Simpático homenaje a la ingenuidad paranoica de la década del '50 y la ciencia ficción en general. Sin volar demasiado alto y con una animación eficiente, el filme mantiene un encanto simplón invirtiendo la clásica premisa de las invasiones alienígenas (ahora nosotros somos los seres extraños). Entretenida y amigable...
Mimetismo y moralidad Parece que Robert Zemeckis continúa obsesionado con la idea de maquillar a los muertos a partir de su millonaria tecnología para capturar los movimientos de los intérpretes y construir a posteriori animaciones en extremo realistas. Nuevamente nos topamos con un producto ostentoso, ambivalente desde el punto de vista afectivo, demasiado mecanicista y hasta por momentos hueco en su mimetismo inescrupuloso, cercano a los video juegos en primera persona. Bajo la excusa de ampliar los horizontes cinematográficos el director reincide por tercera vez consecutiva en el 3D de maniquíes tiesos a la Final Fantasy (Final Fantasy: The Spirits Within, 2001). Aunque se percibe en pantalla el enorme presupuesto invertido, en términos formales Los fantasmas de Scrooge (A Christmas Carol, 2009) no pasa de ser un esbozo inerte de lo que en un futuro próximo será una verdadera revelación... Ahora bien, si consideramos los dos eslabones anteriores debemos reconocer que la mejoría resulta innegable en lo que respecta a la estilización general y el concepto por detrás del film. Para el caso sólo hace falta recordar que esta suerte de trilogía comenzó con una “obra para nadie” como El Expreso Polar (The Polar Express, 2004), prosiguió con una “epopeya para adultos” como Beowulf, la leyenda (Beowulf, 2007) y hoy desemboca en una nueva adaptación de Un cuento de navidad de Charles Dickens, dirigida principalmente al público infantil y/o adolescente. La propuesta gana en riqueza y vitalidad gracias al inagotable desparpajo de su protagonista absoluto, nada más ni nada menos que Jim Carrey. El actor ofrece otra de sus maratones compositivas y bien podemos afirmar que él solo lleva adelante la película a través de su imaginación histriónica y gestualidad desproporcionada. La trama es la misma de siempre: Ebenezer Scrooge es un prestamista mezquino que odia a todos por igual. Empleado, sobrino y distintas almas caritativas que se cruzan en su camino sufren el maltrato propio de alguien que no disfruta del contacto social; mucho menos durante las vísperas de las festividades de fin de año. Una noche su rígido semblante se trastoca con la aparición de su socio fallecido, quien le anuncia la visita de tres fantasmas correspondientes a las navidades pasadas, presente y futuras. Cada uno de ellos le brindará visiones sombrías de una verdad que ha preferido olvidar -o dejar de lado- en función de su egoísmo. Carrey le pone el cuerpo y la voz tanto a Scrooge como a los espíritus, un conjunto de agentes moralizadores que ponen de manifiesto cómo la ignorancia y la necesidad de los hombres conducen al individualismo y destruyen la solidaridad y el amor. En papeles secundarios encontramos a profesionales del calibre de Bob Hoskins, Gary Oldman, Robin Wright Penn, etc. Desaprovechados y con pocas líneas de diálogo, apenas si constituyen una base de apoyo para el canadiense dentro de un guión respetuoso para con el original aunque algo insulso. Por suerte en esta ocasión Zemeckis bajó el nivel de la pirotecnia visual, incrementó la paleta de colores y acortó el metraje final. El esquematismo en el diseño de los personajes, en especial en lo referido a rostros y movimientos, vuelve a ser el mayor inconveniente dentro de un patrón de representación barroco que deambula perdido entre la reproducción automática de lo real y la creación animada. Los fantasmas de Scrooge supera los últimos traspiés de la Disney pero queda muy detrás de proyectos tecnológicamente similares como Avatar (2009), el esperado regreso de James Cameron...
