Hola, venganza Que los surcoreanos vienen salvando del tedio y el estancamiento terminal al cine de género desde hace -por lo menos- dos décadas no es precisamente una novedad a esta altura del partido, ya que mientras que los estadounidenses y sus secuaces del resto del globo se la pasan infantilizando las historias y saturando de CGI a las imágenes, los asiáticos en cambio exacerban el sustrato dramático, suelen regalar toneladas de gore y para colmo gustan de quebrar todos los tabúes posibles en materia de lo “políticamente correcto” a nivel de la estructura del relato y los vínculos varios entre los protagonistas, esos que por lo general derivan en tragedias más grandes que la vida misma. Sumada a la clásica combinación de géneros y estilos narrativos (ésta es una característica común a toda la producción cinematográfica del lejano continente), muchas veces en las propuestas surcoreanas descubrimos una intención para nada sutil de salir a pelearle a Hollywood en su propio terreno, léase el “gran espectáculo”, pero sustituyendo la impersonalidad de los films actuales de los estudios norteamericanos por una identidad autoral a la vieja usanza. La película que nos ocupa, La Villana (Ak-Nyeo, 2017), es otro ejemplo de la capacidad de los realizadores de Corea del Sur para construir cocoliches maravillosos que parecen sabotear cualquier pretensión de definirlos dentro de un solo enclave, porque en este caso hablamos de una epopeya dividida en tres partes bien concretas: el primer tercio del metraje funciona como un thriller de acción con un pulso vertiginoso similar al de obras como Sin Control (John Wick, 2014) y Hardcore: Misión Extrema (Hardcore Henry, 2015), el segundo capítulo adquiere la forma de un melodrama algo freak y finalmente el último tramo apuesta sus fichas a una fábula de espionaje que encaja las piezas previas para erigir otra de esas tragedias recargadas -y muy lunáticas- a las que son tan adeptos los asiáticos. Como si lo anterior fuese poco, la premisa nos presenta una antiheroína que saluda a la venganza como se saluda al vecino que se ve todos los malditos días, un esquema que asimismo le debe mucho a los primeros trabajos de John Woo, a algunos opus de Johnnie To y en especial a aquel Luc Besson de Nikita (1990) y El Perfecto Asesino (Léon, 1994). Considerando lo limitado de la historia, y cómo la susodicha se va desarrollando mediante flashbacks y flashforwards de la más variada índole, aquí conviene dar las menos precisiones posibles sobre el argumento y apenas decir que se centra en Sook-hee (Kim Ok-bin), una señorita que en la primera escena se carga a un verdadero ejército de hombres y que pronto termina en las manos de una agencia gubernamental que la condiciona como asesina sobre la base de un entrenamiento precedente igual de brutal. De hecho, el convite abre y cierra con dos de las mejores escenas de acción -por lejos- de los últimos años, la primera enarbolando una toma secuencia subjetiva que sólo en el final cambia a planos objetivos aunque hiper pegados al cuerpo, y la segunda retomando esta extraordinaria fijación con la cercanía a una dinámica homicida tan pomposa como original. El realizador y guionista Jung Byung-gil, en esta oportunidad entregando su segunda película de ficción luego de la también delirante y esplendorosa Confesiones de un Asesino (Nae-ga sal-in-beom-i-da, 2012), aprovecha al máximo las ventajas que ofrece el entramado tecnológico digital del presente para lograr escenas que dejan sin palabras al espectador y no muestran sus hilos de manera grotesca como sí hacen los norteamericanos yéndose de mambo todo el bendito tiempo en géneros como la fantasía y las aventuras: por el contrario, hoy la ambición del director se traduce en pequeñas odiseas visuales que articulan la fluidez y la energía con aquella visceralidad del antiguo cine de acción puro y duro, el de “matar o morir” sin piedad, alicientes morales, one liners bobaliconas o chistecitos al paso que relajen el nervio congénito del relato para que las almas sensibles y tímidas tengan respiro. Sin dudas lo que muchas veces se extraña en el cine contemporáneo es precisamente el desquicio que Jung plasma a lo largo de La Villana, capa visible de una valentía progresista que apunta al mercado internacional ofreciendo un combo con un poco de todo para que cada uno disfrute del ingrediente específico que se amolde a su paladar. Ahora bien, más allá de las dos secuencias ya mencionadas, la propuesta cuenta con otros instantes gloriosos de acción (pensemos en la lucha con sables arriba de las motos o la breve aunque muy poderosa -y sangrienta- contienda en paños menores) y logra que las vueltas más ridículas de la trama se sostengan con una generosa armonía estructural que sería totalmente impensada en los productos de casi cualquier otra cinematografía nacional que no sea la surcoreana (la maternidad de Sook-hee, su reconversión a actriz teatral y todos los giros que se suceden a partir de su boda son claros ejemplos de ello). Desde ya que por momentos a Jung se le va un poco la mano con una catarata de “sorpresas” que no lo son del todo porque en la mayoría de los casos llaman la atención por la sola arquitectura explícitamente no cronológica de la experiencia en su conjunto, sin embargo no se puede pasar por alto la intensidad de esta gesta de revancha y justicia al repalazo, vía una reconstitución identitaria que de tanto en tanto se ubica en la misma sintonía de la eficacia y la memoria fracturada de esa máquina de la muerte llamada Jason Bourne. Si a Kill Bill: Vol. 1 (2003) y Kill Bill: Vol. 2 (2004) le cortásemos los diálogos redundantes y la impostación sentimental amigable para con el público femenino, de seguro tendríamos una obra similar a La Villana, una epopeya ciclotímica que se hace un festín unificando la acción impiadosa y adrenalínica de los videojuegos de disparos o shooters -en primera o tercera persona, es indistinto- y una mecánica narrativa que lleva las catástrofes personales hasta las últimas consecuencias, esas que nos dejan con un único paliativo capaz de traer algo de paz: el ver sin vida el cuerpo de los victimarios y/ o responsables de tamaño dolor.
