En Estados Unidos se entregan los razzies, premios a las peores películas del año. En Madrid tiene lugar el festival Cutre Con, donde se reúnen cintas que suponen una verdadera afrenta al buen gusto y en el que conviven batallas de monstruos gigantes, robots hechos con cajas de televisores, Spidermans de procedencias impensables, policías samuráis y otros engendros indescriptibles. Asimismo, existe cada vez mayor cantidad de clubes y de proyecciones especiales vinculadas a esto. Efectos especiales truchos, micrófonos y cámaras que se cuelan en las escenas, encuadres imposibles, errores de continuidad, problemas visibles en los sets, utilerías y maquillajes horrendos, actuaciones lamentables, líneas de diálogos que rompen los oídos, sobreabundan en el cine-basura proyectado en este tipo de encuentros. Uno de los aspectos fundamentales para este culto es que, en el momento de su realización, los directores no sean conscientes de que están filmando películas muy malas; allí está la clave. Cuando hay honestidad y autenticidad, este tipo de productos pueden acabar convirtiéndose en algo muy entretenido. A veces están filmados con 200 dólares pero con un entusiasmo y unas ganas de divertirse que no suelen encontrarse en Hollywood. Bollywood y Turquía son fuentes inagotables, pero sólo hace falta rascar un poco en la filmografía de cualquier país para que aparezca un sinfín de estas bizarradas. Uruguay ha dado su aporte con las inenarrables Acto de violencia en una joven periodista, Sábado disco, sábado pachanga y Plenilunio, pero seguramente tenga aún unas cuantas joyas por (re)descubrir. Y es que el material para esta clase de descubrimientos suele ser inagotable. Sólo se requiere gente dispuesta a explorar (y dispuesta a revolver entre la basura).
Hace ya diez años que la dupla de Jaume Balagueró y Paco Plaza sacudió al público con Rec, una inmersión en el infierno, una película española de zombis notablemente lograda en un registro de mockumentary, o falso documental. Luego de ese primer éxito de taquilla hicieron una secuela muy floja y sobregirada en la que simplemente se refritaron a sí mismos, y a partir de entonces cada cual siguió su propio camino. El valenciano Plaza intentó una tercera parte de Rec, ya en un tono más light, en la que por fin dejó de tomarse en serio la saga, con guiños paródicos –era notable cuando los personajes se vestían con armaduras medievales, o el momento en que la novia protagonista se dedicaba a cercenar zombis con una motosierra–. Pero por fortuna el director, harto de los zombis, cambió su registro inscribiéndose esta vez en ese cine de terror psicológico tan afianzado hoy en día en la cinematografía dominante, y en el que se han logrado películas notables como El conjuro, Insidious, Sinister, Oculus y algunas más. Así, los indicios sobrenaturales se hacen esperar, apareciendo muy sutilmente al comienzo e imponiéndose in crescendo conforme avanza el metraje. Como tantas otras, la película dice estar basada en hechos reales. Esta vez se trata de un expediente policial de comienzos de los noventa, supuestamente el único caso en España en el que los uniformados a cargo dan cuenta de fenómenos inexplicables. Por supuesto, la recreación se permite unas cuantas licencias: además de que cambian los miembros de la familia en cuestión, la sucesión de acontecimientos es pura especulación. Lo mejor de todo es el trazado del cuadro familiar. Verónica es una adolescente, hermana mayor de tres niños cuya madre vive ausente, trabajando en un bar hasta altas horas de la madrugada. En el cine de terror suele jugar un papel determinante la vulnerabilidad de ciertos personajes, y en este caso los niños están notablemente caracterizados, cada cual con una personalidad bien definida que llama a la empatía. Ciertos grados de improvisación aumentan la credibilidad de su vida cotidiana. Verónica, por su parte, es el eje del relato. La actriz debutante Sandra Escaecena es una gran revelación, y seguro seguiremos viéndola reiteradamente en la pantalla. Verónica hace frente a sus desmedidas responsabilidades, a la llegada de la pubertad y a los demonios invasores con convicción, carisma, y una mirada que parece hecha para las cámaras. Lamentablemente, a pesar de que la historia esté tan bien presentada y relatada, la película da traspiés en algo fundamental, y es precisamente en los clímax: los momentos de sobresalto, la corporización de las amenazas, la resolución del enigma. La posesión de Verónica se impone promoviendo la identificación, generando suspenso y hasta ansiedad y miedo por lo que pueda llegar a suceder. Pero las resoluciones no están a la altura de esas expectativas, cayendo en lugares comunes.
