“Un egresado de cualquier escuela de cine conoce mejor su oficio que un veterano promedio de la generación anterior”, asegura Quintín en uno de los artículos compilados en el libro “Cine del Mañana” (publicado en este festival, sobre el que volveremos). Aunque el diagnóstico del crítico no sea una revelación, sirve para describir la factura exterior de los dos títulos locales que pude ver en la muestra. En ellos, como en la mayor parte del cine argentino de los últimos años, se hace notar la cuidadísima confección de la banda sonora, la luz, el color, el encuadre, las elecciones de cámara y las locaciones. Ya casi no quedan rastros de esa precariedad técnica que agobió al cine nacional en las últimas décadas del siglo pasado, y no deja de ser admirable este milimétrico esmero puesto en la calidad de la imagen, lo que sin duda contribuye al solaz visual del espectador. Pero con el oficio solo no alcanza. En muchos casos falta todavía la seguridad para aferrarse al volante y seguir ese rumbo que -quizás íntimamente- se desea, pero que en la pantalla termina siendo confuso. Agua y sal, segundo largometraje de Alejo Taube, aborda el tema del doble. Sí, está permitido pensar en Borges, en Cortázar, en la Véronica kieslowskiana, e incluso en dos películas argentinas recientes con llamativos puntos en común con la aquí comentada: El otro, de Ariel Rotter (las dudas ante la paternidad; el anhelo de una realidad alternativa) y Las vidas posibles, de Sandra Gugliotta (una desaparición repentina; el mismo actor para dos personajes). En film comienza cuando Javier (Rafael Spregelburd) confiesa -desde una voz over- que a veces le gustaría llevar otra vida, aun teniendo ya lo que cualquiera soñaría: una buena posición económica y una bella mujer a quien amar. Mientras él y su esposa se sacan fotos en el puerto de Mar del Plata, la imagen se concentra en otro sujeto (el mismo Spregelburd, con barba espesa) que está descargando cajas en un barco. De allí en más el relato sigue el conflicto de ese otro hombre, apodado “Biguá”, acostumbrado al mar y ahora perturbado porque su novia adolescente está embarazada. Lo mejor de Agua y sal reside en esta primera parte, cuando se describe la melancolía de Biguá, la familia de su chica, la rutina en el barco pesquero, hasta que un enroque narrativo nos reubica en la historia del primer personaje. Si bien hay suficiente ambigüedad como para debatir si todo es producto de la imaginación, o de la pura casualidad, o de la simple magia de la ficción, estas disquisiciones no despiertan la curiosidad esperada, porque hay algo anterior que falla en el film, sobre todo en la conexión emotiva con los personajes. Probablemente se deba a que las comparaciones con otros autores y obras similares contaminan a cada paso la percepción, o a que el relato no logra entibiar su rigidez programática, su barniz “cerebral”. En lo personal me parece que el director perdió con el cambio de registro, que del realismo urgente y vigoroso de su estimable film debut, Una de dos (2004), pasó a una contemplación distanciada y prolija en exceso, en donde la reflexión sobre lo social irrumpe de forma necesaria pero al mismo tiempo desvaída. Porque acá lo interesante era la dialéctica que se podía haber jugado entre las conciencias del empresario y del pescador, una idea inquietante que el film no consigue aprovechar. También De caravana busca exponer las diferencias de clase que definen a la sociedad argentina, a través de una historia ambientada en la provincia de Córdoba, de donde son oriundos todos los actores y técnicos que hicieron este film dirigido por Rosendo Ruíz. Lo que en un proyecto inicial sería sólo un cortometraje sobre el fenómeno de la Mona Giménez, fue creciendo hasta convertirse en esta comedia con toques policiales que narra la atracción entre un joven “concheto” y una chica fanática del cuarteto, quienes inician un romance en medio de una trama de robos, tráfico de drogas, celos violentos y miradas discriminatorias. Se trata de una película dinámica y disfrutable en todo su trayecto, especialmente por el placer que implica descubrir caras nuevas interpretando personajes simpatiquísimos, como la travesti Penélope (genial Martín Rena) o el dealer llamado “Maxtor” (Rodrigo Savina, imaginen a Eduardo Blanco cruzado con Adrián Suar y Juan Cruz Bordeau), tan dúctil para impartir órdenes criminales como para lanzar serias lecciones de filosofía y lucirse bailando merengue. Existen ciertos problemas de guión que restan originalidad al conjunto, como alguna escena trillada (el taxista contento cuando le piden que siga a otro auto), o el trazo estereotipado de algunos personajes (el amigo snob del protagonista), pero lo que no se llega a sentir a fondo es el acicate crítico sobre la cuestión social, una impresión que se refuerza con la resolución reconciliada. Hay un choque cultural mostrado con ironía y frescura, pero el choque no lastima, o lo hace tímidamente, quizás por temor a borronear los límites del género y arriesgar la venia popular. De caravana es una buena película que podría haber dado muchísimo más. Habrá que seguir organizando viajes, entonces, de la villa al country, de un loft en Palermo a una casita humilde en Mar del Plata, de ida y vuelta, una y otra vez, hasta por fin empezar a comprender por qué nos cuesta tanto hacernos cargo de las distancias.