La maternidad abnegada Ya sabemos de sobra que el séptimo arte es el terreno del ensueño, la magia, la ilusión y todas esas pavadas que componen lo que suele ser el corazón del eslogan del mainstream estadounidense del último siglo y monedas, una frase hecha que la mayoría del público y la crítica suele repetir cual loros, sin discernimiento de por medio. Ahora bien, como una forma de reforzar lo anterior y recalcar la estrategia narrativa hegemónica en Hollywood desde la década del 80 hasta nuestros días, una de las reglas no escritas pero invariantes del cine norteamericano es la del éxito de la perseverancia: los adalides de las gestas/ odiseas de aventuras, acción o fantasía por lo general salen muy airosos por más que tengan que atravesar un verdadero infierno a lo largo del relato (por supuesto que no siempre fue así, ya que durante los 60 y 70 el nihilismo y el realismo sucio dominaron de lleno la ecuación). ¿Qué mejor lugar para ejemplificar la obstinación de la industria con los finales felices que los thrillers adrenalínicos, en los que al trasfondo de la desesperación de los protagonistas suele sumarse una interminable ristra de acontecimientos que ponen a prueba la suspensión de la incredulidad y el gustito del espectador ocasional por las “emociones fuertes”? Desaparecido (Kidnap, 2017) es el último eslabón de esta cadena basada en personajes variopintos que deben concretar una proeza -cada día más pomposa, acorde con la sobreexcitación sensorial y aséptica/ castrada de todo peligro de la actualidad- que siempre se verá recompensada al final del arcoíris: el título ya aclara de qué va la cosa, basta agregar que el secuestrado es Frankie (Sage Correa), el hijo pequeño de Karla Dyson, una pobre camarera (interpretada por Halle Berry) que para colmo está en plena batalla con el padre por la custodia del niño. Luego de un prólogo bien trash que incluye imágenes del crecimiento de Frankie, algo de maltrato hacia Karla en su trabajo y la visita del dúo protagónico a un parque público, por suerte rápidamente la trama se vuelca al secuestro del nene y una serie de persecuciones automovilísticas tras los captores. El opus fue dirigido por el apenas correcto Luis Prieto, el de la floja remake del 2012 de Pusher (1996), una de las joyas de Nicolas Winding Refn, no obstante el ritmo presuroso y las eficaces escenas de acción compensan el sustrato delirante de todo el planteo, otra de las tantas sobreactuaciones de Berry y lo bizarro que resulta esta combinación de distintos elementos de películas como Roadgames (1981), Máxima Velocidad (Speed, 1994) y Enlace Mortal (Phone Booth, 2002), por nombrar sólo algunas de las obras centradas en el esquema de la manipulación en un contexto asfixiante. Continúa sorprendiendo que todavía nadie haya aprovechado el potencial actoral de Berry, una mujer que a lo largo de su trayectoria se la pasó perdida en los moldes de “femme fatale”, “persona común”, “secundario de relleno” y ahora “madre abnegada”. Dicho de otro modo, si bien es innegable que estamos frente a un vehículo comercial preparado para ella, como lo fue anteriormente 911: Llamada Mortal (The Call, 2013), en esencia el film nunca llega a sacarla de los estereotipos que han poblado su carrera, no ofrece ni un ápice de novedad intra género y encima cae unos cuantos escalones por debajo de esa propuesta de cuatro años atrás en materia de entretenimiento hueco, por momentos logrando invocar el encanto de aquella clase B desatada de antaño. La buena labor en los rubros técnicos necesitaba de un diapasón dramático menos rudimentario y más coherente, lo que deriva en una epopeya demasiado melosa y facilista en el apartado anímico aunque placentera en lo referido al hostigamiento pistero, la angustia, los choques y las amenazas entrecruzadas…
Definitivamente Suburbicon es la mejor película de Clooney en su faceta de director desde la ya lejana Buenas Noches y Buena Suerte (Good Night and Good Luck, 2005): estamos frente a un regreso en términos prácticos al período histórico que más le fascina, léase la primera mitad del siglo pasado, esas décadas previas a la revolución contracultural de los 60 y 70, años que ya había examinado también -aunque con resultados artísticos menos satisfactorios- en Jugando Sucio (Leatherheads, 2008) y Operación Monumento (The Monuments Men, 2014). Hoy el señor deja de lado cualquier pretensión de inspirarse en personajes o anécdotas personales o familiares para meterse de lleno en lo que podríamos definir como el terreno por antonomasia de los principales guionistas del convite, los hermanos Joel y Ethan Coen (como ya comentamos antes, también colaboraron en el armado de la historia el propio Clooney y Grant Heslov, no obstante el tono narrativo es preponderantemente cercano a la sensibilidad de los Coen). El argot cinematográfico que abraza Suburbicon es el del film noir sardónico, ese que más que sólo desnudar las miserias y bajezas de los protagonistas, lo que en realidad hace es construir un retrato de época que resuena bien fuerte en nuestro presente por una infinidad de problemas arrastrados en el tiempo. Todo gira alrededor de la familia del pequeño Nicky Lodge (Noah Jupe), cuyo padre Gardner (Matt Damon) es un burgués mediocre y apagado, su madre Nancy (Julianne Moore) una pobre mujer parapléjica, y su tía Margaret (también interpretada por Moore, porque hablamos de gemelas) una “mega tonta”, tan simplona como aburrida. Mientras la comunidad del título en la que viven, un vecindario de blanquitos conservadores típicos de Estados