Sobre el tan delicado ecosistema familiar En julio, el debate en torno de la ley de matrimonio igualitario (en rigor, una reforma al Código Civil) instaló en la agenda pública el tema de las familias conformadas por personas del mismo sexo. La sanción de la ley significó reconocer los mismos derechos y obligaciones para todo el mundo. Pero los agitados días de julio también sacaron a la luz posturas cargadas de prejuicios, basadas en el total desconocimiento de la variedad actual de modelos familiares. Mi famila ( The Kids Are All Right ), presentada en el Festival de Sundance en enero y ganadora del premio Teddy en el Festival de Berlín, llega a nuestro país menos de tres meses después de ese largo e intenso debate. Argentina es el segundo lugar en el que se estrena después de Estados Unidos, donde se convirtió en la sorpresa cinematográfica del verano. En su tercera película, la directora norteamericana Lisa Cholodenko ( High Art , 1998, Laurel Canyon , 2002) abandonó el nicho del cine independiente para dirigirse al gran público. Y es una suerte que lo haya hecho, porque Mi familia es, entre otras cosas, una película valiosa para terminar de una vez con los prejuicios y la discriminación, allí donde todavía existen. El filme retrata a una familia compuesta por dos mamás (Jules y Nic, interpretadas por Julianne Moore y Annette Bening) y sus dos hijos adolescentes, concebidos por inseminación artificial: Joni y Laser (Mia Wasikowska y Josh Hutcherson). La premisa de la que parte es simple, pero muy original: Laser, de 15, quiere conocer al hombre que donó el esperma para que nacieran él y su hermana. Pero como no puede llamar él mismo al banco de esperma porque es menor, convence a su hermana Joni, de 18, que está a punto de dejar la casa materna para ir a la universidad. El donante es Paul (Mark Ruffalo), un soltero simpático y bastante inmaduro que tiene un restorán y una huerta orgánica. Paul accede a conocerlos, y así empieza una relación compleja y graciosa entre esta familia acomodada de Los Angeles y el donante hasta entonces anónimo. La historia está basada en la experiencia de Cholodenko –con su pareja es madre de un chico concebido por inseminación artificial– y del coguionista Stuart Blumberg, que alguna vez fue donante de esperma. Cholodenko y Blumberg despliegan su historia dentro de los códigos de la comedia clásica y consiguen crear un universo rico, emotivo pero sin golpes bajos, con diálogos, detalles y gestos que alejan a los personajes de cualquier estereotipo. Las actuaciones de Bening, Moore y Ruffalo tienen tantos matices como conflictos internos y contradicciones sus personajes. En Mi familia hay una buena idea, desarrollada con sinceridad, inteligencia y actores notables. Con la misma soltura con que conjuga comedia y momentos de melodrama, la película rescata, desde una perspectiva novedosa, un valor tan ligado a la tradición como la familia. “El matrimonio es duro, muy duro. Dos personas juntas, sumergidas en la mierda año tras año, envejeciendo, cambiando. Es una maratón, ¿ ok ? A veces estás tanto tiempo con la otra persona que dejás de verla”, dice Jules en una de los escenas más lindas de la película. Ya desde el inicio –una típica cena familiar en la que las madres agobian a sus hijos adolescentes con una indicación tras otra– queda claro que ésta no es una película sobre un matrimonio de lesbianas, sino sobre el matrimonio a secas y todo lo que trae consigo después de 20 años de convivencia: la crisis de la madurez, la relación entre padres e hijos, la confusión y la angustia propias de la adolescencia. La película de Cholodenko es un retrato personal y honesto que parte del hecho de que el matrimonio entre personas del mismo sexo es una realidad. Lo interesante es que explora la situación sin hacer de la familia con dos mamás un espectáculo. La familia en cuestión es bastante convencional y lleva una vida como la de cualquier otra; es decir, complicada y llena de conflictos. Como le sucedería a cualquier familia, la repentina aparición de un extraño que se incorpora a la dinámica cotidiana desestabiliza el siempre frágil ecosistema familiar. Aunque en nuestro país la película se estrenó como Mi familia , vale la pena rescatar el título original: The Kids Are All Right (los chicos están bien). El título es una referencia a una gran canción del disco debut de la banda inglesa The Who ( My Generation , 1965), pero tiene múltiples resonancias. La propia directora lo explicó en una entrevista a un medio estadounidense: “La película es sobre estas mujeres y su experiencia al formar una familia, sobre el hombre que aparece y quiere ser parte de la familia. Y realmente cuando se habla de la familia, se habla de la vida de los hijos. Así que es un título irónico, en el sentido de que los chicos llevan la situación mucho mejor que las madres. Y es además una especie de guiño a esa noción de que gais y lesbianas no pueden criar hijos psíquica y físicamente sanos, como decir ‘los chicos están bien, no se preocupen por ellos, están bien’.”