Un hombre y una mujer conversan y se hacen mimos en la cama. La cámara los toma en un largo plano fijo, animado únicamente por el entusiasmo que irradian sus cuerpos desnudos. Si el mundo se detuviera en ese momento y los dejara así, despojados de todo, ellos jurarían que podrían ser felices aunque no les quedara otra cosa que sus propias presencias. Especulamos, claro, porque en lo real el mundo no se detiene, mucho menos el capitalismo, y las apuestas románticas duran lo que un suspiro. De esta intimista secuencia inicial pasamos a la insipidez de un shopping, en donde vemos al mismo hombre acompañando con desgano a su esposa, encargada de comprar los regalos para Navidad. La otra mujer, la de la cama, es su joven amante. Tuesday, after Christmas (El martes, después de Navidad), quinto film de Radu Muntean, narra una historia ambientada en la Rumania más europea y liberal posible, con profesionales sin mayores apremios económicos y rutinas que se sobrellevan con automatismo. Hasta que un día ocurre algo distinto. Mientras tanto, los vínculos se sostienen gracias al consumo y los rituales que imponen las fechas festivas. Es estupenda la manera en que el guión diagrama diversas escenas en función de los regalos que los personajes deben intercambiar, incluyendo el simulacro de Papá Noel y todas las sutiles complicidades implicadas en ese engaño. Alguien por ahí dice que quiere regalarle un telescopio a su pareja. Es más fácil descubrir galaxias lejanas que sentarse a observar en serio lo que se cuece en el propio hogar. Paul (Mimi Branescu) no ha decidido aún blanquear su relación con Raluca (Maria Popistasu), pero resulta que la muchacha es la dentista de la hija que él tiene con su mujer Adriana (la extraordinaria Mirela Oprisor), lo que genera una situación de incomodidad que no podrá soportarse mucho tiempo más. En una secuencia magistral, a los cuatro personajes principales les toca interactuar acorralados en el consultorio odontológico, espacio aséptico que se va colmando de flechas invisibles, cargadas de vergüenza, culpas y reproches que deben tragarse como sucia saliva. Durante todo el relato el realizador apelará a esta estética de la contigüidad, con una finísima concepción escénica tensada sobre los cuerpos y sus vibraciones, confirmando que para narrar ciertas historias no existe mejor principio que aquel “montaje prohibido” que promulgara André Bazin. Y a pesar de que el cine ya haya transitado muchas veces el tema de la infidelidad, hay algo hipnótico en el realismo intransigente de Muntean que parecería abrir nuevos poros desde donde transpirar el drama. Su marca es una mano firme que nos mantiene ahí, alertas y preocupados al borde del cuadrilátero, con ganas de entrar a mediar para que los personajes no salgan tan lastimados. Aunque en el fondo sabemos que en estos terrenos es imposible hallar respuestas que consuelen a todos. Espero que Tuesday, after Christmas consiga el estreno comercial que merece. Fue una de las mejores películas del festival.