Unidos, se entretiene martirizando a la primera familia negra que se muda al lugar (incluida la construcción de un muro, impedirles comprar alimentos, acosarlos con estruendos insoportables y una serie de estrategias dignas del Ku Klux Klan), Nicky es testigo de cómo un par de criminales entran una noche a su casa y drogan a todos con cloroformo antes de robarles, lo que rápidamente desencadena la muerte de su mamá por sobreexposición al producto químico. Por supuesto que no todo es lo que parece y la actitud fría de Gardner ante la debacle nos arrima a la certeza de que el asunto está relacionado con un fraude a la compañía de seguros del clan Lodge, frente a lo cual el niño intentará defenderse -cuando descubra la verdad- a pesar de su corta edad y la desproporción existente con los responsables del entramado de engaños. El opus de Clooney es un retrato muy perspicaz e hilarante de esos primeros suburbios de las grandes urbes que bajo la excusa de alejarse del ruido y el smog, se terminaron aislando del resto de las clases sociales y entregándose al racismo, la petulancia y el egoísmo más cobarde/ decadente, circunstancia que a su vez por un lado reprodujo todas las barbaridades de las que se pretendía escapar y por el otro lado las magnificó conceptualmente en espacios más acotados, en un entorno a escala reducida. La actuación del elenco es magnífica ya que ninguno de los actores cae en la caricatura de medio pelo favorita del mainstream, optando en cambio por un naturalismo de inflexión algo farsesca que juega con la economía expresiva y las ironías de fondo de cada situación (las correspondientes al desarrollo del relato en sí). Otros dos elementos que sorprenden son la generosa dosis de gore -para los niveles habituales del Hollywood higiénico actual- y la virulencia satírica para con la derecha retrógrada y hueca norteamericana: ambos detalles se nos aparecen evitando los clichés de los films centrados en “el mundo de los adultos visto a través de los ojos de un niño” y echando mano de un calidoscopio que se pasea por todos los personajes… aunque la historia suele preferir la perspectiva del único verdadero inocente de la faena, Nicky, un purrete muy avispado que comprende rápido lo que sucede pero no puede hacer mucho al respecto más allá de pedir ayuda a su tío Mitch (Gary Basaraba) y -armado de mucha paciencia- esperar que todos los involucrados comiencen a matarse/ fagocitarse entre ellos.
Si hay un subgénero de los dramas históricos que está casi agotado en el cine contemporáneo es sin duda el de los relatos cortesanos o que pretenden retratar las idas y vueltas de la aristocracia y su proverbial decadencia caníbal de siempre. Por suerte de vez en cuando nos topamos con trabajos generosos a nivel de su riqueza intelectual/ artística como la presente Victoria and Abdul, la última y muy interesante película del veterano Frears, un pantallazo en torno a la relación -a fines del siglo XIX- entre la Reina Victoria y Abdul Karim, un muchacho hindú que es traído al Palacio de Buckingham, en Londres, para una ceremonia trivial y termina quedándose allí durante años y años por la misma simpatía del susodicho y el afecto que la monarca le profesa. S bien la estructuración del relato obedece a una partición concreta basada en una primera mitad que coquetea con la parodia de la pose patética e hipócrita de los lambiscones de la nobleza y una segunda parte más cercana al drama de prejuicios y persecución racial una vez que la posición de Abdul en la corte se solidifica, despertando el encono y la envidia de todos, a decir verdad el convite constantemente echa mano tanto del trasfondo cultural británico e hindú como de la parafernalia detrás de las eternas disputas de la vida monárquica, en una doble pretensión de abarcar por un lado la cuestión cultural y por el otro la mundanidad de la convivencia de los personajes. Judi Dench y Ali Fazal son los encargados de interpretar a Victoria y Abdul respectivamente, dos actores estupendos que consiguen la proeza de que los pormenores del vínculo entre ambos sean creíbles a pesar de la evidente distancia general… ella es nada menos que la cabeza del imperio más poderoso del período y él un hombre cuya actitud humilde y servicial para con la reina no desconoce las barbaridades cometidas por los ingleses en la India. Vale aclarar que -contra todo pronóstico, considerando lo errática que viene resultando la carrera de Frears en el mainstream de las últimas décadas- el film es realmente muy gracioso y cuenta con líneas de diálogo y planteos escénicos por demás astutos y oportunos, que nos van revelando distintas capas de los personajes a medida que pasan los minutos y que el cariño crece al extremo de -como señalábamos con anterioridad- provocar los gruñidos del entorno real. Más allá de la habitual pompa de los dramas históricos y sus clichés relacionados con los arcos narrativos de pretensiones nacionales, la obra de Frears siempre va un paso por delante de lo esperado porque examina el sustrato político que se esconde en cada pequeña decisión de la vida hogareña, sea la de la Reina de Inglaterra o de cualquier otra persona, circunstancia que asimismo trae a colación la necesidad de sinceridad/ respeto/ compañerismo en la vejez y de su anhelo homólogo de la mediana edad vinculado con encontrar una profesión/ misión que justifique nuestros días en el planeta. Victoria and Abdul es un retrato sutil de un proceso de complementación mutua -de rasgos muy excepcionales, es cierto- entre dos individuos diferentes que se estiman.
