SOBRAS, NADA MÁS Muy al comienzo de su novela, Cervantes nos informa que la dieta del hidalgo venido a menos Don Alonso Quijano, luego conocido como Quijote, consistía -entre otras prietas viandas- en un “salpicón las más noches”. A parte del hipérbaton que se hizo con justicia famoso, se indica un plato, también conocido por estos pagos, hechos de sobras del día anterior, y hasta dos o tres días. Esta suerte de platillo improvisado puede resultar en algo sabroso, pasable, o directamente un pitanza que se toma por obligación y así evitar la huelga de hambre involuntaria. En arte, o estética, puede conocerse a este salpicón tanto como pastiche como interacción de géneros o estados de transparencia. Gran parte de lo que denominamos cine autoconciente ha practicado en las últimas cuatro décadas tales operaciones estético-expresivas. Muchas de ellas hoy han adquirido la categoría de clásicos; tales la saga de El padrino, El exorcista, Carrie, Terminator o Halloween… Llegados a ese punto, un arte, el último posible en la historia como es el concepto del cine, puede o seguir interrogando estos films-emblema, o arrojarse rumbo a lo desconocido. La primera posibilidad corre el riesgo de la repetición sin más; la segunda recaer en los peores vicios y ripios de algo que alguna vez se llamó “vanguardia”, y que hoy sobrevive tan solo como marbete para los despistados o cambalacheros -cuyo nombre es legión- en algo todavía vagamente llamado “pintura”, “música” o “teatro”… Siempre es difícil volver a casa. Al hogar, punto de partida, o casita de los viejos. Y esto bien que lo sabe Michael Myers que durante décadas no hace otra cosa que volver. Sería hora –si todavía tuviéramos poetas o letristas adecuados- de componerle un tango a Michael. Aquí no hay viejo criado que lo reconozca por la voz, sino un par de ineptos periodistas, para mayor de los males ambos ingleses. Uno, aficionado a los gritos desafiantes en lugares inoportunos, y la otra, una dama coimera que al parecer sufre de incontinencia e intenta evacuar su apuro en instalaciones precarias. El dúo de marras acosa a Michael en un patio ajedrezado muy al comienzo de este salpicón más que improvisado, sito en un asilo cuyo embaldosado a lo De Chirico hace suponer al incauto espectador que se está frente a una obra que se las trae. Lo que trae es tedio, sevicias de todo tipo y seccionamientos varios que mejor omitir su descripción; sí decir que el sedicente director rejuntó pésimamente en el platillo estas sobras más que recalentadas. Antes de desaparecer de este valle de lágrimas ambos periodistas, coimeros -dignos de ser conchabados por la televisión local para un programa de la media tarde-, logran dar con nada menos que Laurie Stroud. Esta se ha convertido en una coleccionista de armas de fuego, trancas y barrancas, alarmas de todo tipo, un sótano acondicionado al exterminio de monstruos, y una serie de maniquíes pelados -que parecen surgidos de una pesadilla fría de Paul Delvaux-, con los cuales practica el descabezamiento a balazos. Laurie ha tenido una descendencia, hija y nieta que la ignoran por chiflada y porque no creen en algo llamado “monstruo”, mal u hombre de la bolsa. Eso estaría bien, si este requecho de masa madre fuera leudado y amasado para un pasta propia, y no para y símil incomible. Así como también tenemos al psiquiatra tenebroso que aquí intenta practicar un experimento que resulta tan fallido como todo el resto de este sancocho de muecas y hemoglobina. Curiosamente si este film cubista fuera puesto o traducido en una mímesis clásica, se podrían rastrear algunas ideas o barruntos de tales que, mediante un hilo conductor o correlato objetivo, harían de esta vuelta al hogar de Michael Myers algo digerible. Pero me temo que hay que munirse de digestivos y sales de fruta. Una vez más como en el tango “la historia vuelve a repetirse”. También tangueramente en su vuelta al barrio que lo vio nacer, Michael, con el paso de los años y de las fugas, se ha transmutado en Jason. Y como todo es equilibro vital, aún en los bodrios, Laurie Stroud se ha vuelto una Sarah Connor necesitada con urgencia de una buena dosis de shampoo. Nada es lo que era, y en esta poco proustiana recherche de un temps perdu, hasta el otrora ominoso y otoñal pueblo de Haddonfield