Carancho, la película que marcó la agenda Una de las críticas que se le suelen hacer al llamado Nuevo Cine Argentino -acaso la más inteligente y atendible, la que más vale la pena discutir- es que no suele conectarse con lo real, que en algunos casos se encierra en historias de chicos ricos que tienen tristeza en un país que aún exhibe las heridas provocadas por años de neoliberalismo. Director de la iniciática Mundo grúa (1999), Pablo Trapero fue uno de los puntales de aquella renovación que el cine nacional vivió hace más de una década. Carancho, su más reciente película, ya es un éxito en la cartelera porteña y hoy se proyectará en una sección paralela del prestigioso festival de cine de Cannes. Pero no sólo eso. Clarín y La Nación, los dos diarios más vendidos del país, coincidieron ayer en publicar notas sobre los denominados "caranchos", inescrupulosos abogados (como el interpretado por Ricardo Darín) que se aprovechan de la desesperación o ignorancia de las víctimas de accidentes de tránsito para estafarlas. Para eso cuentan con la complicidad de médicos, camilleros, choferes de ambulancias, empleados de funerarias y policías. Carancho, la película, exhibe varios hallazgos cinematográficos. Pero además tiene el mérito de haber instalado en la agenda un tema tan sórdido como complejo al que hasta ahora no se atendía. Buen cine, popular pero no tribunero, que se mete con las urgencias de un país que a pesar de todo sigue siendo injusto.
Pulsar o no pulsar, esa es la cuestión Primero estuvo el cuento, Button, button, de Richard Matheson, publicado en Playboy de junio de 1970. Una mañana, el matrimonio Lewis, una pareja de clase media acomodada de Nueva York, se topa con un paquete en la puerta de su casa. La esposa lo abre y encuentra una caja con un botón y una tarjeta: "El señor Steward los visitará a las 8 pm". Cuando el señor Steward llegó, puntual, les explicó cómo funcionaba el extraño aparato: "Si oprime el botón en alguna parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50 mil dólares". ¿Qué harán los Lewis? ¿Pulsarán o no el botón? En torno a las discusiones que generan estas preguntas se moverá el breve cuento de Matheson, que tiene cierta similitud con el clásico La pata del mono (1902), de W. W. Jacobs, en cuanto a las consecuencias no deseadas de los deseos. Se puede leer completo y en castellano en un sitio de la Universidad Complutense de Madrid. Luego, varios años después, vino la adaptación televisiva. Button, button fue el episodio número 20 de la primera temporada de la nueva The Twilight Zone, emitido por la CBS el 7 de marzo de 1986. Lo dirigió Peter Medak, que había tenía cierta trascendencia con La clase gobernante (1972) y The Changeling (1980). Aquí los Lewis son más bien pobres y viven en un oscuro complejo de departamentos. El es mecánico y ella (Mare Winningham, demasiado pasada de rosca) una ama de casa alterada, siempre con un cigarrillo colgando de los labios y dispuesta a maltratar a su esposo. El dilema es el mismo que en el cuento, pero hay cambios importantes en el final, lo que dejó tan disgustado a Matheson que prefirió aparecer como Logan Swanson en los créditos. El capítulo, que dura unos 20 minutos, se puede ver completo y con subtítulos en YouTube (primera y segunda parte). Entonces aparece Richard Kelly, autor de la excelente Donnie Darko (2001), absolutamente devaluado luego del tropiezo de Las horas perdidas (2006). Y toma el cuento de Matheson para mandarse una película bien a su estilo, un pastiche fenomenal que acumula citas y referencias de todo tipo y color, desde La invasión de los usurpadores de cuerpos (sobre todo la de Philip Kaufman) hasta las películas conspirativas del Hollywood de los setenta, a lo que le agrega altas dosis autobiográficas, según contó Horacio Bernades en Página/12. El botón y los dilemas que lo rodean quedan casi en un segundo plano, porque Kelly se dedica a desarrollar todo lo que no se menciona en el breve cuento. El resultado se titula simplemente The Box (2009), aunque acá le pusieron La caja mortal. Es desconcertante, sí, pero bastante menos de lo que podía esperarse de entrada. Para verlo, esta vez, deberán ir al cine. Vale la pena.