Alguien murió de forma brutal. Lo confirma una cámara que recorre una pequeña casa y sigue los rastros rojos hasta detenerse en un cuerpo cubierto de sangre. Es lo primero que vemos en la película. Inmediatamente después esa cámara hace un paneo sobre una pared cubierta de fotos, dibujos y cartas en las que puede leerse “No me gusta la cárcel”. Alguien escribe desde allí, quizás el hombre que aparece en las fotos. Pero en las cartas las letras son grandotas, redondas, como las de un niño. Tal vez ese hombre antes no sabía escribir. Tal vez aprendió en la misma cárcel. Un solo plano puede resumirlo todo: información, empatía, historia de vida. Es una toma breve y a la vez fecunda. Comunica lo necesario, nos orienta en el relato y enseguida pasa a la siguiente escena. Pronto inferimos cuál es el conflicto de Conviction: una mujer (Hilary Swank) moverá cielo y tierra para que su hermano (Sam Rockwell) recupere la libertad. El título del film es genial porque combina la idea de la condena (conviction, en su acepción legal en inglés) con la extraordinaria convicción (la certeza) que empuja a la protagonista. Lo que Conviction despliega es un cine solidario, con la solidaridad más sincera posible: la que actúa en silencio, ladrillo a ladrillo, como si fuera invisible. Ojo: no me refiero aquí al tema sino a la forma. El tema de la película es la perseverancia. La gracia de la forma pasa inadvertida porque, bueno, es clásica, demasiado “convencional” según el reclamo de muchos críticos para quienes esta película fue apenas un mediano telefilm sólo preocupado por “el mensaje”. Debe ser la ansiedad por lo diferente la que nos impide valorar el trabajo fino del mejor clasicismo, aquel que se apoya en dos columnas esenciales: la discreción y la generosidad. La dirección de Tony Goldwyn destina a cada escena la duración justa, aleja la cámara cuando la intimidad así lo pide, y evita que los protagonistas resbalen hacia el desborde actoral. Al mismo tiempo, el guión -un ejemplo de economía narrativa- va entregando todos los datos que necesitamos para acompañar desde el afecto la gesta de Betty Anne Waters, sin enroscar la intriga ni especular con el suspenso o las dudas que podría despertar el caso judicial. Crecemos con el personaje plano a plano, aun cuando la montaña empieza a convertirse en interminable cordillera. Por eso decía que se trata de un cine solidario con el espectador, que a partir de un bordado fraternal facilita una experiencia codo a codo con ese otro que habita en la pantalla y que sólo sabe luchar. Una aventura de amor y dignidad ciudadana como las de antes, como las que Frank Capra sabía contar. Claro que hoy la podredumbre del sistema es demasiado grande y obscena, y la esperanza cuesta mucho más.
Lo dicen todos y yo no tengo más remedio que confirmarlo: la actuación de Alan Pauls es efectivamente extraña. Al encarar La vida nueva no sabía absolutamente nada del film aunque sí me había llegado este “rumor” que advertía sobre el fallido desempeño del escritor argentino en su primer protagónico en el cine. En la ficción Pauls habla como si estuviera en otro lado, en otra frecuencia, lejos de ahí. Su dicción suena impostada, su timbre quiebra los climas y su expresión roza lo anémico, pero todos estos rasgos son demasiado notorios como para no intuir que fueron deliberadamente enfatizados por el realizador del film. En una entrevista escuché a Santiago Palavecino sugerir que el perfil bressoniano de Pauls tenía una motivación, pero no explicó cuál (y está muy bien porque el artista no tiene que explicarlo todo, no necesita justificar sus búsquedas por más inauditas que sean, pues en definitiva es el espectador quien evaluará si funcionan o no). Dado que los demás actores responden claramente a una marcación naturalista, el rostro de Pauls se nos torna todavía más pétreo y su voz se vuelve esquiva y por momentos exasperante. Habría que ver que si en este hombre-iceberg no se esconde la punta que permite pensar toda la película. Juan (Pauls) y Laura (Martina Gusmán) viven en algún pueblo de la provincia de Buenos Aires. Él es veterinario de animales de campo y ella es profesora de piano. Su vínculo está en crisis. Una noche Juan es testigo de una riña callejera que termina con un adolescente en estado de coma. Como el culpable es el hijo del hombre más poderoso del lugar, a Juan lo obligan a callar. Mientras tanto, alguien regresa al pueblo para acompañar a la familia del muchacho internado: es el tío del chico, Benetti (Germán Palacios), quien hace años se marchó para dedicarse a la música. El relato replica triángulos: los jóvenes se pelearon por una mujer; los adultos alguna vez padecieron lo mismo pero parecen no haber aprendido nada. La única respuesta es la violencia. Pero existe otro triángulo cuyas líneas son más difíciles de fotografiar, porque no son visibles, porque hoy se hicieron cuerpo, biología: la red trazada entre el sujeto, el otro y el sistema. Narración balbuceante, elíptica, tejida con ramalazos de géneros canónicos (melodrama,policial, western) y un devenir incierto que despierta un genuino interés para dejarnos finalmente desazonados, hundidos en un paisaje reconocible del cual nos gustaría huir. Más allá de todas las sutilezas