se ha vuelto un country poblado por un nutrido grupo de adolescentes enmascarados que cargan teléfonos celulares; un sheriff adecuadamente inepto que tiene como jefe a un hombre de color con sombrero Stetson, y que parece puesto allí por necesidades de corrección política. O tal vez porque andaba paveando por las inmediaciones, le encasquetaron el sombrero y le indicaron: “decí cualquier cosa con acento de cantante de blues”. El mal y sus manifestaciones extremas, punto de partida de aquel Halloween de illo tempore, se ha tornado aquí en un duelo final entre tres generaciones femeninas contra un zombi insistente. Las tres rodeadas de una ristra de adolescentes botarates que, superando a sus antepasados de cuatro décadas atrás, se han metamorfoseado en una ringlera de infradotados nacidos en serie. Quizás esto sea el intento de una metáfora de algo que dejo a cargo de la imaginación del lector. Puesto que el director no tiene ninguna, y sí demasiados caprichos pésimamente editados.
EL EMBOSCADO Y LOS NIHILISTAS “Un emboscado es pues, quien posee una relación originaria con la libertad; vista en el plano temporal, esa relación se exterioriza en el hecho de que el emboscado piensa oponerse al automatismo y piensa no sacar la consecuencia ética de éste, a saber, el fatalismo”. Ernst Jünger, “La emboscadura”. El justiciero 2 pone en escena, más allá de ciertos y a veces varios balbuceos expresivos -escenas estiradas, montaje algo histérico que busca alertar al espectador de lo que ya es obvio-, aquello que Ernst Jünger -entre otros autores- denomina “la extrema posibilidad de enfrentamiento con el nihilismo”. A esta figura de oposición, que el mismo autor parangona a un último titán, la denomina el “anarca” o el “emboscado”. El “anarca” es quien se vale por sí mismo y que no representa más autoridad que aquella que se expresa en sus acciones y decisiones. No es una figura indiferente ni independiente. Pero sí aquella que elige cuáles son sus causas. Digamos que su elección y acción es constante. Vive para decidir y para enfrentar al nihilismo. Aquí McCall (Denzel Washington) vive una suerte de vida entre ermitaña y monacal, con un trabajo anónimo en un servicio de remise. Con algunos de los pasajeros decide involucrarse. Otros le sirven para observar, oír ciertas confesiones ocasionales que hacen hablando para sí, o para ese “otro sí”, que se ha vuelto el teléfono celular. Su anterior pertenencia a agencias de seguridad estatales, le da el plus de haber estado en el otro lado. Donde su sapiencia particular se ha perfeccionado en un profesionalismo al servicio del Estado. Ahora lo vemos como una suerte de secreto samurái urbano: las referencias que su director, Antoine Fuqua, hace al film ya clásico de Jean-Pierre Melville más que evidentes, son bienvenidas en este mundo donde la autoconciencia estética es otra herramienta de lucha contra el nihilismo. Pero aquí la ritualidad diaria o particular, la vida en la esfera privada de McCall no es mostrada con tanto detalle como en el film de Melville. A lo sumo son observaciones de una suerte de conservación de cierta privacidad que puede llamarse también “individualismo” frente al creciente desocultamiento de todo anterior retiro en la esfera privada. O esto, al menos, fue lo que se hizo creer como preparación para el nihilismo que se aprestaba a llegar a su extrema manifestación; cosa en la que estamos hace ya tiempo. La proyección que el director hace de McCall como una figura angélica apocalíptica se ve por momentos hábilmente puesta en escena, cuando su director no se ve urgido por razones ajenas a la misma puesta, como los vicios ya constitutivos del film otrora conocido como thriller. El centrarse o concentrarse en la acción física. Si bien ésta, desde las primeras articulaciones míticas del héroe, no son más que traducciones corporales de sentimientos subjetivos para que sean comprendidas universalmente en la horizontalidad corporal, en algunos de estos films, que indudablemente pertenecen a la cada vez más acotada territorialidad llamada cine, decaen en la desmarcación del género, o, como preferimos llamarlo, “estado de transparencia”, para arrojarse a una mera aceleración de las acciones físicas de manera autárquica. Cosa que también afea o disminuye los films