Es curioso pero, incluso el día de hoy, exhibir cuerpos desnudos en una película es una forma de incorrección política. No estamos hablando de los cuerpos esculturales que suelen obsequiarnos a diario los medios, sino de cuerpos alejados de los estándares publicitarios, cuerpos de personas bajas, flacas o gordas, de edades avanzadas, con abundancia de vello, flacideces, várices, celulitis y otras tantas “imperfecciones”. Cuerpos no tan agradables de ver, como en definitiva son o muy pronto serán los de todos nosotros. Pero el espectador promedio está tan adiestrado por el mainstream que una película de este tenor puede resultarle chocante y quizá hasta ofensiva.
Parece un cambio favorable y una buena idea de los productores que tienen a su cargo las cada vez más numerosas entregas cinematográficas del universo Marvel. Decenas de fallidas películas de superhéroes parecen haber dejado su legado y sus enseñanzas, y quizá por eso se venga dando esta inflexión. Haber elegido al director de comedias neozelandés Taika Waititi (autor de la serie Flight of the Concords, así como del brillante falso documental de vampiros What We do In the Shadows) para esta nueva entrega de Thor es parte de este viraje hacia el humor más desacatado. En rigor, ya se había recurrido antes a otros directores de comedia: los hermanos Joe y Anthony Russo, después de haberse encargado de la serie Community, fueron reclutados para Capitán América, el soldado de invierno, dando ya entonces un giro interesante. Por supuesto, lo que manda es la taquilla: recientemente Guardianes de la galaxia 1 y 2 y las dos entregas de Los vengadores –todas películas con un alto contenido humorístico– recaudaron cifras multimillonarias. Incluso DC (Batman, Superman), competencia histórica de Marvel, decidió adaptarse a los cambios, dejando de lado su seriedad característica al aportarle un bienvenido humor a Mujer maravilla. Y según los avances, habrá más de eso en su próxima La Liga de la Justicia. Lo cierto es que esta Thor: Ragnarok supera en cantidad de chistes por minuto a cualquiera de sus precedentes, lo que supone además un cambio sustancial respecto de las dos entregas previas del hombre del martillo, bastante más tradicionales, solemnes y sin demasiado punch. La avalancha de chistes aquí es imparable, pero además ayuda mucho el carisma de cada uno de los personajes presentados. Fue una gran idea dar mayor espacio para la autoparodia, y en ese sentido se hizo rendir mucho más al australiano Chris Hemsworth, un gran actor comúnmente desaprovechado. Junto a él, Tom Riddleston continúa con su impagable Loki, quien supo robarse ya varias entregas de Marvel, y se les suman el siempre atractivo Hulk en sus dos facetas y, sobre todo, Jeff Goldblum como un villano genial, líder de un planeta-basural en el que tienen lugar luchas a muerte de gladiadores galácticos. Es curioso que Kate Blanchett, quien justo resultaba, a priori, más prometedora, sea de las que menos resaltan en el cuadro, interpretando a una villana de manual. Quizá lo menos acertado sean ciertas escenas de acción; pocos riesgos puede correr un dios inmortal como Thor, y poco importa que se enfrente a demonios feísimos o a aguerridos cadáveres, se sabe que nada de eso podrá hacerle daño. De igual manera, una escena de Hela enfrentándose en una pelea física contra un ejército resulta, paradójicamente, de lo más anodino de la película. Como para equilibrar, el enfrentamiento de Thor contra Hulk es sumamente intenso y hasta doloroso, y un escape de varios personajes a bordo de una nave espacial supone un intenso goce lúdico. Por sobre todo, Thor: Ragnarok es de esos divertimentos completos, con muchos giros, escenarios vistosos, personajes variopintos, cameos hilarantes y muchos fuegos de artificio. Ciento treinta minutos que se pasan volando e íntegramente disfrutables son un mérito nada desdeñable.