Onanismo sentimental Caía de maduro que en la franquicia Crepúsculo los días de la realizadora Catherine Hardwicke estaban contados. Su desempeño en el film del 2008 había sido un tanto inconsistente y en general sus devaneos no convencieron a nadie. Parece que en Summit Entertainment con la llegada de Chris Weitz planearon un reemplazo del tipo “anodino standard por anodina insípida”: hoy arriba a las salas de todo el mundo la primera secuela del lote, la curiosamente inferior Luna Nueva (The Twilight Saga: New Moon, 2009). Si recordamos que ya la anterior era un refrito simplificado de Buffy, la cazavampiros, no podemos exigir originalidad aunque sí un poco de vuelo. Ahora el tópico “adolescente embelesada con un vampiro” se expande gracias a un triángulo amoroso con un hombre lobo… El desarrollo narrativo aporta diálogos ajustados, cortesía de la reincidente Melissa Rosenberg, pero no consigue hacer avanzar la historia (sabemos que Stephenie Meyer no tenía experiencia previa, sin embargo el relato no va más allá del arquetipo del melodrama). Formuladas estas consideraciones, nos volvemos a topar con una película lánguida, melosa, sincera en su parsimonia, de excesiva duración y dirigida al público femenino de corta edad. Por supuesto regresan Bella Swan (Kristen Stewart), Edward Cullen (Robert Pattinson) y Jacob Black (Taylor Lautner), los tres vértices en conflicto. Resulta hilarante presenciar la sucesión de escenas, todas muy similares: ella está triste porque se fue su amor, luego entra en una depresión y finalmente prueba con varios intentos de suicidio. La propuesta repite la estructura a rajatabla: poquísimos enfrentamientos, algunos detalles generacionales y cada situación con su correspondiente verborragia explicativa, bien explícita en su onanismo sentimental. Nunca nadie se complicó tanto la vida por dos personas con las que apenas se besó un par de veces (no olvidemos que el sexo tampoco estuvo ni estará involucrado, Meyer es una cristiana devota...). Cullen se borra al principio “para protegerla”, Black aprovecha para mostrar los colmillos y la señorita sigue cabizbaja. En esta ocasión se incrementó el número de secuencias de acción y los CGI en consonancia mejoraron bastante, sin llegar a lucirse ni mucho menos. A pesar de estas “concesiones” destinadas a hacer más digerible un combo esencialmente romántico, los espectadores masculinos están advertidos sobre la naturaleza lacrimógena del film. Uno no deja se sorprenderse de cómo las mujeres pueden disfrutar de dos horas de histeriqueo cruzado. El elenco cumple dentro de un producto torpe y demasiado cursi, aunque eficaz a su manera...
Bodrio helado Consideremos por un momento las dos escenas con las que comienza la soporífera Terror en la Antártida (Whiteout, 2009). Primero tenemos a un lindo grupito de rusos en los ’50 disparándose los unos a los otros dentro de un avión en vuelo sobre el continente blanco; por supuesto todos terminan besando la nieve. Luego cortamos a una base norteamericana en la actualidad con un montón de yanquis nabos corriendo en pelotas por ahí. Como si esto fuera poco, inmediatamente la hermosa Kate Beckinsale se desnuda y toma una ducha. Desde el vamos que nadie se haga ilusiones porque la señorita se pasa el resto del film vestida (parece que en serio hace mucho frío...). Ahora bien, aquellos que busquen algo de “terror” también se sentirán defraudados debido a que estamos ante un policial muy insípido centrado en una serie de asesinatos alrededor del contenido de unos tubos metálicos. Tan esquemática y berreta es la propuesta que ya en esas dos secuencias iniciales conocemos a los responsables de los crímenes, sus motivaciones y el contexto general. Por si algún colgado todavía no vio El enigma de otro mundo (The Thing, 1982) o 30 Días de Noche (30 Days of Night, 2007), aquí va el detalle principal: el invierno en la Antártida dura seis meses. Así las cosas, la jefa de policía local Carrie Stetko (Beckinsale) cuenta con sólo tres días para resolver este demacrado misterio antes de que la oscuridad absoluta reclame sus dominios. El elenco deambula perdido sin saber qué hacer con un guión que refrita -sin nada de talento- gran parte de los estereotipos del cine de acción de los ‘80. El realizador Dominic Sena sigue sin ofrecer un producto rescatable desde la lejana Kalifornia (1993). De hecho, este es su patético regreso a la dirección luego del díptico compuesto por las lastimosas 60 Segundos (Gone in Sixty Seconds, 2000) y Swordfish (2001). Los CGI son rudimentarios, el gore está insertado a presión, los enfrentamientos resultan intrascendentes y la bendita “vuelta de tuerca” se ve llegar con muchísima anticipación. Más estúpida que obvia, la película se hunde en lo más profundo del freezer...