de otro director contemporáneo como Jaume Collet Serra, en obras que ya hemos comentado aquí, como El pasajero (The Commuter). Una pena porque en cuanto a puesta en escena a Fuqua se lo ve hábil en simetrías que llevan al símbolo sin más y plácidamente, aunque el sentido buscado sea terriblemente dramático o hasta sentimental. El uso de la alianza matrimonial del héroe; el regreso a su territorialidad particular en medio de una tormenta marítima donde se dirimirá la batalla final; el derrame de la harina con la cual su esposa amasaba el pan; un muro tachonado de grafitti y garabatos que hace pendant con la intención de todo film que se precie de llegar a una representación ahora extraída del palimpsesto de manchas y signos arbitrarios que se multiplican en las paredes de toda gran ciudad. Como asegura alguien en este film -que no podemos develar para no arruinar el goce de su contenido-, ya no hay bien ni mal, solo afortunados y desafortunados. Este pragmatismo extremo es el que retira la última máscara de mundo que se exhibió como igualitario y se desnuda frente a la decisión insoslayable de amigo-enemigo.
SOMBRAS, NADA MÁS Un film como éste intenta proseguir un experimento ya intentado con todo “éxito” muy poco antes por It. En lugar de un largometraje se trata de pegar sin ton ni son sucesivos cortometrajes de diez minutos, que no tienen un ardite que ver con el anterior. Para sumarle un final más que inesperado, traído de los pelos, que podría ser el de cualquier film y que podría intercambiarse con muchos otros. En rigor estamos frente a unas novedades inquietantes. Un film de terror amnésico. Luego, un catálogo de lugares vueltos comunes y tomados al voleo de todos los films clásicos y semiclásicos de que se tengan memoria. Al igual que ciertos escritores actuales de habla inglesa dedicados al horror y al terror, se trata de amontonar caprichosamente situaciones clásicas de todos los films de las últimas cuatro décadas y embutirlas en una máquina que funciona como una multicopiadora insaciable e ignara que vuelve a esas secuencias, situaciones y motivos, en los más socorridos ripios. Así levitaciones, cuerpos en diferentes grados de monstruosidad, sevicias de todo tipo, y sobre todo cansinos recorridos por pasillos interminables –éste supera a los de Chicho Ibañez Serrador en sus Historias para no dormir-, que no conducen a nada. Ruidos de todo tipo. Luces estrambóticas y sobre todo actores -aquí más que nada la actriz protagonista- entregada a una suerte de camelo estrepitoso que parece gritar y enervarse y crisparse hasta el retorcimiento, seguramente por desesperación de no saber siquiera qué cuernos está haciendo allí. Por cierto, la cara del ya muy sufrido Gabriel Byrne lo dice todo. Demonios, posesiones, brujerías, dotes paranormales, cultos abominables, son temas que la imaginación fantástica lleva en su propia razón de ser. Pero ya no se trata, como hemos dicho aquí en otra oportunidad, de volver inflacionarios los motivos y situaciones. No. Faltaba un paso más. Se trata de amontonar situaciones tópicas para convertirlas en estúpidas. No es que falte puesta en escena. No hay puesta de ningún tipo. Más bien una apuesta a que el espectador sea sobresaltado por situaciones repelentes, pero que no tengan correlato objetivo alguno. No solo correlato, sino que carezcan del más mínimo atisbo de relato. Aquí más que fuera de campo hay campo abierto. Un desierto imaginativo intentado malamente disimular con espejismos de la peor factura. Restaría para otra oportunidad -si Dios nos asiste-, ensayar sobre este peligroso sistema de amnesia programada. Aquí ya no se trata de propaganda subliminal ni de Brainwashing. Se trata de que nada tenga sentido más allá de la inmediatez. Es como una suerte de tren fantasma que circula repetidamente a través de la misma ringlera de fantochadas, y donde expresiones tan peliagudas, arcaicas y delicadas como el miedo y el terror, sean más que nada electroshocks en la conciencia del espectador para probar cuánto es capaz de olvidar cada diez minutos, o menos, para retomar la historia de cualquier manera. Es como si el film fuera contado ya no por “un idiota lleno de sonido y de furia, y que no significa nada”, al decir de Macbeth; sino por un tartamudo que fuera también amnésico. Desde luego tampoco significa nada.