De jóvenes y locos Este jueves se estrena en Buenos Aires La joven Victoria (The Young Victoria, 2009), película del canadiense Jean-Marc Vallée por la que Emily Blunt consiguió una nominación a los Globo de Oro. Se trata de la historia de la reina Victoria I del Reino Unido contada de manera sencilla, sin suntuosidades, con un tono más bien parco que se centra en las intrigas palaciegas y logra resumir lo ampuloso de la época con algunos detalles (la coronación y el casamiento, por ejemplo, momentos tentadores para tomas aéreas y demás espectacularidades, se muestran con apenas un par de planos bastante cerrados). Hay que verla. Pero también -sobre todo- conviene ver el anterior largometraje de Vallée, C.R.A.Z.Y. (2005), que en Argentina se estrenó en marzo de 2007 con el fallido título Mis gloriosos hermanos. Fallido porque más que entre hermanos la película se centra en la relación de un joven con su padre. Con ingenio, humor y sensibilidad, el director québécoise narra la epopeya personal de Zachary -la Z de C.R.A.Z.Y., cuarto de cinco hermanos de una familia muy católica de Montreal- desde su nacimiento, en la Navidad de 1960, hasta que se hace adulto, un largo recorrido en búsqueda de su identidad sexual, social, religiosa y familiar. Todo al ritmo de Patsy Kline, los Rolling Stones, Pink Floyd y David Bowie. Dos buenas películas que conviene atender. Y que generan expectativa acerca del próximo proyecto de Vallée, Lost Girls and Love Hotels, con guión de Nadia Conners y la actriz Kate Bosworth, anunciado para este año.
Highlights del horror La crítica de una película debe incluir elementos que el espectador pueda luego enfrentar con lo que ve en pantalla, algún análisis que se pueda ratificar o cuestionar frente a la obra en cuestión. Las sensaciones no valen en este sentido. Que un film sea entretenido o soporífero es un asunto puramente subjetivo: ante la misma proyección alguien puede aproximarse al éxtasis mientras el espectador de la butaca de al lado se rinde ante el sueño. Lo mismo ocurre con otra sensación que le dio nombre a todo un género: el horror. Sostener entonces que Actividad paranormal es buena porque asusta, o porque inquieta a posteriori, cuando se llega a la cotidianeidad del hogar, no tiene gran asidero y no debería justificar por sí solo la valoración de la película. Aunque apele a temores muy extendidos (lo sobrenatural, la oscuridad, los silencios, los sonidos desconocidos) no hay miedos universales, por lo que la subjetividad sigue jugando un papel decisivo. El ignoto Oren Peli eligió para su ópera prima un recurso que se hizo frecuente en los últimos años: el found footage o grabaciones encontradas. No redundaré en cuestiones generales al respecto (como el innecesario giro del género hacia el verismo), que ya han sido abordadas en una serie de entradas de este blog. Tampoco me detendré en la historia detrás de la película, una aburrida sucesión de rumores más o menos confirmados acerca de cómo una producción de 15 mil dólares ya lleva recaudados más de 110 millones [1]. Mejor centrarse en la película, en sus (pocos) aciertos y (muchos) errores. Actividad paranormal tiene un gran mérito, acaso el único, en la construcción del plano fijo del dormitorio, lugar inevitable de descanso donde la indefensión es casi absoluta. Se trata de la imagen que abre este post, la del afiche y casi la única utilizada para promocionar la película. Ese encuadre, en tono azulado, obliga a estar atento a dos posibles frentes de acción, por lo que no arrastra una significación a priori. Por un lado la enorme cama donde duerme la pareja; por otro la puerta, abierta hacia el fuera de campo. Esa composición será exprimida hasta el paroxismo en los ochenta y pico de minutos, al punto de que casi todo lo relevante ocurrirá allí. Y aquí aparece uno de los problemas. Porque la película de Peli no es más que los highlights del horror, un resumen con los momentos culminantes de los veintipico de días en que la pareja convivió con un inquilino tan indeseado como científicamente inexplicable. El recurso atenta contra la progresión dramática y la sorpresa: pasados los primeros minutos el espectador ya se acomodó y sabe qué esperar de cada escena. Sólo cuando se apaga la luz aparecen los fantasmas. El otro gran inconveniente es la construcción de los personajes. La película los necesita tontos, carentes de sentido común. Una primera defensa ante el temor, reacción casi instintiva, es encender una luz. Otra es buscar compañía. Pero si Katie y Micah lo hicieran el misterio de desvanecería. Tampoco está justificado -aunque se esboza algún endeble motivo- por qué deciden quedarse en la casa. O por qué no contactan a otro profesional cuando se enteran de que el que buscaban está de viaje. Así, Actividad paranormal no es más que otra campaña de marketing, comercialmente exitosa (dentro del género, quizá la más exitosa desde aquel chasco conocido como El proyecto Blair Witch) pero de escasa relevancia en términos cinematográficos. Encerrado entre remakes de diversos orígenes y exhibiciones pornográficas de la tortura, el género -como si fuera una de esas scream queens de décadas más gloriosas- pide a gritos una renovación. Este no parece ser el camino. [1] Los interesados pueden leer al respecto una nota de Mariano Kairuz en el suplemento Radar de Página /12 que cuenta cómo la marca Steven Spielberg resultó descisiva para el éxito del proyecto.