No, Los agentes del destino (The Adjustment Bureau) no es una película de extraterrestres, si bien en el film existen personajes que no encuadran del todo en la lógica mundana. Lo inquietante del poema citado -y del film, en su premisa inicial- es que nos ubica a todos los mortales como conejitos de indias de algún proyecto idealista que se trama secretamente en alguna torre escondida entre rascacielos. Generaciones a prueba, porque como sujetos aún no estamos capacitados para tomar el timón y nuestra historia no es más que un fallido simulacro, apenas el desordenado ensayo de la Historia verdadera que llegará algún día y que, por supuesto, no podremos protagonizar. “La humanidad no tiene la madurez para controlar las cosas importantes”, dice por allí un personaje del film, resumiendo el principio rector de esta organización clandestina que monitorea los horizontes de hombres y mujeres. Pero no, tampoco se trata de la Matrix ni de rostros que nos amonestan desde cristales líquidos. Ellos, los agentes de esta empresa, quieren pasar inadvertidos. Alegan que los necesitamos para reencauzar nuestra razón, pues de lo contrario no podríamos evitar la autodestrucción. Y aunque algunos resulten pedantes y amenazadores, hay otros que son buenos tipos. Les creemos porque los sentimos de carne y hueso, a pesar de las líneas increíbles que a los actores les toca pronunciar. Son algo así como ángeles de la guarda vestidos de traje. Burócratas del devenir. Algunos son soñadores, otros son cínicos, otros están más hartos que oficinistas kafkianos. Su tecnología se reduce a una especie de guía Filcar que indica los trayectos y encrucijadas vitales de cada persona: allí donde el deseo complica el camino hacia la meta predeterminada, el mapa lanza una señal de alerta. Estos funcionarios, sin embargo, son falibles como cualquier hijo de vecino. Al comienzo del film, uno de ellos se queda dormido en el banco de una plaza y no llega a tiempo para cumplir su tarea. El error tendrá repercusiones ingobernables, ¿pero quién dijo que un ángel guardián no tiene derecho a echarse una siestita de vez en cuando? La idea, decididamente genial, se la debemos a Phillip K. Dick y su cuento “Equipo de Ajuste”. El realizador George Nolfi cambió el rol del protagonista central (en el film es nada menos que un potencial presidente de Estados Unidos) pero logró filtrar en la pantalla el encanto sabiamente juguetón del relato original. Más allá de la acción y la tensión y los vericuetos fantásticos, si algo se desprende de The Adjustment Bureau es una profunda ternura y una seria confianza en la voluntad de los seres humanos para transformar sartreanamente aquello que han hecho de nosotros. En el fondo, se trata de cuidar el motor íntimo y esencial de cualquier historia y de la Historia, ese metal precioso llamado libre albedrío, un arma que sigue siendo inalienable y bien concreta a pesar de un sistema biopolítico empecinado en convertirla en quimera.
En el centro del film hay un joven que no puede olvidar un hecho que hace quince años lo llevó a la cárcel. Jan Thomas ya cumplió su condena, pero íntimamente lo acosa un pasado que el espectador infiere a partir de desperdigados flash-backs. Un niño murió. Lo que en principio parecía un crimen tal vez haya sido un accidente, pero la cuestión es que el protagonista no termina de aceptar -o verbalizar- su responsabilidad. Dado que toca muy bien el órgano, Jan consigue trabajo en una iglesia y, de a poco, cautelosamente, comienza a adaptarse a la "libertad". La acción transcurre en algún lugar de Oslo, un paisaje bañado en tonos anaranjados y amarillos, una fotografía candorosa y suave que contrasta con la oscuridad del conflicto. Jan no confía en las bondades de Dios. Sin embargo, en la iglesia él encuentra a un cura amable que le evita los sermones y sólo intenta darle otra oportunidad. También conoce a una bella sacerdotisa con quien dialoga sobre el perdón y la existencia del mal sin la pretensión de arribar a iluminaciones definitivas. Es interesante este personaje femenino, que asegura amar a Dios pero tampoco se expone como una fanática de visión limitada. Ella más bien parece asumir que la religión es una ficción como cualquier otra que el ser humano necesita construirse para enfrentar la indolencia de lo real. A través de estos matices terrenales Jan va tanteando la posibilidad de la fe, y la iglesia se convierte en el lugar de conexión consigo mismo, aunque tan sólo sea mediante el éxtasis que le provoca la música. Para él es suficiente. Y de repente se produce un giro, un cambio en el punto de vista, tanto a nivel narrativo como predicativo. El director Erik Poppe abandona el equilibrio y comienza a pontificar. El discurso cobra gravedad y cálculo. Porque resulta que la madre de la víctima habita la misma ciudad que el victimario. Arreados por el guión, el muchacho y la madre están destinados a entrentarse. La película eleva así su mirada buscando algo más allá, que no es el cielo sino un cierto ideal de qualité europea. Aguas turbulentas (DeUsynlige) se consagra, entonces, como una clásica fábula de expiación con moraleja ad hoc. Pasado y presente tejidos en espejo. Relato bifurcado que al plegarse ahoga su latir auténtico para invocar una innecesaria respiración artificial. El pulso delicado que en la primera parte acompaña la dolorosa reconciliación del protagonista con la vida, en la segunda mitad se vuelca al servicio de la revancha y la redención, dos cuerdas dramáticas legítimas en sí mismas pero que aquí sólo están moldeadas en función del espectáculo altisonante. Y no conforme con la muerte inicial de un niño, el film entregará a otro niño como botín del suspenso. Y algo perderá consistencia en medio de esta espuma tan prefabricada: nuestras ganas de creer.
