Terapia de shock Es una salvajada. Casi cuatrocientos millones de dólares de presupuesto, y esa cifra duplicada con creces en la recaudación de la primera semana vuelven a esta producción de la más caras y, sin dudas, la más taquillera de la historia. No es novedad para nadie que desde hace ya bastante tiempo los Estudios Marvel se han convertido en cosa seria, liderando en taquillas con cada nueva entrega de su último tanque, ya sea con películas divertidísimas y por momentos brillantes como Guardianes de la galaxia o con subproductos soporíferos como Dr. Strange o Pantera Negra. Los beneficios de la unidireccionalidad de la distribución masiva, y de sembrar y cosechar fanáticos a escala planetaria. Es muy difícil separar una cosa de la otra: la inversión multimillonaria, esa archipublicitada, calculada, mecanizada e hiperinflada gallina de huevos de oro, de la película en sí, de aquello que se ve en pantalla y que el espectador disfruta (o no), como cualquier otro estreno proyectado cualquier día del resto del año. Pero es necesario hacer un esfuerzo para hacer un análisis medianamente justo. Como ya venía sucediendo con las anteriores entregas de Avengers, los distintos superhéroes pertenecientes al universo Marvel (Iron Man, Hulk, Capitán América, Thor, Hombre araña, etc.) confluyen en una misma película. Probablemente el mayor de los aciertos de la productora haya sido el de construir sus historias en torno a personajes carismáticos, llamando a filas, para sus personajes, a grandes actores de Hollywood y del resto del mundo. Así, una congregación de superhéroes puede verse entonces como mucho más que una sumatoria de paladines trajeados: es prácticamente un reencuentro, un duelo de grandes presencias. Otro de los puntos fuertes de la fórmula es el humor inteligente del que se ha valido Marvel en sus últimas entregas, (Thor Ragnarok, Guardianes de la galaxia 1 y 2, Capitán América: Civil War), dando un vuelco a sus películas, que alternan hábilmente la acción con la comedia más desatada, y en donde momentos de tensión extrema pueden alternarse con situaciones coloquiales amenas y de a ratos desternillantes. En este caso, los directores Anthony y Joe Russo cuentan con un rico historial en el registro, entre otras cosas como directores de muchos de los capítulos de la brillante serie Arrested Development. Aquí el humor es constante y efectivo: se echa mano a las diferentes características personales de los personajes, (la ingenuidad naif de Thor y Capitán América, el sarcasmo de Tony Stark, la irreverencia de Rocket, el frikkismo del Hombre araña, el infantilismo de Star-Lord o el encanto expresivo de Groot) y se las hace confluir notablemente. Otros puntos fuertes aquí son el ritmo (brillante, para tratarse de una película de dos horas y media) y la acción: la tensión previa creciente a estas escenas se dilata hasta explotar en secuencias breves e hiperquinéticas, en las que el conflicto estalla fugazmente. Pero hay algo más importante, aquello que vuelve a Avengers: Infinity War, una de las experiencias cinematográficas más insólitas de los últimos tiempos, característica que ni el más imaginativo y especulador de los espectadores podría haber previsto (atención: siguen spoilers). Hay una impensable carga dramática contenida en esta nueva anécdota, por la cual la película se convierte en una de las superproducciones más terriblemente desasosegantes de las últimas décadas. La muerte en masa de protagonistas no es algo a lo que el cine dominante nos tenga acostumbrados y es prácticamente un shock ver a una quincena de personajes centrales perecer en el fragor de la batalla, tan radical como injustamente. Lo han logrado: un final tan trágico, en el que por primera vez en una película de superhéroes el villano se alza como vencedor absoluto ante una pila de cadáveres, generará mayor ansiedad por lo que vaya a suceder en la próxima entrega (en la que, sin dudas, muchos de de los perecidos revivirán), situación sin precedentes con excepción de El imperio contraataca (1980), otra película de transición en la que la sensación de derrota quedaba inserta en el cuerpo del espectador. Un sentimiento que, vale decir, sólo puede generar el buen cine.
