Los personajes humanos son más artificiales que los robots en esta película ampulosa y vacía Esta tercera entrega de la saga dirigida por Michael Bay (quien parece competir con Roland Emmerich por el cetro del cineasta más apocalíptico a la hora de filmar explosiones y destruir planetas) tiene un auspicioso y audaz prólogo que se permite incluso alterar la historia oficial de las administraciones de Kennedy y Nixon hasta llegar a una nueva versión de la famosa expedición lunar del Apolo 11 en 1969: al margen de la transmisión televisiva que conmovió al mundo, en "el lado oscuro de la Luna" al que apela el título, los propios astronautas encabezan una misión "top secret" en la que descubren los restos de una nave extraterrestre con una tecnología que será esencial en el desarrollo posterior de la trama. Pero los hallazgos y sorpresas terminan allí. Luego, ya en la actualidad, reaparece en escena Sam Witwicky (el antihéroe interpretado por Shia LaBeouf), ahora acompañado por un nuevo objeto del deseo (la modelo británica Rosie Huntington-Whiteley, que reemplaza a la despedida y aquí denostada Megan Fox), a la que Bay le dedicará una y otra vez obsesivos primeros planos de sus generosas curvas. La primera mitad del film se vuelve bastante tortuosa (pendula entre las desventuras laborales y afectivas de Sam y los proyectos secretos del gobierno estadounidense) hasta que de manera inevitable esas y otras subtramas desembocan en lo que todos esperan: el enfrentamiento entre robots buenos y malos (los nobles Autobots liderados por Optimus Prime contra los despiadados Decepticons comandados por Megatron y el traidor Sentinel Prime). Más allá del ya habitual festival de efectos visuales y de la incorporación de efectos 3D que, pese a lo anunciado por los propios productores, queda muy lejos de logros conseguidos por James Cameron en Avatar , Transformers 3 ofrece demasiado ruido para tan poco cine. Entre exaltaciones patrióticas que sorprenderían hasta a los republicanos del Tea Party, Bay construye una película que jamás fluye ni alcanza una mínima coherencia. Los personajes humanos parecen más artificiales que los robots y sólo hay espacio para unas breves apariciones de grandes actores como John Malkovich, Frances McDormand, John Turturro o el coreano Ken Jeong, quienes le aportan un poco de humor absurdo a una trama dominada por frases ampulosas y solemnes sobre el heroísmo y la lealtad. Sin embargo, esos bienvenidos destellos paródicos resultan demasiado aislados como para salvar a una película que termina apelando a la fuerza arrasadora de sus gigantescos y poderosos robots guerreros como forma de disimular (tapar) sus múltiples carencias dramáticas y narrativas
El sueño de los héroes Con Medianoche en París Woody Allen construye un film romántico, melancólico y de tono casi naïf en el que no sólo rinde tributo a la Ciudad Luz sino también a sus "héroes" -esos que marcaron su formación juvenil en el campo intelectual- que coincidieron allí durante los años '20. La película arranca con 60 tomas (las conté) sobre la París más turística, la de las guías, la de las tarjetas postales. A Woody no le interesa sumergirse en las contradicciones, en los matices de la ciudad. Como ya ocurrió con Londres o con Barcelona, no teme caer en el clisé y se queda con lo más reconocible y marketinero de la capital francesa. Sin embargo, Medianoche en París es una película sentida no sólo porque proviene del amor de Woody por la ciudad y por el cine francés (la nouvelle vague fue fundamental en su formación) sino también porque trabaja sobre la fecunda relación (la fascinación mutua) entre la cultura francesa y la estadounidense. En el film, Gil (Owen Wilson) es un reconocido guionista al servicio de Hollywood que lucha por dar a luz a su primera novela ante la despectiva respuesta de su manipuladora novia Inez (Rachel McAdams) y de sus intolerables suegros (Kurt Fuller y Mimi Kennedy), dos republicanos del Tea Party que los acompañan en su visita a la ciudad. Harto de ellos -y de un presuntuoso inglés que intenta seducir a Inéz (Michael Sheen)-, Gil se pierde algo beodo por las callejuelas en la noche