Blue Valentine es una película táctil. Tenemos que tocarla antes de verla. Como si fuera una ventana cubierta de rocío, debemos desempañarla para poder mirar. Por eso las manos se humedecen ya en los primeros minutos y habrá que hacer mucha fuerza para no dejarlas llorar. Porque ese jardín que ahora aparece en la ventana no nos resulta del todo desconocido. Blue Valentine es piel y escarcha. Pura tristeza háptica. Hubo un tiempo que fue hermoso. Cindy y Dean se conocieron en un geriátrico. Ella, estudiante de medicina, acariciaba a su abuela el día en que Dean la vio por primera vez. Él, que se dedicaba a las mudanzas, se había quedado acomodando las pertenencias de un anciano que acababa de instalarse en el lugar. Aunque no era su obligación, esa tarde Dean cariñosamente acondicionó la habitación del viejito para que éste no la sintiera tan ajena. Manos de hombre noble, manos que más tarde acunarían a Cindy como si ella fuera un bebé, durante ese viaje en colectivo en el que decidieron formar una familia. En aquel entonces el entusiasmo aún podía ganarle al miedo. Pero hoy esas manos están cavando un pozo para enterrar un perro muerto. Hoy todo es azul metálico. Los rayos blancos que vienen del pasado rebotan en la coraza helada y traducen el recuerdo en ceniza. Los rostros son inmensos y están cansados y están muy cerca nuestro, tanto que podemos rozarlos y raspar la sal. “Tenemos que salir de acá”, dice Dean, y sin dudarlo reserva una habitación de un hotel alojamiento. En el camino se cruzan con un fantasma cínico que los devuelve al origen, al arrojo inicial, cuando él amó demasiado y ella se dejó rescatar. Dean tiembla. Cindy posa su mano en la de su marido: allí, una mancha azul. Últimas brazadas hasta llegar a la "Habitación del Futuro", un cuarto con lucecitas de ciencia-ficción y una cama que gira y marea. Él pensaba que allí podrían respirar, reír como antes, quererse bien... pero las manos apenas logran sostener la resbalosa botella de vodka. Esas manos hoy sólo saben lastimar. Entonces Dean se aleja por la calle, solo, fundido con el cepia de las fotografías de ayer. Mientras tanto, en el cielo azul dolor estallan fuegos artificiales de colores candentes y sonidos agudos, como si fuera el aullido desesperado de las mariposas en el estómago que siguieron luchando y aleteando hasta recién. Hasta el último segundo. Hasta que se ahogaron.
