudes fundamentales: un manejo extraordinario de los diálogos y la discusiones políticas que parecen menos guionadas que improvisadas sobre una base teórica fuerte; y también una visión para nada maniquea, que hace que esta historia de lucha tenga las proporciones justas de heroísmo y desencanto.
Pasaron veinte años, yo ya no tengo 18 y Ken Loach vuelve catorce películas después con Yo, Daniel Blake, otra historia de “lucha” que, esta vez sí, recibió la Palma de Oro en Cannes (en 1995 Underground, de Emir Kusturica, se la había arrebatado con cierta justicia). Pero mientras hoy mis ideas están más cercanas a las del desencanto de Tierra y libertad, Ken Loach parece haber retrocedido y estar haciendo películas para un chico de 18 años.
La película empieza con la pantalla negra y un diálogo. Daniel Blake (Dave Johns) es entrevistado por una “trabajadora de la salud” que tiene que autorizar o rechazar su pensión por invalidez (tema, por otra parte, muy actual en la Argentina). La mujer le pregunta cosas concretas: ¿puede caminar más de 50 metros sin ser asistido por otra persona? ¿Puede levantar sus brazos como para poner algo en su bolsillo superior? ¿Puede levantar sus brazos por arriba de su cabeza como si fuera a ponerse un sombrero? Daniel Blake se impacienta, le dice que su problema es del corazón, que tuvo un ataque cardíaco y el médico le dice que no puede trabajar, que sino se muere. La mujer, quizás demasiado fiel a las reglas burocráticas, le pide que simplemente conteste las preguntas. ¿Puede apretar un botón como los de un teléfono? ¿Tiene alguna dificultad significativa para comunicar un mensaje simple a desconocidos? ¿Alguna vez sufrió una pérdida de control que le provocó una evacuación extensa de los intestinos?
A Daniel Blake, como imaginarán, le niegan la pensión por invalidez (saca 12 puntos de 15), entonces empieza un peregrinar kafkiano por distintas oficinas estatales, en las que intenta, por un lado, conseguir un seguro de desempleo, y por el otro, apelar la decisión de la junta médica. Uno imagina que la intención de Ken Loach es criticar a la burocracia estatal y al capitalismo por dejar en estado de indefensión a un tipo que trabajó toda su vida y que ahora no puede hacerlo por una enfermedad. Pero la verdad es que, visto desde estas latitudes, todo parece muy light.
En primer lugar, puede aplicar a un seguro de desempleo. Su “problema” es que tiene que hacerlo por internet, y él no sabe manejar computadoras. No importa, va a un locutorio y todo el mundo lo ayuda. ¿No tiene currículum? El Estado le ofrece un curso gratis para diseñar uno. Claro, Loach pinta al profesor de ese curso como un cínico que les enseña a pisotearse y a competir. En su deseo de culpar al “sistema”, es tan torpe que los villanos son los burócratas, los pobres tipos que atienden las oficinas y que, para un ojo un poquito más perspicaz, serían tan víctimas como los ciudadanos indefensos.
En Yo, Daniel Blake todos son buenos: los desconocidos que lo ayudan a tipear su currículum, el guardia de seguridad del almacén que le perdona a la chica que haya intentado robar unas toallitas femeninas, el vecino joven con pinta de delincuente juvenil (negro, por supuesto) que después resulta que apenas vende zapatillas hurtadas a las empresas malvadas. El Universo es perfecto, si no fuera por la burocracia estatal incapaz de resolver los problemas del protagonista con la eficiencia suficiente. Hasta consigue trabajo entregando un currículum horrible escrito a mano, aunque lo tiene que rechazar por su salud; y cuando pierde su seguro de desempleo, le ofrecen la posibilidad de recibir comida gratis.
La sensación que deja Yo, Daniel Blake es que el capitalismo inglés es una especie de paraíso repleto de oportunidades aún en el medio de la crisis, que todos los ciudadanos son solidarios y buena gente, y que el que se muere de hambre es porque quiere, porque no tiene la mínima paciencia para aprender a usar un mouse y llenar un formulario online.
Por eso el final es tan inmoral: no quiero espoilear, pero resulta un final artificial y canalla, que pretende decir lo que la película no venía diciendo hasta ese momento, lo que Ken Loach fue incapaz de decir. Quizás porque él mismo ya no cree en eso, pero tiene que cumplir su papel en el firmamento del cine social.