Una adicción potente y letal “El ímpetu de la batalla es a menudo una adicción potente y letal, para la guerra es una droga”, dice la cita de Christopher Hedges, ex corresponsal de guerra del New York Times, que abre The hurt locker, estrenada en Argentina como Vivir al límite. Para algunos hombres, la adrenalina de la guerra es una adicción, la única sensación verdaderamente intensa. De eso se ocupa esta película, dirigida por Kathryn Bigelow y escrita por el periodista Mark Boal, que viajó a Irak en 2004 como corresponsal de la revista Rolling Stone para ver de cerca cómo trabajan los escuadrones encargados de desactivar los Improvised Explosive Devices (artefactos explosivos improvisados) que brotan como hongos en las calles de esa ciudad ocupada y en ruinas que es Bagdad. Filmada en Jordania a 45 grados a la sombra, The hurt locker retrata el día a día de uno de esos escuadrones. La secuencia inicial muestra a los miembros de la compañía Bravo en plena acción. El robot que usan para inspeccionar las bombas se rompe, y el sargento Thompson debe acercarse al montón de basura donde está el artefacto enfundado en un traje protector que parece de astronauta y pesa unos 50 kilos. La tensión de la escena no podría ser mayor, y es sólo el principio. A lo largo de dos horas, la secuencia se repetirá con variaciones en cada nueva misión. Bigelow narra con maestría el trabajo de estos profesionales que enfrentan la muerte todos los días, varias veces por día; y se concentra en los detalles mínimos y esenciales de la vida en el frente. Con una cámara en mano nerviosa, numerosos cortes que no atentan nunca contra la coherencia espacial de las escenas, y un cuidado trabajo sobre la banda sonora, la directora consigue narrar la percepción, transmitir en cada plano la sensación de peligro e incertidumbre que experimentan los soldados en ese caluroso infierno de polvo y cemento, donde cualquier civil es sospechoso. The hurt locker quiere ser un testimonio verídico pero ficcional de lo que pasa en Irak, y para ello se concentra en la psicología de los personajes: el sargento William James (Jeremy Renner), temperamental e imprudente, que va directo al peligro sin tomar precauciones; el sargento J.T. Sanborn (Anthony Mackie), el típico soldado profesional que sigue al pie de la letra los procedimientos porque cree que es lo mejor para sobrevivir; y el especialista Owen Eldridge (Brian Geraghty), un soldado joven obsesionado con el miedo a la muerte. Cuando el sargento James se incorpora al escuadrón, los otros deben lidiar con la imprudencia del nuevo jefe, cuya actitud temeraria pone en riesgo la vida de todos. Si al principio James recuerda a esos héroes valientes de los filmes bélicos clásicos, a medida que avanza la acción, la película revela la complejidad del personaje. El sargento James es un excelente técnico al servicio del ejército norteamericano pero es, sobre todo, un adicto a la adrenalina de la batalla, alguien que no sabe vivir de otro modo, un personaje a la vez violento, sentimental y solidario, que fascina al espectador con sus contradicciones. En las trincheras no hay ideologías Experta en cine de género, Bigelow es una cineasta talentosa que aprovecha cada escena de acción para explorar la ambigua relación de odio, envidia, admiración y camaradería entre estos hombres, y maneja muy bien el suspenso. Cada vez que el sargento James se acerca a uno de esos artefactos, cada vez que avanza despacio por las calles desiertas de Bagdad como el héroe de los westerns avanza hacia el enemigo para batirse a duelo, la ansiedad en las butacas se torna casi dolorosa. Porque en esta película de acción, las explosiones no son meros regodeos visuales, sino escenas de una potencia visual y dramática enorme. Desde que pasó por los festivales de Venecia, Toronto y Mar del Plata en 2008, y se estrenó en Estados Unidos en 2009, The hurt locker ganó muchos premios y se convirtió en la favorita de los críticos. Con nueve nominaciones, se perfila como una de las grandes ganadoras de los próximos premios Oscar. Bigelow tiene serias chances de convertirse en la primera mujer que gane un Oscar como mejor directora. Pero aunque la suya es una película entretenida y accesible, con todo lo necesario para convertirse en un éxito, en Estados Unidos tuvo un estreno bastante modesto, limitado a las salas de cine arte. Es que esta película, realizada de manera independiente, con un presupuesto reducido para los estándares norteamericanos (menos de 15 millones de dólares) y sin grandes estrellas, pertenece a un género -el de la guerra de Irak- que resultó un fracaso en las boleterías. Filmes anteriores como Leones por corderos, de Robert Redford, In the valley of Elah, de Paul Haggis (estrenada en Argentina como La conspiración y también basada en un artículo periodístico de Mark Boal), y Redacted, de Brian de Palma, no lograron interesar a los norteamericanos. Se han hecho muchas conjeturas al respecto: los liberales dicen que los americanos están tan cansados de esa guerra que no quieren ver nada más; para los conservadores, sermonear al público y criticar los esfuerzos bélicos mientras mueren soldados en Irak y Afganistán no es una buena idea. Lo cierto es que estas películas, marcadas en mayor o menor medida por el tono pedagógico o moralista, son filmes menores, manifiestos antibelicistas poco consistentes desde un punto de vista dramático, repletos de diálogos sentenciosos e inverosímiles. Pero en las trincheras, dicen, no hay ideologías, y The hurt locker evita cualquier posicionamiento ideológico explícito. La película no explica la guerra, la muestra. Y para mostrarla no construye una gesta épica, sino que elige un aspecto puntual, pero no por ello menor. “Los artefactos explosivos improvisados –explica Mark Boal en una entrevista a un medio norteamericano- son el centro de esta guerra. Las bombas son la táctica fundamental de la insurgencia, y el éxito o fracaso de la guerra de Irak depende de la habilidad para lidiar con estos artefactos, éste es el trabajo más duro. La película muestra sólo una parte de la vida durante la guerra, pero es una parte fundamental”. The hurt locker recrea un aspecto de la invasión a Irak para que el espectador forme su propia opinión, lo cual no es poco en un país como Estados Unidos, donde el tema recibió, sobre todo durante los primeros años, una cobertura mediática pobre y aséptica. “Este tipo de filmes sirven como contrapeso, tratamos de hacer una película que ayude a la gente a aprender sobre esta guerra”, observa Boal. Y gracias a su atención a lo particular, The hurt locker consigue revelar aspectos universales sobre los hombres y la guerra. El filme no necesita discursos antibélicos para mostrar las oscuras motivaciones que a menudo se esconden debajo de las excusas patrióticas. Se vale, como toda gran película, de una puesta en escena rigurosa que sabe transmitir la enfermiza adicción al peligro, la locura, y la tragedia de la guerra moderna.
