Glorias de ayer y hoy Ya sabemos de sobra que Isabelle Huppert es una especie de monumento nacional de Francia y que en la mayoría de las películas en las que interviene su presencia termina siendo tan importante/ magnética que transforma a la obra en cuestión -de manera implícita o explícita- en un vehículo interpretativo para ella, lo que también suele repercutir en el tono narrativo porque pasa a ser cooptado por el estilo de actuación de la susodicha, siempre en la línea divisoria entre la frialdad y el ímpetu apasionado. Como si se tratase de un correlato de una versión gala del por hoy casi extinto sistema de estrellas de Hollywood, los directores suelen dejarla que “haga lo suyo” sin la más mínima intromisión a sabiendas de que la señora eleva el nivel de cualquier trabajo. Volver a Empezar (Souvenir, 2016) viene a engrosar la lista de films dominados de punta a punta por la extraordinaria actriz. La película es un melodrama rosa de regreso extremadamente tradicional que si bien en ningún momento se transforma en una epopeya memorable de sentimientos y reacciones contradictorias, como los mejores representantes del rubro, hay que reconocer que esa no es su intención y que desde la humildad decide volar bajito para construir una fábula sutilmente bella acerca de las vueltas de la vida, la capacidad de readaptarnos y hasta de las sorpresas que nos depara el azar. Aquí la sexagenaria Huppert -que casi no acusa recibo del paso del tiempo- interpreta a Liliane Cheverny, una cantante que se retiró de los escenarios luego del divorcio de su marido/ compositor/ representante Tony Jones (Johan Leysen) y que ahora trabaja en una fábrica de paté. Allí conoce a un empleado nuevo del lugar, Jean Leloup (Kévin Azaïs), un joven boxeador con el que eventualmente iniciará una relación. Luego de algunos ajustes varios, ya que cada uno quiere cosas distintas del otro y tiene sus tiempos particulares, el muchacho termina convenciéndola de volver a actuar en una escalada que comienza en recitales en clubes, instituciones y eventos varios y llega al más famoso concurso europeo de la canción, el de Eurovisión, circunstancia que hace que ella retome contacto con su ex esposo para pedirle ayuda en una maniobra que enervará a Jean. El director y guionista Bavo Defurne apunta a retratar las minucias del romance a través de detalles a flor de piel pero contenidos, muy a la francesa, con dos o tres de esas típicas explosiones repentinas de furia entre instantes de calma tracción a silencios y palabras casi susurradas. El pulso narrativo corre manso a la par de esta impronta entre naturalista y adorable, capaz de ofrecernos el corazón de todos los personajes con apenas unas miradas. Por supuesto que el desempeño de Huppert es impecable y que la actriz consigue dotar de vulnerabilidad -sin jamás caer en los lugares comunes del mainstream norteamericano, por ejemplo- a su Liliane, cuyo nombre artístico era/ es Laura. Lejos de la autocompasión y los golpes bajos, y cerca de una soledad que duele día a día, Cheverny lleva rutinariamente el olvido aunque tampoco duda demasiado cuando se le presenta la posibilidad de volver a hacer lo que ama, tanto un gusto personal como un hipotético camino a la gloria del saberse querida por el público de nuevo. Azaïs, asimismo, no desentona para nada y construye una interesante contraparte, sustentada a su vez en un padre fanático de Laura y una madre que no la soporta y no puede creer que su hijo esté saliendo con ella. Volver a Empezar es una película amable, sincera y ejecutada con una gran corrección, lo que por cierto es mucho decir en el cine hipócrita de nuestros días, el cual se la pasa abrazando las poses “retro cancheras” de cotillón y casi siempre descuida olímpicamente el desarrollo de personajes…
La carne flagelada Considerando que hablamos del octavo eslabón de la franquicia iniciada con El Juego del Miedo (Saw, 2004), y el primero en siete largos años, sin dudas Jigsaw (2017) es un trabajo bastante potable que se las ingenia para todavía sacarle el jugo a una premisa sencilla pero poderosa centrada en una sucesión de “pruebas” morbosas a las que un vigilante -símil asesino en serie sumamente meticuloso- somete a un grupito variopinto de individuos con el objetivo manifiesto de hacer justicia de una manera visceral, todo a su vez vinculado al gustito por los sacrificios ejemplificadores. Si bien el protagonista murió a mediados de la saga, su legado sigue presente y en esta oportunidad hasta llega a colarse en el título, en función de lo cual podemos vislumbrar la intención de comenzar un nuevo arco narrativo, uno relativamente independiente del resto de este “grado cero” del bello porno de torturas. El guión de Pete Goldfinger y Josh Stolberg respeta el andamiaje paradigmático de antaño con los juegos corriendo en paralelo a la investigación de las autoridades, en esencia porque en esta colección de slashers enrevesados siempre fue crucial la influencia del film noir y los policiales hardcore de la década del 90: así las cosas, por un lado tenemos a las ahora víctimas/ otrora victimarios encadenados, encerrados o simplemente obligados a atravesar unos obstáculos/ rompecabezas que derivan en coloridos ajusticiamientos por actitudes y acciones reprobables, y por el otro lado está la pesquisa de los uniformados en torno a dar con el culpable y detener la masacre. Aquí asimismo se retoma el ardid narrativo de sembrar dudas sobre la muerte del amigo John Kramer (Tobin Bell), apodado Jigsaw, para pasearnos por la posibilidad de que la nueva cruzada no sea obra de un imitador o secuaz. A pesar de que la propuesta cuenta con su buena carga de gore y mantiene el sadismo en las escenas principales, llama la atención que se haya decidido no enfatizar las “muertes artísticas” de las entradas previas en pos de balancear -como señalamos con anterioridad- un relato bipartito más clásico, en especial si pensamos en la vieja regla tácita de las secuelas, esa orientada a multiplicar exponencialmente lo que sea que haya funcionado a nivel retórico en el pasado. Desde ya que no hay ni un gramo de originalidad a esta altura del partido y que el convite está dirigido exclusivamente a fans de la franquicia, no