Mapeando el cerebro Y nuevamente estamos ante una remake que no está a la altura de la original ni aporta una mínima idea novedosa a lo ya hecho en un pasado no tan lejano. Línea Mortal (Flatliners, 1990) fue una propuesta amena que por un lado ayudó a definir la versión posmoderna del formato intra terror centrado en “infiernos individuales para cada personaje”, y por el otro apuntaló el preciosismo visual del mejor período de la carrera de Joel Schumacher, ese que terminó con Batman & Robin (1997) e incluyó títulos como Que no se Entere Mamá (The Lost Boys, 1987), Un Día de Furia (Falling Down, 1993), El Cliente (The Client, 1994) y Tiempo de Matar (A Time to Kill, 1996). A posteriori el norteamericano dirigió algún que otro convite interesante, como por ejemplo 8 Milímetros (8MM, 1999) y Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), sin embargo nunca más consiguió repetir los éxitos de aquella etapa. Mientras que la fuerza narrativa de la película de antaño estaba nucleada en el carisma del elenco (con Kiefer Sutherland, Kevin Bacon y Julia Roberts a la cabeza) y el barroquismo de una bella fotografía basada en tonos saturados y el pulso lisérgico de la “era MTV” (se puede pensar cualquier cosa de la obra de Schumacher en sí, no obstante hay que reconocer que sus obsesiones de la época siempre arrojaban resultados positivos), en cambio en esta reinterpretación todo pasa por una puesta en escena aséptica -plagada de blancos y grises metalizados- que hasta parecen sincerarse en lo que atañe al patrón despersonalizado que domina hoy por hoy en el cine mainstream. La historia vuelve a centrarse en un grupo de estudiantes de medicina que comienzan a jugar con las experiencias cercanas a la muerte para conocer los enigmas del “más allá”, lo que deriva en pesadillas y alucinaciones varias. La dialéctica del “mátenme y resucítenme enseguida para poder contarles lo que vi”, con una primera tanda de efectos benignos y una segunda serie de coletazos espantosos vinculados a los secretitos sucios de cada uno, ahora se va desvaneciendo en pos de volcar el andamiaje retórico hacia un combo que reúne el sustrato fantasmagórico del J-Horror de la década previa, un marco onírico que por momentos se parece al de la saga del amigo Freddy Krueger y hasta aquel acecho de los slashers sobrenaturales símil Destino Final (Final Destination, 2000) y semejantes. A pesar de que la propuesta original también ofrecía un background estereotipado para cada protagonista, por lo menos lo compensaba con buenas secuencias afterlife y un desarrollo más que correcto de personajes, dos componentes que en esta oportunidad no logran despertar entusiasmo ni verdadero brío. Quizás lo más doloroso del film sea la presencia del realizador Niels Arden Oplev, un danés que venía de entregar las prodigiosas Los Hombres que no Amaban a las Mujeres (Män som Hatar Kvinnor, 2009) y Marcado por la Muerte (Dead Man Down, 2013), ahora administrando el ritmo narrativo más o menos con convicción aunque demostrando una triste incapacidad al momento de elevar por sobre la medianía más lánguida y redundante a un proyecto que tendría que haber superado al opus de 1990. El elenco en general tampoco ayuda demasiado porque sólo podemos rescatar la labor de Ellen Page (en el papel de la adalid de estos intentos por mapear las zonas cerebrales que “se activan” luego del deceso) y el propio Sutherland (en un rol menor cercano a un cameo que lamentablemente no tiene nada que ver con aquel Nelson Wright del trabajo de Schumacher), ya que el resto del cast es bastante de madera y no pasan del surtido de modelitos que tanto les gustan a los productores bobalicones de nuestros días, esos que siguen bajando la edad de los actores protagónicos con la patética idea de que así atraerán a los púberes vagos que no vieron la película original… sin considerar que de acá a unas horas casi nadie recordará esta remake.