de París. Allí, cuando suenan las campanadas de medianoche, cual cuento de hadas fantástico, aparece un antiquísimo Peugeot. Luego de algunas dudas, se sube al auto y comenzará así un viaje hasta los años '20, más precisamente hasta los ámbitos de la bohemia intelectual de la época. Nuestro conflictuado, inseguro antihéroe conocerá en bares y fiestas a Ernest Hemingway, a Cole Porter, a Scott y Zelda Fitzgerald, a T.S. Eliot, a Pablo Picasso, a Djuna Barnes, a Jean Cocteau, a Gerturde Stein, a los surrealistas (Dalí, Buñuel, Man Ray) y se enamorará de una "groupie" de pintores -ex amante del propio Picasso, Braque, Modigliani- interpretada por la bella Marion Cotillard. Sus "regresos" a la París contemporánea, en cambio, se convierten en un suplicio, ya que los demás sólo parecen interesados en el turismo y en el consumo (y además, claro, no le creen una sola palabra). En su segunda mitad, Medianoche en París empieza a repetirse (y pierde así algo de encanto, ritmo y frescura), ya que el protagonista regresa una y otra vez al fascinante mundo de aquellos mitos intelectuales, pero así y todo, con el cameo de la Primera Dama Carla Bruni (una guía turística que tiene cuatro aceptables e intrascendentes apariciones) y con una trama romántica con una joven parisina (Léa Seydoux), se cierran los amables, simpáticos 100 minutos del relato. Hay en el film una idea ingeniosa que sostiene la trama (el viaje tipo máquina del tiempo a una época dorada producto de la insatisfacción con la actual: así, vemos cómo los intelectuales de los años '20 quieren vivir en la Belle Epoque y los de la Belle Epoque, en el Renacimiento) y varios pasajes muy disfrutables con un solvente Owen Wilson en plan "imitando a Woody Allen". No estamos ante una gran película (hace tiempo que Woody no hace un film enteramente redondo y convincente), pero sí ante una de las más interesantes de la etapa más reciente de su carrera.
Inteligente ensayo sobre las múltiples formas de superar la pérdida Si al lector le resumieran la sinopsis de El laberinto en una sola frase (podría ser "un matrimonio trata de superar el inmenso dolor tras la muerte de su pequeño hijo"), lo más probable es que piense que se trata de un melodrama lleno de golpes bajos, concebido para la explosión lacrimógena y que semejante dureza resulte difícil de soportar. Nada de eso. Está claro que no se trata de un entretenimiento superficial, alegre y pasajero, pero esta transposición que David Lindsay-Abaire hizo de su propia obra teatral (ganadora del premio Pulitzer en 2007) está muy lejos de ser ese "telefilm de la semana" construido para la emoción fácil y propone, en cambio, un ensayo riguroso e inteligente sobre las muy diversas (a veces antagónicas) formas de lidiar con la pérdida, con la culpa, con esas cosas crueles y absurdas que no tienen explicación ni remedio. Becca (Nicole Kidman, nominada al premio Oscar por este trabajo) y Howie (Aaron Eckhart) conforman un matrimonio de clase media-alta cuya feliz y exitosa vida se derrumba por completo tras la accidental, inexplicable muerte de su hijo. Ella se vuelve cínica y negadora; él, en cambio, necesita procesar y compartir sus sensaciones (incluso en el seno de un grupo de autoayuda que Becca rechaza de plano). Entre ellos, por lo tanto, surge un abismo en todos los terrenos, aunque no dejan de estar juntos en medio de sus opuestos procesos personales. Si bien el director John Cameron Mitchell (el mismo de las desprejuiciadas y audaces Hedwig y Shortbus ) se concentra en las experiencias de la pareja, hay espacio para desarrollar interesantes personajes secundarios como el adolescente que desencadenó la tragedia (Miles Teller), la madre de la protagonista (Dianne Wiest), que también ha sufrido una experiencia extrema, la hermana menor de Becca que está embarazada (Tammy Blanchard) y una mujer (Sandra Oh) que despierta en Howie no sólo cierto interés sino profundas contradicciones. Película de climas y de sensaciones íntimas, El laberinto aborda un tema complejo (la exploración del vacío emocional de las personas) para luego sí, como cantaba Federico Moura, intentar salir del agujero interior.