estilísticas que juegan con el desvío hacia abstracción, Palavecino logra enraizar su fábula en un mundo concreto, brutal y corrupto en donde ya nadie se inmuta cuando los crímenes se ocultan, los inocentes son condenados y las felicitaciones se compran. La película, sin embargo, no impone un tono de denuncia ni pretende juzgar a sus personajes. Al contrario, una lectura apresurada hasta podría decir que el film apaña la conducta de Pauls en el conflicto judicial (es decir, la hace comprensible al mostrarlo presionado por el contexto). Pero el asunto es mucho más complejo. La mentira es una rueda natural de la dinámica social. Fingir es un modo de ser. ¿La clave será salir del pueblo, entonces? ¿Para qué? ¿Para acabar como Benetti, soberbio y desesperado? En esta historia nadie está demasiado convencido de las palabras enunciadas, por eso es mejor atender el mensaje de los cuerpos, los gestos inevitables, los reflejos intempestivos, como la inquietante escena de los animales liberados en la estancia, en la cual el hábil montaje permite que lo simbólico se deslice tenue, lúcidamente, sin caer en la evidencia. Volviendo al personaje de Juan, es escasa la información que tenemos sobre él. Ahora no recuerdo si en algún momento del film lo vemos curar a un animal, pero sí queda claro que puede sacrificar una yegua con un disparo si el jefe se lo pide. Por otro lado, Juan vive con Laura en una casa que vamos descubriendo de a poco; primero tenemos planos cortos del interior para luego constatar, con planos generales, que están en una bella casa con pileta, seguramente una dependencia más dentro de la estancia de su empleador. Ahí empezamos a entender que, en el fondo, Juan desea otra cosa, algo que sea suyo, algo real. Siempre fue consciente de que todos respiramos en una maqueta, tal vez por eso su extraña voz se haya entrenado para interpretar una apariencia, para encubrir un sentir. Juan no tiene nada. Cuando le dice a Laura que la quiere y que quiere formar una familia, ella se ríe. “Una vida juntos”, afirma, y como espectadores nos preguntamos qué es lo que tuvieron hasta ahora. ¿Una vida solitaria, prestada, ajena, en suspenso? Y sí. La vida determinada por el poder, por la clase, por el miedo. Combatir todo eso sería comenzar a delinear algo distinto, la nueva vida, la vida auténtica. Si la película nos deja sumidos en la amargura es porque no ofrece suficientes guiños para pensar que esa otra vida sea posible. De todas maneras, el final evita la clausura. Quizás Juan no termine tan solo. Pero eso no importa ya. Terminó la ficción y nos queda el mundo. La tristeza crece, como el desierto.
Al hombre le gusta mucho correr. Maratones, sobre todo. También le gusta robar bancos. Más que gustos parecen adicciones, o esas cosas que uno hace porque no puede hacer otra cosa. Robar y correr se anudan y retroalimentan en imparable compulsión, como si escapar continuamente fuera lo único que le permite al hombre confirmar que tiene sangre en las venas. Así es Johann Retennberger, el protagonista de esta película inspirada en una historia real que cobró notoriedad en Austria durante los años 80, la típica extravagancia verídica que el cine no puede dejar pasar, menos cuando el personaje central invita a la propulsión incesante. El realizador Benjamin Heisenberg sabe por dónde rumbear: el cine-elástico, el relato clínicamente controlado, las formas metódicas que limitan emotividades para responder sólo a la mecánica corporal del personaje, a su exterioridad. Cada pulsación de Johann debe salirse de su piel, debe objetivarse y medirse en cronómetros, en las curvas montañosas de un análisis cardíaco. Eludiendo los alardes acrobáticos, la cámara elige el compás elocuente, respeta la justa distancia con el protagonista y así consigue algunos travellings soberbios al mostrar sus carreras, como la secuencia en la cual éste atraviesa diversos escenarios a velocidad de gacela, titilando en el paisaje, perdiéndose como una pincelada en plena hipnosis impresionista. Estos paréntesis gozosos justifican por sí mismos la visión de The Robber (Der Räuber, que se estrena en Argentina con el título Sin escape), pues no hacen más que recuperar la fascinación primitiva de la imagen en movimiento, la efervescencia plástica en estado puro, más allá de cualquier marco argumental. En el centro del film, sin embargo, hay un ser que no puede resultarnos indiferente. Para seguir su aventura no es imprescindible comprender su psicología o su pasado ni sintonizar moralmente con su accionar, aunque sí es necesario para el espectador conectar de alguna manera con su mundo actual, con sus expectativas inmediatas, por más estrambóticas que éstas sean. Y esa conexión se torna ardua. The Robber quiere evitar la exaltación del “significado latente” y por eso se concentra en la sensualidad de la superficie, pero con este conductismo glacial el film paulatinamente nos aleja del latido esencial, humano. La primera vez que vi la película, en el Bafici del año pasado, me pareció demasiado escuálida a nivel dramático, sensación que se repite en una segunda visión, así como se hacen evidentes los hallazgos visuales antes mencionados. Hay una escena que puede ilustrar cierta lógica maquinal que ahoga la narración: al terminar su segunda maratón, Johann cruza la meta y se derrumba totalmente extenuado (a diferencia del primer triunfo, celebrado con sonrisas). En esos instantes, por fin, el personaje deja su traje robótico para dar paso al sufrimiento, a la debilidad. Corte de montaje y el hombre ya está recuperado, trofeo en mano, buscando el próximo arrebato de adrenalina. El relato no se permite respirar y entre una situación y la siguiente uno se pierde la posibilidad de ver otra cara, otros matices del personaje en su relación con la meta, la deseada frontera por la cual él decide entregarlo todo. En una entrevista, citando al autor de la novela original sobre el famoso ladrón atleta, el director de The Robber señaló: “Martin Prinz había dicho desde el principio: el libro y también la película, tratan de la llegada”. Aunque esta declaración indique que a Heisenberg le interesaba esta idea de la meta (¿existencial?), el film no profundiza en el símbolo y sólo propone la llegada más previsible, la que todos esperamos. Una película extraña, con un personaje vitalista en apariencia pero demasiado cerebral y cerrado como para movilizar en serio a quienes estamos de este lado de la pantalla. La clase de película que quema todas sus fibras en el camino para concluir sin misterio y con un rostro absolutamente pálido.
El breve trailer de Apollo 18 despertaba curiosidad y anticipaba que el film abrazaría la propuesta del “falso documental”, aunque para ser precisos hay que decir que se trata de un caso de found footage. Es decir, una película confeccionada con materiales fílmicos hallados en algún sitio y que por lo general implican alguna suerte de revelación. Como dice Sergio Wolf, el found footage es el inesperado encuentro “de lo que estaba destinado a perderse”. El último viaje a la luna oficial fue realizado en 1972 por el Apollo 17. Luego hubo otro viaje que la NASA intentó soterrar y que esta película reconstruye a través de imágenes capturadas por diversas cámaras que registraron la actividad de los tres astronautas responsables de la misión. Uno de ellos permanece en órbita dentro de la nave Freedom mientras los otros dos de dedican a rastrillar el satélite y conviven en el minúsculo módulo lunar. En la superficie de la luna hay huellas. Pisadas. Parecen recientes y no pertenecen a los visitantes norteamericanos. Hay alguien más ahí. Y decir huella es decir rastro constatable, indicio, prueba de algo que ocurrió, algo que efectivamente estuvo ahí con todo el peso de su materialidad. Una presencia. Cuanto más dañada luce la cinta más deberíamos creer en lo que muestra, porque se supone que su función esencial es dar testimonio, construir algún grado de veracidad. Es el mismo objetivo del documental clásico, sólo que en el found footage -sobre todo en la línea de Apollo 18- la estrategia de certificación busca ser aún más radical, más vehemente, ya que aquí todo procedimiento de connotación pretende aparecer velado. Debe quedar claro que, hipotéticamente, quien compila las imágenes se limita a editar y nunca a interceder en lo real. Lo único que importa es rescatar la cinta por su misma existencia, por su capacidad de denunciar el lado B de ciertos mitos contemporáneos, por la resurrección heroica de seres devenidos polvo espacial. Sin embargo, la simple exposición del Mal no es suficiente: el relato no convence. A nivel de proyecto la idea es genial (como lo es casi cualquier idea antes de su concreción artística), pero en su resolución estructural la película se vuelve desvaída y hasta un poco ridícula, principalmente porque le cuesta vencer el escepticismo de base que hoy detenta el espectador mínimamente informado. ¿Por qué hacer el esfuerzo de confiar en un producto que desde la misma promoción se intuye como “falso”? ¿Cómo reconquistar la vibración de lo espontáneo para el receptor post Blair Witch? Apollo 18 asusta con un par de golpes de efecto pero no logra sostener la solvencia en la revelación del enigma. Por supuesto, hay otro ángulo desde el cual podemos abordar el film, aquel que reclama pensarlo como dispositivo, más allá de los rótulos impuestos por la crítica y el marketing. Frente al metraje encontrado sabemos perfectamente que existe un enunciador que lo organiza para articular un determinado relato: aquí se sigue la linealidad del episodio original con el fin de develar un hecho crucial para la historia de la humanidad. Lo interesante es que no siempre somos conscientes, durante la proyección, de que como espectadores somos testigos de los acontecimientos en sintonía con los observadores de la NASA. El relato nos hace creer que cada tanto los astronautas pierden conexión con la Tierra, pero al final resulta evidente que todo se trató de una maniobra ampliamente calculada. Es inquietante comprobar, entonces, que nosotros siempre estuvimos en el punto de control del panóptico. Siempre fuimos Houston, acompañando al poder desde la ubicuidad cínica y distante del ojo homicida. Apollo 18 es una producción de los hermanos Weinstein dirigida por el cineasta español Gonzalo López-Gallego. Probablemente esperaba mucho más del film porque tenía muy presente el atractivo trabajo anterior del realizador, El rey de la montaña, que comentaré en un próximo post.