Los ciclos del dolor En el cine contemporáneo no abundan los buenos narradores, o por lo menos los autores que aprovechen en serio las posibilidades que ofrecen los géneros porque de hecho poseen la paciencia suficiente para dar espacio al desarrollo de la historia y sus protagonistas principales, por ello mismo Tomas Alfredson se destaca entre la enorme mayoría de los directores actuales. En El Muñeco de Nieve (The Snowman, 2017) el sueco ratifica la destreza que ya había demostrado en Criatura de la Noche (Låt den Rätte Komma in, 2008) y El Topo (Tinker Tailor Soldier Spy, 2011), sobre todo en lo que respecta a la construcción de un suspenso sutil, detallista y francamente maravilloso, capaz de conciliar por un lado el apuntalamiento de personajes y un humanismo circunspecto y por el otro la necesidad de mantener la tensión alta en todo momento y traer a colación una especie de fetichismo para con la dialéctica de la intriga y un acecho nocturno que casi siempre deriva en sorpresas. Alfredson vuelve a utilizar su estrategia favorita, esa orientada a exacerbar los recursos del enclave trabajado y al mismo tiempo volcarlo hacia una entonación específica que no se condice con el acento que el mainstream -y a veces también el indie- pretenden imponer en el grueso de sus obras: mientras que en Criatura de la Noche tomó los engranajes del terror para llevarlos hacia un lirismo bellísimo e incomparable, y en El Topo metamorfoseó los relatos de espionaje en lo que podríamos definir como una batalla retórica de mentiras y metamentiras, en esta oportunidad transforma progresivamente el marco de los thrillers hardcore noventosos en un esquema bastante más complejo cercano al policial negro más clásico, el horror de “cruzada moral” y hasta los dramas familiares de reconciliación, un combo que por cierto jamás se siente forzado y que el realizador administra con astucia y mano maestra a lo largo de un metraje que hace del arte de retener información su bandera. La propuesta nos presenta el devenir de un par de detectives de Oslo, Harry Hole (Michael Fassbender) y Katrine Bratt (Rebecca Ferguson), en pos de desentrañar qué se oculta detrás de una serie de desapariciones de mujeres que luego son halladas descuartizadas, lo que parece estar relacionado con unos tétricos muñecos de nieve construidos cerca de los hogares de las víctimas y con un caso de años atrás que investigó Gert Rafto (Val Kilmer). Como en toda buena epopeya de género, el carácter de los personajes juega un papel fundamental porque acompaña los pormenores de la trama: el guión de Hossein Amini y Peter Straughan, a partir de una novela de Jo Nesbø, responde a una premisa típica del film noir, con una Bratt inexperta pero aguerrida y un Hole ebrio que trata de recuperar su vieja gloria profesional y para colmo “hacer de padre” de Oleg (Michael Yates), un adolescente que no es su hijo sino de su ex pareja Rakel Fauke (Charlotte Gainsbourg) con otro hombre. Desde ya que los inconvenientes se van acumulando y no todo es lo que parece en este misterio de superposiciones, pasados turbios y conexiones entrecruzadas a la vieja usanza, un entramado que atrapa de lleno al espectador sin recurrir a efectismos baratos y a toda esa higiene formal propia de buena parte del cine perezoso de nuestros días. Como corresponde a las crónicas policiales de las últimas décadas, la película nos regala un artilugio bien truculento en lo que atañe a la metodología del homicida de turno (hoy hablamos de un simpático collar de ahorque de acero, tracción a un sistema mecánico que garantiza cortes rápidos), sin embargo el asunto no va mucho más allá debido a que la narración suele dejar de lado la pompa gore para concentrarse en cambio en el whodunit general y los vaivenes familiares/ afectivos de Hole (otra interpretación extraordinaria de Fassbender para un personaje que se constituye más con sus actitudes y acciones que con sus escasas palabras). El realismo sucio que imprime el equipo creativo al film es hasta por momentos descarnado porque cuenta con la valentía suficiente para resolver sólo el enigma primigenio, dejando sin castigo a personajes secundarios horrendos y evitando el cierre de varias subtramas… justo como en la vida misma, en la cual los blancos y negros hiper marcados del ámbito cinematográfico casi nunca aplican. Incluso así, El Muñeco de Nieve es un convite enrevesado y muy satisfactorio ya que toca temas álgidos como el aborto, la promiscuidad, la paternidad maltrecha, los traumas infantiles y en general los diversos dilemas que circundan a los clanes de una sociedad supuestamente perfecta como la noruega, lo que por cierto vincula a la película en su conjunto a aquella denuncia de la derecha corrupta y desquiciada -enquistada en el poder económico- que encabezó en su momento Los Hombres que no Amaban a las Mujeres (Män som Hatar Kvinnor, 2009), una obra que hizo lo propio con la sociedad sueca y una superficie de aparente excelencia que esconde capas y capas de odio fascista. Desde una ambición retórica muy generosa, que paradójicamente nos conduce a un desenlace bastante mundano y plácido para el estándar habitual de los thrillers, el opus de Alfredson se luce de sobremanera en el retrato de los ciclos privados y públicos del engaño, la hipocresía, la humillación, el abuso, la violencia, las muertes y finalmente un dolor internalizado que con las décadas convierte a la víctima en victimario.