A quemarropa Para aquellos que no lo sepan, antes de iniciar carrera en el mundo del cine el realizador Olivier Marchal fue oficial de policía. La lamentable MR 73: La última misión (MR 73, 2008) viene a cerrar su trilogía sobre el film noir norteamericano más hardcore. Decidido a revisitar “a la francesa” tópicos varios como la corrupción, la marginalidad, la autodestrucción, el trabajo encubierto y las batallas de egos, ahora se vuelca con pobres resultados hacia el thriller de pulso sádico cercano a Pecados capitales (Se7en, 1995). Ya en las entretenidas aunque no muy originales Gangsters (2002) y El muelle (36 Quai des Orfèvres, 2004) se percibía que al exacerbar la fórmula “realismo de manual- protagonistas compungidos- suburbios inmundos”, el combo podría darse vuelta y tocar fondo estrepitosamente. Pero a decir verdad nada hacía prever semejante catarata de estereotipos mal administrados y golpes bajos entre dolorosos e inexplicables. De Hollywood sólo queda un ritmo monótono, un tono ampuloso y muchísimos clichés. Copiando lo peor y marginando los elementos interesantes, la película hace culto de su trama dividida. Por un lado tenemos la historia de Louis Schneider (personificado por el versátil Daniel Auteuil), un agente borrachín que perdió a su familia en un accidente y hoy investiga a un asesino en serie que viola y mata a mujeres de buen pasar. Mientras tanto Justine (Olivia Bonamy) hace lo que puede para evitar la salida de prisión de Charles Subra (el inefable Philippe Nahon), un homicida responsable del fallecimiento de sus padres. En especial llama la atención la hilarante “escena del arresto”, cuando el sospechoso se saca de encima a dos oficiales armados golpeándolos con un balde... por supuesto todo termina con lluvia, el clásico finado y un grito al cielo. Auteuil ofrece una de esas interpretaciones que los actores creen que son “arriesgadas”; no obstante reconfirma otro lugar común del género, la redención. El tufillo seudo existencial, una duración excesiva y la ausencia de novedades son detalles que desembocan en una triste muerte a quemarropa...
Con mis drugos al ataque vamos a ir... Había una vez una Argentina en la que las bandas de rock obedecían a una determinada estructura paradigmática: salvo contadas excepciones, siempre nos encontrábamos con un virtuoso, un gran letrista, un buen cantante y un “don nadie” especializado en cultivar el perfil bajo. Los roles a veces se superponían en una misma persona pero resulta innegable que estas características dominaron la escena desde el surgimiento del movimiento a fines de los ’60 hasta la pauperización estilística de principios de los ’90. Con el menemato y la miseria social extendida el nivel de calidad cayó en picada arrastrando a todos tras de sí. Si pensamos en Los Violadores, la agrupación pionera del punk criollo, los señores no escapan a esta regla general. Aunque en sus orígenes a comienzos de los ’80 patearon el tablero atacando de lleno a los músicos multiinstrumentistas de entonces, ellos también reprodujeron aquel clásico esquema del “rock nacional” (era inevitable, estaba inscripto en su identidad cultural). Cumplidos treinta años del puntapié inicial de una vertiente que a posteriori nunca pudo superar el impulso innovador del primer momento, hoy llega dentro de la andanada revisionista contemporánea el documental Ellos son, Los Violadores (2009). El trabajo abarca toda la carrera del grupo centrándose principalmente en el despegue en plena dictadura, el proceso subsiguiente de consolidación, las internas que derivan en la separación de la alineación histórica y la reciente vuelta al ruedo con integrantes alternativos. A pesar de algunos problemas técnicos durante las entrevistas y una edición un tanto desprolija, el film sin embargo mantiene el interés ofreciendo los testimonios de Pil Trafa, El Polaco, Sergio Gramática y Hari- B, más aportes de los actuales El Niño, Sergio Vall y El Tucán (Stuka no fue de la partida). Los registros en vivo demuestran ser escasos. De hecho, mientras que del preámbulo under sólo queda un puñado de videos inescuchables en Súper 8 y VHS, en contraste el DVD domina los ensayos y las presentaciones de la última formación. Distintos periodistas, managers y colegas contextualizan los acontecimientos narrados en primera persona y cumplen el rol de un locutor en off tácito, uno bastante monocorde por cierto. Quizás con menos participación de bandas mediocres, un mayor número de temas y un análisis más inteligente, la propuesta podría haber llegado mucho más lejos. Los días de gloria pasaron pero aún así el presente conserva la dignidad...