Pequeños infiernos domésticos La directora Anahí Berneri presenta su tercera película, Por tu culpa, un “thriller doméstico” sobre la maternidad en el siglo XXI. “Pueden acusarte de algo terrible”, dice el trailer. Y eso es lo que le pasa a la protagonista de Por tu culpa. En su tercer largometraje, la directora de Un año sin amor (2005) y Encarnación (2007), Anahí Berneri, se ocupa de la violencia en los vínculos familiares. Erica Rivas interpreta a Julieta, una madre joven en plena crisis de divorcio, que intenta volver a trabajar desde su casa y no sabe poner límites a sus hijos pequeños. Una noche en que el padre no fue a buscarlos y ella tiene que terminar un trabajo, el más chico se lastima mientras juega a lo bruto con su hermano. Julieta va con los nenes a una clínica privada, pero como las explicaciones que da son confusas, el pediatra sospecha de ella y no la deja llevárselos a casa. “Si bien el tema del maltrato infantil es parte de la trama –señala Berneri en la entrevista con Ñ-, también es una excusa para hablar de otro tipo de violencia, invisible, que tiene más que ver con los límites. Un golpe visible deja ver otro tipo de infierno, más chiquito e íntimo, que a veces por cotidiano nos parece normal”. Definida por la propia directora como un “thriller doméstico”, Por tu culpa es una película tensa, en la que uno espera que en cualquier momento pase lo peor. Berneri se apoya en la estructura genérica de los thrillers con un falso culpable para generar suspense a partir de una situación cotidiana. Presentada y elogiada en el Festival de Berlín, la película confirma el talento de la directora y ofrece un gran trabajo actoral de Erica Rivas. ¿Cómo surgió la idea de la película? La imagen disparadora surge en un asado entre amigos. Una madre contó que uno de sus hijos se había lastimado en un accidente doméstico, y cuando fue a una clínica le empezaron a hacer preguntas, sospechando de ella. Fue un disparador que me sirvió para reflexionar acerca de la culpa, la maternidad, y la mirada social sobre la maternidad hoy en día. Tenemos ideas o preconceptos que no se ajustan a la realidad de muchas mujeres, sobre todo de mujeres profesionales que salen a trabajar. El vínculo con la maternidad ya no es tan instintivo o cercano como era en otros momentos, y eso genera culpa, falta de límites, roles que no están claros. ¿Julieta es un reflejo de las madres de tu generación? Sí, para mí Julieta es muchas madres. Esta película me resulta muy cercana. Yo tengo dos hijos chicos, y uno muchas veces, más que culpable, se siente víctima, haciendo lo mejor que puede con los hijos. Julieta hace lo que cree que está bien para ellos, pero la situación que vive la desborda. ¿Por qué decidiste condensar la acción en una sola noche? Para evitar los subrayados. La película habla de temas muy ideológicos que, al condensarse en una sola noche, dejan ver la punta de un iceberg. El resto lo completa el espectador, porque al ser una película que muestra un personaje cercano, identificable para una generación, no genera ese alejamiento de ‘a mí esto nunca me puede pasar, yo no soy así’. La gente sale con ganas de hablar de su familia, de lo difícil que es, con la sensación de que no hay una respuesta. Estamos haciendo camino al andar, y en muchos aspectos nos equivocamos. La película está narrada desde el punto de vista de Julieta, y a medida que avanza se cierra cada vez más sobre ella. ¿Por qué? Para transmitir identificación. La idea no es juzgarla, sino transitar un camino con ella. La mirada social se transforma en un murmullo, lo que dicen los demás, lo que piensan los demás de ella, pero eso queda fuera de lo que ella realmente es. De hecho, la vara con que la miden no es la de las madres de hoy. Va a la comisaría y le preguntan ‘¿Usted trabaja?, ¿Cuántas horas lo deja solos?, o el médico le pregunta ‘¿Usted los estaba mirando?’ Ese concepto de la madre omnipresente, que está al cuidado de los chicos, poniéndole el cuerpo constantemente, no es el tipo de maternidad que vive Julieta, ni muchas otras mujeres. Pero en nuestras cabezas sigue existiendo esa madre como ideal y como fantasía, tanto para hombres como para mujeres. Y para las instituciones también, es la propaganda del polvo para lavar la ropa. ¿Cómo fue el trabajo con los actores? Trabajamos muchísimo con Erica Rivas y con Rubén Viani (que interpreta al padre de los chicos) para construir el vínculo con los nenes, porque hay uno de nueve años y otro de dos. Ellos son realmente hermanos, así que ahí ya había un vínculo creado, y una violencia inherente a ese vínculo, pero había que construirlo con los padres, sobre todo la cercanía física, porque la película es muy física. Trabajamos con María Laura Berch, que es una coach de niños, pero no fue el trabajo clásico: estudiar la escena o que sepan la letra, sino jugar y crear un vínculo físico y afectivo para que eso se transmitiera en la pantalla. Improvisamos mucho, pero para llegar siempre a la escena que estaba escrita. Por tu culpa es tu tercera película. ¿Cómo la ves en relación a las anteriores? Siento que es una película más cercana, pero a la vez sigo hablando de lo mismo: de la mirada social. Tanto el personaje de Encarnación, que era una ex vedette, como el de Un año sin amor, un HIV positivo, gay, sadomasoquista en los ‘90, eran personajes marginales. Como había una fuerte identificación y personajes excluyentes, al transitar con ellos la película, uno iba rompiendo la cáscara del monstruo, conociéndolos. Acá me parece que pasa lo contrario: uno se identifica rápidamente con el personaje, y cada vez lo ve más extraño, descubre su parte monstruosa dentro de cierta normalidad.
