¿No somos todos los seres humanos, en nuestras respectivas vidas, un poco obreros? Esto pareciera plantear la última película de Ken Loach que se estrenó esta semana en las carteleras argentinas. Somos obreros como Daniel Blake es un carpintero, no tanto del sistema, sino de lo que nos vamos labrando en vínculos entre los amores perdurables, las casualidades en la calle, los vecinos y los compañeros de trabajo.
Yo, Daniel Blake (I, Daniel Blake, 2016) trata de las peripecias del personaje homónimo que da nombre al título de la película: Daniel Blake (Dave Johns); peripecias en el sentido homérico de la palabra: el anuncio de una enfermedad cardíaca por parte de la doctora de Daniel desencadena a la vez vínculos que fortalecen la camaradería entre vecinos y gente que consigue en el camino y su paulatino hastío del sistema inglés. En este sentido, el vínculo que más resuena es el que hace con Katie (Hayley Squires) a quien Daniel conoce mientras ambos esperan en el banco para ser atendidos. A ambos los sacan del banco alegando que “hicieron una escena” para que Katie pudiera ser atendida. Así empieza una amistad donde hablan de sus recuerdos mientras comen o comparten las labores hogareñas.
Podría cuestionarse la película -ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2016-, por caer en un sentimentalismo amilanado de que todo pasado fue mejor. Katie se ve envuelta en situaciones donde surge la duda de si son verosímiles con la trama, por ejemplo cuando roba unos artículos en el supermercado. Se puede entender su desesperación por el embrollo donde está metida sin necesidad de mostrar varias veces situaciones conflictivas. Esta misma sensación se genera cuando Daniel no vuelve a aparecer por un tramo de la película y Daisy (Briana Shann), la hija de Katie, va al apartamento de él y Daniel la recibe acobijado bajo una larga manta. Sin embargo, hay toques de humor a lo largo del filme que balancean el melodrama hasta llevar a la catarsis de la escena final. Esto permite pensar la posibilidad de que todo se está planteando como una realidad agridulce.
Al final, Loach explora con atino las complejidades de cómo funciona la sociedad inglesa contemporánea, donde a las personas marginadas sí se les permite actuar, sólo que dentro de los intrincados parámetros del sistema.