Si el terror como género les cae simpático y tienen ganas de pasar un rato realmente entretenido, les aconsejo ponerle unas fichas a Insidious (estrenada aquí como La noche del demonio), la clase de film que merece verse -y sufrirse- en una sala de cine. Ojo que a continuación voy a contar algunos detalles. El crítico Horacio Bernades definió Insidious como un “pararrayos de tormentas de ideas ajenas”. En efecto, como señalaron todas las reseñas, el film de James Wan despliega muchísimos lazos con famosas películas del género, desde el ya clásico Carnaval de almas hasta las más recientes Arrástrame al infierno y Actividad paranormal, aunque evidentemente el faro de los autores es la irremplazable Poltergeist. Aquí también hay un niño asediado por fuerzas malignas y una familia zarandeada por la incertidumbre. Bueno, en realidad es la madre (Rose Byrne) quien está desesperada, porque percibe cosas raras y teme por la vida de su hijo. Al padre (Patrick Wilson), en cambio, se lo nota un poco más tranquilo. Ampliando la ingeniosa metáfora del “pararrayos”, podría decirse que Insidious enaltece a sus referentes porque absorbe lo mejor de ellos, su electricidad, y a la vez evita el cepo del reciclaje mecánico. Los ecos externos recubren la película pero no la ahogan, porque no se anteponen a la construcción de los climas. Es curiosa la dualidad que sentimos: sabemos que no estamos ante nada nuevo, pero al mismo tiempo nos rendimos gozosos frente a ese horror labrado con artesanía y sagacidad, en donde las argucias genéricas de siempre se depuran para mostrarnos sólo la punta del ovillo, la eficacia de lo mínimo. Esta dosificación funciona sobre todo en la primera mitad del relato, porque en la segunda el guión abandona toda sutileza para lanzarse a un barroquismo desatado, y allí la película pierde esa humildad que transmitía en el comienzo. Sin embargo, Insidious es una experiencia que se justifica de punta a punta, más aun cuando la proyección termina y uno comprueba que las garras que nos rozan no pertenecen precisamente a los monstruos nocturnos. Porque lo cierto es que el infierno respira cerca nuestro, ahí nomás, tan pegado al día a día que no podemos (no queremos) distinguirlo. Hay un detalle de Insidious que parece sacado de otra película, de otro género, un apunte que junto a otros que pueblan el film invitan a relegar el hilo sobrenatural para hurgar en algo más siniestro... y más humano y bien actual. En una escena el matrimonio se prepara para ir a dormir: mientras la mujer cae vencida en la cama, agotada por el trabajo y el cuidado del bebé, su marido se coloca con delicadeza una crema antiarrugas alrededor de los ojos. Sí, tal cual. Ella está nerviosa por una rutina que ya se perfila colmada de sobresaltos, mientras él sólo es capaz de concentrarse en sus patas de gallo. Ahí el director le hace un primer plano a Patrick Wilson para confirmar que este hombre tiene la piel increíblemente tirante. Irreal. Pero no es un efecto especial. Es simplemente el mundo del revés. El nuestro. Y acá no hay exorcismo que valga.
El más reciente film de Carlos Sorín comienza allí donde terminaba Psicosis: con un pormenorizado diagnóstico sobre el estado mental del protagonista. Hete aquí que Luis (Luis Luque), profesor universitario de literatura, tuvo un rapto de violencia con un colega y fue internado en un neuropsiquiátrico. Ahora el hombre está mejor, listo para regresar a casa, según afirman los especialistas que lo trataron. En una introducción tan extraña como plomiza, un señor lee un largo informe frente a otro que se aburre y hace dibujitos en su libreta. Y luego resulta que el aburrido es el juez que debe autorizar la externación. El dato no es menor. Luis ya tiene su alta, aunque deberá seguir tomando su dosis de pastillas, por supuesto. Pero antes de conocerlo a él, el relato nos presenta a su esposa, Beatriz (Beatriz Spelzini), quien se convertirá en el vórtice emocional de la película. Ella va a buscar a su marido a la clínica y allí conversa con un médico sonriente de hablar sereno, tan lánguido que parecería estar más sedado que cien pacientes juntos. En este poco acogedor ambiente científico, Betty observa la imagen de un electroencefalograma de Luis y todo lo que ve es un aterrador cuadro surrealista pintado con colores fluo y curvas peligrosas. Betty no podrá quitar de su cabeza esa imagen indescifrable. En ese instante, sí, hay mucho cine. El cine -la vibración de la puesta en escena- también se hace sentir en la forma por la cual el realizador filma el amplio chalet del matrimonio, un espacio cuyos tonos verdes, rojos y amarronados recuerdan el hogar de los Rabbits de David Lynch. Sorín y el notable director de fotografía Julián Azpeteguía (Carancho) exprimen al máximo las delicias del Cinemascope y logran que el penumbroso espacio se estire, se achique, se encorve, se vuelva laberinto. El conflicto es ínfimo. Casi nula es la información que tenemos sobre el personaje femenino, si bien sospechamos que ella podría estar incubando brotes similares a los de su marido. Lo que aquí importa es la atmósfera de incertidumbre que crece sigilosamente sin apelar a las trampas o las explicaciones psicologistas. Podría decir que El gato desaparece es una buena película de suspenso. Sin embargo, para ser precisa, debo decir que se trata sólo de una película de buenos momentos. Falta algo en la narración. Tal vez la seguridad de una soga. Sorín es un cineasta del camino. Por lo general en su obra no necesitó atarse a un centro porque la propia naturaleza de sus narrativas buscaba la dispersión, la gracia latente en cada estación, la autonomía de los momentos privilegiados. Con su penúltimo trabajo, La ventana, el director intentó concentrar el sentido en un único espacio-tiempo, pero la consecuencia fue un film desparejo en donde los detalles aislados eran más relevantes que el efecto del conjunto. Lo mismo ocurre en El gato desaparece, una película con una propuesta enunciativa interesante que sin embargo no consigue tensionar sólidamente su arco dramático. Por ejemplo, aquellas críticas a la justicia y al sistema de salud que se filtraban en las primeras secuencias nunca llegan a repercutir en la trama. Por otro lado, el film no nos deja especular con posibles hipótesis sobre la relación entre Luque y el docente amigo que disparó la psicosis, más allá de que el problema de fondo sea evidente. Como espectador uno se siente afuera de ciertos nudos esenciales en la cadena de afectos y responsabilidades. La fábula es demasiado escueta y no cede las fichas suficientes para que uno también pueda jugar.