Una película de terror verdadero En la bahía de Guantánamo, el país más poderoso del mundo tiene una base militar con una prisión en la que las leyes norteamericanas, el derecho internacional y las normas básicas de la decencia no tienen lugar. Un verdadero “hoyo negro jurídico”, creado para detener indefinidamente a cualquier persona sospechosa de actividades terroristas y juzgarla por por “comisiones militares” creadas especialmente para eso, sin brindarle las garantías de mínimas de un juicio. El cine ha recreado algunas situaciones aberrantes que tienen lugar allí en películas como El camino a Guantánamo, de Michael Winterbottom. El periodismo ha dado a conocer imágenes, pero sólo aquéllas que el Pentágono le permite reproducir en las visitas que organiza con ese fin. Pero hasta ahora, nunca se había podido ver imágenes reales, sin filtros ni puesta en escena, de lo que pasa allí dentro. Y eso es lo que impacta tanto en el documental canadiense A usted no le gusta la verdad: 4 días en Guantánamo, dirigido por los cineastas Luc Côté y Patricio Henríquez, que abre la muestra internacional de documentales docBuenosAires. El film muestra el interrogatorio de dos agentes del servicio de inteligencia canadiense y una agente de la CIA a Omar Khadr, un chico nacido en Toronto, hijo de un egipcio vinculado con Al Qaeda y muerto en combate en Pakistán. En 2002, con sólo 15 años, Omar fue apresado por el ejército estadounidense, acusado de matar a un soldado durante un combate en Afganistán. Fue torturado en la prisión de Bagram, en Afganistán, y luego trasladado ilegalmente a Guantánamo. El interrogatorio de cuatro días tuvo lugar en 2003, cuando Omar tenía apenas 16 años. Las imágenes, tomadas por las cámaras de vigilancia de la prisión, provienen de un video secreto de siete horas hecho público por la Corte Suprema de Canadá a partir de un pedido de los abogados defensores de Omar. La defensa de los presos de Guantánamo está a cargo de abogados militares designados por el Pentágono, pero se permite que abogados civiles asistan como consejeros. El abogado civil de Omar, Dennis Edney, enfrentó todo tipo de obstáculos para defender a Omar y tuvo que hacerse cargo él mismo de todos los gastos del proceso, sin ninguna asistencia del gobierno canadiense. La grabación en VHS de las cámaras de vigilancia permite ver a Omar esposado y vestido con el típico uniforme naranja, sentado en una silla, escuchando y respondiendo a los interrogadores. El documental está estructurado en cuatro partes, que corresponden a los cuatro días que duró el interrogatorio, y también a los distintos momentos que atraviesa esa relación intensa y fugaz. Si al principio el chico creía que sus compatriotas estaban ahí para ayudarlo, al segundo día se da cuenta de que el objetivo no es ése, sino sacarle información que pueda servirle al ejército estadounidense. “El interrogatorio parte siendo muy cordial y poco a poco se transforma en una tortura psicológica que culmina con un estado de regresión de este muchacho, que en un momento lo único que hace es llorar y pedir por su madre”, señala Henríquez, que está de visita en la Argentina junto con Côté para presentar la película. Las imágenes del interrogatorio se intercalan con entrevistas a abogados, funcionarios canadienses, psiquiatras, compañeros de cárcel de Omar y hasta a un soldado norteamericano, Damien Corsetti, apodado “el monstruo” por su comportamiento en Bagram. La fuerza de la película reside sobre todo en la autenticidad del material. No se trata, como en otros casos, de un relato oral ni de una reconstrucción. El film ofrece al espectador la posibilidad –improbable e impensada– de espiar un interrogatorio marcado por la ilegalidad. “Lo que se ve aquí es lo que pasa al interior de la prisión. Ahí se está desarrollando algo que es absolutamente cierto y a los personajes que intervienen en este diálogo forzado no les importa la presencia de la cámara, se olvidan o la ignoran; entonces hay un registro autentico de técnicas de interrogatorio que son terribles”, observa Henríquez. Los que manejan los códigos del cine de terror saben que todo aquello que acecha pero no se ve se vuelve aún más terrorífico que lo que se muestra. Y en esta película, que no es precisamente el producto de la imaginación de un guionista, las imágenes borrosas en las que apenas se logra entrever a los interrogadores –cuyos rostros además fueron tapados digitalmente con círculos negros por alegados motivos “de seguridad” de la agencia de inteligencia canadiense– son muy potentes. Lo mismo pasa con ciertos pasajes sonoros del video, también eliminados. La inclusión de esos fragmentos sin audio potencia la sensación de terror. ¿Qué es lo que le dicen? ¿Qué otras cosas, peores que las que ya escuchamos, son capaces de decir? La sola mención de Guantánamo se asocia a los tormentos físicos. Pero esta película se concentra en un aspecto más sutil y perverso: la crueldad psicológica. Uno de los momentos más sorprendentes es aquel en que Omar el muestra a los interrogadores las heridas que le quedaron por la tortura a la que fue sometido y ellos niegan la evidencia física que tienen frente a sus ojos, respondiéndole que él está bien. “Se produce un diálogo en el que los agentes parecen tener una verdad en su cabeza y todo lo que el niño les diga que no corresponda a esa verdad es descartado”, señala Henríquez. De ahí la frase de Omar de la que proviene el título: “A usted no le gusta la verdad”. Durante el interrogatorio, Omar sostiene una y otra vez su inocencia. El año pasado, la Corte Suprema canadiense juzgó que los agentes canadienses había violado los derechos de Omar al interrogarlo en Guantánamo. Y aunque no había pruebas concluyentes en su contra, el año pasado el chico se declaró culpable para cumplir una pena máxima de ocho años y evitar una sentencia de 40. Ello a pesar de que, cuando ocurrieron los hechos, Omar era un niño-soldado, y como tal las el derecho internacional establece que debe ser protegido y rehabilitado y no puede tener el mismo trato que un adulto. Omar es el primer niño condenado por crímenes de guerra desde que este delito fuera definido por el tribunal de Nuremberg al término de la Segunda Guerra Mundial. Pero en este caso, ni la verdad ni los derechos de un niño importan demasiado. ? El documental se exhibirá el 13 y el 15 de octubre a las 19:30 en la Sala Leopoldo Lugones. El viernes 14 a las 12:30 habrá una mesa redonda sobre el film en la misma sala, con la participación de los realizadores y de Adolfo Pérez Esquivel, entre otros.