La redundancia ante todo No hacía falta demasiado para superar a Batman v Superman: El Origen de la Justicia (Batman v Superman: Dawn of Justice, 2016), tanto uno de los peores representantes de esta catarata de bodrios de superhéroes de las últimas décadas como una de las peores películas del Hollywood industrial de los últimos años. Y aquí ocurre exactamente lo que se vislumbraba que sucedería: Liga de la Justicia (Justice League, 2017) es de hecho un poco mejor que la anterior pero eso no quiere decir que estemos frente a un producto realmente potable, más bien todo lo contrario considerando lo repetitivos y paupérrimos que vienen siendo los opus de las factorías DC y Marvel. Hasta el enroque narrativo de la saga vuelve a ser el mismo de siempre, con un trabajo previo que la iba de “serio” -aunque terminaba sepultado por su propia torpeza- que ahora le pasa la posta a una obra hueca y muy insulsa. Desde ya que la generosa mediocridad de un lado de la pantalla encuentra su correlato del otro lado de la misma, con un séquito de lobotomizados que siguen consumiendo estos mamarrachos y hasta los celebran como quien aplaude su propia necedad y/ o sumisión acrítica como bípedo cooptado por el mainstream más perezoso y nulo, adepto a construir films completamente inofensivos e intercambiables entre sí. Una vez más la fórmula de turno pasa por salvar a la humanidad de un villano del que sabemos poco y nada, en esta oportunidad llamado Steppenwolf (Ciarán Hinds), a través de la recolección de uno o varios “cosos”, ahora unas cajas de poder -o algo así- que están dispersas en distintos puntos del planeta, para que finalmente nuestros paladines pongan las cosas en su lugar y hagan respetar el orden occidental y cristiano vía una andanada interminable de CGIs pomposos. La dialéctica de los eslabones idénticos (todas las realizaciones son iguales cual botella de Coca Cola) y la ponderación de la “marca superhéroes” ante todo (a expensas -por supuesto- de cualquier lógica dramática, desarrollo de personajes o mero interés humano válido de fondo) constituyen las únicas banderas de esta camada de tanques con fecha de vencimiento cada vez más próxima, porque hasta los paparulos que los consumen se están empezando a cansar de que los profetas del marketing y la publicidad les vendan la “gran epopeya en 3D” y los resultados nunca pasen de los clichés redundantes, las one liners más quemadas, el humor obvio y pueril, una estética símil comercial de detergente y en general todo ese colorinche berreta de un digital llevado al extremo de la impersonalización decadente y una estupidez que descuida olímpicamente la dimensión creativa y su riqueza. A decir verdad los factores que nos rescatan del desastre total son la presencia de algunos actores (siempre es un placer toparse con Jeremy Irons y Amy Adams) y la intervención de Joss Whedon en el guión y la dirección, en éste último caso luego de que el cineasta original Zack Snyder tuviera que abandonar el proyecto por el suicidio de su hija (Whedon nunca fue una luminaria pero por lo menos se encarga de que la película no aburra a niveles insoportables, como sí lo hacía Batman v Superman: El Origen de la Justicia). Ben Affleck como Batman copia más o menos bien a Christian Bale, Ezra Miller es un excelente actor que está desperdiciado como un Flash que hace las veces del “adolescente gracioso”, Jason Momoa (Aquaman) y Ray Fisher (Cyborg) aportan el componente exótico/ políticamente correcto del film con personajes anodinos, y Henry Cavill como Superman y Gal Gadot como la Mujer Maravilla continúan siendo más modelitos publicitarios que actores en serio. Liga de la Justicia es un trabajo tan olvidable y fallido como alejado de cualquier sustrato mínimamente humano e interesante, ya que estamos ante una montaña rusa de estereotipos y situaciones de manual que parecen autoprogramadas para implosionar a fuerza de nunca terminar de ofrecer una aventura realmente exuberante ni -mucho menos- terminar de decir algo sobre el tópico contemporáneo que sea. Que los productores hayan contratado al otrora genial Danny Elfman, hoy un compositor raquítico, y que le permitiesen incluir el tema principal de Batman (1989), gran obra de otro que cayó en desgracia, el por hoy hiper mediocre Tim Burton, es un hecho que pinta muy bien la nostalgia castradora y aséptica de buena parte de la industria cultural de nuestros días, esa obsesionada con promediar hacia abajo y eliminar cualquier amenaza real en pos de reemplazarla con monstruos vacuos que funcionan más como un picahielos en la nariz que como un escapismo a la vieja usanza…