La vacilación y sus consecuencias En plena Guerra de Secesión, en unos bosques de Virginia, un soldado de la Unión (Colin Farrell) es herido en batalla. Moribundo, comienza a arrastrarse entre los árboles, hasta que una niña que se encuentra recogiendo hongos lo ayuda a llegar a un posible refugio: una gran casa que oficia como colegio de señoritas. Lo que podría pensarse como un entorno hostil (un hogar enemigo) ofrece una particularidad: todas sus moradoras son mujeres, de las más variadas edades. En particular, tres de ellas suponen una gran tentación para el lesionado, e igualmente, el robusto y amable soldado supone una revolución hormonal para este cúmulo femenino, justamente en una época en que los hombres escasean. Al comentar esta película, muchos cronistas establecen la comparación con la homónima de Don Siegel de 1970, protagonizada por Clint Eastwood. En esas críticas se reiteran un par de manidas preguntas: qué necesidad había de hacer una remake, y qué tiene en este caso la directora Sofia Coppola para agregar. Como sea, es bastante curioso que no se noten las grandes diferencias. La película de Siegel era un cuadro típico de su época, en sintonía con los spaghetti westerns y mucho cine de antihéroes, ex convictos y psicópatas, personajes que, lejos de desenvolverse de acuerdo a lo esperable, tenían un accionar prácticamente antisocial. Tenía sus méritos, principalmente en desdibujar ciertos estereotipos de soldados heroicos (tanto los del Sur como los del Norte eran presentados como potenciales violadores) y haciendo un notable uso del flashback, en los cuales se demostraban las constantes mentiras en las que recaía el protagonista. Pero en concordancia a su época, la película tenía excesos de subrayado, algún momento gore y también bastante misoginia. Se trata, básicamente, de un acercamiento a la malicia de un puñado de personajes despechados y psicopáticos. Si bien el argumento es el mismo, el tratamiento de Coppola es completamente diferente, al punto de que se trata claramente de otra película, con otro enfoque y una mirada prácticamente opuesta. Aquí los personajes tienen una psicología mucho más terrenal y accesible, y existe siempre una coherencia en el accionar de cada uno. No hay particular malicia en ninguno de ellos, sólo tentaciones e intereses contrapuestos. Vemos como una situación extraordinaria puede convertirse en un desmadre, una tragedia inesperada, sin que exista nadie en particular al que culpar. Para generar esto, Coppola potencia ciertas situaciones de incomodidad: las tres mujeres en disputa para el soldado son justamente Nicole Kidman, Kirsten Dunst y Elle Fanning, por lo que se entiende su vacilación. Cada una de ellas tiene, además, una personalidad especial, diferencias de edad e iniciativas disímiles. Habría que leer la novela original de Thomas Cullinan para ver cuál de las adaptaciones es más fiel a su estilo, pero lo cierto es que esta película es intensa de principio a fin, está lograda con una sutileza y un refinamiento estético excepcionales y supone además un notable estudio de comportamientos, a los cuales difícilmente podríamos sentirnos ajenos. El seductor es una de las películas de este año, y seguramente la mejor obra de su directora hasta la fecha.
Si existiese un improbable (pero aplicable) premio a la “Mejor película de franceses neuróticos e introspectivos”, esta sería una buena candidata a llevárselo este año. Ya es prácticamente un subgénero en sí, y está claro que no existe otro país que haga un cine similar o remotamente parecido: películas donde los protagonistas se abocan a largas conversaciones repletas de dudas, vacilaciones, autoanálisis y catarsis histéricas, y se dedican a una cansina sumatoria de disputas, desengaños amorosos, reconciliaciones...
¿Dónde están los productores cuando se los necesita? Lenta, larga, repleta de escenas innecesarias es esta híper seria, ampulosa e infladísima superproducción. Como sea, esta continuación de casi tres horas del clásico de 1982 se merecía un buen trabajo de montaje que le mutilara unos cuantos minutos (cuatro o cinco decenas, digamos); pero, claro, a los directores consagrados no se les puede decir nada y así es que su megalomanía suele tomar las riendas del asunto. Hace unos años recriminábamos en estas páginas los aires trascendentales que el aquí “productor” Ridley Scott pretendía darle a su Prometeus (2012), la que entonces era su última película de la saga de Alien, imprimiéndole un tono existencialista y afectado a lo que, en definitiva era un entretenimiento espacial con bichos monstruosos. Algo similar ocurre en esta película, con la salvedad –corresponde decir– de que parte de este tono grave y existencial sí estaba presente en su antecesora, por lo que en este caso parecería más justificado.
La directora argentina Lucrecia Martel filma muy poco, y eso casualmente agudiza el culto por su obra. Casi diez años hemos tenido que esperar desde el estreno de su anterior película para reencontrarnos con su particular impronta y su inigualable estilo. Como para aleccionar a los incrédulos, “Zama” es una obra grandiosa, que llega incluso a superar las más elevadas expectativas.
Quizá el virus de Malick (El árbol de la vida) contagió recientemente a Aronofsky, pero cierto es que la película alcanza un punto en que el director se propone, sin miramientos ni disimulo, levantar vuelo; pero no solamente un vuelo conceptual, metafórico y audiovisual, sino hasta filosófico y trascendental. Había tomado carrera de forma envidiable con ese inicio, había atravesado sin trastabillar un tramo inclemente aunque pulcro y sin fallas, y todo venía preparado para el despegue. Pero desde que la invasión a la privacidad de la protagonista adquiere tintes surrealistas y se propicia una sucesión de secuencias oníricas es justamente cuando ¡Madre! pierde fuerza, precisamente en el momento en que podía haberla redoblado.
La película transita una inercia naturalista, exhibiendo la profesión como si efectivamente fuese un oficio difícil, pero “semejante a cualquier otro”. Un discurso comprado por muchos por el que se decide simplemente ignorar sus nefastas secuelas, avaladas con cifras, muestreos y estudios específicos.