Así en la tierra como en el cine “La gente cree que sabe de cine alguien capaz de recitar de memoria la trayectoria de un actor o un productor. Es probable que sea importante saber la trayectoria de los grandes autores cinematográficos, pero no como un ejercicio de memoria: el cine no es una colección de datos. Es más difícil comprender cómo se produce el enriquecimiento del espectador, explicar las resonancias que el cine crea en un espectador alerta, sensible”, dice Martínez en una escena de La vida útil. Martínez es el director de Cinemateca, la institución donde trabaja Jorge, el protagonista de la película. La vida útil, del uruguayo Federico Veiroj, pasó por varios festivales, cosechó premios y desde el jueves se exhibe en la sala Leopoldo Lugones. La película cuenta la historia de Jorge, un hombre que trabaja desde hace 25 años en Cinemateca (así, sin el artículo), vive con sus padres y está enamorado de Paola, una profesora a la que no sabe cómo acercarse. Jorge es un “ratón de cinemateca” que programa, proyecta, gestiona, presenta películas, revisa las butacas y conduce el programa radial de la institución. Cuando Cinemateca cierra sus puertas por problemas económicos (“no es rentable”, dicen los de la fundación que la deja de sostener, como si alguna institución cultural lo fuera), también su vida entra en crisis. Hasta ahí, pareciera que todo va a girar en torno al fin de una forma de ver y vivir el cine. Pero no. La vida útil es una película partida en dos: como Jorge, llega hasta un punto y después se reinventa. La primera parte tiene un tono casi documental, reforzado por la elección del protagonista, el crítico de cine uruguayo Jorge Jellinek, que si bien no trabaja en la Cinemateca Uruguaya, la conoce lo suficiente como para moverse como si hubiera pasado toda su vida allí. El director cuenta que empezó a trabajar en el guión del filme hace tiempo, y después lo guardó en un cajón. Pero durante la difusión de su primera película (Acné, 2008), conoció a Jorge y tuvo un “flechazo”: “Uní el viejo proyecto con la cara de Jorge, con su manera de ser, y me puse a adaptar ese guión”. Jellinek aceptó el desafío y en su paso por el Bafici se llevó el premio al mejor actor. La canción de Leo Maslíah Los caballos perdidos marca el pasaje de la primera a la segunda parte del filme. Jorge ha vivido encerrado entre sueños y sombras, y ahora sale a la calle, al encuentro de las luces, las texturas y los ruidos del mundo. Pero la película no muestra el triste choque con la realidad del que perdió el trabajo que amaba. “No tenía ganas de contar eso, sino cómo el personaje profundiza en lo que conocía, cómo saca esas herramientas que había conocido a través de las películas para conseguir lo que quiere”, dice Veiroj. Y lo que Jorge quiere es estar con Paola. Lo que sigue es una historia de amor y fantasía en blanco y negro, motorizada por un personaje casi cómico, que sabe jugar y divertirse como un chico. Y aquí es fundamental la banda sonora, que entrevera los sonidos de la ciudad con otros grabados en la memoria de los espectadores hasta lograr ese viejo anhelo de unir el cine y la vida. No importa si no reconocemos que las bocinas y los gritos de una escena provienen de El eclipse, de Michelangelo Antonioni, o que los sonidos que acompañan una caminata rápida por las calles de Montevideo fueron tomados de La diligencia, de John Ford. Como dice Martínez, interpretado por el director histórico de la Cinemateca Uruguaya, Manuel Martínez Carril, lo que importa no es el dato. Aún sin conocer el origen de esas citas, el espectador intuye que esos sonidos forman parte de una memoria compartida. También la música del compositor uruguayo Eduardo Fabini nos sumerge en la experiencia de Jorge. Sus composiciones de la década del 20, grabadas por la orquesta del Sodre en los años 50, parecen salidas de películas clásicas. Veiroj cuenta que, una vez que terminó de editar la primera parte del filme –pasaron seis meses entre el rodaje de ambas-, supo que iba a necesitar música para la segunda y empezó a usar la de Fabini como referencia, pero al final resultó perfecta. “En esa época, las películas mudas se proyectaban con música, y la música que existía era ésa. Pero a nuestro oído le suena como música de películas, la escuchamos así y nos puede remitir a emociones que hemos sentido con otras películas”, observa. Casi desde sus inicios, el cine se ha mirado y representado a sí mismo de distintas formas, entre ellas a través de la referencia a otros filmes. En esa caja de sorpresas que es La vida útil, también hay lugar para fragmentos de Codicia, de Erich Von Stroheim, pasos de baile al estilo Gene Kelly y hasta un discurso de Mark Twain sobre el arte de la mentira. Pero aunque rica en citas, La vida útil atenta contra la idea de la cinefilia como colección de fichas; y celebra en cambio la potencia del cine para moldear nuestra percepción y abrirnos a experiencias nuevas. Jorge es uno de esos espectadores sensibles a los que aludía Martínez, para el que el cine no es un objeto cultural momificado, sino una forma de vivir su vida.