Dentro de las diversas clases de evoluciones auscultadas por la película, quisiera detenerme en una, la que involucra directamente al arte narrativo: la evolución dramática. Porque hay un camino que conduce a ese No trascendental, ese manifiesto político que nos deja atónitos, con la ovación en la sangre, con toda nuestra fe abalanzada sobre la inminente revolución. Antes de llegar ahí, el guión no dudó en dedicarle todo el tiempo necesario a la progresión de un alma, la construcción de una conciencia, el cincelado de un cáracter. Como espectadores, somos testigos privilegiados de la crianza de César en un ámbito humano, acompañándolo en su relato de (confundida) iniciación. Pero a la vez somos los únicos que registramos la dimensión de su soledad, su anhelo de ser igual a todos y su obligación de recluirse por ser diferente. Hay muchas escenas extraordinarias en el film, pero si tuviera que quedarme con una, elegiría aquel momento en el que el pequeño César mira a través de la ventana del altillo y observa cómo juegan los chicos en la calle. Esto lo hace más de una vez, en una serie de escenas que desarrollan su vínculo con el afuera, situaciones cotidianas, sencillas en apariencia aunque magistralmente articuladas en función de la mirada. César, en esos instantes, es una figura vicaria del espectador, un observador fascinado por la imagen. La imagen de otra cosa, maravillosa e inaccesible, porque está ahí, tan lejos y tan cerca, pero siempre del otro lado del velo. La imagen le permite a César comparar, barajar dialécticamente instinto y razón, deseo y resignación: libertad, identidad, hogar. Quiere salir del encierro, pero cuando lo intenta, los otros le demuestran con violencia que él no tiene derecho. No pertenece. No es. Tiene un hogar que le ofrece amor pero, al crecer, César ya no entiende qué rol cumple en ese espacio. “¿Qué soy? ¿Una mascota?”. Cuando conozca la verdadera cárcel, César extrañará su casa y, a modo de protesta, dibujará la ventana de su habitación en la pared de su celda, dibujo que se convertirá en símbolo. Sin embargo, y aunque parezca una contradicción, César prefiere no volver a esa casa, porque descubrió otro hogar que lo hace sentir más entero: su comunidad. Entonces, ¿por qué elegir esa ventana como símbolo de lucha? Porque no queda otra que romper el vidrio para salir a la calle y actuar. Porque se trata de no aceptar el recorte que ese marco nos impone: la imagen debe ser aquello que decidimos cambiar. La nueva familia de César sólo quiere ser feliz. No tiene otra intención que respirar pacíficamente en su hábitat, siempre y cuando los humanos respeten su lugar y no pretendan cruzar el límite. Y en esta historia el límite es un puente. ¿Pero acaso el puente no representa la unión? A veces sí, y a veces es excusa para la invasión. Así que habrá que estar atentos. Pensar -y esto César ya lo sabe- es vivir en la contradicción.