obstante la ejecución de los hermanos Michael y Peter Spierig es muy digna: los realizadores alemanes, responsables de las interesantes Undead (2003), Vampiros del Día (Daybreakers, 2009) y Predestination (2014), construyen un producto clase B rutinario pero entretenido. Como si se tratase de un antiguo conocido con el que nos reencontramos de golpe, alguien que no nos sorprende aunque dispara momentos de alegría, Jigsaw se las arregla para evitar toda nostalgia explícita porque se concentra en hablarnos de un presente que recupera gran parte de los elementos que teníamos en la memoria de forma natural, recreándolos más que recurriendo a la autoreferencia: aquí nos volvemos a topar con esa verdadera pasión por los motores, los engranajes, las poleas, las sierras, los cuchillos y cualquier utensilio cortante, con una poesía irónica encubierta bajo los castigos y finalmente con el latiguillo de señalar que casi ningún personaje es inocente (los sospechosos abarcan nuevamente desde los detectives hasta los médicos forenses que hacen las autopsias de turno). En una época como la nuestra en la que el terror cada día mejora más en variedad y calidad pero aún persisten productos asépticos y aniñados, el regreso de la carne flagelada suma efervescencia al panorama general y despierta un interrogante acerca de la dirección que tomará la saga a partir de esta amena refundación, una que no será una maravilla aunque lee bien la fórmula de base ya que subraya el dolor de características expiatorias y no sólo el dolor a secas…
Mercenario del aire El escándalo Irán-Contras se destaca entre todos los genocidios, barbaridades y crímenes de la más variada índole que Estados Unidos promovió, o de los que fue responsable a lo largo de su historia, principalmente por lo bizarro y delirante del entramado de estupideces que la CIA -en connivencia explícita con la administración de Ronald Reagan- montó bajo la coyuntura de las postrimerías de la Guerra Fría. En esencia tanto la CIA como la DEA se dedicaron durante gran parte de la década del 80 a contrabandear cocaína desde América Central y América del Sur hacia Estados Unidos para financiar a los contras nicaragüenses, léase aquel conjunto de guerrillas fascistas que luchaban contra el Frente Sandinista de Liberación Nacional en el poder desde el derrocamiento, en 1979, de la dictadura de Anastasio Somoza Debayle y su familia, quienes habían gobernado al país durante décadas. Como si envenenar a su propio pueblo con toneladas de cocaína y financiar y armar a la derecha nicaragüense fuese poco, los organismos del estado norteamericano además le vendieron armas a Irán -en tiempos en los que la nación estaba en guerra con Irak- y asimismo utilizaron el dinero resultante para comprar aún más armamento para los contras: a comienzos de los 80 Hezbolá secuestró a varios estadounidenses y la administración reaganeana se llenó la boca en público con su postura de “no negociar” con los terroristas, mientras que en realidad se la pasaron contrabandeando armas a Irán con la vana esperanza de que el país influyese en Hezbolá -con fuerte apoyo de Siria e Irán- para que liberase a los rehenes, lo que por supuesto no ocurrió porque el movimiento de resistencia tenía su propia agenda y utilizó la idiotez de los políticos norteamericanos para armarse como nunca antes. Barry Seal: Sólo en América (American Made, 2017) es una de las tantas películas que tocaron alguna faceta de este embrollo internacional motivado por la insoportable tendencia de Estados Unidos a pretender actuar como una “policía mundial” sin ningún tipo de esquema moral de por medio y apoyando a autocracias genocidas, regímenes totalitarios y demás yerbas del rubro: al igual que Blow: Profesión de Riesgo (Blow, 2001), Kill the Messenger (2014) y El Infiltrado (The Infiltrator, 2016), este opus de Doug Liman analiza los vínculos de la CIA con el Cartel de Medellín, la dictadura de Manuel Noriega en Panamá y el accionar de los contras. En esta ocasión la excusa pasa por construir una biopic tragicómica alrededor de Barry Seal, un famoso piloto que transportó dinero, drogas, armas y hasta a la derecha insurgente entre distintos puntos de Estados Unidos y América Central. Esta especie de “mercenario del aire”, cuya única ideología era acumular más y más dinero al servicio de cualquiera que le pudiese ofrecer una buena tanda de billetes como contraprestación, está interpretado por un distendido y muy eficaz Tom Cruise, aquí entregando una de las mejores actuaciones de su carrera reciente. El guión de Gary Spinelli no logra abrir nuevo terreno en lo que respecta a la temática principal, sin embargo sí consigue lucirse examinando las múltiples aristas del tópico y relacionándolas -desde una envidiable naturalidad- con la actividad del protagonista (en este punto vale aclarar que la propuesta se toma muchas “licencias artísticas” que saltan a la vista de inmediato si uno conoce mínimamente la vida de Seal y el entramado de intereses en colisión del período, aun así el relato se mantiene fiel a la esencia de lo que fue el derrotero del norteamericano). Liman subraya el sustrato absurdo y casi surrealista del asunto mediante movimientos bruscos, primeros planos y juegos varios con el zoom de la cámara, poniendo de manifiesto todo lo solvente y muy interesante que puede ser como director mainstream cuando en verdad se lo propone, algo que ya pudimos ver en Identidad Desconocida (The Bourne Identity, 2002), Poder que Mata (Fair Game, 2010) y Al Filo del Mañana (Edge of Tomorrow, 2014). Por suerte el equipo creativo no se achica llegando el desenlace y desnuda la manipulación berreta e improvisada de la que fue objeto Seal por parte del gobierno estadounidense, por un lado unificando el humor y el registro documental y por el otro exprimiendo el indudable carisma de Cruise, quien definitivamente pidió que se humanizara al protagonista desde un enfoque familiar y al mismo tiempo cercano a la comedia negra de aventuras… circunstancia que dio por resultado un film ágil que sabe dónde colocar los acentos dramáticos en un retrato de una época convulsionada, por momentos ridícula y cargada de tantas mentiras y contradicciones como nuestro presente.