El pulpo y la voluntad de vivir Desde la década de los ’90 que no se registraba el estreno comercial de una sexta parte, circunstancia que señala la gran base de fans que posee la saga que nos compete. El juego del miedo 6 (Saw VI, 2009) rankea entre lo mejor de la serie, específicamente la primera trilogía, y se alza por sobre casi todos los productos industriales que circulan en la actualidad, sean del género que fuesen. Mientras que el film por un lado ofrece más rehabilitaciones sádicas y explica muchos detalles del rompecabezas narrativo construido en los eslabones previos, por el otro desarrolla con maestría la sociedad conformada por Jigsaw (Tobin Bell), Hoffman (Costas Mandylor) y la terrible Amanda (Shawnee Smith). Superando con amplitud esa suerte de “película de transición” que fue El juego del miedo 5 (Saw V, 2008), la nueva entrada no sólo recupera en buena medida la tensión asfixiante y el minimalismo punitivo de la original, sino que además sorprende al profundizar el siempre interesante sustrato ideológico y elegir un enemigo pertinente que hasta este momento había estado flotando en las anteriores sin llegar a ser protagonista. Nos referimos al sistema de salud imperante en Estados Unidos, basado en coberturas prepagas y planes concretos “seleccionados” por el afiliado. A través de los “juegos” del título y diálogos muy inteligentes, se denuncia a este régimen plutocrático sustentado en la eterna estafa. De hecho, la principal victima en esta instancia es William (Peter Outerbridge), un directivo de una típica “aseguradora de la salud” que deberá atravesar con éxito cuatro pruebas en sesenta minutos si no desea que un conjunto de granadas sujetas a sus tobillos y muñecas exploten al unísono. Por supuesto que el señor rechazó la solicitud de Jigsaw para un tratamiento experimental contra el cáncer en función de la bendita “política de la compañía” y distintos cálculos de su propio cuño... John le hará entender hasta qué grado la voluntad de vivir no está presente en dichas ecuaciones. Con la muerte enfrente los pronósticos económicos pasan a segundo plano y todos apreciamos fervorosamente la vida. Llama la atención que la opera prima de Kevin Greutert, el histórico editor de la franquicia, acumule tantos puntos a favor luego de lo que asomaba como un estancamiento creativo, quizás no vinculado a una estabilidad carente de la fuerza de antaño aunque sí a un continuo salto hacia delante que enmarañaba aún más la trama sin razón aparente. Exacerbando el ritmo frenético de los policiales paranoicos, el film vuelve a combinar el terror de torturas con el thriller suburbano para desparramar vísceras con perspicacia y originalidad. Los guionistas Patrick Melton y Marcus Dunstan son los responsables de los vaivenes de esta segunda trilogía y aquí se juegan de lleno por el suspenso de tono lúgubre. Está claro que la intensidad gore fue en aumento a lo largo de la serie desde la psicología enfermiza de la primera hasta el discurso acabado de esta -por ahora- última entrega. A pesar de las inevitables inconsistencias de una obra colectiva con una vida tan extensa, Saw es sin lugar a dudas “la” saga de horror que marcó para bien la década (cada eslabón genera respeto y ansiedad, consideremos el carrusel...). Más allá de las imitaciones esporádicas y la influencia en productos similares, por suerte Lionsgate y Twisted Pictures siguen apostando a profesionales afines al género. La propuesta actúa como los tentáculos de un pulpo incorporando diferentes elementos estilísticos para diversificarse y multiplicar sus retos.