Picardías animadas para exportación Mafalda, del argentino Quino/ Joaquín Salvador Lavado Tejón, y Condorito, del chileno Pepo/ René Ríos Boettiger, son las dos historietas sudamericanas más difundidas en el mundo y si bien poseen algunos elementos en común, como por ejemplo el objetivo de retratar las contradicciones del sentir latino, por lo general priman las diferencias: Mafalda solía estar orientada a viñetas cortas con un fuerte dejo aleccionador, social y de izquierda, y Condorito en cambio siempre fue más simple porque históricamente apuntó a un populismo bastante sensato basado en latiguillos y premisas que siempre repetían el mismo esquema narrativo, uno vinculado tanto a la parodia nacional como al humor absurdo. Quizás el ingrediente unificador más importante de ambas obras sea la picardía subyacente a los relatos, esa que encontramos -en mayor o menor medida- en toda América Latina. Si nos concentramos en Condorito, bien podemos decir que la creación de Pepo pasó por todos los formatos gráficos posibles y atravesó una multiplicidad de encarnaciones a lo largo de sus casi 70 años de existencia, un derrotero cuyo último eslabón es el film homónimo que nos ocupa, una propuesta animada que sin ser una maravilla por lo menos resulta digna, entretiene y cuenta con suficientes referencias para satisfacer a los espectadores más entrados en años que leyeron en algún momento el cómic original: por más que sólo sean citas al paso, aquí no faltan “exijo una explicación” y “xxx el roto Quezada”, entre tantas otras frases, situaciones y personajes secundarios que solían condimentar las aventuras del protagonista principal, el cual -por suerte- hoy aparece bajo el ropaje empobrecido de sus orígenes y lejos de los aires burgueses de épocas posteriores. La trama más o menos respeta los engranajes más bizarros/ ridículos de la historieta, aunque adaptados a los estereotipos actuales del cine infantil. En medio de una estructura que involucra una invasión alienígena relacionada con sus antepasados, Condorito una vez más es un “buscavidas” que comparte hogar en Pelotillehue con su sobrino Coné, gusta de tomarse unos tragos con sus amigos, quiere mucho a su novia Yayita y detesta a Tremebunda, su suegra (en realidad el sentimiento es mutuo). De hecho, el asunto viene por el lado de la reconciliación porque a la que secuestran los malos es a Tremebunda, lo que motiva el típico viaje de aventuras de Condorito y Coné en pos de hacerse de un misterioso medallón que deberían intercambiar por la susodicha, todo mientras que Pepe Cortisona, su rival y el otro gran pretendiente de Yayita, avanza para conquistar el corazón de la chica. Considerando que la obra responde a una naturaleza mainstream para los estándares latinos pero relativamente artesanal para los del resto del globo, el convite cumple con creces en el rubro animado aunque padece ese habitual revoltijo en materia de acentos propio de las superproducciones de anhelos internacionales. Más allá de ese detalle, y de la esperable catarata de clichés del relato, a decir verdad el opus explota bastante bien la idiosincrasia clásica de la saga (las únicas preocupaciones de las clases populares pasan por la familia, el fútbol y dilapidar el tiempo haciendo nada, y los ricos son vistos como engreídos, ventajistas y moralmente horrendos: el espejo para con la realidad cotidiana sigue intacto) y la experiencia en su conjunto a veces hasta sorprende gracias a la ambición de las resonancias del planteo narrativo de base (viaje al espacio y misión suicida de por medio, asimismo con mucho desarrollo de personajes dedicado a unos aliens símil moluscos). Las buenas intenciones y la prolijidad autoconsciente -lista para la exportación- permiten a Condorito: La Película (2017) escapar del destino cualitativo funesto de gran parte de los intentos animados que desde nuestro sur pretendieron llegar a geografías muy distantes…
Cicatrices de la negligencia En el desfile de las películas que en esencia se sostienen sólo por la labor de su elenco, definitivamente El Castillo de Cristal (The Glass Castle, 2017) podría llevar la bandera porque la obra en cuestión tiene unos cuantos problemas estructurales y de enfoque para con el material de base, las memorias homónimas de Jeannette Walls. Como si se tratase de una versión invertida y un tanto deficitaria de la excelente Capitán Fantástico (Captain Fantastic, 2016), este film de Destin Daniel Cretton también nos presenta la historia de una familia contracultural que vive en los márgenes de la sociedad de consumo y la idiotez generalizada del capitalismo, pero en vez de contar con una figura paterna noble y protectora -como en el opus de Matt Ross con Viggo Mortensen- aquí los integrantes del clan padecen a un padre alcohólico y negligente y una madre igual de descuidada y abúlica. Dicho de otro modo, en lugar de encontrarnos con un proceso de reconstitución familiar a partir de una tragedia y la necesidad de reingresar a un exterior odioso y banal, en esta oportunidad lo que tenemos es más bien una clásica espiral de atropellos y olvidos que resultan comunes a cualquier familia contemporánea, sean estos homeless de izquierda como los Walls o no. La trama comienza en 1989, cuando la hiper aburguesada Jeannette (Brie Larson) está preocupada por la posibilidad de que su prometido conozca a sus padres squatters Rex (Woody Harrelson) y Rose Mary (Naomi Watts), lo que provoca una serie de recuerdos sobre su infancia y adolescencia que constituyen el sustrato excluyente de la catarata de flashbacks y flashforwards que dan forma al relato. Junto a sus tres hermanos, la protagonista debe sobrellevar hambruna, continuas mudanzas y carencias materiales varias. La