La película despega con jirones de un planeta hiperactivo y colorinche: un estadio de fútbol, una playa en temporada alta, una mezquita, el subte en la hora pico, las corridas de San Fermín, una manifestación política, Wall Street y muchas más imágenes superpobladas en donde transpira el hombre-masa. 127 horas (127 hours) cuenta la anécdota de un individuo que intenta huir de la alienada maquinaria global. Pero atención, advierte Danny Boyle: la tarea es complicada. La membrana cultural que moldea la subjetividad no es tan fácil de desmontar, y en la lógica social no sólo gira la rueda del capitalismo, sino también la vida de los otros, aquellos gracias a quienes estamos acá. Aron Ralston aparece ya en el inicio apretujado entre bloques de mundanal ruido: multitudes afiebradas, logos de comercios urbanos, autos ansiosos por llegar al hogar. Un caos del que conviene escapar. De repente, en plena ruta hacia las montañas de Utah, el protagonista se estremece al cruzarse con alguien muy parecido a él, casi un doble que circula con un grupo de ciclistas. ¿Es la impresión de verse como parte del rebaño lo que lo aterra, o es que ni siquiera soporta la idea de "comunidad"? Aron tiene su lema: “Sólo yo, la música y la noche. Love it!”, fanfarronea mirando a su cámara de video. Aunque, honestamente, con ese artefacto siempre encendido nadie puede pretender estar realmente solo, porque también está ese otro yo que busca perdurar, ser visible, ser relato y… ¿para qué volverse imagen si no es para exhibirla a los ojos de ese mundo del cual el hombre rebelde quiere desprenderse? El film ya narró mil cosas y aún no salimos de la secuencia de créditos, en la que vale detenerse para comprobar que ningún elemento del montaje es gratuito o meramente decorativo. Desde el goteo de una canilla hasta las pinturas rupestres, pasando por el meteorito fundacional y los tambores de la banda sonora, todo se entrelaza con vértigo y coherencia aunque en un principio el estilo amenace con pulverizarse en superficiales parpadeos. 127 horas es un Boyle puro, festivo como siempre pero tal vez más filosófico que nunca, y hasta podría decirse que toda la película es un tratado sobre el video-clip, sobre lo que este género necesita para calar hondo más allá del roce sensorial y efímero. Y lo que necesita es anclar en un grito. Si la estética del clip se caracteriza por dar autonomía a cada uno de sus componentes en un desfile óptico donde lo único que importa es el instante (así como a Aron, hasta hoy, sólo le interesaba el ahora), la caída en la grieta empuja al personaje -y al film todo- a trascender el efecto fugaz para asumir un pasado y un futuro, tejiendo un trayecto subjetivo que justifique la voluntad de resistir. En su omnipotencia, la cámara podrá danzar y ser a veces soga, a veces pájaro o a veces Dios, pero siempre regresará al hombre atrapado para auscultar sus palpitaciones. Hay que hacer de ese aventurero una persona como cualquiera de nosotros. Hay que respirar por él. Hay que prepararse para lo inconcebible. “Si dirigir es una mirada, montar es un latido de corazón”, decía Godard, y aquí Boyle hace honor a la máxima con este carnaval terracota de dolor, nostalgia, desesperación, ensayo y error. 127 horas es un barroco batido en donde una canción burbujeante de Bill Withers convive con un macabro Scooby-Doo y estampidas de cine catástrofe, todo barajado en una mente que delira pero lo hace con la materia de una cultura específica. No es un detalle frívolo que Aron fantasee con una publicidad de gaseosa, porque así es como la televisión ha formateado nuestra percepción de la sed, de allí que el director juegue con eso, evidenciando la irrelevancia de las marcas ante la agonía de un hombre que sólo necesita que el producto cumpla su función. Aron podrá alejarse de los otros pero no de lo visual. Algún crítico cuestionó sus recuerdos familiares al etiquetarlos como “momentos Kodak”. ¿Acaso el realizador no podría sugerir que Aron ya no puede diferenciar la memoria personal de lo fabricado por la televisión? Todo esto forma parte de la sensibilidad del presente. Es lo que nos identifica y por eso Boyle lo respeta. Su obra celebra el pop siguiendo la voluntad originaria de esta