Cuando ya ha transcurrido más de media hora de relato, cuando empieza a exasperar el irrelevante limbo en el que se hunde Boris (el protagonista, interpretado por Esteban Bigliardi), cuando confirmamos que el título Un mundo misterioso le queda demasiado grande a esta película, el guión introduce el guiño para los avezados, lanzado contra ese espectador común e impaciente que no entiende nada sobre los tiempos en el cine. El diálogo cómplice se escucha en una escena que transcurre en una biblioteca, en donde un personaje le recomienda una novela al protagonista, pero le advierte que en la historia no ocurren demasiadas cosas: “Pero está bueno que no pase nada. ¿Por qué siempre tiene que pasar algo?”. Traducción: la película está hablando de sí misma. No esperen acción porque este es el cine del paréntesis, del Tiempo Estancado, de la nube metafísica/somnolienta de un Hombre en Crisis (o sea: joven al que no se lo ve necesitado de trabajar, porque le alcanza con deambular). Otro quiebre se produce en la escena de los libros, cuando irrumpe un amigo de Boris que descoloca por su hieratismo, buscando el resorte absurdo. Recién en ese momento comprendemos que deberíamos haber leído toda la película desde el prisma de la comicidad amarga, porque evidentemente ésta debió ser la intención de aquella primera conversación en la cama, escrita e interpretada para provocar algo cercano al humor. Pero en la sala nadie se rio, ni en el inicio del film ni en muchas situaciones que reclamaban la sonrisa, no sólo porque el juego dramático carece de toda frescura, sino también porque el personaje central es tan desangelado que cuesta mucho sentir algún tipo de cariño por él. El registro actoral nos lleva entonces por el camino de Sábado de Juan Villegas, hasta que aparece Rosario Bléfari (actriz de Silvia Prieto, de Martín Rejtman) para que la película pueda certificar definitivamente sus filiaciones, si bien nunca queda claro cuál es el diálogo estético que Moreno pretende establecer con los colegas de su generación. Porque algo parece querer decir con todas estas referencias mencionadas, pero el problema es que el foco no se abre mucho más allá del ombligo. Un mundo misterioso es finalmente un film rezagado, de factura prolija y reflexiones que se van poniendo viejas.
Medianoche en París (Midnight in Paris) es un cuento de hadas, el film más concientemente infantil de toda la obra de Woody Allen. Un cuento suave y etéreo que se acaba en un suspiro, que disipa cualquier conflicto a velocidad de varita mágica para entregarnos finalmente la sonrisa del príncipe ante su deseo cumplido. Y como niños nos quedamos con ganas de más y queremos que venga otra vez la carroza que nos lleve de parranda con nuestros ídolos del arte. Y como adultos tomamos prudente distancia y nos sentimos un poco frustrados porque sabemos que la fábula es demasiado ingenua, principalmente porque resulta evidente cuál es la variable faltante en este ejercicio de añoranza de épocas doradas: la Historia. A simple vista, es cierto, la trama parecería no necesitarla, pero luego ocurre algo curioso: esa ausencia termina cobrando fuerza, justamente porque se instala como inevitable fuera de campo, el lugar en donde las hadas son espantadas por el horror. Allen abre la ecuación para el espectador. Vayamos a una escena puntual, aquella en la cual Gil (Owen Wilson) visita junto a Ernest Hemingway la casa de Gertrude Stein, en donde conoce a Picasso y a Adriana (Marion Cotillard, magnífica en su sofisticada sencillez). Un quiebre se produce allí: fascinado con Adriana, Gil deja por primera vez de prestar atención a las celebridades de su entorno y se concentra en la muchacha. Los vemos a ambos entrar solos en una habitación mientras los demás personajes quedan detrás, casi perdidos en un rincón del encuadre. El efecto es extraño, porque como espectadores queremos seguir indagando en la vida de esos genios que ahora quedaron momentáneamente relegados. Aunque sus cuerpos se nos escapen, algo alcanzamos a oír: Stein le dice a Hemingway que su editor aún no le dio noticias con respecto al último libro del escritor. En ese diálogo lateral los artistas se abocan al costado menos glamoroso del arte: la burocracia, los intentos fallidos, las frustraciones, las negociaciones, la industria cultural triturando la mística de la vida bohemia. Es como si Allen estuviera explicitando en esta escena, en este desplazamiento, que en su fantasía no hay espacio ni tiempo para los detalles de lo real cotidiano. En los sueños de Gil no hay lugar para el tedio ni para el dolor social: en sus idealizados años veinte sólo se admiten los highlights (¿acaso en los sueños existen los tiempos muertos, los tiempos de la espera? ¿Acaso un sueño es otra cosa que un clímax detrás de otro?). Sí, es verdad, Hemingway en algún diálogo menciona la guerra y Zelda Fiztgerald amenaza con tirarse al Sena, pero esos momentos funcionan más como datos pintorescos de los personajes que como flujos de tensión. Si los personajes famosos del film se reducen a un puñado de rasgos básicos y reconocibles es porque provienen de la imaginación selectiva del protagonista, que sólo quiere recordar el rostro festivo (y estereotipado) del pasado. Nadie habla de la carga de tristeza que viene con el paquete, y este es el hueco que a nosotros nos toca completar con nuestros propios ecos y temores. Por otro lado, sospecho que confrontar a Gil con un hecho histórico concreto (una imagen de Hitler, por ejemplo) habría sido una opción demasiado fácil para empujarlo a preferir su presente. Pero ésta no es la idea de la película. Todas las peripecias que atraviesa Gil no tienen otro objetivo que hacerlo jugarse por su deseo más profundo, asumiendo lo único que siempre llevó “piel adentro”, ya fuera en la vigilia o en el país de las maravillas. Escribir, París, el amor sincero. Anclas para el hoy. Gil nunca pretendió mudarse al pasado, pero aprovechó para descubrir otras ansiedades y beber de las vehemencias tan admiradas. El viaje en el tiempo le permitió encontrar, sobre todo, el entusiasmo. Que no es otra cosa que el futuro.