EL CUENTO DE LA BUENA PIPA EN COMPUTADORA Hay dos términos que no deben confundirse. Lo ingenuo y lo pueril. El primero refiere a aquello que simbolizado en el comienzo de la vida humana, está abierto a todo lo referido a lo primigenio, el primer lenguaje de la humanidad, según Vico. Esta conservación del costado lúdico, incluso infantil, es necesario no solo para la vida crasa o para contrarrestar los efectos de la vida material, sino para todo aquello referido a la imaginación. Por el contrario la puerilización es la befa, la parodia de todo esto. Es simular un “ojo inocente” -como lo llamara Herbert Read- para esa primera instancia emocional cuanto mitopoética, pero mediante métodos de rebajamiento e inflación de tales cosas. El serial, así como el héroe con poderes sobre humanos, comenzó precisamente y sigue en parte su rumbo mediante el primer estadio de conservación de lo lúdico e infantil. La doble vida del protagonista, hace que precisamente la vida cotidiana, la de todos, ya no se nos presentara como tal. Pero debe existir esa vida, por donde se filtra además de la doble personalidad del héroe, algún elemento fantástico, otro; una otredad para que aparezca lo mitopoético. También Karl Kerényi ha hablado de “la tecnificación del mito”. Se trata de tomar el molde más superficial, externo, la cáscara incluso para un fin exclusivamente material. Político, propagandístico. Como sabemos en esta sociedad global todo aquello referido ya no solo a lo imaginario sino a lo meramente emocional está obturado. Tapado. Tachado. O cuando no se consigue esto, se lo vuelve híbrido, se lo mezcla con otros elementos dudosos o directamente siniestros. Así alteridad-doble vida. Y su par, mal absoluto u otredad, pueden funcionar desde los seriales clásicos a intentos más o menos logrados de poner al día, mediante una meticulosa puesta en escena, tales elementos raigales de estos mitologemas. Formas que el mito va tomando de acuerdo a sus necesidades temporales. En este film vemos una absoluta puerilización de sus contenidos mito- poéticos, y una falta absoluta de puesta en escena entregada a las manos de dos cosas: el efecto especial ensordecedor y la falta de todo intervalo que ordene la puesta en escena. Se asiste a una suerte de festival de egresados de criaturas sobrenaturales que no hacen, según costumbre, otra cosa que torpes bromas dignas de la peor estudiantina. Se busca con ello, e indudablemente se lo consigue, una suerte no de camaradería sino de compinchismo entre la abrumadora nulidad de lo que sucede en la pantalla, con una buscada complicidad en los espectadores, como siendo convocados a una suerte de ceremonia secreta de supuestos códigos privados, cuando lo que se exhibe es la más crasa ostentación de vacío absoluto. No hay caracterización alguna de los personajes. Salvo las diferencias de artilugios anatómicos o que propalan los mismos efectos especiales. No hay trama. Solo una acumulación de situaciones que se repiten sin cesar a razón de cada diez minutos. Así films como estos terminan siendo la visión tecnocrática del cuento de la buena pipa. Es una abuela provista de computadora que duerme a sus párvulos y los despierta con un nuevo comenzar de lo mismo. Esta repetición hace que estos productos, más que series o seriales, sean serializaciones. De consuno con el mundo global se fabrica y se reproduce hasta el hartazgo lo mismo en repetidos cubos concentrados de puerilidades. El mal como siempre termina siendo lo más logrado. Claro que sus fines son tan confusos o limitados, que se vuelven sinónimos. Al parecer éste de aquí intenta practicar una suerte de versión perversa y teratológica de la ecología. Al parecer también ha tenido una lectura apurada de Malthus, y ante el exceso de población se decide por una eutanasia masiva, galáctica, y, lo que es peor, no solicitada por tantos cientos de planetas. Otrosí. El que los hacedores de este pasticcio, sumen mitologemas existentes -como Thor, el martillo y su único ojo- con criaturas surgidas de su propio caletre, lleva la tecnificación del mito así como a su puerilización hasta las fronteras del dislate. Atención, no es que un autor no pueda sumar a un mitologema ya existente, una versión o variante propia, pero