escuela, que implica transfigurar el lugar común para volverlo objeto digno de apreciación estética. Pero así como vivimos saturados por las imágenes uniformadas de los medios masivos, sigue existiendo en el hombre una puerta para lo inesperado, para el redescubrimiento de los otros y de la naturaleza (la exterior y la del propio cuerpo). Aquí es cuando Boyle se vuelve romántico, con un romanticismo genuino, decimonónico, no en la vertiente infantilona de Slumdog Millionaire. Jamás se lo había visto al realizador tan convencido de la belleza del mundo. ¿Cómo pudo Ralston hacer lo que hizo? ¿Lo logró gracias a la fuerza de la mente? Difícil saberlo. Algo del orden de lo sublime debió haberse infiltrado para llevarlo hasta el límite. Lo cierto es que, paralizado y escondido en el desierto infinito, el héroe queda reducido a (casi) nada. Autosuficiente como era, seguramente siempre creyó que podría vencer a las montañas. Una roca y el destino lo reubican en su justa medida en su relación con la Tierra. Ahora el hombre sólo sufre y ruega por que pase ese cuervo que representa su única compañía, y por esos quince minutos de sol que tiene cada mañana. Conoció el amanecer de pequeño. Lo vio con su padre desde una cumbre, con el horizonte bajo su control. Y ahora él está allá abajo en la cueva, deseando que el astro se digne a darle unos rayos de calor. Pero ante la brutal indiferencia de la naturaleza, al hombre sólo le queda el sí mismo y los artificios que pueda crear junto con otros hombres. Cuando Aron se libera, la primera señal humana que encuentra es un dibujo indígena en las paredes del cañón, frente al cual él sonríe aliviado, como si esas pinturas ancestrales lo hubieran estado esperando desde siempre para darle la bienvenida. Es que mientras el arte persista, no habrá posibilidad de una isla.
A Nina Sayers (Natalie Portman) la vemos sufrir desde que la película comienza, cuando sueña que el villano de "El lago de los cisnes", el hechicero Rothbart (¿avatar de su madre?) la convierte en ave para hacerla prisionera. Nina está nerviosa. Tiene que conseguir el papel más anhelado por cualquier bailarina, y si lo pierde ahora, es muy probable que no tenga otras oportunidades. Nina no es tan joven. Casi ninguna mujer puede serlo en este mundo en donde tener más de 25 años es sinónimo de oprobio. La muchacha sale a la calle y el peso de toda una vida cae sobre sus hombros. Una fractura. Y una cámara que respira el horror fundamental porque se sitúa justo ahí, en el quiebre del ser, en la grieta que divide la razón del instinto. Es “la percepción de la sombra”, como diría Carl G. Jung. Es el Mr. Hyde que todos llevamos adentro y que en algún momento golpea reclamando su lugar en la identidad. En El cisne negro (Black Swan) los espejos nos asustan como si fuera la primera vez. Nina desespera al verse a sí misma duplicada y la vez partida. Los otros funcionan como potenciales dobles. Porque ella está en el límite. Aún le queda un margen para liberarse y disfrutar de su talento como lo hace la luminosa Lily (Mila Kunis), pero en lo concreto sabe que muy pronto le tocará ser desplazada como Beth (Winona Ryder), para caer finalmente en la peor pesadilla: ser una réplica de su resentida madre (Barbara Hershey). Los dobles se multiplican al infinito en esos siniestros autorretratos que la madre pinta y expone con el absurdo afán de detener el tiempo, por eso no es casual que la actriz elegida para este rol ostente un rostro tergiversado por las cirugías estéticas. En este aspecto El cisne negro excede el ámbito del ballet para referirse a las exigencias de belleza que enfrenta toda mujer en la sociedad de la imagen. Pero aunque ese resquicio de actualidad sea lo más interesante del film, el guión no profundiza demasiado en él y se conforma con los efectos epidérmicos dictados por el género. En el tironeo entre el personaje y sus sombras hay verdaderas ráfagas de terror, una erupción psíquica y física que nos envuelve para hacernos creer y padecer como real incluso aquello que sólo es alucinado (esto se nota sobre todo en dos momentos clave: la escena de sexo y el asesinato en el camarín), sensación lograda por una fotografía más bien opaca que evita desviarse del naturalismo