El canibalismo es el futuro Los amantes del terror últimamente venimos disfrutando de un conjunto de propuestas muy interesantes que cortaron la racha de los lugares comunes del género en cada una de sus respectivas ramas, con ejemplos -que recorren un espectro de lo más amplio- como The Autopsy of Jane Doe (2016), Pet (2016), The Monster (2016) y SiREN (2016). Ahora bien, sin duda la obra maestra del lote es Melanie: Apocalipsis Zombi (The Girl with All the Gifts, 2016), una sorpresa que se ubica en la misma categoría de la extraordinaria Invasión Zombie (Busanhaeng, 2016), el genial film surcoreano que pateó el tablero en cuanto a la vehemencia y profundidad del catálogo de los opus sobre “muertos vivientes” y semejantes. Con esta joya británica ocurre exactamente lo mismo aunque vale aclarar que todo el asunto está más volcado hacia la gloriosa desolación naturalista de Exterminio (28 Days Later, 2002) y su secuela del 2007. Ya desde su apertura la película apabulla con un retrato explosivo de la dialéctica militar: con un trip hop disonante e in crescendo de fondo, Melanie (Sennia Nanua), una nena encerrada en una celda, se viste con su uniforme de color naranja y se ata a una silla de ruedas apenas se encienden las luces. Luego dos soldados entran al cuarto con fusiles, ella los saluda amablemente y ambos sujetan las correas de cabeza, manos y pies. Junto a otros chicos, es llevada a un emplazamiento símil aula -con los espacios de las sillas asignados en el piso cual pupitres- y finalmente llega la docente, la Dra. Selkirk (Anamaria Marinca), una mujer que les hace repasar la tabla periódica de los elementos hasta que es reemplazada por la Srta. Helen Justineau (Gemma Arterton), una profesora más inclinada a relatarles a los niños episodios de la mitología griega como el centrado en la célebre Caja de Pandora. Rápidamente descubrimos el contexto en el que se desenvuelve el guión de Mike Carey, a partir de su propia novela: en un futuro no muy lejano una infección micótica cerebral ha convertido a gran parte de la humanidad en zombies, hoy denominados “hambrientos”, y los nenes y nenas encarcelados son híbridos de “segunda generación”, nacidos de madres infectadas durante el embarazo. La Dra. Caroline Caldwell (Glenn Close), la jefa de la base, realiza experimentos médicos para crear una vacuna y así un día llega el turno de Melanie, quien es salvada por Justineau de ser diseccionada pero un ataque de los hambrientos deriva en la muerte de Selkirk y de casi todo el personal del lugar. La chica, Caldwell, Justineau y dos militares, el Sargento Eddie Parks (Paddy Considine) y el soldado Gallagher (Fisayo Akinade), parten hacia Londres para poder comunicarse con Beacon, una base más grande. El realizador Colm McCarthy, de vasta experiencia televisiva, mantiene la tensión en todo momento y jamás descuida el desarrollo dramático de la historia y sus interrogantes -a diferencia de la mayoría de sus colegas contemporáneos- porque pone sus fichas en la dirección de actores; consiguiendo de este modo trabajos exquisitos de Arterton (la brújula ética del relato), Close (aquí de regreso a los roles tenebrosos aunque con corazón), el siempre eficaz Considine (figura infaltable del cine inglés) y hasta de la revelación Nanua (hoy debutando en el terreno de los largometrajes y dotando de una sensibilidad fascinante a Melanie). Los ambientes urbanos desérticos, los diálogos sinceros entre los personajes e innovaciones como el “gel bloqueador” para no ser detectados y la presencia de zombies apagados/ vegetando son algunos de los muchos detalles admirables que nos regala el film. Por supuesto que en Melanie: Apocalipsis Zombi asimismo entra en juego esa habilidad de los británicos para introducir chispazos de humor negro no tanto en el fluir de la trama sino en su sustrato general y en el desenlace propiamente dicho, en consonancia con la riqueza de los cuentos morales y su denuncia de la hipocresía y los peligros que suelen anidar en coyunturas brutales. El opus de McCarthy es un prodigio de intensidad y talento que reivindica la capacidad de adaptación de los niños y señala su cosificación en manos del Estado, las barrabasadas que se hacen en nombre de la ciencia y la aceptación facilista de la crueldad por parte de los humanos cuando suena cualquier alarma que modifique su estilo de vida. Una vez más caer en el canibalismo explícito termina siendo mejor que seguir en su vertiente implícita, esa que practicamos todos los días en nuestra sociedad demacrada…