película por momentos se hace pesada no por la carga fatalista de las secuencias y su paradójica tendencia a querer condenar y exorcizar en simultáneo a los padres todo el bendito tiempo, sino debido a lo cansador de la arquitectura dramática y lo repetitivo que se vuelve a lo largo de las más de dos horas de metraje, siempre yendo y viniendo en el tiempo para -en última instancia- caer en redundancias del tipo “la protagonista de adulta es exitosa aunque tiene sentimientos contradictorios con su familia” y “hablamos de progenitores amorosos pero indolentes”, los cuales no alimentan a sus hijos, suelen ser violentos y crueles, se pelean cada dos por tres, generan que Jeannette se queme la mitad de su cuerpo y hasta no le dicen nada a la madre de Rex, la abuela de los niños, cuando ésta intenta violar al único hijo varón del clan (lo que suma pederastia a la colección de abusos). Como señalábamos anteriormente, el gran factor redentor del film es el desempeño del elenco, con Larson y Harrelson a la cabeza: ella hace maravillas con su principal marca registrada al actuar, léase esa frialdad que entibia de repente para dar el “golpe de gracia” a la escena, y él vuelve a demostrar que es un monstruo sagrado del séptimo arte de nuestros días, capaz de un rango emocional con el que otros colegas sólo pueden soñar. En El Castillo de Cristal lamentablemente queda en primer plano la obsesión hollywoodense con lavar los componentes más sórdidos de cualquier material de base con vistas a construir personajes demasiado sencillos e identificables para el público bobalicón del mainstream, circunstancia que aquí termina agravándose ya que el tópico inmaquillable de fondo es la pobreza, la cual -desde su visceralidad y urgencia- siempre se fagocita a las nimiedades del arte y mucho más a las pretensiones de redención que se dejan entrever en el final, ejemplo máximo de esos facilismos dramáticos forzados que suelen malograr aún más lo visto…
La valentía del outsider En la actualidad la cultura política en Argentina está francamente por el piso por esa triste tendencia a reducir todo a los mismos eslóganes de cartón pintado de siempre, vivir endiosando un pragmatismo repugnante y no comprometerse en serio con absolutamente nada, más allá de la estrategia orientada a seguir utilizando al estado para solidificar los negocios de la cleptocracia financiera, inmobiliaria y de servicios públicos en el poder. Considerando este panorama general, cualquier film que recupere el pasado reciente y nos ayude a analizar cómo llegamos a este punto es más que bienvenido: El Mensajero (Messenger on a White Horse, 2017) es un documental muy completo y astuto de Jayson McNamara sobre la figura de Robert Cox, un periodista recordado por haber sido el único que denunció la desaparición de personas durante el Proceso de Reorganización Nacional. Desde su rol de director del Buenos Aires Herald, un pequeño diario destinado en esencia a la comunidad anglosajona porteña, el británico se hizo eco de los pedidos desesperados de las madres de los detenidos por la dictadura cívico-militar y publicó notas relacionadas con el ninguneo sistemático de las autoridades, todo en un clima de obsecuencia generalizada por parte de la prensa del período para con el régimen y su plan genocida de asesinato de todo militante social con vistas a destruir la matriz productiva autóctona y reemplazarla por el capital financiero, las importaciones manufacturadas y la estatización de la deuda de los conglomerados capitalistas más rapaces e infectos. Con entrevistas a su esposa Maud, sus compañeros reporteros, representantes de Madres de Plaza de Mayo y sobrevivientes de los campos de exterminio, el opus enlaza la historia individual de Cox con el devenir argentino. Sinceramente es de destacar la labor de McNamara tanto en el plano de la edición del material de archivo, muy pulido a nivel visual si lo comparamos con el de otros trabajos similares, como en lo referido al espectro conceptual y sus corolarios: de hecho, el director y guionista no le escapa a las sutiles contradicciones del personaje principal, pensemos para el caso en el apoyo inicial de Cox al gobierno castrense, su posterior toma de conciencia ante las masacres y la tiranía, el detalle de que siempre utilizó la palabra “terrorista” para referirse a los secuestrados y finalmente ese típico endiosamiento militar de las sociedades del Primer Mundo que lo llevó a tardar bastante en autoconvencerse de las barbaridades cometidas, en especial porque le costaba muchísimo concebir que los uniformados fuesen capaces de aberraciones como las amenazas, las torturas o el arrojar personas vivas al mar. Ahora bien, el documental trabaja con sensatez las paradojas de turno y consigue que haya una pluralidad de voces en este retrato meticuloso de un comunicador social que asume los riesgos de su profesión y decide seguir adelante desde la valentía del outsider, denunciando los atropellos sistemáticos del gobierno y -de manera indirecta- poniendo de manifiesto el oportunismo cínico y nauseabundo de la mayoría del periodismo y el pueblo argentino, los cuales decidieron obviar lo que ocurría desde el primer momento (uno tracción a prebendas y el otro por una estupidez apática proverbial que lo impulsa una y otra vez a celebrar a los explotadores). Que hace muy poco haya cerrado definitivamente el Buenos Aires Herald, fruto de las mismas políticas de vaciamiento económico, social e ideológico de la dictadura, primero encabezadas por el kirchnerismo y luego por el macrismo, saca a relucir que el grueso de los argentinos continúa sin haber aprendido nada y votando a las reencarnaciones democráticas de aquella banda de homicidas, ladrones y especuladores seriales que asoló al país a lo largo y ancho de su extensión, ejemplo de la cara más horrenda del capitalismo…