debería surgir a su vez de una matriz imaginaria. Si se pierde o se soslaya esa matriz o, peor aún, si intenta ser la propia matriz se llega a cosas como ésta. Finalmente de manera estructural -podría decirse-, también este pucherazo sobre abunda en un error y ya horror de la peor narrativa de ciencia-ficción. El crear el efecto o la cosa cada vez que se la necesita; es decir sacar de la galera todo gadget, recurso, cosa técnica o mecánica o situación física -vuelos, desapariciones, dislocaciones, diferentes artefactos- pero sin antes crear el correlato objetivo para que sea posible tal invención posterior. Es decir, se carece de todo ingenio posible y se inventa a medida que el tedio, la falta de espesor, o cuando los técnicos, que han tomado el mando del imaginario, así lo deseen… Aquí en realidad el superhéroe y aquel que soporta las pruebas iniciáticas es toda persona que tolera más de diez minutos de semejante ristra de tonterías, chistes malísimos, y un torrente de máscaras para un carnaval que no intenta ningún tipo de catarsis; más bien sumirnos en la trivialidad más elemental.
El estreno local poco tiempo atrás de Siete cajas dirigida por Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, fue una sorpresa. El que de un país cercano pero cuyo cine -entre tantas cosas- desconocemos, surgiera un film narrativo, que contara una historia vertiginosa como base; que este vértigo fuera creciendo sin olvidar, en sus sincopadas carreras a toda velocidad, que cargaba en otra caja una segunda historia. Que todo ello fuera posible mediante no muchos recursos, pero bien organizados. Que el film tomara del mejor cine contemporáneo -por ejemplo Brian DePalma-, esa obsesión compulsiva que parece la otra cara o la cara extrema de la alienación, que es el mirar y el ser visto, y -más aún- el vivir para aparecer como copias de nosotros mismos, que todos estos temas se hicieran con rigor y hasta con el necesario humor, fue la “sorpresa.” Es decir que exista un film que sea cine y no barruntos subjetivos de un señor o señora cualquiera, de la cual solo nos interesa aquello que puede imaginar y no vomitar su crasa interioridad sobre nosotros en forma de alegorías vacuas, pasó – por fortuna una vez más- a constituirse en excepción. Así como ya es legendario entre escritores el “conflicto” de la segunda novela, si la primera ha sido lograda, en el cine esto se ha transmutado de manera sui generis. El éxito que será un impostor tanto como el fracaso -al decir de Rudyard Kipling- pero que suena mejor que cuando se gana -al decir de Carlos Salvador Bilardo-, es un ángel peligroso; alguien que nos acecha con críticas laudatorias, recortes periodísticos y noches de estreno de vino y rosas. Los buscadores logra sostenerse en esa delicada cuerda floja del éxito temprano. Lo hace expandiendo –cierto que a veces, pocas, también dilatando- sus logros primeros. Una trama cerrada con motivos y figuras míticas que son presentados en forma oblicua en una suerte de prólogo contundente, pero también lo suficientemente hermético para abrir el deseo de saber. Luego, el buscar correlatos objetivos mediante situaciones, personajes y caracteres (no son lo mismo); peripecias que apuntalen ese elemento mítico vuelto mitologema (variante formal pero también simbólica del primero), que todo, acción y realización, pausa y aceleramiento, diálogos y silencios, coadyuven al propósito general del film. Su razón de ser -cuando se la tiene- es lo que viene a continuación. Allí la cosa se complica. Se complica -como sostenemos desde hace ya tiempo- porque se cree cada vez menos –o directamente se desconoce- en el elemento base, ese que en toda operación de transformación de un material en otra cosa, debe tenerse siempre en primer plano. En cine se llama “género”. Nosotros hemos preferido llamarlo “estado de transparencia”. No importa. Se trata del movimiento básico del relato. El “había una vez”; quienes y donde están en “esa vez”; y –sobre todo- para qué y por qué están allí. Están para narrarnos algo, siempre más grande que la vida. En la medida en que el arte busca un orden mediante simetrías que la vida no tiene, o que ya no somos capaces de ver. Todo esto ambos realizadores de Los buscadores -título que creo ya petición de principio autoconciente- lo