La mascarada de la política Richard Gere es uno de esos actores cuyo derrotero es bastante difícil de seguir porque a rasgos generales resulta extremadamente desparejo y requiere de una paciencia por parte del espectador que suele no ser recompensada por el señor en lo referido a la elección de las obras en las que interviene y su nivel cualitativo final. Toda su carrera se caracterizó por el mismo esquema cíclico de siempre: tres films desastrosos, dos potables y uno realmente interesante, capaz de aprovecharlo como se debe y reconfirmar que además de galán también es un buen actor al que le encantan los papeles exigentes, esos que casi siempre lo llevan al terreno de las lágrimas. Norman (Norman: The Moderate Rise and Tragic Fall of a New York Fixer, 2016) es una rareza en este sentido ya que si bien la propuesta le permite pulir muchos de sus tics dramáticos, en esencia hablamos de una comedia satírica y sutil. Precisamente, la película es una de las mejores de la trayectoria reciente del norteamericano porque le ofrece un personaje que no necesita de sus habituales estallidos anímicos y lo sitúa en un campo más estrecho aunque curiosamente más rico a nivel humano. Este opus del israelí Joseph Cedar está inspirado a lo lejos en la vida de Joseph Süß Oppenheimer, paradigma del “judío de la corte” y de esos desvaríos antisemitas que se mezclan con las matufias económicas de los parásitos en el poder (un dato de color es que el nazismo utilizó la figura de Oppenheimer para un mítico film de propaganda de 1940). En esta ocasión el director y guionista deja de lado toda pretensión de caricatura religiosa y concentra sus energías en construir una fábula acerca de la mediocridad de la política contemporánea, analizando un personaje poderoso del rubro y otro sin mayores perspectivas de progreso. El neoyorquino Norman Oppenheimer (Gere) es un pobre tipo que dice dedicarse a la “consultoría” en el escalafón más alto de las finanzas y los ámbitos de influencia gubernamental, no obstante en realidad lo único que hace es intentar establecer algún contacto -sin demasiado éxito, por cierto- para ubicarse a sí mismo en una mejor posición social. Todo cambia cuando conoce a Micha Eshel (Lior Ashkenazi), un político de Israel de segundo orden que eventualmente se transforma en Primer Ministro de su país, lo que deriva en una situación en la que el protagonista es tironeado por varios de sus allegados, tanto dentro como fuera de la comunidad hebrea de Nueva York, que pretenden algún tipo de favor de Eshel… a lo que se suma la misma manipulación del Primer Ministro para con Oppenheimer, definitivamente la más nociva de todas las que termina padeciendo Norman. Cedar divide la historia en capítulos bien específicos y saca partido del patetismo del personaje principal y su relación -trabajada de manera minimalista, con muy pocos intercambios- entre estos dos improvisados que se encuentran en extremos opuestos del enclave de la fortuna: el realizador juega inteligentemente con la ironía de que por un lado de a poco la redención se va asomando en la vida de Norman vía el abandono de las mascaradas de la política, y por el otro -y en paralelo- Eshel se sumerge más y más en el terreno fangoso de las mentiras, las prebendas y el maquiavelismo más inmundo, típico de la derecha pragmática y despiadada de nuestros días. Gere logra balancear a la perfección la angustia interna de su personaje con su imagen externa de seguridad y cordialidad, sacando a relucir el acervo de recursos interpretativos de los que dispone y que muchos cineastas no aprovechan del todo. Con prodigiosas participaciones de Michael Sheen, Steve Buscemi y Charlotte Gainsbourg, la película en el fondo no va mucho más allá de una amena corrección pero por lo menos consigue un puñado de escenas entre intrigantes y absurdas que retratan los puntos muertos y reinicios de “carreras” basadas en el delirio y los engaños.