para engañarnos mejor, si bien vale aclarar que los hechizos duran sólo unos segundos: el montaje luego se ocupa de separar puntillosamente la realidad de lo imaginado (volveremos sobre esto). Darren Aronosfky vuelve a centrarse en una psicología perturbada al extremo para abordar desde allí dos temas predilectos: la obsesión y el cuerpo. En El cisne negro el estilo ansioso del director fluye de manera mucho más acompasada que en sus primeras películas, y aunque no busca el realismo descarnado de El luchador (su mejor trabajo hasta hoy), tampoco retoma los ademanes exhibicionistas que en films como Pi y Réquiem para un sueño se hacían agotadores. Sin embargo, más allá de ser una película entretenida con una actriz fascinante capaz de conmovernos, hay algo en El cisne negro que no termina de despegar. Por empezar, el personaje del coreógrafo (Vincent Cassel) resulta demasiado plano y mucho menos seductor de lo que el conflicto requiere, principalmente porque está colocado sólo para explicar una y otra vez la metáfora del cisne, una explicitación que anula enseguida la participación interpretativa del espectador. Por otro lado, llama la atención que todo luzca subrayado al punto de la obviedad: la habitación rosada llena de peluches, la cajita de música con la bailarina, el celular que tiene a Tchaikovsky de ringtone, en donde se lee MOM con letras enormes cada vez que llama la madre. Este “amor a lo no natural”, este “regodeo en la superficie”, es propio del estilo camp, según postula Susan Sontag. Esta fue la lectura que propusieron algunos críticos, es decir, tomar El cisne negro como un mero juego de texturas a expensas del contenido, una idea que tienta un poco más cuando admitimos que esta historia de represión sexual suena un poco anacrónica para el siglo XXI. “El tiempo libera a la obra de arte del contexto moral, entregándola a la sensibilidad camp”, dice Sontag. “Es por ello que tantos objetos apreciados por el gusto camp están pasados de moda, fuera de época, demodé”. (2) Sin embargo, cuesta rastrear una actitud abiertamente lúdica en un film con tantas zonas oscuras, abrasivas, y para ello basta recordar a esa madre perversa y casi incestuosa que hizo un infierno de su hija. Sontag diría que este cisne no tiene la suficiente extravagancia, y creo que aquí radica el problema central: la película, como propuesta estética, no consigue congraciarse con su lado salvaje. “En el hombre, el ser animal (que vive en él como su psique instintiva) puede convertirse en peligroso si no le reconoce y se le integra a la vida”, explica Jung, para quien la solución sería asumir ese instinto para tratar de incorporarlo a la conciencia, una tarea que le corresponde al ego. (3) Nina no lo logra, porque no acepta sus pulsiones. Al no concretar el contacto sexual, la bestia explota a nivel imaginario y acaba devorando al personaje. Todo esto está muy bien para un informe psicoanalítico, pero aquí estamos hablando de cine. Y para proteger a Nina como ser humano, para darle un diagnóstico compasivo, el film elige encerrar la fantasía bajo mil candados. Cada cosa en su lugar. Orden y tranquilidad. Que prime el principio de realidad. Adiós al éxtasis. (Sontag dice que ciertas obras que pretenden ser camp, fracasan porque les falta una cuota de pasión, por eso se quedan en “lo decorativo, lo acomodaticio, en lo chic”. Y aunque Black Swan no tenga ese objetivo, creo que se la puede pensar como cine chic). Lynch y Cronenberg son dos sombras ineludibles en toda esta experiencia. No podemos ni debemos pedirle a Aronofsky que se aproxime a ellos, y es válido que se abstenga de imitarlos, pero son dos sombras pesadas que ayudan a intuir por qué El cisne negro no vuela más alto: porque le teme a lo extraordinario, al delirio, a la desolación del laberinto, a la yuxtaposición indiscernible de registros. Aronofsky se atasca en la lucha ancestral entre los dos instintos estéticos primordiales, una contradicción que no por irresuelta deja de ser atractiva. El cisne negro le pide al personaje que abandone su jaula, que sea menos rígida, menos perfecta, más genuina, pero al final es la misma película la que no puede llevar hasta las últimas consecuencias la tan ponderada voluntad dionisíaca.