UN PAPA "GENIAL" (A CASSAVETES CON AMOR) Estos hermanos -que se han convertido en una de las sensaciones del indie neoyorquino de bajo presupuesto- ya habían estado por separado en la Quincena de Realizadores de Cannes 2008 con un corto y un largometraje, sección a la que regresaron un año después con este film, que luego se vio también en la Competencia Internacional del BAFICI 2010. En Daddy Longlegs (aka Go Get Some Rosemary) estos émulos del método cassaveteano narran las desventuras de un patético e irresponsable padre divorciado de 34 años que trabaja de noche como proyeccionista en un cine de clásicos y que cria como puede (o sea, bastante mal, pero con un conmovedor esfuerzo) a sus dos hijos varones, mientras intenta iniciar una nueva relación de pareja. El largometraje es muy gracioso e ingenioso en su explotación de las situaciones absurdas, y hace una excelente utilización de los exteriores de Nueva York. Con modestos recursos, pero mucha creatividad. DIEGO BATLLE
IDENTIDAD SUSTITUTA (EXTRAÑO EN UN TREN) Luego de su multipremiado y aclamado debut con el film de ciencia ficción La Luna (Moon), el hijo de David Bowie rodó este thriller sobre un militar (piloto de helicópteros), cuyo último recuerdo es haber estado en una misión en Afganistán y que, al despertarse, percibe que es enviado al (y se siente en) el cuerpo de otra persona que está a bordo de un tren de la ciudad de Chicago en compañía de una atractiva muchacha (Monahan). Eso no es todo: al poco tiempo todo vuela por los aires producto de un atentado con explosivos. Sin embargo, no muere sino que vuelve a su estadio anterior, donde es instruido por los responsables del proyecto Source Code (Jeffrey Wright) para regresar al mismo lugar y tratar de descrubrir al culpable y de desactivar la bomba. La idea de regresar una y otra vez al mismo lugar y revivir una situación determinada (con los sucesivos cambios que el protagonista puede imprimirle) no es nueva (hasta fue utilizada en una notable comedia como Hechizo del tiempo), pero sí efectiva, ya que sirve para generar una buena de dosis de suspenso y de identificación porque el espectador sabe cómo arranca el conflicto, pero no cómo puede modificarse su resolución. La extrañeza, la sensación de "invadir" un cuerpo ajeno, la realidad virtual, el poder de una maquinaria mucho más poderosa que la fuerza de un simple humano son elementos que Duncan Jones ya había elaborado en La Luna. Aquí, la cosa resulta menos lírica e intimista, pero quizás más sólida en una mezcla entre la ciencia ficción y el thriller hitchcockiano que funciona con solvencia durante los (in)tensos 93 minutos de relato. Un muy buen segundo paso para un artista con vuelo propio (cada vez más lejos del degrandante "hijo de" al que yo también suelo apelar). Sin dudas, un director a seguir.
¡Qué placer reencontrarse (casi redescubrir) a Spiner con este vistoso y atrapante western gauchesco! Una película que se anima a dialogar sin miedo con el género de los John Ford, los Sam Peckinpah y los Anthony Mann, pero también con el cine latinoamericano de Leonardo Favio y Glauber Rocha. Más allá de ciertos preciosismos visuales innecesarios (por momentos, el director de La sonámbula y sus técnicos parecen regodearse un poco en su indudable talento para el encuadre, la fotografía o la edición y terminan cayendo en cierto esteticismo), esta tragedia sobre la venganza y la culpa rodada en bellísimo parajes tucumanos (la inmensidad de los paisajes es un personaje más) expone en toda su dimensión y sus múltiples facetas la crueldad, el salvajismo, la opresión, el machismo, la religiosidad (y la superstición) de la Argentina del siglo XIX. Basada en un cuento del gran Antonio Di Benedetto, Aballay es una película épica, intensa, sangrienta, visceral y expresiva (casi expresionista) en el que más allá de los excesos apuntados se lucen tanto sus hacedores (el DF Claudio Beiza, el compaginador Alejandro Parysow, el músico Gustavo Pomeranec, la directora de arte Sandra Iurcovich) como sus intérpretes (Pablo Cedrón como el bandido-santo del título, Claudio Rissi como el malvado de turno, la bella Moro Anghileri como el objeto del deseo y, en menor medida, un no del todo convincente Nazareno Casero como el porteño que intenta vengar 10 años más tarde el asesinato de su padre). Un film que no debería pasar inadvertido en el marco del festival ni luego en su paso por el circuito comercial.