han logrado, y una vez más. No recuerdo entre nosotros y en todo el cine que podamos denominar iberoamericano un film que haya sabido plantear y resolver en forma tan lúcida y sostenida el tema de la busca del objeto prodigioso. Que a veces se confunde con “mágico”. Cosa que este film, como el anterior, tratan de manera excepcional. Aclaro: tanto la busca del objeto como la apetencia por lo meramente material de su soporte, y no por el de su auténtico sentido, que es el simbólico-espiritual (1). Cierto: no he recorrido todo el amplio espectro fílmico desde Lisboa a Managua y puedo –felizmente- equivocarme. Pero este film al igual que el anterior se centra –aquí en Los buscadores quizás con más interludios cómicos de los necesarios-, en el tema del objeto que es soporte material de otra cosa. Como el cine mismo y su concepto. Desde luego la figura matriz de esta busca y de este objeto es el Santo Grial. Materialmente la copa donde se ha preservado la sangre de Cristo, y simbólicamente aquello que es, o podría ser el objetivo y meta de toda existencia. Su razón de ser, su ideal, realización espiritual… o no. Tema o mitologema que ha sido -como es obvio- la base o textura básica de obras maestras absolutas como Vértigo o Apocalypse Now. La habilidad, la primera habilidad, el primer y sabio movimiento de los autores de este film, ha sido localizar el motivo mítico: es decir antes de toda variante o versión, ir y sostenerse en la propia territorialidad. Aquello propio. Así tanto el recuerdo de esa estúpida carnicería en la cual lamentablemente la Argentina se vio arrastrada, conocida como la “guerra de la triple alianza” –¡vaya alianza!-, como el rescoldo que ella ha dejado en los paraguayos, pero no solo en lo histórico, sino en lo legendario, se articulan de manera perfecta y simétrica. La busca de ese tesoro, de ese objeto sublime, puede ser tanto la apropiación material como la espiritual de ese in illo tempore. De ese tiempo originario, pero que toda obra contemporánea debe afincar en su propia territorialidad. La dupla en la dirección de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, es de lo más sorprendente y hasta fascinante que hemos visto en la producción cinematográfica de los últimos años. De continuar así y calcular los pasos a seguir, harán historia. Si saben sostener ambas historias, la propia y la de todos. Un ejemplo perfecto de que cómo no debe caerse en el “costumbrismo”, cuando se tienen los pies y el espíritu sólidamente afincados en su territorialidad, y desde allí tensar el arco; tender a lo universal mediante la imaginación mitopoética. Esto también es ejemplar.
El exorcismo según Ionesco Permítaseme comenzar con algo personal. Décadas atrás un periodista, bastante bueno en lo suyo, me hizo la propuesta de escribir un guión para un film. Género: “terror”, repetía. Bien. Había trasegado ingentes dosis de vhs en copias abominables que por entonces circulaban producto de ediciones locales que lindaban con lo delictivo. Había bocetado un diagrama compuesto de minutos y de intensidades en las cuales –según su estudio sesudo- había que emitir mandobles audiovisuales, para “impactar” al espectador. Había escrito una sucinta escaleta de casa tomada o cosa semejante; aunque aquí no me mostró los planos. No sabía dibujar. Pregunté “¿y entonces qué es lo que puedo hacer?” Muy suelto de cuerpo me zampó, “con la memoria que tenés y con todos los films que viste se trata que cada mazazo te encargues de excavarlo de tantas escenas guardadas en tu coleto”. La transcripción del diálogo corre por mi cuenta… Desde luego que todo quedó en nada y finalmente dirigió una película con actores disfrazados de pobres. Lo que en aquel tiempo fuera un absurdo ahora ha regresado y vuelto miles de bodrios. Uno de ellos, de factura inglesa-rumana con director francés, y posiblemente con utilero de Andorra, ha caído como maligno aerolito en surtidas salas porteñas. Una periodista con cara de estar siempre en Babia y que se pasea como media hora linterna en mano por vericuetos de la campiña rumana, y por interiores de mampostería ominosa, seguramente en busca de los fragmentos ebrios de un guión insensato, debe llevar a cabo una investigación para un barbón editor ubicado en Nueva York y que dice tonterías