Corazón clandestino A pesar de ser el quinto relato coral consecutivo del mexicano Guillermo Arriaga, Camino a la redención (The Burning Plain, 2008) es un más que loable ejercicio de estilo por parte de un guionista singular que en esta ocasión ha decidido probar suerte en la silla de director. Recordemos para el caso su colaboración con Tommy Lee Jones, Los tres entierros de Melquíades Estrada (The Three Burials of Melquíades Estrada, 2005), y la trilogía de films realizada en sociedad con su compatriota Alejandro González Iñárritu; integrada por Amores Perros (2000), 21 Gramos (21 Grams, 2003) y Babel (2006). Nuevamente la estructura dividida, los saltos temporales, el ritmo contenido, los personajes taciturnos y una tensión distante vuelven a ser los elementos centrales de una trama no tan ambiciosa como parece a simple vista. Sin adelantar más de la cuenta podemos decir que tres coyunturas se entrelazan a pura sutileza: el tormentoso pasado de Sylvia (Charlize Theron) la conduce a la promiscuidad, Mariana (Jennifer Lawrence) se sobrepone a la muerte de su madre al tiempo que inicia una relación con un joven y Gina (Kim Basinger) mantiene una aventura clandestina en un remolque abandonado, bien lejos de su familia. Existen dos vías de análisis en lo que respecta a la obra de Arriaga, la existencialista y la melodramática. Por supuesto que la primera es “la oficial”, la asumida a conciencia por el cineasta: los cuestionamientos a la moral hipócrita y el retrato minimalista de las contradicciones posmodernas son ingredientes bienvenidos pero ya no causan sorpresa (la originalidad desapareció aunque no hay agotamiento discursivo). Sin lugar a dudas la vertiente melodramática genera mayor satisfacción porque permite distinguir el talento y profesionalidad no sólo del responsable máximo sino también del elenco en su conjunto. A decir verdad la historia gira en torno al personaje de Charlize Theron, aquí por suerte a la altura de las circunstancias. Los conflictos cruzados, la impotencia provocada por múltiples pérdidas y un perdón siempre escurridizo son las estaciones de una película que administra sabiamente idas y vueltas narrativas. El rico trasfondo social regresa en la forma de una clase media estadounidense solipsista, una burguesía rural estancada y la infaltable comunidad de inmigrantes mexicanos. Por más que la recurrencia temática juega un poco en contra, hoy casi nadie entrega paisajes del corazón con la naturalidad serena de Arriaga.
Los súper juguetes duran todo el verano Con la versión en 3D de Toy Story 2 (1999) ocurre algo similar a lo que sucedía con la primera parte: la posibilidad de disfrutar en pantalla grande de este clásico de la animación resulta más interesante que la misma adaptación tecnológica. Por suerte los responsables del proceso de digitalización respetaron ambos films y evitaron “retocarlos” para agradar a los más chicos y/ o acercarlos injustamente a los patrones contemporáneos (práctica común en estos días en lo que se refiere a relanzamientos). Sin necesidad de tales menesteres, casi sin quererlo la extraordinaria secuencia de acción del inicio aprovecha por sí sola el 3D. Para aquellos que no lo recuerden, la historia en esta oportunidad deja de lado el esquema de las “buddy movies” y reproduce la estructura de la original haciendo un enroque central: ahora es Woody (Tom Hanks) quien se aleja involuntariamente de la casa de Andy (John Morris) y debe ser rescatado por una cofradía muy llamativa conformada por el Señor cara de papa (Don Rickles), el perro Slinky (Jim Varney), el dinosaurio Rex (Wallace Shawn) y el cerdito- alcancía Hamm (John Ratzenberger). Al mando del inefable Buzz Lightyear (Tim Allen), los juguetes tendrán que vérselas con el coleccionista Al (Wayne Knight). Si antes el énfasis conceptual estaba puesto en los conflictos que acarrea la amistad durante la infancia, aquí el tono del relato se oscurece al sumergirse de lleno en los cambios inevitables que llegan con la adultez. La metáfora de la transformación temporal se nota sobre todo en la presencia de dos personajes humanos: uno es Emily, la que alguna vez fue “dueña” de Jessie (la nueva compañera de Woody), y el otro es el propio coleccionista, dedicado al remate de piezas invaluables (dueño además de una juguetería). La primera representa la “evolución natural” y el segundo la traición total de los principios infantiles. Ya sea por crecimiento o búsqueda de usufructo, los protagonistas se enfrentan a la contingencia de quedarse solos: por supuesto que la solución es una nueva exaltación del cariño entre marginados. Con hilarantes referencias a Jurassic Park (1993) y El imperio contraataca (The Empire Strikes Back, 1980), una trama plagada de gags maravillosos, un guión mucho más dinámico y una mejoría general en los CGI, esta secuela de John Lasseter por momentos hasta supera a Toy Story (1995). Como en el cuento de Brian Aldiss, el encanto de estos “muñecos con vida” pasa por la aceptación de su destino imperecedero...