La lógica social es la lógica museística La última obra de Ruben Östlund, el director sueco que se hizo conocido a nivel global con la interesante Force Majeure (Turist, 2014), es uno de los trabajos más ambiciosos que haya dado el cine reciente. A diferencia de las exploraciones monotemáticas de aquel film, centradas en una metáfora sobre el egoísmo e irresponsabilidad de la burguesía europea vía la actitud de autopreservación de un hombre ante una avalancha, huyendo en soledad y abandonando a su esposa e hijos, ahora en cambio nos topamos con una pequeña epopeya conceptual con distintas aristas que abarcan la hipocresía del ambiente artístico, los entretelones del patronazgo de los museos, la banalidad y estupidez de los profetas del marketing, el elitismo de las clases altas y finalmente la vacuidad -en muchas ocasiones cercana a la farsa más patética- que anida en las poses y los opus del arte contemporáneo. El disparador narrativo es doble porque si bien el relato se concentra mayormente en Christian (Claes Bang), el curador en jefe de un museo de arte moderno de Estocolmo, el devenir corre en paralelo por dos ejes: por un lado tenemos la nueva instalación que presentará la institución dentro de poco, The Square, para la cual el protagonista contrata a unos típicos imbéciles del mercado publicitario para la campaña de lanzamiento, y por el otro lado está el robo de billetera y teléfono que el susodicho padece en la calle, en función del cual decide implementar una idea de su asistente para recuperar lo sustraído mediante una especie de “amenaza” a los ladrones, a quienes ubica a través del localizador on line de su celular. La propuesta juega de manera magistral con el individualismo y la mezquindad que se esconden detrás de las decisiones de las capas dominantes de la sociedad y el estado. Mientras que The Square es una instalación de por sí un tanto ridícula (un cuadrado en el suelo delimitado con luces de neón y una frase que nos informa que el lugar es un santuario de confianza e igualdad de derechos y obligaciones), el clip/ spot que diseñan los autómatas de marketing causa indignación (suben a YouTube el video de una nenita rubia linyera que explota al entrar al sitio en cuestión, provocando una catarata de insultos en las redes sociales contra el museo). Para colmo de males a Christian se le va de las manos lo del acecho al carterista porque deriva en corolarios imprevistos: al no saber el domicilio exacto del susodicho, reparte una nota intimidatoria a todos los habitantes de un edificio de los suburbios de Estocolmo, movida que en primera instancia le devuelve sus pertenencias y luego despierta la ira de un niño que exige sí o sí una disculpa por la acusación de ladrón. Östlund va intercalando a lo largo del desarrollo una serie de escenas más o menos inconexas que construyen progresivamente un lienzo general vía tomas fijas y un puñado de movimientos quirúrgicos de cámara, todo a su vez siempre orientado a reforzar un tono impiadoso y sumamente heterogéneo que se pasea por diversas vertientes de la comedia, muchas de las cuales ya casi no son trabajadas por el cine de nuestros días: de esta forma desfilan la comedia satírica, la surrealista, la absurda, la familiar, la romántica y hasta la dramática clásica. El guión, también del propio realizador, consigue balancear este glorioso mejunje gracias a una astucia de fondo que hace de la exuberancia y la virulencia irónica sus armas fundamentales, las que por cierto le permiten encender el ventilador y lanzar dardos a todas direcciones con una comodidad, sutileza y desenfreno en verdad envidiables. Como todo convite arty de autocrítica, la película escala por momentos a un sustrato bien agresivo que incomoda al espectador combinando lo inesperado con secundarios geniales como el que interpreta Elisabeth Moss o el “hombre mono” de Terry Notary, eje de la emblemática secuencia de la cena de la execrable alta burguesía, cuya contraparte parece ser una animalización sincera del ser humano y la renuncia a las ficciones de inclusión que no incluyen a nadie porque sólo satisfacen el ego del diletante de la corrección política de turno dentro de la cacofonía de la información/ desinformación actual (en este sentido, la especulación eterna se unifica con la ausencia de solidaridad real). En The Square (2017) la lógica social se termina asemejando a su homóloga museística por la sencilla razón de que reproduce una ristra de sonseras de toda índole que bajo la máscara de las abstracciones sociales/ comerciales y la supuesta “iluminación” de los artistas y sus mecenas ocultan una esencia espantosa vinculada con el acopio de ventajas en consonancia con la manipulación más burda, con un desinterés total hacia el prójimo y asimismo con la falta de un arco ético para el desempeño en las esferas de poder, privilegio o vaga influencia comunicacional…
