UNA DENUNCIA Y UN POCO DE CINE
Si hay algo que Ken Loach no es, es sutil. Su cine, sus mejores y peores películas, tienen siempre una carga panfletaria en primer plano (y que no se entienda aquí lo “panfletario” como algo negativo), a la que el director apuntala con herramientas más o menos cinematográficas. Si en el camino tiene que caer en algún trazo grueso o exceso sentimental no le preocupa demasiado. Es decir, sus historias (cuentos de hadas de la clase obrera) tienen como principal objetivo la denuncia social; luego, y una vez cumplido el propósito, parece preocuparse porque sí, porque se parezcan un poco a una película. Yo, Daniel Blake es el último ejemplo de esta militancia fílmica que lleva adelante el octogenario realizador británico, una película que resume en cierta medida todo lo bueno y lo malo de su cine.
En Yo, Daniel Blake (ganadora de tres premios en Cannes 2016, incluyendo la Palma de Oro) Dave Johns interpreta al Daniel del título, un carpintero que tiene que dejar de trabajar tras sufrir un infarto y que se somete durante los 100 minutos que dura la película a las idas y vueltas en que lo mete el sistema de asistencia social británico. Si bien el universo que retrata Loach aquí es habitual de su cine, el laberinto kafkiano que propone, su mirada hasta por momentos sardónica sobre esa burocracia estatal, tiene muchos elementos del cine rumano contemporáneo. Con ese detalle, Loach se muestra actualizado respecto del cine que instala conceptos formales y temáticos. Y no es menor, cuando el tema de la tecnología y su impacto en las generaciones más viejas es uno de los elementos fundamentales del relato: a Daniel lo obligan a realizar una serie de trámites a través de Internet, pero su desconocimiento en la materia (“si usted me da un terreno, le construyo una casa, pero no sé nada de computadoras”, dirá) le complica mucho más el panorama. La forma en que el sistema fecha el vencimiento de sus ciudadanos es uno de los macabros subtextos del film.
Uno de los problemas fundamentales del cine de Loach es que lo que denuncia resulta irreprochable: quién en su sano juicio no se compadece con el pobre Daniel, con las peripecias que le hacen vivir y con la situación límite en que lo colocan. Desde la construcción maniquea de un mundo repleto de criaturas inocentes enfrentadas a un estado omnipresente y diabólico (en eso se diferencia del cine rumano, donde sus personajes pueden ser aún gentes bastante ruines), se impone una verdad difícil de refutar. Incluso, Loach conoce tanto la herramienta cinematográfica que su película funciona como un mecanismo tan perfecto que asfixia al espectador y a sus protagonistas. La forma de soltarse, de perderle un poco el respeto a ese muestrario de miserias de la Europa dominante, es descubrir aquellos resortes que el director utiliza para manipularnos. Esos resortes, en este caso, están accionados por el personaje de Hayley Squires, Katie, una joven con dos niños que llega de Londres a Newcastle sin un centavo y a la espera de la ayuda de la caridad estatal. Contra el camino pulcro y casi de observador que Daniel representa (es constantemente el ojo del espectador con la bronca atorada), Katie es la chica sobre la cual cae la sordidez que el relato precisa para reforzar el panfleto: y se da esa secuencia efectista en la que abre una lata a escondidas, hambrienta como está, o aquella en la que termina aceptando una propuesta laboral indecente. Son descensos un poco bruscos de una película que no parece precisar de esos detalles para decir lo que tiene que decir. Ni para qué mencionar un final que simbólicamente funciona, pero que hace agua narrativamente. Y ahí otra vez, los objetivos políticos de Loach confrontando con la idea de hacer cine. Y ahí, otra vez, la falta de sutileza.
Así y todo, con lo negativo que se le puede marcar a Yo, Daniel Blake, la película funciona porque se edifica desde la empatía real que genera Dave Johns, que se lleva el relato sobre la espalda con una hidalguía inusual. Comediante británico, esa chispa que da el humor es la que enciende los mejores pasajes del film, aquellos en los que lejos de pensarse como parte de un programa de ideas se proponen como una mirada honesta y afilada sobre un sistema perverso.