La pluma y las armas La Ciotat es una hermosa villa mediterránea, antiguamente famosa por un astillero donde se construían inmensos navíos. El astillero cerró hace varias décadas, pero la lucha sostenida por los trabajadores locales permitió que el puerto se mantuviese activo, evitando de esta forma la ruina del pueblo. De todas formas, su calidad de vida se ha deteriorado en los últimos años; como tantas otras ciudades y regiones francesas olvidadas, el desempleo y la exclusión van en aumento, y la perspectiva para los que allí viven es sumamente incierta. Justamente en el sur de Francia hay cada vez más gente atraída por la extrema derecha, y no es de extrañar que los discursos extremistas convenzan a jóvenes sin un futuro claro. El taller literario del título es impartido por Marina (Olivia Dejazet), una exitosa escritora parisina. Los asistentes son jóvenes con problemas de conducta, hijos o nietos de los trabajadores del puerto; se trata de un grupo variado étnicamente, en el que fluye la creatividad pero también la confrontación. Justamente lo que parece estar buscando la escritora, quien publica novelas policiales violentas y está preocupada por la poca sustancia y credibilidad de sus personajes. Este taller y sus airadas discusiones parecen ser su forma de entrar en contacto con una juventud fervorosa, imparable y conflictiva; la sustancia ideal para nutrir sus relatos. De entre todos los alumnos, seguramente el más brillante sea Antoine (increíble el joven actor Matthieu Lucci), un muchacho especialmente dado al enfrentamiento, quien pareciera empeñado en cuestionar todo lo que es dicho en el taller, y especialmente si es algo proferido por los musulmanes presentes. La escritora comienza a sentir un particular interés por el muchacho, fascinación que es igualmente retribuida. Pero lo que podría haber sido una colaboración provechosa y hasta armoniosa pasa a convertirse en un creciente conflicto para ambos: el ego de la escritora y la honestidad brutal del muchacho chocan de la peor manera, lo que deriva hacia puntos de tensión extrema. El director Laurent Cantet (autor de las notables El empleo del tiempo y Entre los muros, entre otras) y el guionista Robin Campillo (quien a su vez fue director de la laureada 120 batements par minute) llevan la situación a un punto sin retorno, en la que las consecuencias podrían ser nefastas para ambos. Se explora notablemente una adolescencia apática, aburrida, proclive a los excesos y a la transgresión de límites, en la que la violencia, las armas y los discursos xenófobos podrían prender y diseminarse. Una escena notable muestra al muchacho enfrascado en un videojuego en línea, mientras una voz en off cuenta la forma en que, décadas atrás, los muchachos de ese mismo pueblo se abocaban a la lucha sindical; se imponen las grandes diferencias en cuanto al sentimiento de comunidad y a la orientación de energías en una época y la otra. Sobre el final (siguen spoilers) se hace lugar al optimismo y ambos protagonistas son redimidos. Ella al no denunciar al muchacho, él cumpliendo con su parte del taller, dejando cierta enseñanza a los demás y colaborando finalmente con tareas para el puerto. Laurent Cantet expone, con sutileza y habilidad, cómo esos mismos muchachos conflictivos podrían ser capaces de grandes cosas si tuvieran los estímulos necesarios, pero por sobre todo, si los trataran con un mínimo de respeto.
Puede interpretarse como una influencia tardía del neorrealismo italiano, aquel movimiento cinematográfico que revolucionó el cine social mundial durante las épocas de posguerra. Como sea, se trata de un resurgir aún no bautizado de un cine entrañable, comprometido y directo, que viene dando películas brillantemente logradas, con un realismo casi documental y un fuerte contenido humanista. Alice Rohrwacher (Las maravillas, Lazzaro Felice), Tizza Covi y Rainer Frimmel (La pivellina, Míster universo) han dado obras brillantes en los últimos años, a las que hay que sumar las logradas por el director Jonas Carpignano (Mediterránea, La Ciambra). Nacido en Estados Unidos, este cineasta de 35 años viene recibiendo un sinfín de premios en festivales y es una de las nuevas promesas del cine mundial. A Ciambra fue originalmente un cortometraje de 2014, centrado en la vida marginal y delictiva de un niño gitano. El cineasta describía allí la vida en la comunidad gitana ubicada en la localidad Gioia Tauro, en la Calabria, en el sur de Italia. Esta zona, también conocida por sus pobladores como la Ciambra, es un sitio en el que hoy se concentra, además, una numerosa comunidad de refugiados africanos.