Si en los últimos años buena parte de los jóvenes volvieron a acercarse a la política, era sólo cuestión de tiempo hasta que el cine joven hiciera lo propio. La ópera prima en solitario de Santiago Mitre -codirector de El amor (primera parte) y guionista de Leonera y Carancho, de Pablo Trapero- no sólo es una película política, sino que tiene a la política como tema. La apuesta era arriesgada. El estudiante, premiada en el Bafici y en el Festival de Locarno, cuenta la historia de Roque (Esteban Lamothe), un chico del interior que viene a estudiar a Buenos Aires y recala en la facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Pero a Roque no le interesa mucho estudiar, al menos no tanto como conocer chicas. Y gracias a una de ellas descubre que lo suyo es la militancia. Apoyada en un buen guión y en actuaciones sólidas, El estudiante ofrece una mirada tan apasionada como crítica de un universo poco frecuentado por el cine argentino, del que ya se había ocupado José Martínez Suárez en Dar la Cara (1962). Mitre retrata con precisión el mundo de la política universitaria, repleto de ideales pero también de rosca, traiciones y cinismo. Como Roque, la película es pura acción y evidencia una comprensión profunda de la lógica de poder que domina ese ámbito. Pero además, El estudiante logra sacar provecho de ciertas limitaciones de producción. Filmada con un presupuesto mínimo y sin subsidios oficiales, el registro de situaciones reales como telón de fondo de varias escenas de ficción potencia la historia narrada. ¿Cómo surgió el proyecto? Cuando empecé a escribir, quería filmar la UBA como institución, algo del movimiento de los pasillos, y tenía una idea en torno a la vocación: un personaje que iba saltando de una carrera a la otra, que no sabía qué hacer de su vida. Al principio la película era mucho más episódica. Se me ocurrió que el personaje empezara a militar, porque la política está muy presente en la UBA, y eso fue convirtiéndose en el centro de la película. La política no fue el punto de partida, pero es un interés que tengo hace mucho tiempo. Nunca milité formalmente, pero vengo de una familia en la que casi todos se han dedicado a la política. Mi bisabuelo fue ministro de Agricultura de Yrigoyen y diputado, mi abuelo fue funcionario y embajador durante el primer peronismo, mis viejos militaron en los 70 y pertenecieron al Frente Grande y al Frepaso. ¿Cómo fue el trabajo sobre el guion? Trabajé cerca de tres años. Me juntaba una vez por semana con Mariano Llinás (uno de los productores del film y director de Historias extraordinarias) y él iba leyendo lo que escribía. Me di cuenta de que la película tenía que narrar la política en la universidad para referir a la política en general. La película es de ficción, pero investigué mucho: fui a asambleas, hice entrevistas, filmé movilizaciones. ¿Por qué decidiste incluir secuencias documentales? Cuando terminé de escribir, el guión era muy largo. A mí me parecía que estaba bien para filmarlo así, pero era un guión complejísimo de realización, que nadie hubiese querido financiar, y tuvimos que optar por un mecanismo de rodaje mixto. Si bien las escenas se trabajan como escenas de ficción, había una idea de registro documental. Íbamos a las situaciones reales, insertábamos a los actores e intentábamos incorporar el movimiento de las asambleas o de la calle. Si hubiésemos tenido que reproducir todo de modo ficcional hubiese sido imposible. ¿Cómo fue el trabajo con los actores?¿Improvisaban? Trabajamos con el guión, con un texto fijo. Yo quería improvisar más, pero es muy difícil con un tema tan complejo. Ensayamos durante seis meses, y la metodología de rodaje que teníamos -por ahí filmábamos dos jornadas y frenábamos dos semanas- permitió ensayar durante el proceso. De hecho, incorporé bastante a los actores al proceso de realización. Esteban Lamothe venía a la isla de edición y veíamos juntos lo que mejor funcionaba. También me obsesionaba el tema del habla específica de los militantes de la UBA, y eso lo trabajé con un amigo que militó durante toda la carrera. Si bien tiene un registro realista, la película no hace referencia a identidades y sucesos políticos reales. ¿Por qué? Yo quería hacer un relato político lo más universal posible. Y el entramado político que tiene la universidad, con esos nombres extrañísimos que tienen las agrupaciones, que no se repiten en ningún lado, nos daba la posibilidad de retratar un universo extraño para la mayoría. Tampoco quería anclarlo temporalmente, si bien es claro que transcurre en esta época, sobre todo porque se filtra a través de las paredes de la facultad, que son como una gran cartelera de los sucesos políticos. Ahí se ve el asesinato de Mariano Ferreyra y la muerte de Néstor Kirchner. ¿Cómo influyeron esos hechos en la realización? Durante el rodaje (de agosto de 2010 a marzo de 2011) sucedieron hechos increíbles, como si la vida política argentina se hubiera revolucionado. Empezamos filmando en paralelo con la toma de los colegios y facultades. Después asesinaron a Mariano Ferreyra y a la semana murió Kirchner. Era raro: estábamos haciendo una película sobre política y eran hechos muy trascendentes para la política estudiantil. Filmé movilizaciones, el entierro de Kirchner, las tomas. Pero son tantos los sucesos, y es tan fluctuante la vida política argentina, que nos pareció mejor centrarnos en la cuestión moral y no pegarlo a hechos concretos que, por cómo se lee la política en Argentina hubiesen enmarcado la película en algo que yo no quería. Todo se busca leer como kirchnerista o antikirchnerista, y yo no quería que la película se leyera en esa dirección. ¿Que expectativas tenés con respecto al estreno? Por ahora las cosas que vienen sucediendo son buenas, hay interés. Supongo que también tiene que ver con esta repolitización que hay en la sociedad. Me parece que es un buen momento para que haya una película sobre el modo en que los jóvenes nos acercamos a la política.
