Película ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes del año pasado, su director, Ken(neth) Loach, vuelve a ser reconocido con este galardón luego de diez años. Aquella vez fue premiado por “El viento que acaricia el prado”, su trabajo más reconocido.
Daniel (Dave Johns), el protagonista de esta historia, es un carpintero de 59 años que sufre un infarto y que, por su débil estado de salud, la doctora que lo controla no le permite volver a trabajar. Con esta condición recurre al estado para que le den un subsidio por incapacidad, pero, en vez de encontrar una solución, se ve envuelto en un círculo burocrático deshumanizante. En las idas y vueltas de estos interminables trámites conoce a Katie (Hayley Squires), una madre soltera con dos hijos que también está penando por la falta de ayuda del estado.
La película denuncia la falta de garantías que brinda el estado a sus ciudadanos y la poca consideración que tiene a sus derechos. Vemos toda una maquinaria que, con una implacable perversidad, genera, o, mejor dicho, por ser la cuna de la Revolución Industrial, produce, pobres. El gobierno fagocita la vida, sueños y esperanzas de sus ciudadanos, reduciéndolos a la nada. Los esfuerzos de Daniel y Katie por salir adelante son embestidos por la inacción de un ente público que no los protege y los desmoraliza. El largometraje es un grito de repudio a la administración pública y las políticas laborales de Inglaterra.
El pesimismo de la historia termina jugando más en contra que a favor. La (re)visión exacerbada de Loach para con el gobierno británico está tan manipulada que, al ser tan evidente, termina por encasillarse en un discurso que apela a la sensibilidad, perdiendo todo rasgo de denuncia.
Los empleados estatales, por ejemplo, dan respuestas automáticas como lo hace Johnny Cab, el robot taxista de “El vengador del futuro”, que no entiende las directivas de Schwarzenegger. Lo que se sugiere acá es la imposición de una doctrina como si fuese similar a la programación de un autómata. Los empleados pierden todo rasgo humano de empatía y son subyugados por el poder que imparte el estado. Solo una funcionaria pública, una excepción entre tantos “sometidos”, “tiene la capacidad” de ver la realidad para darle una mano (mínima) al protagonista. Lejos de este oasis, el padecimiento de Daniel se acentúa con los llamados y sus esperas eternas en el contestador y los trámites públicos extenuantes con su imposible conclusión.
Todos recursos que alejan al relato de la denuncia y lo acercan más, aunque sin querer y salvando las distancias, a la cinematografía de Michael Haneke (“Funny games”, “El séptimo continente”), que se destaca por el padecimiento al que son sometidos sus personajes. Remarco, otra vez, que la intención primaria de Loach no es hacer sufrir a sus personajes, sino hacerlos transitar y pelear por su bienestar en un mundo (diegético) que les da la espalda. El objetivo del director es conmover al espectador, no provocar incomodidad.
“Yo, Daniel Blake” reflexiona sobre el rol del estado, sobre su accionar ideal y real, pero su planteo político pierde entereza cuando vira a un dramatismo con intenciones lacrimógenas.
Puntaje: 2,5/5