mediante celulares que no fallan nunca. Debe investigar –en fin- sobre un sacerdote de la iglesia ortodoxa rumana que ha practicado un exorcismo sobre una monja a la que le ha provocado la muerte debido a su celo sacerdotal, cuando al parecer podía haber sido curada con ribotril y chalecos de fuerza. Al estar la cosa desarrollada en Rumania, uno podía imaginar que se acercarían o que tan siquiera buscarían la hospitalaria y sabia compañía de Mircea Eliade. En realidad, y por la indecible cantidad los absurdos puestos a destajo, ha sido su paisano Eugène Ionesco el numen inspirador. La tal Nicole –se llama así- bobea de un lado para el otro, obtiene la ayuda de un sacerdote local que arroja sobre ella y nosotros una chorrera de información verbal extraída de una entrada improvisada de wikipedia. “Posesión”, “demonio”, “libre albedrío” y demás, sin la menor intención de buscar algún correlato objetivo o segunda historia –conocida también como puesta en escena- para afincar tamaña teología de crucigrama. Así, como mi legendario periodista de terror cronometrado ansiaba entonces, abundan bichos, con preferencia por arácnidos, gritos, ojos en blanco (a veces los ponen en negro), puertas y ventanas que se abren a capricho, para culminar en toda serie de levitaciones en diversas posiciones calisténicas, y una cantidad de cruces vistas con criterio turístico, y que al parecer sobraron del presupuesto inicial y las repartieron por todos lados. Hay también campesinos torvos, gitanos amenazantes, sueños húmedos de Nicole con el cura –y sí, qué creían- y todas las chapucerías imaginables de shock fotográficos sin la más mínima ilación entre ellos. En todo caso luego viene una didascalia soporífera donde se nos dice en un inglés defectuoso, qué diablos –más que nunca- terminamos de ver, en caso de no haber antes huido raudos de la sala, o de habernos entregado a los brazos de Morfeo; el mejor crítico cinematográfico que pueda existir. Curiosamente el film –llamémoslo así- tiene buena intenciones en cuanto a lo religioso, pero no cae en la cuenta que aquí no se trata de un cursillo acelerado de demonología, sino de cine; y para ello debe saber tramar primero y poner en escena después. Se tiene la torpe ilusión desde que Regan Teresa MacNeil, fuera poseída in illo tempore, que se trata tan solo de manotear cruces, sumar hemoglobina, salpimentar con griteríos, vestir a partiquinos con sotanas, y demás, para tener siquiera algo parecido a un film sobre exorcismo. Desde luego obviando dos factores esenciales: Friedkin y Blatty. Mi periodista y cineasta en ciernes -ya legendario- se me aparece ahora como pequeño demonio burlón, y me grita satisfecho “¿no te dije?”
Extraño, y en un tren Hawks que era más parco que muchos de sus personajes, sin embargo definió alguna vez el cine como “un largo tren en marcha que atraviesa la noche”. El que toma todos los santos días Michael McCauley, irlandés afincado en NY, atraviesa aquí el atardecer y la noche sucesiva de una jornada en la cual una empresa en la que trabaja, ducha en las leyes del mercado, a través de su mano anónima le dice “fuera”; a los sesenta años. En realidad el tren se interna desde ese atardecer, que es también ocaso, en la noche oscura del alma de Michael, donde en ese interior en marcha, como su propia vida reflejada en el motto “de casa al trabajo” –tal el sentido del título original: The Commuter– se transformará en todo un rito iniciático de muerte y resurrección. Claro que para fortuna de todos seguirá siendo un thriller en la primera historia. No sabemos si Michael, o los guionistas, o el propio director conocen el apotegma justicialista que indica que se debe “ir de casa al trabajo y del trabajo a casa”. Pero así lo afirma la rutina del nuestro agonista. Este “commuter” es un alienado y por lo tanto es tratado como “cosa” por la propia empresa. Esta cosa expedida como un paquete a su casa, enfrentará el resto de ese día desde viejos compañeros de su anterior trabajo como policía, hasta ese enjambre de caras cotidianas que ve a diario en ese tren y que, como en el tango de Alfredo LePera, se convertirán súbitamente en caras extrañas. Más aún, es máscaras. Pero algo cambia también en ese largo tren en marcha que atraviesa NY. Un avatar femenino del Bruno Anthony de