Tejiendo en el tiempo y el espacio A diferencia de gran parte del cine de animación occidental, el cual a lo largo de las últimas tres décadas experimentó algunos cambios que van en sintonía con la obsesión con emparejar formalmente y conceptualmente casi todos los productos bajo esa triste lógica del capitalismo vinculada a la masividad, a decir verdad el anime no acusó recibo de esta suerte de facilismo a nivel de la producción porque la industria japonesa continúa subdividiendo el abanico de films en una multiplicidad de rubros y motivos cuya riqueza es un tesoro difícil de cuantificar en épocas como la nuestra, siempre cercanas a la chatura y la pobreza estilísticas. Dicho de otro modo, los asiáticos celebran alegremente el hecho de segmentar el mercado vía obras que por un lado se pasean por una serie de géneros y por el otro responden a los diversos intereses de los diferentes targets demográficos en cuestión. Consideremos la realización que nos ocupa, Your Name (Kimi no na wa, 2016), un típico ejemplo de opus orientado en esencia a los adolescentes, con una combinación de fondo que incluye una primera mitad que tiene a las chicas como principal objetivo (premisa fantástica, contexto escolar/ familiar y detalles de romance y de esa vergüenza propia de la edad) y una segunda parte bastante más agitada y trágica, destinada a los chicos (el relato se vuelca hacia la ciencia ficción hardcore, la amistad frustrada y hasta una coyuntura símil apocalipsis). Este mejunje de ingredientes -todo un clásico de los orientales- deriva en una película muy disfrutable que nada tiene que ver con esos productos saturados de secuencias de acción que el mainstream occidental lanza una y otra vez, ya que aquí el tono general está emparentado con la tradición narrativa más mansa, sutil y meticulosa de los japoneses. Para definir a rasgos generales el esquema de base se podría decir que se inspira en uno de los catalizadores prototípicos de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone), aunque encarado desde un tratamiento que unifica la sensibilidad a flor de piel del Studio Ghibli con la parafernalia musical y visual de los animes más recordados de los 70 y 80. La trama gira alrededor del “padecer” de dos jóvenes que intercambian cuerpos de manera intermitente y sin ninguna explicación de por medio, la primera es Mitsuha Miyamizu (Mone Kamishiraishi), una adolescente que vive en Itomori, un pueblito rural, y el segundo es Taki Tachibana (Ryûnosuke Kamiki), un chico de Tokio que tiene un trabajo part-time en un restaurant italiano. Comunicándose a través de notas, Mitsuha ayuda a Taki a ganarse a una compañera de trabajo y éste último ayuda a Mitsuha a ser más popular en el colegio. Desde ya que la transmutación hacia la tragedia llega promediando el relato y sin previo aviso, ahora relacionada con una serie de eventos que se dan en simultáneo: el particular vínculo entre los protagonistas cesa el mismo día en que Itomori celebra su festival folklórico anual y un misterioso cometa pasa muy cerca de la Tierra. Decidido a averiguar qué ocurrió, y ya algo enamorado de su contraparte, Taki parte hacia el pueblo para conocer por fin a Mitsuha. El director y guionista Makoto Shinkai, aquí además adaptando una novela de su autoría, apuesta sin medias tintas al extrañamiento narrativo, el costumbrismo, los inserts musicales no invasivos, un marco místico de angustia púber, una paleta de colores pasteles muy bellos y muchos chispazos de comedia basados fundamentalmente en la afinidad entre los jóvenes y su círculo de familiares, amigos, compañeros y allegados. Shinkai coloca siempre el acento en los lugares correctos porque juega en primera instancia con ese naturalismo quimérico al que están tan apegados los nipones y en segundo término con los preceptos básicos del sintoísmo y el budismo, las dos religiones principales de Japón: la ansiedad adolescente, hoy representada en la impetuosidad vacilante de Taki y en el aburrimiento de Mitsuha para con Itomori y su anhelo de marcharse a Tokio, corre a la par de la conexión entre todos los procesos vitales del tiempo y el espacio, una correlación metamorfoseada en la trama vía el arte ancestral del tejer y sus anudamientos en el fluir y el encontrarse de la naturaleza. Your Name es una pequeña gran propuesta con un corazón enorme que si bien cae en algunos clichés llegando el desenlace, resulta indudable que ofrece la dosis exacta de amor, sonrisas y calamidades en función de un existencialismo etéreo y concienzudo que hasta se permite recuperar a la memoria histórica como rasgo fundamental de la identidad y de nuestro devenir mundano a lo largo y ancho del planeta…
Cibernética y degradación moral Finalmente la espera terminó y bien podemos decir que valió la pena porque estamos ante la mejor secuela posible de Blade Runner (1982), aquel clásico maldito del cine de ciencia ficción que sólo el descubrimiento progresivo de su riqueza vía el paso del tiempo pudo transformar en el mojón freak, sosegado y hasta poético que es hoy en día dentro del género en cuestión y el séptimo arte en general. El gran Denis Villeneuve logra balancear todos los ingredientes formales y conceptuales con el objetivo de por un lado respetar la iconografía de la película original, vinculada a un ciberpunk/ neo noir existencialista y aguerrido, y por el otro expandir el rango retórico a través de la fastuosidad visual, propia de los tiempos que corren, y una profundización muy interesante de los interrogantes de fondo de la hoy saga, lo que por supuesto crea un maridaje entre los personajes de