Estrenada en Argentina con el título La doble vida de Walter, The Beaver es una película difícil de asimilar, uno de esos ovnis que muy esporádicamente despegan de Hollywood y que nadie sabe muy bien cómo rubricar. En estos casos lo más práctico es decir que se trata de un film “fallido”, ya que hay razones evidentes para respaldar ese juicio. Pero ahí corremos el riesgo de descartar la película sin sondearla por lo que realmente es: un artefacto inclasificable, un reto al optimismo de manual, una voz osada -la de Jodie Foster- que logró colarse en el mainstream para narrarnos un cuento de inusitado dolor. Walter Black (Mel Gibson) es un padre de familia que está profundamente deprimido. El relato comienza cuando su mujer (Foster) le pide que la deje sola con sus hijos. Él pasa una noche terrible y a la mañana siguiente se despierta dialogando con un títere que tiene forma de castor. El muñeco da órdenes y conmina al protagonista a recuperar el timón. No es una fantasía: Walter efectivamente porta el títere y habla a través de él, explicando a todos que la mediación del roedor representa una especie de terapia. Todo resulta incómodo e insólito y, sin embargo, las piezas de a poco parecen volver a encajar, salvo en la tensa relación que Walter tiene con su hijo adolescente, Porter (Anton Yelchin). Aquí el relato abre un conflicto paralelo -y banal- que sigue a Porter en el colegio, en donde es conocido por dedicarse a redactar trabajos prácticos para terceros. La idea, claro, es subrayar que padre e hijo se asemejan mucho y que ambos son, de alguna manera, ventrílocuos que se esconden en la voz de otros porque no consiguen hallar la propia. Pero mejor dejemos de lado al chico. Y también a la esposa y a la empresa de juguetes y a todo el ostensible relleno de guión. The Beaver es Mel Gibson. No es muy frecuente, pero a veces ocurre. Persona real y personaje se necesitan mutuamente y se fusionan al punto de engullir la puesta en escena completa. Es como si no importara nada más, como si la trama toda fuera pura guata que sólo ocupa el lugar de una convención habilitante, una fachada para narrar otra cosa, precisamente eso que el dogma comercial (y light) prefiere desaconsejar. Con su barniz de “lección de vida”, la historia del hijo sólo sirve para disfrazar el corazón irremediablemente negro de la película, y ése es el abismo que Foster quería tantear. O acercarse a sus bordes, al menos. Es extraño encontrar en el cine industrial una angustia tan opresora, tan terminal como la que se respira en esta película. Porque Walter lo intentó todo pero hay algo que no lo deja en paz, y lo desesperante es que sólo alcanzamos a imaginar muy difusamente los motivos del derrumbe. No es un film sobre las causas, sino sobre la imposibilidad de superar las consecuencias, aun cuando -supuestamente- se poseen “todas las herramientas” para lograrlo (por nombrar sólo una de las tantas fórmulas de consuelo que suelen proferir quienes no sufren). En su colosal entrega Gibson pone alma, cuerpo y miseria para decirnos que, a veces, la única opción es tocar fondo… y a no confiarse, porque ni siquiera eso garantiza el retorno. Todavía no sé cómo definir The Beaver pero ahora sospecho que, en esencia, la intención fue cristalizar la entereza de un actor. La directora tuvo que fabricar una película y estampar una historia, es cierto, pues estas son las reglas del juego. Sin embargo, se percibe aquí la humildad de un ojo-cámara que podría haber sido perfectamente feliz limitándose a explorar en detalle el rostro de Gibson, su ceño vencido, su fractura, su extremismo, su transparencia, para comprobar que existe una inagotable fuente de magia camuflada en cada arruga.