Pacto Siniestro (Strangers on a Train) que sabiamente el director nos hace conocer primero metonímicamente por sus zapatos, le hará una propuesta adecuadamente equívoca. A partir de allí el director oscilará entre el pulso firme en la puesta en escena, y el desborde de excesos de computación delirada. Así tenemos las buenas simetrías que sostienen como otra mano anónima -pero que en rigor no lo es- la puesta en escena del film. El target de la siniestra charada se hace llamar “Prynne”, como la desdichada heroína de “La Letra Escarlata” y está igualmente estigmatizada; así como su ex jefe en la policía se apellidará Hawthorne, como el autor de esa novela. Finalmente el blanco móvil a quien conduce todo el enigma como el propio trayecto del film y del tren, se llamará adecuadamente Sofía. Y sabiamente y una vez más el thriller nos llevará –si queremos- a la segunda historia de carácter iniciático. Nos conducirá a esa meta de sabiduría encarnada aquí por una Sofía que carga su secreto como toda filosofía que se digne. Nuestro neófito, que paradójicamente en edad en un veterano, verá -como se ha dicho- reconvertidas en caras extrañas a quienes ha visto a diario como otros “commuters”. La bandeja de tipos es adecuadamente clásica. El no me meto; el jocoso mecánico; la chica ya oficialmente rara en peinados y tatuajes y en gestos. También el “venido a más”, por alcahuete de una banca y que se cree Rockefeller porque ha comprado una corbata de Gucci. El veterano ya enancado en su estoicismo y que -como doble de Michael- será aplastado por la mano anónima, ya no del mercado sino de la mercancía. Así los propios guardias del tren en marcha. Cuyo destino es un nuevo inicio; una fuente, un manantial también frío: “Cold Spring”. A estas felicidades el director las dejará cubrir por el merengue del montaje en estado de shock, las explosiones delirantes y las peleas de kick boxing que parecen fascinarlo en demasía. Estos parches púrpuras que también son ripios entorpecen una trama bien llevada. Donde Liam Neeson es nuevamente -pero diría que todavía mejor-, ese irlandés padre de familia y querendón, con el cual tomarse unos tragos de Bushmills. Vera Farmiga –como Joanna- luego de su exhibición de calzado entre erótico y ortopédico, se mostrará adecuadamente siniestra y hasta arriesga una opinión sobre la prosa de John Steinbeck más que acertada. Todo es rico y extraño; ella, su propuesta que oscila entre la charada infantil y la trampa para un hombre solo. Y doblemente solo porque el viaje habitual se le ha vuelto viaje hacia un cero tan temido como el infierno… Como en su anterior, Sin Escalas (Non-Stop), también con Neeson como el inocente con las manos sucias, a Collet Serra parecen fascinarlo los móviles, ya sean aviones, trenes o teléfonos celulares. Tal vez nos depare un film sobre la Fórmula Uno en algún opus por venir. Desde ya espero que el héroe maneje una Ferrari. El problema es que estos móviles aceleran a una velocidad que su conductor no parece poder o saber graduar. Aquí –por ejemplo- el asesinato del conductor del tren, parece una metáfora o confesión -¿involuntaria?- del propio director cuyo tren en marcha se ha perdido en la noche aún más oscura de los efectos especiales. También derrapa en ciertas escenas resueltas por un ojo cubista, como el prólogo del film con su grupo de familia en un interior suburbano y que se parece a un corto publicitario de copos de maíz o de leche chocolatada. Ambos héroes de este dueto de films son adecuadamente vulnerables; el tiempo que todo lo sabe, pero también destruye, los ha vuelto un John McClane con más achaques y menos epigramas. Resumiendo, este film es más que visible; es cine o intenta serlo; lo cual ya merece todas las loas y aleluyas. No trafica en burdas alegorías, aunque cae en ciertas reducciones didácticas. Guarda cierta hospitalaria calidez por el heroísmo, así como cierta necesaria cohesión de grupo. Tanto, que en esta El Pasajero su director emplee con acierto una variante de “Fuenteovejuna” de Lope de Vega. Este catalán parece español también. Así que apostaría unas buenas butifarras a la obra en marcha de Sierra. Si no se encierra o no se deja encerrar en un gabinete de botones y de teclas que sabotean sus films como perversos Brunos Anthonys robóticos.