Ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes de 2016, la última película de Ken Loach (The Wind That Shakes the Barley, The Angel’s Share) es una desvastadora radiografía social quizás un poco panfletera pero más que relevante en los tiempos que corren.
El foco de la película se centra en el viudo Daniel Blake (Dave Johns, extraordinario en su sencillez) quien tras sufrir un infarto es considerado capaz de seguir trabajando, aún cuando su cardiólogo personal estima que no está apto para regresar. El aparato gubernamental, pronto descubre Daniel, es un sistema ocioso que no se preocupa por el ciudadano o está tan desbordado que no tiene tiempo para ocuparse uno a uno de todos los que necesitan asistencia del Estado. Sumado a esto, la iliteralidad cibernética de Daniel le prohíbe completar un simple formulario para apelar la sentencia que le permita cobrar el seguro de desempleo. En el camino el carpintero viudo se cruza con Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hermosos pequeños obligada a vivir en un hostal para personas de bajos recursos y amonestada por llegar tarde a una cita gubernamental por no conocer la zona a transitar.
Este encuentro es el chispazo para que Daniel intente luchar contra el sistema perverso, pero con resultados infructuosos. A cada paso que el logre, la burocracia lo aplasta una y otra vez. Misma suerte corre Katie, quien protagoniza uno de los momentos más devastadores de la cinta cuando acude a un banco de alimentos con sus niños. Entre esos duros momentos recorre Loach junto a su guionista y colaborador asiduo Paul Laverty la vida de estos británicos sin suerte, mostrando una y otra vez que la gente quiere salir de la situación en la que se encuentran, que hay voluntad de ayudarse los unos a los otros, pero que se ven constantemente asediados por un conglomerado mucho más grande que ellos, simples hormigas, cifras en un sistema muy fallido.
En un mundo donde nadie los comprende o nadie se molesta en hacerlo, Daniel y Katie se tienen entre sí. Johns y Squires hacen una dupla estupenda, aprovechando la economía del guión y sus líneas y maximizando la química casi paternal que forjan empujados a la situación límite donde han sido empujados. La escena del banco de alimentos es tan sólo la primera de unos cuantos momentos desesperanzadores del film. Loach tiene otros malos tragos bajo el brazo. Y justo cuando el momento triunfante de Daniel llega, el batacazo final es quizás algo telegrafiado pero no por ello menos demoledor.
La vida es impredecible y extraña, pero no deja de doler que el sistema gubernamental esté podrido hasta la médula y no actúe en consecuencia. El premio mayor de Cannes quizás le haya quedado un poco grande a Loach en vista de las circunstancias, pero I, Daniel Blake es insoslayable en el estado actual de la sociedad mundial toda. Y eso, a veces, es más que suficiente para dejar una huella fuerte en el espectador, como la simple y triste historia de Daniel Blake.