Nostalgia postimpresionista El cine actual está obsesionado con los dramas biográficos ya que en todas partes del globo se construyen mini epopeyas desde cuyo eje, léase la pretensión de ir del caso particular a lo general, se busca poner en interrelación los pormenores de una vida en especial con el marco social/ colectivo que la vio parir y desarrollarse, a veces llegando al extremo de las gestas nacionales y en otras ocasiones limitándose al análisis de la disciplina o profesión de la figura protagónica. Éste último caso es el de Loving Vincent (2017), un film maravilloso que aprovecha la excepcionalidad de su confección para narrarnos una historia fascinante desde una óptica relativamente rutinaria aunque satisfactoria: la obra es un trabajo animado que se centra en los últimos momentos de la vida de Vincent van Gogh, uno de los genios absolutos de la historia de la pintura y representante clave del postimpresionismo junto a Paul Cézanne, Henri de Toulouse-Lautrec, Georges Seurat, Paul Gauguin y Edvard Munch. ¿Pero exactamente en qué consiste la singularidad del opus de Dorota Kobiela y Hugh Welchman? El metraje del convite está constituido en un cien por ciento por cuadros realizados por un centenar de artistas imitando el estilo y la inflexión estética de Van Gogh, lo que crea una experiencia visual de lo más insólita y atractiva. La trama gira en torno a la entrega de una carta que Vincent le escribió a su hermano Theo, su principal mecenas y soporte emocional a lo largo de años de depresión y angustia por el ninguneo paterno, la mala suerte en “oficios tradicionales” y la falta de reconocimiento en vida en lo que atañe a su producción artística: cuando Joseph Roulin (Chris O'Dowd), el cartero habitual de Vincent, se entera de la muerte del pintor y llega a sus manos una misiva dirigida a Theo, le encarga a su hijo Armand (Douglas Booth) que ubique al susodicho y le entregue la carta. Como Theo falleció, el muchacho termina viajando a Arlés, la última morada de Van Gogh. La película nos presenta una serie de entrevistas encaradas por el inquieto Armand en busca del receptor más propicio y/ o para por lo menos dar con la dirección postal de la viuda de Theo. Los realizadores combinan las imágenes en color para el presente del relato y sus homólogas en blanco y negro para unos flashbacks que se corresponden con las visiones contrastantes que ofrecen los testigos de las últimas horas del holandés y su idiosincrasia en general. Loving Vincent apuntala este examen colateral del misterioso artista a través de un recurso antiquísimo del cine, el que patentó Orson Welles en El Ciudadano (Citizen Kane, 1941) con motivo del retrato del repugnante William Randolph Hearst: una figura secundaria, antes un periodista y ahora un mensajero curioso, comienza a indagar acerca de las razones ocultas que llevaron a la muerte del protagonista. La obra encara con paciencia y muy buenos diálogos esta investigación de impronta detectivesca a partir de la memoria. De un modo similar a lo logrado por Vincente Minnelli en Sed de Vivir (Lust for Life, 1956) y por Robert Altman en Vincent & Theo (1990), Kobiela y Welchman reconstruyen la soledad de Van Gogh y la nostalgia impresionista/ postimpresionista mediante el cuidado del trasfondo y los detalles de una existencia que fue de por sí humilde y por demás minimalista, siempre ridiculizada por los lugareños ignorantes de Arlés, envidiada por su médico Paul Gachet (Jerome Flynn) y rescatada periódicamente de la miseria por Theo. A la par de la firmeza y convicción de la trama se ubica la labor del equipo de animadores, un trabajo monumental desde todo punto de vista que arroja resultados muy positivos: las escenas están enmarcadas de manera permanente por una luminosidad, una abstracción conceptual intensa y unos tonos pasteles muy bellos, de trazos delicados capaces de irradiar un fulgor extraordinario que asimismo le hace honor a las legendarias creaciones del pintor. Hasta cierto punto se podría afirmar que Loving Vincent no aporta nada novedoso a nivel historiográfico y en buena medida juega a seguro, no obstante la sensibilidad a flor de piel que va delineando de a poco -y que explota en el prodigioso desenlace- y el tesoro que constituye la animación en sí -una proeza inédita en la historia del séptimo arte- ayudan a elevar a la propuesta en función de esta “naturaleza doble” de ser conservadora en el planteo narrativo y retrovanguardista a nivel formal. Las contradicciones, esas señales irrevocables del fluir de nuestros días en el planeta, se extienden a las conclusiones finales que saca el film acerca de Van Gogh y su entorno: estamos ante un hombre atormentado tanto por sus propios fantasmas como por los que le impuso un mundo impiadoso y frío que no supo comprender la riqueza de sus cuadros ni el carácter taciturno y medido de su persona; frente a lo cual el susodicho respondió con un arte brillante y profundamente vital que rubricó para la posteridad lo que veía y cómo el pintor interpretaba/ reconvertía la ignorancia que lo rodeaba y su bipolaridad hacia el marco de lo etéreo sublime, que a su vez lo alejó momentáneamente de una autoinmolación tan catastrófica como prematura…