Auspicioso debut que mezcla el policial con la mirada sociopolítica En 1991, siete presos escaparon de la cárcel de Villa Devoto, luego de cavar un largo túnel desde el hospital de la prisión hasta la calle. En medio de la preparación de esa fuga, hicieron un macabro descubrimiento ligado a los vestigios de la última dictadura militar. Dos años más tarde, el escritor y periodista Ricardo Ragendorfer fue galardonado con el premio Príncipe de Asturias por su investigación y la posterior crónica del caso, que sirvió de inspiración para esta ópera prima de Nacho Garassino. Ragendorfer (que tiene una breve participación actoral en el papel de un preso) es interpretado en la ficción por Jorge Sesán, un cronista que es abordado por los dos integrantes del grupo (Raúl Taibo y Daniel Valenzuela), quienes están decididos a contar cómo fueron los hechos como forma de cumplir una promesa. Así, Garassino (ganador del premio Martín Fierro por su trabajo junto a Fabián Polosecki en el mítico programa televisivo El otro lado ) propone una narración que va y viene en el tiempo para describir la versión que los propios involucrados ofrecen. Al director le interesa más construir la tensión dramática a partir de las relaciones entre los distintos integrantes del grupo (no eran amigos previamente y hay constantes temores a la traición interna o a la delación externa) que de una trama sostenida en la acción y el suspenso. Por lo tanto, el film gana en profundidad psicológica, aunque por momentos resulta un poco moroso. De todas maneras, Garassino se presenta como un sólido director de actores (Taibo demuestra que es bastante más que aquel galán de telenovelas, mientras que Valenzuela y Germán de Silva confirman su habitual solidez) y como un cineasta capaz de construir atmósferas opresivas y climas inquietantes, aprovechando muy bien en este caso las locaciones de una cárcel real, como la de Caseros. Un debut más que auspicioso para un realizador que mixtura la mirada sociopolítica y los elementos del género policial con bastantes más hallazgos que carencias.
Un vertiginoso retrato de dos décadas en la vida del terrorista venezolano Ilich Ramírez Concebida en principio como miniserie televisiva (tres episodios de 330 minutos en total), Carlos alcanza su estreno local en una versión más reducida (algo menos de tres horas) que contó con el aval de su director, el francés Olivier Assayas. Se trata de un potente y vertiginoso retrato de dos décadas (1974-1994) en la vida del célebre terrorista venezolano Ilich Ramírez, más conocido en los medios como Carlos, El Chacal. El talentoso realizador de Irma Vep , Clean y Las horas del verano reconstruye las múltiples, contradictorias facetas de Carlos. Por un lado, su asociación -siempre en nombre de la revolución y de los oprimidos- con grupos vinculados a las peores dictaduras de Medio Oriente o su sangre fría para concretar atentados en lugares públicos con víctimas inocentes; y, por otro, su audacia, su valentía, su inteligencia, su carisma o su poder de seducción. En ciertos pasajes, el Carlos que interpreta con enorme magnetismo y convicción el también venezolano Edgar Ramírez (gran descubrimiento de Assayas, quien lo ha convertido en una figura de alcance internacional) se asemeja a una estrella de rock, una arrasadora máquina sexual y héroe de acción. Quienes crean que, por su origen televisivo, Carlos puede encontrar ciertas limitaciones narrativas, hay que aclarar que fue construida a puro pulso cinematográfico, aprovechando todas las posibilidades visuales de la pantalla ancha (scope) y con un uso de la banda sonora (Wire, New Order) que remite a los primeros films de Martin Scorsese en su forma de describir la atmósfera y la adrenalina de la época. Héroe o villano, mito revolucionario o despiadado mercenario (Assayas no lo glorifica, pero tampoco se empeña en condenarlo de manera explícita), Carlos resulta un personaje que, desde lo cinematográfico, resulta fascinante por su imponencia física, su tensión erótica, mientras que la película en sí propone una mirada cautivante y alucinatoria sobre la generación del 68, con su carga de idealismo e ingenuidad, pero también de traiciones cruzadas (a partir de los múltiples tentáculos de la extrema izquierda vinculada al terrorismo internacional) que terminaron enterrando tantos genuinos y bienintencionados sueños de cambio.