Corazón y mafia A la Guerra por Amor (In Guerra per Amore, 2016) nos ofrece una experiencia de lo más extraña si la pensamos -como no nos queda otra- desde la perspectiva de la producción cinematográfica de nuestros días, la cual suele ser bastante ortodoxa en términos de géneros ya que gusta de abrazar una o a lo sumo dos premisas para autolimitarse en pos de un intento de coherencia que termina mermando paradójicamente la riqueza conceptual de los films. Esto no ocurre con este opus de Pierfrancesco Diliberto, más conocido como “Pif”, un conductor televisivo reconvertido en director y guionista de cine que apuesta por una comedia que conjuga una generosa pluralidad de estilos y tonos: aquí tenemos elementos varios de la comedia romántica, la costumbrista, la dramática, la histórica, la política, la absurda y especialmente de la comedia paródica para con la idiosincrasia italiana, en función de la cual los argentinos nos podemos identificar gracias a sus alegrías y miserias. Precisamente por ello la propuesta funciona como un túnel del tiempo hacia épocas en las que no había tanto fundamentalismo en la industria y las sátiras eran en verdad exuberantes, regalándonos un cúmulo de ideas que corrían anárquicas hacia todas direcciones para en primera instancia no dejar títere con cabeza (Diliberto dispara dardos muy inteligentes a cada sector de la sociedad italiana) y a posteriori sacarnos una sonrisa que va más allá de la burla fácil actual porque el convite en cuestión trabaja con esmero la sensibilidad de los personajes (si bien en gran medida las comedias europeas de los últimos lustros han tenido muchos problemas para recuperar el fulgor del pasado, aquí el realizador se las arregla para construir protagonistas muy queribles por su humanidad y empecinamiento con respecto a la “misión individual” de cada uno). En esencia la obra sorprende al unificar la dialéctica del corazón y la denuncia alrededor de la génesis histórica de la mafia moderna en Sicilia. La trama es convulsionada y delirante aunque con un fuerte dejo de verosimilitud por el contexto general: en la Nueva York de 1943, en plena Segunda Guerra Mundial, Arturo Giammaresi (el propio Pif) es un inmigrante que está enamorado de Flora (Miriam Leone), la sobrina del dueño del restaurant donde trabaja, quien a su vez está prometida -por insistencia de su tío- a Carmelo (Lorenzo Patané), hijo del “hombre de confianza” de Lucky Luciano. Flora le sugiere a Arturo que le pida su mano a su padre para así superar la voluntad del tío, pero como el padre de Flora vive en Sicilia y Arturo no tiene dinero para ir hasta allá, decide enrolarse en el ejército estadounidense aprovechando el inicio de la Operación Husky, léase la invasión aliada a la isla para desplazar a las tropas del Eje. El gobierno norteamericano hace un trato con Luciano en el que a cambio de información para la avanzada le conmutará la sentencia en prisión que está cumpliendo por proxenetismo. Una vez en Sicilia, Arturo traba amistad en circunstancias hiper bizarras con Philip Catelli (Andrea Di Stefano), un teniente de la milicia estadounidense, y empieza a buscar al progenitor de su amada a la vez que el tío de la chica le solicita a Luciano que le ordene a Don Calò (Maurizio Marchetti), el capo mafia de Crisafullo, el pueblito donde comienza el desembarco y donde vive el hombre en cuestión, que mate a Arturo. Desde el inicio la película demuestra una enorme ambición combinando las tres tramas: tenemos primero la pesquisa de Arturo en pos de rubricar su compromiso, luego las “relaciones carnales” de la administración de Franklin Delano Roosevelt con la Cosa Nostra y cómo se solidificó el poder de la mafia gracias a la invasión mediante una reconversión hacia la política, un tema por cierto muy poco tratado en el cine y que pasa a ser denunciado en el relato por Catelli, y finalmente las vivencias de los habitantes de Crisafullo, atrapados entre el fascismo saliente, las bombas aliadas y una regencia que las tropas yanquis dejan en manos de los delincuentes y asesinos encarcelados que Luciano y Don Calò señalan falsamente como pertenecientes a la resistencia antifascista, una mentira asimismo convalidada por los norteamericanos a sabiendas del destino nefasto al que condenaban a la población civil. A pesar de que lo hecho por el Pif actor es muy bueno ya que consigue construir un personaje con carnadura, más un diletante de la desesperación que un bufón, a decir verdad muchos de los mejores momentos cómicos los encontramos en la fauna de secundarios que habitan Crisafullo; como por ejemplo una bella muchacha y su hijo, que vive a su vez con el padre de su esposo, un fanático fascista que le reza a una estatua de Benito Mussolini que tiene en un armario, el cual suele pelearse -para llegar al refugio antibombas del pueblo- con una anciana que porta de acá para allá una estatua de la Virgen María. No obstante los más graciosos, y que representan con mayor eficacia el espíritu tierno y humanista de la propuesta, son Saro (Sergio Vespertino) y Mimmo (Maurizio Bologna), un ciego y un rengo respectivamente, dos amigos que simbolizan esa “cultura del rebusque” tan italiana y -por consiguiente- tan argentina. El cineasta reproduce el formato de su opus previo, la también interesante The Mafia Kills Only in Summer (La Mafia Uccide Solo D'Estate, 2013), con un andamiaje romántico que termina sepultado por los acontecimientos históricos, y hasta incluye detalles anacrónicos muy hilarantes como el leitmotiv de la selfie de Arturo y Flora con el Puente de Brooklyn de fondo y la escena deliciosamente ridícula del protagonista montado en un burro y volando por el aire. El gran mérito de Diliberto pasa por saber conciliar por un lado un registro narrativo farsesco aunque sutil y por el otro el objetivo de señalar la complicidad de los Estados Unidos con las capas criminales locales más nauseabundas, circunstancia que llevó al nacimiento en Italia de la Democracia Cristiana y que pone de relieve el pragmatismo asesino y amoral típico del país del norte…