El vacío y la indiferencia Pablo Giorgelli es un cineasta argentino que entró al mundo de los festivales por su puerta más grande. Cuando terminó Las acacias (2011), interceptó en La Habana a un programador de Cannes y le acercó un DVD; unos meses más tarde, su película estaba siendo proyectada en la sección “Semana de la crítica” del festival más prestigioso del mundo. Las acacias ganó allí cuatro premios, y a partir de entonces al director comenzaron a lloverle las invitaciones a otros festivales.
Una de las singularidades del cine del director griego Yorgos Lanthimos (Canino, Langosta) es la forma en que sus personajes parecen desconectados de sus emociones. Como si vivieran en un limbo perpetuo y existiese un desfase agudo entre lo que piensan y lo que dicen o hacen. Como si deambularan, trabajaran, comieran, conversaran y tuvieran sexo en piloto automático, y siempre con similar impasibilidad. Esta característica, exagerada y a todas luces inverosímil, puede resultar incómoda y hasta exasperante para algunos espectadores, pero se trata de una inercia sumamente elocuente acerca de una suerte de “zombificación”, por la cual muchos parecieran vivir como narcotizados, siguiendo mandatos sociales sin padecerlos ni disfrutarlos y, sobre todo, sin reflexionar ni cuestionar nada.
Lo mejor de todo reside en el trazado de los tres personajes principales. Ella, terca como una mula y dispuesta a cualquier cosa con tal de dar con el asesino de su hija; Dixon (Sam Rockwell, brillante), un policía racista e indisimuladamente estúpido que le tiene aversión desde el comienzo –y que es quien se acerca más al estereotipo white trash–, y el mismo sheriff Willoughby, quien, paradójicamente, además de ser el supuesto responsable de la inoperancia policial, es el personaje más querible del cuadro. La dinámica tiene su interés: en un pueblo pequeño todos se conocen y saben sus historias al dedillo, y esta película expone con acierto esa cercanía comunicativa entre los personajes, aun cuando parecieran odiarse. Similar en estética y en tono a la notable Sin nada que perder, de David Mackenzie, aunque sin llegar a la altura de esta última, alterna notablemente el buen humor con el drama más recargado. El director británico Martin McDonagh ya lo había hecho en películas como Siete psicópatas y Escondidos en Brujas, pero aquí pule su estilo aun más, agregándole mayor carga existencial. El final, abierto y sobresaliente, es de esos que dejan al espectador con una gran duda. Quedan instaladas algunas ideas difusas sobre el dolor, las revanchas irreflexivas, las espirales de violencia y la justicia por mano propia, pero tanto conclusiones como moralejas quedan reservadas para la platea.
Son más bien pocas las cosas que pueden rescatarse de esta película, pero vale la pena hacer el esfuerzo: en primerísimo lugar, Óscar Martínez. El casi septuagenario actor, que lleva casi medio siglo tanto sobre las tablas como tras las cámaras, es uno de los más grandes del vecino país, y aquí interpreta nada menos que a Jara, un estafador experimentado, dedicado a la extorsión de personas y empresas. Jara es una figura nefasta, una molestia infranqueable, un ser invasivo dispuesto a esperar durante horas la llegada del protagonista a su casa y de perseguirlo durante todo el día, si es que hace falta. De pelo largo y colita, con aires de porteño omnisapiente, se trata de uno de esos personajes que amamos odiar.
Imparable, cálida, emotiva Que es una época de radical monotonía para el cine de Hollywood es algo comprobable en la profusión de películas de superhéroes, remakes, secuelas y continuaciones interminables, spinoffs y reboots de sagas añejas. Pero en los últimos años el cine de animación familiar se ha convertido en uno de sus nichos más creativos (y lucrativos). La excelencia de los estudios Pixar abrió mercados y al mismo tiempo colocó el listón de la creatividad tan alto que Disney (sin Pixar), Dreamworks y otros estudios debieron volcar todo su empeño para competir a su altura. Pero para la industria es imperioso buscar constantemente fuentes de inspiración, y hoy parece tocarle el turno al exotismo de la cultura de otros países; por fortuna en la actualidad ya no tiene cabida una mirada paternalista como las de antes, y ni en Moana, (ambientada en las islas del Pacífico), ni en Kubo (en el Japón feudal), ni en El árbol de la vida (México) hay personajes estadounidenses que aparezcan como vehículos de identificación con el mundo “civilizado”. Incluso Disney sacó el año pasado la película de acción real Reina de Katwe (ubicada en Uganda), haciendo otro aporte a la diversidad; cierto es que el idioma hablado en todas estas películas es un inglés con entonación, pero esto parece inevitable en productos orientados principalmente al público infantil.