Sobre una muerte anunciada Y el sector más conservador de Hollywood, ese que siempre apuesta a seguro abrazando la fórmula comercial de moda, lo hizo de nuevo. Thor: Ragnarok (2017) es un producto tan aburrido e impersonal como todos los demás que le precedieron desde que los grandes estudios norteamericanos comenzaron con este fetiche insoportable de las películas de superhéroes. De un tiempo a esta parte el asunto se ha vuelto aún más trágico en primera instancia por el agotamiento absoluto del formato de base, en esencia debido a la catarata interminable de secuelas y engendros derivados, y en segundo término porque han arrastrado en este vendaval de mediocridad y estupidez a directores muy interesantes que definitivamente trabajan por el jugoso cheque y poco más, ya que esa repetición eterna de la pose canchera, las escenas de acción y los chistecitos bobos es el único principio rector. En esta oportunidad le ha tocado caer en desgracia a Taika Waititi, el gran realizador y guionista de Eagle vs. Shark (2007), Casa Vampiro (What We Do in the Shadows, 2014) y Hunt for the Wilderpeople (2016), tres propuestas que lo ayudaron a definirse como una suerte de versión neozelandesa de Wes Anderson gracias a su apego a los detalles extraños, tragicómicos y sensibles. Bueno, hoy los únicos elementos más o menos vinculados a su idiosincrasia -y que los productores de pocas luces le permitieron introducir- son un puñado de remates eficaces al paso y algunos cameos como los de Rachel House y el propio Sam Neill (ambos participaron en el opus previo del cineasta, un film de lo más hilarante y cálido). La insistencia con las autoreferencias de corte paródico, la unidimensionalidad de los personajes y otra pared de CGI neutralizan cualquier atisbo de una mínima profundidad. Por vigésima vez el guión, ahora a cargo de Eric Pearson, Craig Kyle y Christopher Yost, reincide en una amenaza que promete destruir todo lo conocido para siempre vía un cataclismo de enormes proporciones o algo así, circunstancia que hoy se limita a Asgard, la morada del protagonista (Chris Hemsworth continúa facturando a lo loco). La debacle en cuestión se desencadena por la muerte de Odín (Anthony Hopkins), padre de Thor y Loki (Tom Hiddleston), quienes descubren que tienen una hermana a la que no conocían -cual melodrama rosa de la tarde- cuando la susodicha se aparece como por arte de magia y resulta ser mucho más poderosa que los dos juntos. Así las cosas, Hela (Cate Blanchett) decide reclamar el trono de Asgard y en una de esas luchas aburridas termina enviando a sus hermanos a un mundo bizarro y feudal del que deberán escapar para defender su reino. Se podría decir que por momentos pareciera que Waititi reconoce que la realización es un producto mediocre y redundante porque él mismo sabotea algunas secuencias mediante un diseño de producción recargado y una banda sonora basada en un tecno pop ochentoso y deliciosamente ridículo, casi como un intento infructuoso en pos de salvar a la obra desde la iconografía kitsch. Sin embargo la película estaba muerta mucho antes de que el señor intervenga y como nadie hace milagros, lo que nos queda es un bodrio que recurre a clichés quemados como incorporar personajes foráneos (ahora les toca a Doctor Strange y Hulk) y elegir a actores que no calzan en sus roles (la enclenque Tessa Thompson nunca convence como una valquiria que pelea a la par de Thor). De hecho, lo mejor del convite por lejos es la participación de Jeff Goldblum, como el chanta regente del basurero freak a donde van a parar Thor y Loki, y la siempre genial Blanchett, ya que si bien lo de Hemsworth es digno, cada intervención de la muy bella señora -como la villana máxima del relato- tiene una fuerza escénica con la que el resto del elenco sólo puede soñar, salvo el inefable Hopkins…
Insinuaciones en el jardín Al igual que Samuel Fuller, Don Siegel fue uno de los principales “directores puente” entre el Hollywood Clásico y el Nuevo Hollywood que comenzó a asomarse en la década del 60, en esencia debido a que hablamos de autores independientes e inconformistas que en el período más impersonal y bobo de la industria fueron relegados a films clase B y luego gozaron de una revaloración por parte de la fauna cinéfila, acorde con un pico creativo que llegó en la madurez y puso de manifiesto la libertad desde la cual encaraban sus películas. Siegel en especial es recordado por sus cinco colaboraciones con un joven Clint Eastwood: luego de dos opus correctos, Mi Nombre es Violencia (Coogan's Bluff, 1968) y Dos Mulas para la Hermana Sara (Two Mules for Sister Sara, 1970), el dúo se despachó con una trilogía de obras maestras bien disímiles compuesta por Defraudadas (The Beguiled, 1971), Harry, el Sucio (Dirty Harry, 1971) y Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz, 1979). Precisamente, en El Seductor (The Beguiled, 2017) Sofia Coppola pretende reinterpretar/ aggiornar la propuesta homónima de 1971, con resultados insatisfactorios si juzgamos al convite en relación al glorioso pasado y no tan insatisfactorios si pensamos al film en términos de la trayectoria de la realizadora. Dicho de otro modo, mientras que el trabajo de Siegel desbordaba irreverencia formal y conceptual (recordemos la maravillosa rebeldía de una película cuyo contexto era propio de los westerns, su dialéctica de base se vinculaba al porno soft y su desarrollo no ocultaba su inclinación hacia el cine de terror más sádico), esta experiencia que nos ofrece Coppola se ubica muy cerca del melodrama rosa tradicional (en buena medida la susodicha eliminó todo lo que podría resultar “polémico” con vistas a destilar el sustrato sardónico de la historia y transformarla en otro de sus pantallazos contemplativos por el universo femenino, algo así como la marca registrada de su carrera). La premisa es la misma: durante la Guerra Civil Norteamericana, Amy (Oona Laurence), una niña que vive en un colegio/ internado sureño para señoritas, se topa con el cabo John McBurney (Colin Farrell), un soldado de la Unión con una pierna muy malherida, y así decide llevarlo al establecimiento educativo para que la autoridad del lugar, la directora Martha Farnsworth (Nicole Kidman), lo ayude y vele por su salud. Pronto el protagonista masculino se percata del tufo a represión sexual que existe entre las mujeres, lo que en un primer momento lo convierte