No deja de resultar llamativo el éxito de El rito (The rite), que lideró la taquilla local por tercera semana consecutiva a pesar de competir con una gran cantidad de títulos nominados al Oscar (es increíble que, por ejemplo, las muy buenas El ganador y 127 horas ni siquiera hayan entrado en el Top Ten). Cada tanto se dan estos casos difíciles de predecir desde el modesto cálculo periodístico, ya que El rito no es una película que haya aterrizado como un supertanque vistoso, ni intenta vender una historia original, ni tiene tampoco un elenco rutilante (aunque evidentemente que aquí el rostro de Anthony Hopkins fue más que suficiente). La crítica la destrozó. Pero es indudable que los exorcismos funcionan. Hay “algo” que los hace rentables, quizás una garantía de sustos tan inmediatos como pasajeros. Una de dos: o el espectador sólo quiere la simple evasión que ofrece lo sobrenatural (un escudo frente a los dramas realistas), o se compromete a acompañar a los personajes a través de una experiencia ambigua, dispuesto a obtener más dudas que certezas. Esta última motivación es la que inspira las buenas películas de terror religioso, y en este sentido El rito se queda a mitad de camino. Sin embargo, el film tiene algunas puntas interesantes. Por ejemplo: La angustia del protagonista. El joven Michael Novak (Colin O’Donoghue) vive rodeado de muertos. Su padre (Rutger Hauer, por siempre inquietante) tiene una funeraria, y él heredó el oficio de preparar los cadáveres para el velorio (y jamás averiguar quiénes fueron esas personas o cómo llegaron allí). Su madre murió cuando él era chico y desde entonces se pregunta por la existencia de Dios. “En mi familia, o eres funebrero o eres sacerdote”, dice Michael, aunque nunca entendemos del todo por qué su futuro se detiene en esas únicas dos opciones. La cuestión es que el muchacho se convierte en un cura sin fe. Y a la vez parece que tiene talento, por eso lo mandan a Roma para hacer un curso sobre exorcismos, en donde se entrenará con el padre Lucas (Hopkins). Con una opacidad que el actor sostiene hasta final, Michael se vuelve un personaje misterioso, signado por una angustia que lo retrotrae continuamente a esa helada casa llena de sarcófagos. La Iglesia en el siglo XXI. Faltan curas en el mundo, sobre todo faltan expertos en extracción de espíritus malignos. El sacerdote mentor de Michael no niega la decadencia, y por eso no puede permitirse la deserción del joven. “Vos estás becado acá, así que si decidís abandonar tu carrera, eso significa que nos debés 100 mil dólares”. En estos términos le habla el superior al protagonista para forzarlo a seguir con la sotana. Estamos ante una Iglesia escasa de clérigos y obligada a modernizarse. En el Vaticano el profesor dicta lujosas clases con Power Point y un monitor Touch Screen, hasta llegar al gran gag del film, cuando Hopkins interrumpe una sesión con Satanás para atender el celular. Son detalles simpáticos que le dan a la película una impronta de actualidad, le restan gravedad y la hacen más cercana. La moderación. El director Mikael Håfström elige narrar con un tono circunspecto que favorece la construcción del personaje central y sus primeros encuentros con Hopkins. El terror crece de a poco, sin precipitarse desde los golpes sonoros. Las escenas de exorcismo no aportan mayores novedades, aunque en general están bien resueltas sin abusar de efectos especiales (con la excepción de la catarsis-espectáculo final, donde sobra maquillaje y digitalización). Es verdad que la película se cae bastante debido a una resolución condescendiente, y sin embargo hasta allí el relato venía transitando momentos sugestivos. Más allá de todas las alusiones míticas y las intervenciones concretas en los posesos, en El rito el eje no es tanto el demonio en sí sino la fuerza que ejerce el escepticismo, y aquí es cuando podemos llevar el dilema a terrenos que exceden lo religioso. Básicamente, se trata de la eterna tarea de colmar el vacío. El Diablo o la Nada.