antaño y los nuevos, los cuales por cierto calzan perfecto con la idiosincrasia y el devenir de este glorioso collage. El realizador canadiense recupera los latiguillos de Ridley Scott, el director del opus previo, con gran facilidad y astucia: aquí tenemos una fotografía de tonos oscuros e iluminación incandescente, un diseño de producción vinculado a los espacios abiertos y el minimalismo, una genial banda sonora de Hans Zimmer y Benjamin Wallfisch poco orquestada y más cercana a la preeminencia de los sintetizadores de la original de Vangelis, una atmósfera semi ensoñada y finalmente unos chispazos de violencia furtiva que generan misterio y una buena dosis de peligro. Blade Runner 2049 (2017) logra reproducir el espíritu sutilmente trágico de ¿Sueñan los Androides con Ovejas Eléctricas?, la novela de 1968 de Philip K. Dick en la que estaba basada la anterior, ya que considerando que una hipotética adaptación literal del libro siempre fue imposible por el estilo más “descriptivo” que narrativo del autor, la presente vuelve a ofrecer una traslación abstracta y compacta del texto canónico. Se puede decir que, en consonancia con lo precedente, la película sale airosa en la difícil tarea de retomar el hilo argumental de antaño, con Rick Deckard (Harrison Ford) huyendo junto con Rachael (Sean Young), frente a lo cual la película nos presenta la historia de K (Ryan Gosling), un replicante que se dedica a cazar a los suyos al servicio de un Departamento de Policía de Los Ángeles consagrado al “trabajo sucio” de Niander Wallace (Jared Leto), un magnate que compró Tyrell Corporation, la fabricante de aquella primera camada de androides que lograron liberarse del yugo de los humanos y que continúan siendo perseguidos por las nuevas generaciones de replicantes obedientes. Hoy el catalizador del relato es una misión de captura que deriva en la muerte de Sapper Morton (Dave Bautista) a manos de K, lo que provoca el hallazgo de un cadáver en la residencia del susodicho que resulta ser el de una autómata que se embarazó y tuvo un hijo tiempo atrás. Ante la posibilidad de que los “parias cibernéticos” puedan procrear como los humanos, la jefa de K, la Teniente Joshi (Robin Wright), le asigna que comience una investigación para encontrar y asesinar al niño o niña que nació de ese parto. El guión de Michael Green y Hampton Fancher -éste último también escribió la obra de Scott- construye de manera meticulosa la psicología del personaje de Gosling vía la marginación social que sufren los replicantes, el desprecio de los otros robots por el canibalismo implícito de su profesión, el hecho de que Joshi lo considera poco más que un títere y en especial una soledad de fondo que lleva a K a refugiarse en una suerte de novia estandarizada holográfica, Joi (Ana de Armas), a la que respeta y quiere mucho. Más allá de la habitual intervención del veterano de turno, el inefable Ford, la verdadera sorpresa que se reserva el film pasa por su poderío discursivo irrefrenable -y para adultos- en medio de un contexto hollywoodense que cada vez que pretende reflotar un trabajo de otras épocas termina entregando un bodrio gigantesco sin alma ni corazón, justo como todo ese cine basura de superhéroes y aledaños. Al igual que Roy Batty, el legendario replicante que interpretó Rutger Hauer, y el propio Deckard, el protagonista funciona como la síntesis perfecta entre las contradicciones humanas, la inteligencia artificial, la explotación/ esclavitud capitalista, la incertidumbre general de nuestros días y la deshumanización progresiva de estados homologados cada vez más a corporaciones con delirios de control absoluto; todo un combo que asimismo vuelve a presentarnos la innegable verdad de que los androides a fin de cuentas son más sensatos y piadosos que los humanos y precisamente por ello constituyen el “siguiente estadio” en la evaluación de la vida inteligente (hacia allí mismo va dirigido el telón de fondo de la reproducción robótica y los devaneos identitarios/ solipsistas). Desde ya que la contracara de la ponderación de los autómatas es la degradación moral de comunidades que viven sumidas en una férrea división en clases sociales que responden a realidades totalmente distintas: el vulgo metropolitano se mueve como un monstruo pasivo consumista sin rostro y el resto del enjambre vive en la miseria, lejos de cualquier panacea tecnológica del ayer…
Ausencia de desparpajo Gran parte del horror como género cinematográfico previo al 2000 estaba conformado por propuestas similares a la presente El Origen del Terror en Amityville (The Unspoken, 2015), no obstante sinceramente aquellas eran más dignas y poseían los cojones necesarios para ir más allá -en materia de sexo y gore- de lo que suele ser el estándar de los films de hoy en día. Si obviamos los sustos baratos y aniñados, basados a su vez en la dialéctica de los fantasmas y los jump scares cronometrados que tanto les gustan al mainstream y al indie de los últimos años, la obra que nos ocupa funciona como un representante de aquella colección de productos que desde el bajo presupuesto pretendían ofrecer al público un buen rato y poco más, aunque involuntariamente en el trajín terminaban despertando alguna que otra carcajada y ventilando cada uno de sus inconvenientes y sus decisiones poco acertadas. El tono clase B lo cubre prácticamente todo y así la película nos somete a una infinidad de problemas que pueden caer simpáticos o insoportables según la disposición de cada espectador y -por supuesto- el bagaje formativo/ el conocimiento acumulado que tenga de los resortes prototípicos del género (y mejor ni hablar de la paciencia eventual al momento del visionado): aquí tenemos un prólogo vinculado al combo “demonios/ posesiones/ exorcismos” que luego deriva en una estructura narrativa que unifica el sustrato retórico de las casas embrujadas con una crónica criminal de fondo, todo con algo de gore ochentoso, muchos fenómenos paranormales, una historia de amor lésbico, vueltas de tuerca tan ridículas como entrañables, personajes unidimensionales, buenos actores desperdiciados y el clásico abuso de la música estridente para marcar los instantes en que deberíamos gritar. Si bien el terror recientemente nos regaló films gloriosos como Te Sigue (It Follows, 2014), The Babadook (2014), La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), No Respires (Don’t Breathe, 2016) y Avenida Cloverfield 10 (10 Cloverfield Lane, 2016), a decir verdad la catarata de productos fallidos siempre les pisa los talones vía la repetición de fórmulas que sólo recuperan su potencia discursiva cuando caen en manos de un artesano con talento, pero este no es precisamente el caso del realizador y guionista de turno, Sheldon Wilson, un especialista en convites berretas para televisión y apenas recordado por haber dirigido en 2009 una continuación más o menos potable de la muy superior Screamers (1995), uno de los últimos guiones firmados por el genial Dan O’Bannon. Lamentablemente la propuesta en términos narrativos es demasiado torpe y hasta en ocasiones algo aburrida. El principal elemento redentor es la presencia de Jodelle Ferland como la protagonista, ahora interpretando a una chica que debe cuidar a un nene que se muda junto a su madre a una casa con un pasado de muertes y desapariciones, un esquema que asimismo se conecta con su noviecita y la banda de rufianes amigos de esta última, quienes escondieron droga en el sótano del hogar y pretenden recobrarla cuanto antes. Ferland es una gran actriz que se hizo conocida por Tideland (2005) y trabajó en varias obras del género como Terror en Silent Hill (Silent Hill, 2006), Los Mensajeros (The Messengers, 2007), Caso 39 (Case 39, 2009) y las muy interesantes La Cabaña del Terror (The Cabin in the Woods, 2012) y The Tall Man (2012). Los otros dos ítems que nos rescatan -en parte- del desastre total de las premoniciones de ultratumba y las puertas que se abren y cierran solas son la intervención del siempre eficaz Neal McDonough como un agente de policía y la inesperada energía del desenlace, cuando por fin los maleantes ingresan al enclave embrujado. Dejando de lado la hiper aclaración del título en castellano en torno al hecho de que hablamos de una suerte de “precuela para nada oficial” de Aquí Vive el Horror (The Amityville Horror, 1979), la mediocridad de la película y de muchos de los cineastas actuales pide a gritos que se incremente el desparpajo y se abandonen los automatismos y toda esa corrección política…
La eterna reconstitución Las entradas de la franquicia Lego se volvieron una suerte de placer culpable para muchos adultos porque si bien las fórmulas narrativas están indudablemente emparentadas con el cine infantil, a decir verdad el manojo de referencias y el contexto nostálgico resuenan fuerte entre los espectadores más entrados en años, especialmente los de 30 para arriba. En Lego Ninjago: La Película (The Lego Ninjago Movie, 2017) ya se nota un poco de cansancio en las premisas de base pero la experiencia en general todavía cumple en lo que respecta al arsenal cómico y aventurero, un esquema que combina por un lado muchos chistes autoconscientes acerca de los estereotipos que trabaja el relato y por el otro una serie de secuencias de acción enmarcadas en un ridículo controlado por la idiosincrasia de los juguetes en cuestión y de las “figuritas” humanas protagónicas que los complementan. Considerando que hablamos de un enorme vehículo para explotar/ posicionar los productos de la dinamarquesa The Lego Group, la compañía dedicada a la fabricación de juguetes más grande y poderosa del mundo (superando en ventas a otros monstruos del rubro, como por ejemplo las norteamericanas Mattel y Hasbro), la obra cinematográfica que nos ocupa es bastante potable y se las arregla para mantener viva -con dignidad y una buena dosis de desenfreno- aquella llama que encendieron las superiores La Gran Aventura Lego (The Lego Movie, 2014) y Lego Batman: La Película (The Lego Batman Movie, 2017). El cóctel narrativo se repite al pie de la letra porque aquí volvemos a encontrarnos con un tirano que pretende destruir la ciudad de turno, construida por supuesto con esos coloridos ladrillos de plástico de siempre, y una bella reconstitución personal/ familiar por parte del protagonista. La propuesta mantiene además la tradición de mezclar el mundo real con el imaginado para el “entorno Lego” ya desde el mismo prólogo, cuando un niño (Kaan Guldur) entra a una tienda de antigüedades y se topa con el dueño, el Señor Liu (Jackie Chan), el cual le comienza a relatar la historia en sí del film. Ninjago es una ciudad que funciona como la sede de una eterna lucha entre el malvado Lord Garmadon (Justin Theroux) y una fuerza secreta de ninjas comandada por el Maestro Wu (Chan de nuevo), nada menos que el hermano del villano. La cosa se complica todavía más porque el verdadero protagonista de la faena es Lloyd (Dave Franco), a su vez hijo de Garmadon y miembro del equipo de ninjas, quienes -al igual que el “malo, súper malo”- controlan robots gigantes capaces de las más grandes y estrambóticas hazañas. Desde ya que la trama canaliza semejante revoltijo sentimental hacia un eventual viaje de reconciliación entre el padre abandónico y su hijo hiper sensible, un joven que desea acercarse a su progenitor en una coyuntura de lo más bizarra que nuclea citas a los enclaves de las artes marciales, los mechas y hasta el anime. Hay