La disyuntiva ética A diferencia de otras novelas de Agatha Christie, Asesinato en el Expreso de Oriente (1934) no cuenta con muchas adaptaciones cinematográficas y la mejor sigue siendo -mal que le pese a Kenneth Branagh- la de 1974 de Sidney Lumet, la cual asimismo es una de las mejores traslaciones de toda la obra literaria de la legendaria autora de relatos de misterio. Ahora es precisamente el director y actor británico el encargado de dar nueva vida a la investigación llevada a cabo por Hercule Poirot, el detective belga que protagonizó tantas aventuras escritas por Christie, un profesional obsesivo que no descuida ningún detalle y gusta de abrazar una lógica de impronta casi matemática. Si bien la película es bastante digna porque consigue no pasar vergüenza con una historia hiper conocida, a la que evita aggiornar por demás, lo hecho tampoco le alcanza para superar al gran Lumet y compañía. El guión de Michael Green, quien viene de escribir -junto a Hampton Fancher- la excelente Blade Runner 2049 (2017), respeta el planteo y buena parte del desarrollo paradigmático de la novela: Poirot (hoy Branagh, antes Albert Finney) se sube a último momento al famoso tren del título y termina encabezando la pesquisa en pos del asesino de Ratchett (Johnny Depp), un hombre nefasto que en verdad se llama Cassetti y fue responsable del secuestro y muerte de Daisy Armstrong, una niña hija de padres acaudalados. Mientras que el detective escudriña la escena del crimen e interroga a cada uno de los pasajeros, las pistas falsas se superponen a sus homólogas reales con el objetivo central de despistar al protagonista y empantanar toda la investigación. Entre los sospechosos encontramos a personajes varios encarnados por un gran elenco de estrellas, como ocurría con la versión de la década del 70. La propuesta de Branagh posee tres actos muy diferenciados que varían mucho en cuanto a su eficacia retórica. La primera parte se condice con el prólogo, ese que suele variar de adaptación en adaptación, y aquí nos lleva a un resultado apenas positivo por la tendencia del cine actual a querer caer “simpático” mediante facilismos cancheros que no calzan con el tono cerebral del opus de Christie, aunque de todas formas tampoco llegan a arruinar el devenir. El segundo capítulo es sin duda el más satisfactorio porque se juega de lleno por la serie de entrevistas de Poirot, algo que se agradece de sobremanera ya que por un lado respeta el fluir original del enigma y por el otro va a contramano de casi todo el mainstream de nuestros días, el cual suele apostar por la imagen más pavota para narrar y prácticamente no utiliza la verborragia florida de antaño, esa que enarbola la realización que nos ocupa. Ahora bien, el segmento más problemático es el final, el correspondiente al célebre “desenlace de las dos opciones”: el convite recurre a un acento meloso que empaña el remate y lo hace un poco cursi y redundante, cayendo en esa típica sobreexplicación de las últimas décadas que pretende dejarle todo servido en bandeja al espectador vago, insulso y caprichoso contemporáneo. Es una lástima que por este error la obra no pueda escalar en serio a una excelencia potencial que hasta se puede vislumbrar en la muy buena dirección de actores por parte de Branagh, logrando un notable equilibrio entre todos los intérpretes en función de la necesidad principal de fondo, léase que la misma historia brille. A pesar de que el camino igualmente nos conduce al final de siempre, uno que pone en primer plano la disyuntiva ética de Poirot y de la justicia en su totalidad (recordemos que debemos elegir entre la “solución conveniente” y la otra, la compleja, la enrevesada, la sucia, la real), lo cierto es que el film renuncia a aquella frialdad -tan irónica como rutinaria- del héroe por una misantropía hoy algo lavada que subraya con torpeza los cuestionamientos morales de base. Incluso así Asesinato en el Expreso de Oriente (Murder on the Orient Express, 2017) sale bien parada del entuerto por el carisma del inglés, su destreza detrás de cámara, una estética general muy cuidada y la vigencia de un relato genial que se ubica entre los grandes clásicos de la literatura universal, al que el presente opus ayuda a difundir una vez más…