en eje de una competencia implícita entre las niñas, las adolescentes y las adultas. El cabo por un lado comienza una suerte de romance con la imperturbable Edwina Morrow (Kirsten Dunst), la docente a cargo de las féminas, y por el otro se arrima a Farnsworth y hasta acepta de buena gana los devaneos sexuales de Alicia (Elle Fanning), una adolescente con algo de experiencia a cuestas en el campo amatorio. Desde ya que esta olla a presión eventualmente explotará y el picarón de McBurney pagará las consecuencias de jugar a distintas puntas… de una manera bastante brutal y desproporcionada, por cierto (conviene no adelantar demasiado a aquellos que no hayan visto la extraordinaria película original). A pesar de que Coppola mantiene esa típica metamorfosis femenina que nos lleva de la rivalidad de los primeros capítulos del relato a la mancomunación del último acto, cuando llega el momento de ajusticiar al hombre y defenderse del peligro que de por sí representa por sus arranques de violencia, la verdad es que la realizadora y guionista en el tramo final acelera por demás la narración y en parte desperdicia la carga de sutil erotismo que había acumulado hasta ese punto, encima volcando el devenir hacia una especie de elogio “lava culpas” en lo referido al personaje de Kidman, quien ahora en vez de estar dominaba por la convicción y la ira más frías, se acerca en cambio a una corrección higiénica que la desembaraza de su responsabilidad para con el famoso castigo contra un McBurney que tenía pretensiones de quedarse de forma permanente en el instituto como jardinero. Para colmo esta estrategia se extiende a todo el planteo retórico, ya que aquí desaparecen personajes centrales como la esclava Hallie, los flashbacks que ilustraban los embustes y el pasado de cada quien e incluso esas fantasías sexuales que reforzaban el ambiente opresivo: tabúes del mainstream como el lesbianismo, el incesto, la esclavitud, la pederastia y la castración simbólica hoy quedan en el tintero. Ahora bien, y como señalábamos anteriormente, si consideramos a la propuesta desde el punto de vista de lo que viene siendo la trayectoria de Coppola, el asunto cambia un poco porque nos permite afirmar que la obra calza con sus preocupaciones de siempre, cuenta con una primera mitad muy interesante y asimismo el convite la ayuda a aflojar un poco con aquel preciosismo un tanto superficial y apático para en cambio apuntalar un desarrollo de personajes que resulta limitado sólo desde la óptica comparativa en relación al film de 1971, ya que sopesando lo hecho por la estadounidense en ocasión de Somewhere: En un Rincón del Corazón (Somewhere, 2010) y Adoro la Fama (The Bling Ring, 2013), opus en esencia sólo para sus fans, en esta oportunidad amplía el abanico expresivo vía diálogos mucho más trabajados y sensatos. Por supuesto que estamos lejos del nivel cualitativo de la trilogía inicial de la cineasta, léase Las Vírgenes Suicidas (The Virgin Suicides, 1999), Perdidos en Tokio (Lost in Translation, 2003) y María Antonieta, la Reina Adolescente (Marie Antoinette, 2006), y que Farrell hace lo que puede pero no le llega ni a los talones a uno de los Eastwood más freaks de toda su carrera, sin embargo El Seductor ofrece un gran desempeño por parte de Dunst (entregando otra versión de sus personajes helados recientes, ahora con una mayor dosis de frustración y vulnerabilidad) y Kidman (la señora es una actriz todo terreno que maneja muy bien el rango emocional de cada papel). A pesar de que este conjunto de insinuaciones -en un “jardín soñado” para cualquier hombre- adolece de la irreverencia de antaño, todavía deja la interpretación a gusto del espectador aunque en términos mucho más acotados/ sencillos que los que enarbolaba la obra de Siegel: podemos pensar que el entramado del canibalismo amoroso se debe a la presencia corruptora de un hombre para con un grupito de señoritas un tanto alienadas, o quizás responde al accionar de ninfas hipócritas a las que se le va un poco la mano a la hora de castigar las mentiras del protagonista, quien por cierto representa esa ancestral actitud masculina de decirle que sí a todo el mundo y después hacer lo que se quiere sin pedir permiso ni ratificación ni nada…
Aquella tendencia homicida Ninguna de las numerosas secuelas que inspiró Aquí Vive el Horror (The Amityville Horror, 1979) estuvo a la altura de la película original, la cual sin ser una joya del género por lo menos era entretenida y en buena medida terminó de definir la versión posmoderna de los relatos de “casas embrujadas”, ya decididamente muy lejos de la poesía sutil de The Innocents (1961), el barroquismo de The Haunting (1963) y el sustrato cerebral de The Legend of Hell House (1973). El esquema narrativo que suplantó a los anteriores -para bien y para mal, sobre todo para mal- estuvo más preocupado por retratar cuestiones más terrenales en sintonía con la dialéctica de la influencia corruptora del inmueble de turno y el inefable remate centrado en “agarrar una escopeta y matarlos a todos”. La misma industria hollywoodense se encargó de agotar la premisa vía una repetición cada vez más mecánica. Amityville: El Despertar (Amityville: The Awakening, 2017) es otro de los intentos por resetear la franquicia y hay que reconocer que es el mejor en mucho tiempo: a pesar de que el film echa mano de todos los estereotipos de la saga, también es indudable que se toma el trabajo de incorporar detalles foráneos que resultan novedosos en este contexto. La historia se sitúa en la actualidad y gira alrededor de la mudanza a la mítica casona maldita por parte de la adolescente Belle (Bella Thorne), su hermano gemelo comatoso James (Cameron Monaghan), su pequeña hermana Juliet (Mckenna Grace) y la madre de todos Joan (Jennifer Jason Leigh). Por