que ser justos con el film y en primera instancia afirmar que podría haber sido mucho más gracioso si no apostase tanto a seguro en el ámbito retórico más macro (aun así el metraje incluye un cúmulo de gags tan inteligentes como adorables, bien en sintonía con los del resto de la saga), no obstante Lego Ninjago: La Película asimismo padece de elementos contextuales que escapan al margen de influencia de la obra en sí, como el hecho de que la susodicha explota una línea de juguetes no muy conocida por el público masivo (los Lego Ninjago empezaron a producirse en 2011 y apuntan en especial a los consumidores más pequeños) y el detalle de que las dos entradas previas venían bendecidas de antemano (La Gran Aventura Lego representó toda una novedad dentro del cine infantil porque nos ofrecía un espectáculo fastuoso con los bloquecitos conocidos por todos, y por su parte Lego Batman: La Película le sacaba el jugo al costado más freak del famoso personaje de Bob Kane y Bill Finger). No hay que escarbar demasiado para hallar la melancolía de fondo del relato, su mayor fortaleza por cierto, esa tendencia a la remembranza implícita de una niñez más simple y reducida a los conflictos/ potencialidades familiares fundamentales, las cuales siguen marcando la vida adulta -para bien y para mal- en cada pequeña decisión…
Aquella bella extravagancia La carrera del enorme Steven Soderbergh reúne dos características que la hacen única en el cine norteamericano de las últimas décadas: en primera instancia podemos decir que el señor siempre hizo lo que quiso a nivel de la elección de proyectos de lo más variopintos, y en segundo término el estadounidense cuenta con el talento y la imaginación suficientes para aprovechar esa libertad generando propuestas interesantes e imprevisibles, capaces de continuar sorprendiendo por más que hoy esté atravesando su cuarta década de trayectoria (ambos rasgos deberían ir siempre hermanados en el campo del arte porque un margen de acción sin agudeza e ingenio -y viceversa- es lo mismo que nada). Tal es la singularidad de su trabajo que el susodicho suele borrar los límites entre el indie y el mainstream a caballo de un inconformismo de fondo al que le importa soberanamente un comino las categorías. Como era de esperar, La Estafa de los Logan (Logan Lucky, 2017), su regreso a la dirección luego de las algo lejanas y maravillosas Efectos Colaterales (Side Effects, 2013) y Behind the Candelabra (2013), respeta esta senda de antaño y hasta se permite jugar con el propio pasado, aquí reformulando aquella saga compuesta por las simpáticas La Gran Estafa (Ocean's Eleven, 2001), La Nueva Gran Estafa (Ocean's Twelve, 2004) y Ahora Son 13 (Ocean's Thirteen, 2007), quizás lo “peorcito” que hizo en la década previa. La fórmula es en esencia exactamente la misma porque hablamos de una heist movie hasta la médula, aunque ahora volcando la narración hacia el corazón precario del este de Estados Unidos y una entonación general cercana a lo que sería una comedia entre encantadora y absurda, un combo que por cierto arroja resultados positivos y reconfirma la perspicacia de Soderbergh. En esta ocasión el objetivo está vinculado a robar el dinero que genera una competencia automovilística perteneciente al circuito NASCAR a través del sistema de tubos neumáticos utilizados para mover los dólares durante el evento. Como el título lo adelanta, los responsables del atraco son los miembros de la familia Logan, léase Jimmy (Channing Tatum), Clyde (Adam Driver) y Mellie (Riley Keough), asistidos a su vez por Joe Bang (Daniel Craig), un convicto experto en cajas de caudales. Los pormenores del asunto involucran sacar y regresar a éste último de prisión, incorporar a sus tontos hermanos Fish (Jack Quaid) y Sam (Brian Gleeson) al saqueo y principalmente explotar el tubo neumático en el transcurso de la carrera y dedicarse a aspirar el efectivo cual polvo en el piso. Aquí no hay planes enrevesados ni fetichismo tecnológico, sólo la inefable improvisación humana. De hecho, el encanto de la película pasa precisamente por esa inteligente y placentera humildad que asimismo cuadra de manera prodigiosa con la desnudez retórica que le imprime el realizador a la faena, siempre aprovechando los hilarantes diálogos del guión de Rebecca Blunt y dejando espacio para que la mundanidad -tan ridícula y cotidiana como identificable- de los personajes se presente sin cesar a lo largo de un desarrollo muy simple y ameno. El influjo obrero y suburbial, bien de revancha ante las injusticias de un sistema/ estado que relega a gran parte de la población al olvido y la marginación, aparece en primer plano en La Estafa de los Logan ya que su eje es la lucha de un grupo de “hormigas” contra un “elefante” gigante y poderoso. Más allá de las geniales intervenciones de Seth MacFarlane y Hilary Swank, el que verdaderamente se destaca es Craig, aquí con el pelo teñido de rubio, pelando un acento insólito de West Virginia y mostrándose de lo más histriónico. Una vez más Soderbergh enarbola una sutileza formal y una irreverencia conceptual que nada tienen que ver con el conservadurismo patético del público y la crítica de derecha de nuestros días, quienes frente a la más mínima reconstitución de las premisas de siempre, o ante cualquier dejo de militancia artística ambiciosa, comienzan a llorar como nenitos caprichosos y autoritarios. La película se parece al pasado del director y a la vez se distancia vía una bella extravagancia que se mezcla con la trivialidad de los protagonistas y su astucia a la hora de encajar las piezas del rompecabezas del robo, logrando en el trajín traicionar expectativas y sacarle el lustre a las caper movies más austeras y minimalistas...