La relación del público con el cine argentino es bastante compleja. Aunque la renovación generacional que comenzó en los 90, conocida como “nuevo cine argentino”, tuvo desde el principio un amplio reconocimiento crítico, el público local suele ser bastante reacio a las propuestas nacionales, y muchas buenas películas bajan de cartel enseguida por falta de espectadores. A la vez, algunas propuestas comerciales que incluyen nombres famosos en el elenco logran llevar mucho público a las salas incluso cuando se trata de productos fallidos. Más allá de las razones que puedan explicar este fenómeno, cada tanto aparecen excepciones notables; películas que rompen con esa lógica y derriban una supuesta contradicción entre el arte y el éxito comercial. Mi primera boda, la segunda película del Ariel Winograd, que se estrena el jueves 1, promete convertirse en un buen ejemplo de ello: es una comedia que entretiene sin caer en facilismos ni resignar calidad. La clave está, una vez más, en el talento delante y detrás de cámara. Con la estructura de una comedia clásica, el relato de Mi primera boda gira en torno al casamiento de Leonora (Natalia Oreiro) y Adrián (Daniel Hendler): una fiesta tradicional, con vestido blanco, muchos invitados y torta de varios pisos, en la que las cosas no salen tal cual lo planeado. Cuando la boda está por empezar, Adrián comete un pequeño error que decide ocultar a su novia para evitar más problemas. A partir de allí, las decisiones que toma dan lugar a una seguidilla de complicaciones y enredos que ponen en riesgo la fiesta e incluso la relación de la pareja. El proyecto nació a partir de una idea del director y de su mujer -y productora de la película- Nathalie Cabiron. “El punto de partida –contó Winograd en la conferencia de prensa que ofreció junto con los actores y productores- fue que en nuestro casamiento salió todo realmente muy mal. Nos sorprendió que no hubiera películas argentinas sobre el casamiento, un tema tan global, que toca a todo el mundo, y nos pareció que era muy interesante para contar en una película”. Con esa idea, convocaron al guionista Patricio Vega -que escribió la película Música en espera, las series Los simuladores y Hermanos y detectives y algunos capítulos de Lo que el tiempo nos dejó, entre otros proyectos para cine y televisión- para que diera forma a la trama. El proceso de escritura fue bastante largo. Según explicó Winograd, el objetivo era llegar al rodaje con un guión sólido, al que luego siguieron casi al pie de la letra. “Cuando estás a punto de tirar la toma siempre hay algo que cambia, pero fue un trabajo muy riguroso con el guión: por qué estaba cada palabra, por qué un personaje dice una cosa y no otra. Tuve la posibilidad de ensayar bastante con todos los actores y teníamos muy claro qué queríamos de cada escena. Hicimos mucho trabajo de construcción de esta pareja: quiénes eran, cuál era el lazo invisible, y durante los ensayos salieron muchas cosas que están en la película”. También Oreiro y Hendler se refirieron a los meses de ensayo dedicados a construir el vínculo. “Fue muy divertido el proceso, porque tuvimos muchos meses de ensayo en los que discutíamos sobre las escenas, los personajes, las actitudes, y recreábamos situaciones de este noviazgo: las vacaciones, cómo yo lograba convencerlo de que se casara, el pedido de mano, todo lo que uno hace. Eso sirvió mucho para conocernos”, contó Oreiro. Y Hender agregó que, aunque nunca habían trabajado juntos, enseguida lograron cierta familiaridad: “Nos llevamos muy bien, Natalia es muy carismática y para mí fue muy fácil conectar con ella”. La película parte de un hecho casi universal: las formas tan distintas en que hombres y mujeres viven el casamiento, cada uno con sus miedos y ansiedades. El relato se despliega a partir de los puntos de vista alternados de los dos protagonistas. Si para Leonora se trata del momento soñado, la fiesta que siempre anheló, en la que todo tiene que estar perfecto, para Adrián representa una especie de final, como si a partir de ese momento toda su vida, incluidos sus amigos, fueran a quedar atrás. Pero la película no se queda sólo con los novios. Mientras cuenta todo lo que les pasa, no pierde de vista a los numerosos invitados. Así, la trama principal se enriquece con las situaciones que atraviesan varios personajes secundarios: los padres de él (Gabriela Acher y Gino Renni); los abuelos (Pepe Soriano y Chela Cardalda), la madre de ella (Soledad Silveyra), una ególatra que no puede parar de competir con su hija; el primo (Martín Piroyansky); los amigos del novio (Clemente Cancela, Sebastián de Caro, Alan Sabbagh), la mejor amiga de Leonora (Muriel Santa Ana) y hasta un ex de la novia, interpretado por Imanol Arias. Además, los Luthiers Marcos Mundstock y Daniel Rabinovich se lucen como el cura y el rabino especialmente convocados para este casamiento mixto. A la par de esta suerte de dream team de la comedia, Mi primera boda cuenta también con un equipo notable detrás de cámara, que incluye a Félix Monti en la dirección de fotografía y a Liniers en el diseño de los títulos animados del comienzo. Como en su primera película (Cara de queso, 2006), Winograd vuelve a situar la acción en un espacio único que ofrece múltiples posibilidades. Si en Cara de queso todo transcurría en los confines del country judío, en Mi primera boda la acción se desarrolla siempre en algún sector de la bellísima estancia Villa María, en donde se celebra la boda. Pero el confinamiento no se limitó a la ficción: todo el equipo se instaló en la estancia durante las cinco semanas que duró el rodaje. “Nos instalamos en Villa María y fue casi como un Gran Hermano –contó Oreiro-. Estar ahí las 24 horas nos permitía seguir explorando, divertirnos cuando terminaba la filmación, y a veces ensayar a las cuatro o cinco de la mañana en los decorados reales”. Mi primera boda tiene toda la apariencia de una superproducción. Sin embargo, Axel Kuschevatzky, uno de los productores, contó que se trata de una película “de autor”, mucho más chica de lo que la gente cree: “Parece gigantesca y está la fantasía del megatanque norteamericano, pero realmente es una película hecha con mucho esfuerzo, después de trabajar años para conseguir los fondos. La participación de Telefé es un porcentaje chico. La película está generada desde un lugar absolutamente independiente”. Una buena película, que tiene todo para convertirse en el próximo éxito de la taquilla local y desmentir ese prejuicio de que al público local no le interesa el cine argentino.