La infancia puede ser tan competitiva... En una jugada doble que pretende aprovechar el exitoso regreso del 3D en versión remixada y crear expectativa en relación al próximo estreno de la tercera parte de la saga, Disney decidió refritar la siempre rendidora Toy Story (1995). Para aquellos que no lo sepan, estamos hablando de la primera película de Pixar y la obra que en términos concretos dio el espaldarazo definitivo a la revolución de la animación digital. Mucho más un logro técnico que artístico, no obstante el film aún hoy se abre camino luego de tres largos lustros, sabe emocionar desde la simpleza y en buena medida conserva su encanto. Así tenemos nuevamente la historia de Andy (John Morris), un niño que desconoce la interna que despierta entre sus juguetes la llegada del aparatoso Buzz Lightyear (Tim Allen). Sucede que el antiguo favorito, un vaquero de trapo llamado Woody (Tom Hanks), ve con recelo la pérdida de terreno afectivo frente a la competencia. Una jugada del destino hace que ambos terminen lejos de su “dueño” y deban convivir en el peligroso viaje de vuelta al hogar... En suma, otra vez reaparece la vieja y querida “pareja despareja” de las buddy movies en un accidentado periplo de auto- descubrimiento personal y comunitario. A pesar de los enormes adelantos recientes en lo que respecta a los CGI, la propuesta envejeció bastante bien salvo por un pequeño detalle: quedó demasiado elemental el perro de Sid, el vecino sádico especializado en torturar y masacrar juguetes. Dentro de las hasta ahora diez películas de Pixar claramente el período menos interesante es el inicial, el que abarca los tres primeros proyectos de John Lasseter. Para quienes despreciamos la producción del Disney tradicional, por supuesto que la presente, Bichos (A Bug''s Life, 1998) y Toy Story 2 (1999) fueron una maravillosa novedad, por momentos exquisita. Pero el tiempo no pasa en vano y aquellos opus han sido superados por las ambiciosas realizaciones de Andrew Stanton, Buscando a Nemo (Finding Nemo, 2003) y Wall-E (2008), y su colega Brad Bird, Los Increíbles (The Incredibles, 2004) y Ratatouille (2007). Tanto Cars (2006), también de Lasseter, como los dos aportes de Pete Docter, Monsters, Inc. (2001) y Up (2009), mantuvieron la excelencia visual, el toque humanista y los chispazos de humor astuto característicos de la compañía. Si fuera por la Disney todavía estaríamos sufriendo la sonsera entre conservadora y sonámbula de los eternos huerfanitos. Más allá de la pobreza general de los productos DreamWorks y los tristes intentos mainstream de reflotar la animación clásica, guste o no los CGI están aquí para quedarse; muestra irrevocable de ello es la extraordinaria Lluvia de hamburguesas (Cloudy with a Chance of Meatballs, 2009). La tecnología 3D no agrega nada a la Toy Story que ya todos conocen y han disfrutado en innumerables ocasiones, el atractivo en esta oportunidad es exclusivamente retro: la pantalla gigante es más funcional que los anteojitos. Hoy podemos volver a deleitarnos con esta simpática parábola acerca de la amistad durante la infancia...