supuesto que casi de inmediato comienzan a pasar cosas raras vinculadas a las pesadillas/ visiones de Belle y la milagrosa recuperación de James, quien parece caer bajo el dominio de la presencia que habita el lugar desde tiempos ancestrales. Como decíamos anteriormente, los jump scares son baratos y cada ondulación de la trama se ve venir kilómetros a la distancia, no obstante se agradece la inclusión del “hermano siniestro” en estado vegetativo y las referencias metadiscursivas símil Scream (1996), ahora con la excusa de la amistad de Belle con dos compañeros de colegio, Marissa (Taylor Spreitler) y Terrence (Thomas Mann). Es éste último el personaje que funciona como una “fuente de conocimiento” para la protagonista, quien recién luego de mudarse se entera de los asesinatos de Ronald DeFeo de 1974 y de la existencia de Aquí Vive el Horror, basada en las vivencias de los moradores posteriores, la familia Lutz, del primer corolario -en realidad, una precuela- Amityville 2: La Posesión (Amityville II: The Possession, 1982), sobre los crímenes de DeFeo, y hasta de la floja remake del 2005 de la realización original. Otro factor que compensa la previsibilidad general es el elenco: si bien ningún actor/ actriz tiene mucho material a partir del cual lucirse, por lo menos resulta placentero descubrir a una carismática Thorne y reencontrarse con Leigh y Kurtwood Smith, el genial actor de RoboCop (1987) de Paul Verhoeven y La Fortaleza (Fortress, 1992) de Stuart Gordon, aquí interpretando al médico de cabecera de James. El director y guionista Franck Khalfoun es un protegido del gran Alexandre Aja, para quien dirigió las amenas P2 (2007) y Maniac (2012), dos propuestas que demostraron una solvencia artesanal que el francés asimismo ratifica en Amityville: El Despertar aunque a un nivel un tanto más bajo, considerando por un lado los resultados concretos de su trabajo y por el otro la extenuante serie de secuelas de la franquicia, lo que derivó en una obra correcta pero con poco margen para los sustos…
De helado a tibio a caliente Películas como Más Allá de la Montaña (The Mountain Between Us, 2017) hacen que recuperemos -en parte- la confianza en los dramas románticos a la vieja usanza, esos que tenían por fetiche el situar a la pareja en un contexto más o menos problemático para que los “agentes externos” pinchen y pinchen a los involucrados con vistas a que el sufrimiento aparezca en algún momento (este esquema por supuesto se da una vez que el mismo carácter del dúo dejó de ser un inconveniente porque la química sexual ya prevalece). Lejos de ser una maravilla, la obra posee el encanto de las historias bien narradas que tienen en claro lo que quieren desde el primer minuto y en función de ello construyen un desarrollo para conseguirlo de la mejor manera posible, a pesar de esa catarata de estereotipos que casi siempre dice presente y que aquí pasa a segundo plano gracias al realismo sutil de fondo. El catalizador de la trama es la cancelación de un vuelo debido a una tormenta y el encuentro en el aeropuerto de turno de dos extraños, el neurocirujano Ben Bass (Idris Elba) y la fotoperiodista Alex Martin (Kate Winslet). Como ambos necesitan desesperadamente llegar a destino, el primero para la operación de un niño y la segunda para nada menos que su boda, deciden alquilar un pequeño aeroplano, pilotado por el veterano Walter (Beau Bridges), con el objetivo de llegar a otro aeropuerto y desde allí cada uno seguir su camino. Pronto los planes se van al demonio cuando Walter tiene un infarto en pleno vuelo y se estrellan en una zona montañosa muy elevada y cubierta de nieve. Con poca comida, Alex malherida en una pierna y la única compañía del perro de Walter, la dupla de desconocidos tendrá que ponerse de acuerdo en torno a qué hacer a partir de este atribulado momento. Aquí lo que domina es la dialéctica del corazón camuflada bajo los engranajes de los relatos de supervivencia, no obstante por suerte el guión de Chris Weitz y J. Mills Goodloe -a partir de una novela de Charles Martin- no cae en cursilerías ni situaciones forzadas ni chistecitos bobos que pretenden relajar la tensión desde ese infantilismo de cotillón al que buena parte de Hollywood suele estar afiliado en la actualidad. Precisamente por ello, la historia apunta a reforzar el choque de idiosincrasias involucradas: Ben por lo general se muestra conservador y prefiere esperar en los restos del avión a ser rescatado, y Alex por su parte está decidida a salir a buscar auxilio ya que no puede resignarse a la pasividad esperanzada del hombre. Por supuesto que termina ganando la mujer a pura insistencia y de esta manera ambos emprenden un periplo hacia lo desconocido en pos de encontrar ayuda. Si bien a primera vista la elección del realizador Hany Abu-Assad, responsable de las muy interesantes El Paraíso Ahora (Paradise Now, 2005) y Omar (2013), puede parecer bastante curiosa cuanto poco, en verdad el palestino se acopla con gran eficacia a las necesidades del film y hasta se podría señalar que aplica ese humanismo sincero y astuto que pudimos descubrir en sus trabajos previos. En lo que atañe a los dos protagonistas, Elba y Winslet, no hay mucho para decir más allá de que vuelven a confirmar su enorme talento vía una química construida con vehemencia y en función de dos personajes que se van acercando a través de la vieja lógica de ir pasando de helado a tibio a caliente (incluso el último acto, el cual se ubica en la tradición del melodrama más clásico, resulta eficaz en sus propios términos). Desde ya que si nos ponemos quisquillosos habría que afirmar que la obra en su conjunto nos ofrece una crónica amorosa que vimos cientos de veces, pero por lo menos lo hace con solvencia, naturalidad y un cuidado en los detalles que resulta notable…