Una nueva película de Pedro Almodóvar no es un estreno más, sino un verdadero acontecimiento. En sus largometrajes, el director español ha creado un universo propio y reconocible que el público y la crítica de todo el mundo esperan con ganas. Pero Almodóvar, que es un autor cinematográfico a la altura de los más grandes que ha dado el cine en el siglo pasado, no se conforma con hacer lo que todos esperan que haga y refritar, como otros, las fórmulas que ya le dieron buenos resultados. El director manchego sabe cómo cambiar para seguir siendo el mismo. Fiel a su identidad artística, se permite el riesgo. Por eso su última película, que en Argentina se estrena el jueves próximo, puede resultar tan extraña como familiar. Como otras veces, Almodóvar se nutre de varios géneros cinematográficos entre los que sobresale el melodrama pasional, y vuelve sobre algunos temas y obsesiones recurrentes. Pero el director –y guionista- no se queda en la comodidad de lo viejo y conocido, sino que se anima a incursionar en un terreno nuevo, el cine de terror, para crear una historia que gira, también, en torno a la cuestión de la identidad. En La piel que habito, Almodóvar adapta y reelabora la novela Tarántula, de Thierry Jonquet. Más de veinte años después de Átame (1989), el director vuelve a colaborar con Antonio Banderas, con quien trabajó por primera vez en Laberinto de pasiones (1982), cuando el actor tenía apenas veintidós años. Esta vez Banderas interpreta al prestigioso y perverso cirujano plástico Robert Ledgard, que se incorpora al extenso linaje de científicos locos que han dado a luz la literatura y el cine de terror, empezando por el célebre doctor Frankenstein. Ledgard, cuya esposa murió tiempo después de haberse quemado viva en un accidente, practica experimentos para crear, a partir de técnicas transgénicas, una piel tan sensible como la humana pero más resistente. Pero el conejillo de indias del cirujano no es precisamente un conejillo sino Vera (Elena Anaya), una chica joven y bella a la que mantiene secuestrada en condiciones de lujo y atendida cordialmente por Marilia (Marisa Paredes), una ama de llaves a la vieja usanza. Vera vive encerrada en El Cigarral, una especie de clínica-prisión que funciona en la casa de Ledgard en Toledo, en un futuro tan cercano (2012) que difumina los límites entre el realismo y la ciencia ficción. Especialista en cirujía estética, Ledgard utiliza sus conocimientos para manipular el cuerpo de Vera y recrearlo hasta dejarla igualita a su esposa muerta. La obsesión de este cirujano exitoso y de apariencia impecable con la imagen de su difunta esposa es una de las tantas referencias cinéfilas de la película. En este caso, remite a Vértigo, la película de Alfred Hitchcock en la que el personaje de James Stewart descubre en la calle a una mujer que le recuerda a su esposa fallecida e intenta, a través del vestuario y ciertas indicaciones, transformarla en ella. La primera parte de la película es bastante rara. La relación entre estos tres personajes no se condice con el clima de aparente armonía que se respira en la casa. En su celda de lujo, Vera practica posturas de yoga y elabora muñequitos de tela que copia de la obra de la artista Louise Bourgeois; mientras Ledgard la admira fascinado desde fuera, a través de varias pantallas que reproducen las imágenes de una cámara de vigilancia. Al principio es difícil entender qué pasa; con un tono frío y distanciado, la película muestra apenas la punta del iceberg, y abre cada vez más interrogantes. Pero de repente irrumpe Zeca, un extraño personaje que confunde a Vera con la esposa muerta de Ledgard y dispara una sucesión de hechos violentos. A partir de allí, varios flashbacks servirán para develar la oscura y rebuscada trama que une a los personajes, con varias vueltas de tuerca tan sorprendentes como perturbadoras. No conviene contar demasiado porque parte del atractivo de la película reside en cómo el espectador va uniendo las piezas de ese rompecabezas narrativo, y vale la pena verla. Pero sí se puede decir que se trata de una historia de pasión, venganza y abuso de poder; todos temas frecuentes en la obra de Almodóvar. La diferencia en este caso es el tono de terror psicológico, que domina casi todo el relato. En varias entrevistas a medios extranjeros, el director español contó que en un primer momento había pensado hacer un film mudo en blanco y negro, inspirado en los films expresionistas de directores alemanes como Fritz Lang o Friedrich Murnau. Pero al final decartó la idea porque era “poco comercial” y utilizó como principal referencia cinematográfica la película francesa Los ojos sin rostro (1960) de Georges Franju, en la que un cirujano plástico enloquecido secuestra chicas para arrancarles la piel y utilizarla para reconstruir el rostro de su hija, desfigurado por un accidente del que él se siente responsable. En La piel que habito, el terror y la violencia no se traducen en imágenes sangrientas. De hecho, casi no hay sangre: la película es fría y aséptica como todo el imaginario visual asociado a la medicina moderna, a la que los pacientes se entregan dóciles. Y eso refuerza todavía más el terror, la sensación de estar ante algo verdaderamente siniestro. Porque acá los avances científicos -que parecen de ciencia ficción pero se acercan mucho a la realidad- se utilizan para castigar al otro, para ejercer sobre él un poder absoluto y pulverizar su identidad. Pero esa violencia también puede ser una trampa para quien la ejerce. Y en cierta forma de eso se trata la película, de la posibilidad de resistir y preservar la identidad, pero también de quedar atrapado en en el propio laberinto.