Si hay un director de cine que hoy está más allá del bien y del mal, ese es justamente Woody Allen. Desde su debut en 1971 ha filmado una película por año, disponiendo una filmografía extensísima en la que existen –al menos– media docena de obras maestras. Es algo que hasta sus detractores deberían aceptar como prueba de su trascendencia, de su marca indiscutible en la historia del cine. Prácticamente desde sus inicios, el director neoyorquino alterna comedias con dramas, pero es más bien en sus últimos años que viene tocando un espectro de notas especialmente graves. Tomando sólo películas de cinco años atrás, Blue Jasmine (2013), Un hombre irracional (2015) y Café Society (2016) fueron obras especialmente amargas, cuando no directamente desencantadas y nihilistas, en las que el octogenario director se explayaba en debilidades y mezquindades humanas, dramas en los que las fatalidades acababan recayendo sobre sus personajes, barriendo de un plumazo con momentos humorísticos previos e instalando una intensa amargura como último sabor para su audiencia. Algo de esta nota pesimista puede percibirse ya en la ambientación en los años cincuenta y en Coney Island, centro de esparcimiento ubicado en el extremo sur de Brooklyn, Nueva York, y que en sus mejores momentos supo estar plagado de parques de diversiones, cines, helados y playa, entrando en decadencia justamente por esas fechas. A partir de la década del 50, en los terrenos previamente ocupados por los parques de diversiones comenzaron a edificarse viviendas colectivas de interés social, que permanecen hasta nuestros días. Hoy en día el área se ha revitalizado, pero cierto es que, luego de esa decadencia, se deprimió convirtiéndose en foco de criminalidad. La elección está dominada entonces por la nostalgia, y la película ambienta su acción en ese preciso momento en que los parques todavía existen, pero algunas familias de escasos recursos comienzan a asentarse justo allí. Si bien vivir pegados a un parque de diversiones podría parecer un sueño colorido e idílico, la muchedumbre y el bullicio permanente se vive como una maldición difícil de aguantar. Y ese parece ser sólo uno de los infortunios que atraviesa Ginny (Kate Winslet), actriz frustrada devenida mesera, con fuertes migrañas, un hijo pirómano a su cargo y juntada más bien por inercia con Humpty (James Belushi), un ex alcohólico que trabaja en una de las calesitas. Con lo que ganan entre los dos a duras penas les alcanza para pagar el alquiler, pero dos sucesos trastocarán su ya ardua existencia: la súbita aparición de Carolina (Juno Temple), hija de Humpty, perseguida por su ex marido mafioso, y el encuentro casual de Ginny con Mickey (Justin Timberlake), salvavidas de la playa, narrador de esta historia y con el que ella se involucra en un apasionado affaire. Es curioso que en la película no haya ni una escena filmada dentro de la noria referida en el título; algo elocuente acerca de la austeridad de recursos de la que se vale Allen y de su voluntad de evitar los ambientes festivos. De hecho, en torno a apenas cinco personajes, la playa y unas pocas locaciones se construye la mayor parte de la anécdota, dándole una mayor carga teatral que al resto de sus películas. Pero es justamente aquí donde entra en juego la maestría de Allen, tanto en la dirección de actores como en la puesta en escena. Los personajes están perfectamente definidos, cada uno con sus claroscuros. A través de ellos y la suma de sus conflictos, la película alcanza ciertos picos de dramatismo. En una escena clave de Sed de mal (1958), de Orson Welles, en el interior de un hotel las luces cambiantes que llegan de un cartel del exterior refuerzan el dramatismo de un diálogo, recargando la atmósfera con acompasados destellos. De forma similar, las luces del parque que aquí alternan del rojo al azul o simplemente se apagan lentamente, refuerzan el estado emocional en los soliloquios de Ginny, virando al rojo en los momentos de mayor cólera, al azul cuando demuestra