DEL RIDÍCULO SE VUELVE Ver a un hombre casado, padre de familia y ejecutivo de una importante empresa de juguetes hablando a través de un títere con forma de castor como única forma de combatir (o atenuar) su estado de absoluta depresión puede ser bastante ridículo. Pero que, además, ese personaje esté a cargo de Mel Gibson, acusado en los últimos tiempo de casi todos los males de este mundo (machista, homofóbico, racista, golpeador, borracho, paranoico y un largo etcétera) es casi un golpe de gracia para este nuevo film de Jodie Foster. Sin embargo, aunque tiene todos los elementos propios de una película "fallida" (incluidos ciertos diálogos excesivos que pueden herir los oidos y conspiran contra la credibilidad y el impacto emocional del film), voy a intentar una defensa de una película que me parece no sólo arriesgada sino incluso muy honesta, sentida (y, sí, por momentos conmovedora). Aunque la cosa pase por las diferentes sensibilidades que podamos tener cada uno de nosotros en cuanto espectadores, no se le puede negar a Foster (en su doble faceta de directora/actriz) ni al vituperado Gibson una gran convicción para sostener esta historia de familia de clase media disfuncional que parece la contracara del sueño americano. Lo que más me gustó del film es que no se queda en los lugares comunes del melodrama (aunque pueda caer en alguno de ellos) sino que apuesta a incomodar con un humor negrísimo que seguramente indignará a los puristas del género (no es Rain Man ni Forrest Gump). Lúdica, tragicómica, trasgresora, excesiva y anticonvencional, La doble vida de Walter es una película concebida a contracorriente, al margen de la fórmulas, los cánones y las modas. Bienvenida sea.
DICK, (SOBRE)EXPLICADO Y TRASCENDENTE La obra de Philip K. Dick se ha convertido -por las ingeniosas y provocativas ideas de sus "conceptos"- en fuente de inspiración inagotable para una industria ávida de propuestas. En este caso, el guionista de La nueva gran estafa y Bourne: el ultimátum apeló para su debut en la dirección a Adjustement Team, un cuento de 1954 en el que se trabaja sobre la idea de que hay un grupo de superpoderosos agentes encargados de manejar el devenir de la raza humana para evitar que la misma caiga en el caos autodestructivo. Ambientada en la Nueva York contemporánea, Los agentes del destino tiene como protagonista a David Norris (Matt Damon), un chico rebelde de la política que se ha convertido en el legislador más joven de los Estados Unidos pero que corre el riesgo de dilapidar su carisma por cierta tendencia a los excesos. que se enamora de Elise Sellas (Emily Blunt), una ascendente bailarina inglesa. Entre ambos surge una intensa pasión, pero allí aparecerá el "equipo de ajuste" para impedir que la relación prospere. No conviene adelantar nada más. El film tiene ciertos hallazgos visuales, algunos esbozos inquietantes en su mirada existencialista, pero Nolfi cede a una doble tentación que termina por arruinar buena parte del interés: se vuelve didáctico (todo es explicado hasta el detalle) y, para peor, se pone solemne y trascendente. Esa excesiva autoimportancia es la que termina transformando a lo que en principio parecía como un buen entretenimiento con toques de romance, comedia y ciencia ficción en un film pretencioso pero que, en definitiva, termina resultando bastante banal.