La nueva película de Ken Loach, que se alzó con el palmarés de Cannes en el 2016, es un relato áspero que desnuda las incoherencias asistencialismo social.
Filmar la pobreza y no caer en absurdos románticos quizás sea el mayor mérito de la película ganadora de la Palma de Oro en Cannes el año pasado. Hay una bienvenida discreción al momento de retratar las rutinas y penurias de seres marginales, sin exaltaciones idealistas ni turismo solidario. Hay, inclusive, cierta modalidad pobre para filmar la pobreza. Las escenas destilan precariedad no por lo que muestran sino por los recursos fílmicos empleados: planos extremadamente simples, escenarios despojados, diálogos costumbristas al límite, diseño sonoro hueco y hasta unos fugaces fundidos a negro que dan una sensación amateur. Por supuesto que nada de esto es un descuido, el prolífico director Ken Loach utiliza esta gramática adrede en lo que sería una mímesis entre su función narradora y los personajes que transitan el relato. Pareciera que Loach se esfuerza por ser básico y esto genera, por un lado, un fenomenal acierto climático, aunque por otro, cierta pereza para darle energía el relato.
Yo, Daniel Blake narra las peripecias de un carpintero que sufre un ataque cardíaco en el aserradero en donde trabaja y debe pedir un subsidio por discapacidad. Mientras nos introducimos en el ecosistema de este simpático hombre (que encima es viudo y la mujer se muere loca), deberemos soportar un infierno kafkiano que pondrá al Estado y su burocracia como el principal enemigo. Allí se presenta uno de los puntos truncos del filme: la obsesión por mostrar cuán enroscados son los trámites, cuán contradictorias son las exigencias y cuán inhumano es el trato. Un dominó de escenas burocráticas que priva a la película de lo más importante: el lazo humano.
Dan, en su aventura por el subsidio, conocerá a Katie, una madre con dos hijos recién llegada a la ciudad. La amistad que desarrollan ambos personajes es de una nobleza abrumadora que saca de ambos una camaradería auténtica. Pero todos los personajes de la película, sin excepción, se ayudan, y esto hace que en el último tramo del filme la tesis se pinte algo tosca: no son los hombres particulares sino el sistema neoliberal lo que no funciona y crea un determinismo desgraciado. El discurso del epílogo dispara a sangre fría y aniquila la libertad interpretativa.
Aún con desaciertos productos del fervor panfletario del director, Yo, Daniel Blake es una obra seductora y amarga que entabla puentes de empatía y desvanece prejuicios. La escena del comedor es devastadora y hará que todos quieran donar alimentos no perecederos cuanto antes.