mayor vulnerabilidad, y apagándose y devolviendo la penumbra cuando le toca volver a la monotonía que tanto aborrece. Si hay algo que sabe hacer Allen es lograr que sus protagonistas femeninas brillen: le tocó a Diane Keaton y a Mia Farrow, a Dianne Wiest, a Scarlett Johansson, a Cate Blanchett. Esta vez es el turno de Kate Winslet: diálogos que prácticamente son monólogos y una cámara centrada puntualmente en ella son la oportunidad para que la actriz despliegue aquí un convincente abanico emocional. James Belushi, por su parte, logra un secundario a la altura, con una interpretación emocionalmente recargada, una figura tan cándida y paternal como proclive a los arrebatos de violencia, si es que por azar se cruza una botella en su camino. En tercer lugar, Justin Timberlake logra un personaje ambivalente con el que se puede simpatizar durante un rato, hasta que un giro de guión lo vuelve merecedor de un contundente rechazo. Pero La rueda de la maravilla no es solamente una de las obras más pesimistas de Woody Allen, sino además la más impiadosa. La empatía solía ser uno de los rasgos característicos del director, siempre empeñado en acompañar y en comprender a sus criaturas, aun en los momentos en que ellos se equivocaban rotundamente. Esta vez, en cambio, Allen se acerca a ese cine más distante y austero, cercano al de los hermanos Coen de Simplemente sangre (1984) o Fargo (1996), en el que vemos a un montón de personajes cometiendo errores, desesperándose, destruyéndose entre sí, y alcanzando puntos de extremo patetismo. Esta decisión no es en sí criticable: un autor tiene pleno derecho de volcarse del optimismo al más profundo pesimismo y viceversa cuantas veces se le cante, pero el problema es que aquí los tramos finales son bastante predecibles, de acuerdo con los indicios que venía presentando la historia. La aparición de los gánsteres se ve venir, así como el declive de la protagonista, quien quizá merecía tocar fondo con mayor dignidad. En este caso, Allen parecería identificarse con el hijo de Ginny, ese niño cinéfilo y pirómano que observa todo desde afuera, deseoso de prender fuego a todo y a todos, de destruir y así purificar. También cabe preguntarse si esta puesta en escena y este guión teatral con toques de tragedia griega, en los que hasta hay gritos catárticos, no termina boicoteando la credibilidad del cuadro. Es verdad que La rueda de la maravilla es una obra que mantiene a su audiencia expectante durante todo su metraje, pero no llega a alcanzar el vuelo de películas del mismo tenor en el que se ha hecho uso de mayores libertades y juegos cinematográficos, como Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan), Encrucijada de odios (Edward Dmytryk), La huella (Joseph Mankiewicz), Antes que el diablo sepa que estás muerto (Sidney Lumet), Secretos y mentiras y Todo o nada (Mike Leigh), e incluso las del iraní Asghar Farhadi –nuevo maestro en lo que refiere a este tipo de dramas psicológicos–. En este sentido, es probable que el registro del que se vale Allen sea una limitante, y quizá la razón de que esta película no llegue a los picos de intensidad que logró en El sueño de Casandra, Match Point o Blue Jasmine. Se entiende, de todos modos, que una obra “mediana” de un gran autor es muy superior a la amplia mayoría de los estrenos de la cartelera, y que Allen siempre puntúa alto en todo tipo de recuentos y resúmenes de temporada. La rueda de la maravilla es un cine inteligente, notablemente logrado; y un digno reencuentro en las salas con uno de los más grandes.
Burocracia en el pantano Una estatua de Marianne, símbolo nacional de Francia, cuelga triunfal desde un helicóptero sobre la agreste Guyana, con el himno de Eurovisión sonando de fondo. De repente, la cuerda y la música se cortan y la estatua se desploma en medio de la selva. Esta es una de las primeras imágenes que nos entrega esta notable película, dejando ya estampado su tono satírico y hasta su idea general: Francia sucumbiendo ante la ley de la jungla.