Mientras esperamos que Woody por fin saque del horno la gran película que corone el último tramo de su carrera (yo apuesto a que lo hará), nos toca encarar una nueva escala en su irreversible pesimismo. Por suerte esta vez evita el rol del maestro que baja línea haciendo rechinar la tiza sobre la pantalla, un ruidito que viene afectando tanto sus fábulas morales (Match point, Cassandra’s dream) como sus sopas de cinismo rancio (Whatever works). Conocerás al hombre de tus sueños (You will meet a tall dark stranger) es el film más modesto de Allen en muchos años, en donde el director espolvorea las sales de siempre pero con mayor templanza y cariño. Debe ser la llegada de la resignación, la procesión crepuscular que va por dentro, la que le permitió al realizador abandonar la unívoca altanería de la amargura para concentrarse en los colores de la complejidad, recuperando así su clásica paleta de trazos humanos en la que todos nos vemos representados de una forma u otra. Hacía tiempo que Woody no se sentaba tan cerca nuestro para hablarnos directamente a nosotros sobre nuestras torpezas cotidianas. Los personajes se cruzan, se gustan, se pelean, se aman, se frustran, se acusan, se escapan, se mienten, se vuelven a entusiasmar. Trompos que giran desesperadamente buscando la llave de la vida, sin quitarse las anteojeras jamás. Lo curioso es que todo sucede en la Londres más llena de luz de la historia del cine, pero nadie piensa dejar el solipsismo para hacer pie en el suelo de un paraíso posible (¿el de la humildad, quizás?). Allen vuelve sobre temas habituales como el deseo, el fracaso y la culpa, y es bueno destacar que no se olvida de quienes terminan heridos, incluso si se trata de personajes muy secundarios (como por ejemplo, la familia del novio que se queda sin boda). No hay certidumbre de ningún tipo, y aun cuando se tengan las mejores intenciones, el azar puede clavarnos un puñal por la espalda. ¿Hay algo más que este mezquino aquí y ahora? Allen no está todavía dispuesto a entregarse. Conocerás al hombre de tus sueños despierta muchas preguntas, y esto significa que la búsqueda continúa. ¿Qué podría hacer de nosotros mejores personas? Probablemente ese techito simbólico bajo el cual elegimos cobijarnos. Podemos creer que nuestra alma no morirá nunca porque reencarnará en otros cuerpos, o que el ser querido que nos dejó hace poco nos está saludando desde el más allá. En definitiva, en la película surge la necesidad de una trascendencia espiritual (un interrogante que también nutre al último film de Clint Eastwood). En esto confían los únicos dos personajes a quienes Woody les regala una sonrisa sincera. Los únicos que logran salir adelante sin lastimar a los demás.
Lo inigualable Película y personaje caminan con zapatos de tajo aguja, haciendo equilibrio, y todo el tiempo parece que van a desplomarse sobre el suelo de Lisboa. Pero el director y su criatura nunca se caen: saludan con dignidad y convierten al film en una de las reflexiones más inteligentes que el cine haya ofrecido sobre el tema del cambio de sexo. O, más precisamente, sobre el doloroso trabajo de ser único. Morrer como un homem (Morir como un hombre) narra la historia de Tonia (sublime Fernando Santos), un travesti que trabaja como drag queen, tiene un hijo soldado y un joven amante drogadicto. Al principio (debo reconocerlo) creí que se trataba de otro ejercicio de glamorización del ser transexual, otro regodeo promiscuo en el exotismo de plumas y siliconas. Pero Tonia deja pronto de ser un rótulo para abrirse a una complejidad exquisita. João Pedro Rodrigues parte de los tópicos conocidos para demostrar que apenas hemos bordeado la orilla de ese mundo. Pienso, por ejemplo, en todos esos azules, amarillos y rojos fuertes que saturan la imagen y quieren arrastrar el ánimo hacia la fiesta, cuando a la vez todo lo que rodea a Tonia es pura angustia, humillación y violencia. O pienso en esa luna gigante y naranja que quiere ser bola de espejos, cuando lo que se viene un segundo después es un tristísimo musical quieto en medio de un bosque. Es que ella/él se está despidiendo. El cuerpo llama. La naturaleza planta su bandera. Mientras corrían los títulos finales, lo imaginé a Fassbinder montado en una nube sobre Buenos Aires, llorando y aplaudiendo como loca ante esta obra maestra. En una de las primeras escenas, un médico pliega un pedacito de papel como si fuera a armar un avioncito. En realidad está explicando cómo un pene se puede transformar en clítoris. No es que la ciencia esté acompañando los cambios culturales: la cirugía es un negocio y no le pidan sensibilidades. El film se ocupará de describir que vivir con un cuerpo artificial no es tan sencillo, porque la biología dice que Tonia nació hombre y esa es la verdad que Rodrigues pone en primer plano. En este sentido, su postura es realista al extremo de desafiar las consignas meramente voluntaristas de la militancia gay, y las supera porque se hace cargo de lo fundamental. Tal vez las Tonias de este universo no puedan nunca ser madres o padres clásicos. Tal vez deban ser las dos cosas a la vez, o un sujeto complemente nuevo. ¿Quién sabe? A la naturaleza no le interesa entenderlo. La ciencia todavía no puede. Un ser inigualable como Tonia solo puede ser concebido por el arte, el único instrumento que puede hacernos parir lo que aún no existe pero quiere nacer.