Ganadora del Festival de Cannes 2016 llega Yo, Daniel Blake, la nueva película de Ken Loach.
Daniel es un carpintero viudo, sin hijos, de 59 años que vive en Newcastle y que, debido a un infarto, no puede seguir trabajando. Solicita una ayuda gubernamental que le es sistemáticamente negada. En un centro de trabajo, y a raíz de una arbitrariedad que presencia, trabará relación con Katie, una joven madre soltera con dos hijos, que fue removida de Londres.
En Yo, Daniel Blake hay todo un entramado social de seres que se necesitan el uno al otro y que se solidarizan con el prójimo en situaciones límites, aun cuando ninguno de ellos lo está pasando bien: Daniel y Katie, los hijos de ella con Daniel, el vecino de origen africano de Daniel que trafica zapatillas falsificadas desde China y que, a su vez, necesita de Daniel para recibir la mercadería.
Todas personas sumidas en actos que no precisan de grandes sumas de dinero para mejorar sus vidas pero que, sin embargo, esa ayuda les es esquiva y además está trabada por laberintos burocráticos. Pero ese prójimo es siempre otro oprimido, nunca el estado que tiene una perversa política de poner palos en la rueda a la hora de otorgar ayuda.
Poner el dedo en la llaga a los británicos, y con ello a las políticas neoliberales de los países más poderosos del mundo que dejan en la calle a personas que aportaron al sistema, que pagaron religiosamente sus facturas, que son honradas y que son descartadas y obligadas a vivir actos humillantes, es la materia de la que está hecha Yo, Daniel Blake. Y es ese mismo material, que no puede ser más que de alta sensibilidad, el que le juega, por momentos, en contra por una descripción algo maniquea de lo que parecen ser buenos y malos. Quizás porque sea un espejo en el que a nadie le guste verse reflejado.
¿Qué hacen los que están bien para que los demás no lo pasen mal? Los empleados de la oficina de ayuda son todos insensibles y robotizados, maltratadores, salvo una empleada. Exigen que un carpintero de avanzada edad, que siempre ha trabajado primordialmente con sus manos, se maneje con internet, cuando nunca ha tocado una computadora y hasta lo envían a hacer un curso para tener éxito en la creación de un curriculum. La crueldad del mundo que abre brechas entre los que tienen posibilidades, dejando en el camino a los que no pueden seguir el ritmo de la marcha de la tecnología y la modernidad. Cualquier parecido con la actualidad, no sólo del primer mundo sino también del tercero, no es mera coincidencia.
La deshumanización, planteada desde el inicio en los créditos (en los cuales escuchamos a alguien del gobierno haciendo preguntas absurdas sobre la salud de Daniel, con un tono frío y a quien éste le contesta de un modo sarcástico), le traerá al protagonista unas penosas consecuencias.
Los caminos elegidos por Ken Loach y su habitual guionista, Paul Laverty, son a veces desgarradores y, en este caso, ver a seres reconocibles enredados en situaciones miserables, es un golpe en la cabeza.