Desfasajes de la vida y el arte Para todos los que conforman el rubro artístico la soledad y la incomprensión -por lo menos en las primeras etapas del desarrollo profesional- suelen ser moneda corriente por la sencilla razón de que el conjunto en cuestión de disciplinas casi siempre es visto a nivel del vulgo como el súmmum del trabajo improductivo, algo así como el extremo opuesto de la razón instrumental y la dialéctica de la explotación que motivan al capitalismo (lo que no quita que éste último desde tiempos lejanos le haya encontrado la vuelta al asunto y lo transforme en otra mercancía más). Al igual que la reciente y maravillosa Loving Vincent (2017), sobre la figura del malogrado Vincent van Gogh, Paula (2016) también se mete con el costado menos luminoso de la pintura y pone en evidencia por un lado el dolor detrás de las vejaciones y el ninguneo social que muchas veces padecen los artistas y por el otro los prejuicios de un mercado cultural endogámico, elitista, snob, arbitrario y muy poco abierto a la verdadera innovación y el quiebre formal, por más que se la pase jactándose de lo contrario en una hipocresía que se condice con la de todas las ramas del quehacer humano. En esta oportunidad la protagonista es Paula Modersohn-Becker, una pintora alemana fascinante y poco conocida más allá de su país natal. La mujer vivió a finales del siglo XIX y comienzos del XX, destacándose como una de las precursoras del expresionismo germano a través de una producción profundamente original que combinó elementos del impresionismo, el fauvismo, la pintura renacentista y hasta de los retratos del arte egipcio. La película articula la primera etapa de su carrera, centrada en sus vínculos con la colonia de artistas de Worpswede, y la segunda fase, cuando se muda a París para ampliar sus horizontes. Paula padeció a lo largo de toda su vida los prejuicios sociales para con las mujeres, empezando por su padre y siguiendo con la comunidad alemana, y a posteriori la aprensión en lo que respecta al carácter vanguardista de sus cuadros: Becker comienza a pintar de manera amateur en Worpswede, un enclave de la época de supuestos rupturistas en relación al academicismo que paradójicamente se muestran muy conservadores y no logran entender el arte no figurativo de su colega, a quien suelen descalificar rotundamente. Si bien su esposo pintor Otto Modersohn le ofrece un mínimo apoyo y la impulsa a seguir trabajando, la mujer eventualmente se cansa de un matrimonio no consumado de cinco años y se marcha a la capital francesa, donde entra en contacto con el acervo impresionista y se reencuentra con amigos del pasado, sobre todo la escultora Clara Westhoff y el poeta Rainer Maria Rilke. Retomando la comparación con Van Gogh, Modersohn-Becker vendió poco y nada en vida y el reconocimiento de la excelencia de su obra llegó mucho tiempo después de haber abandonado este mundo. El eje de la propuesta es la genial labor de Carla Juri en el rol de la protagonista: la actriz suiza, vista hace poco en las extraordinarias Brimstone (2016) y Blade Runner 2049 (2017), construye una mujer apasionada que abraza el éxtasis del gozo infantil tanto como la tozudez de los hombres y una inteligencia muy aguda que la hace soportar en silencio sólo hasta cierto punto las barrabasadas del período (imposición de cursos de cocina, una constante subordinación general frente a los varones e insultos varios de sus maestros en lo que atañe a la “incapacidad” de las mujeres de crear). De hecho, es esta sutileza combativa de Paula la que se traslada al opus de Christian Schwochow en su conjunto: la dimensión más interesante del film no es la más obvia, la que se corresponde a una posible lectura relacionada con esos panfletos feministas -tracción a jugar a seguro, apostando al terreno de lo políticamente ganado- que hoy están en todos lados, ya que lo verdaderamente destacable del convite es el análisis de las internas y contradicciones de aquel nacimiento de las vanguardias de principios del siglo XX y cómo algunas mujeres se acoplaron a dicho ámbito -aún hiper machista- gracias a la simple reproducción de la actitud por antonomasia de los hombres, centrada en decir que sí a todo y luego hacer lo que se desea sin pedir permiso ni aprobación a nadie. El guión de Stefan Kolditz y Stephan Suschke incorpora con astucia la premisa melodramática de fondo, léase “mujer hastiada de su matrimonio se autodefine saliendo a buscar aventuras”, para ir más allá del retrato de los sinsabores de una existencia atormentada y plagada de desfasajes, frente a los cuales Modersohn-Becker luchó con convicción y un envidiable desenfreno…
Semana de poesía suburbana A pesar de ubicarse un par de escalones por debajo de Sólo los Amantes Sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), la anterior y excelente película de Jim Jarmusch, Paterson (2016) es una obra admirable que por cierto supera por mucho a la despareja y mayormente problemática Los Límites del Control (The Limits of Control, 2009). Aquí el autor norteamericano, una de las figuras claves de la escena indie de las décadas de los 80 y 90, reincide en su estilo minimalista de siempre aunque en esta ocasión exacerbando sutilmente esa predisposición a hallar la belleza en lo trivial con el objetivo de destilarla de todo componente “típicamente cinematográfico” (cualquier atisbo de singularidad o de algún elemento que quiebre la vida mundana desaparece por completo para dejarnos en cambio la dialéctica de la repetición sin pompa ni caricaturas de por medio). Dicho de otro modo, la desnudez retórica de fondo parece ir detrás de la pureza del ciclo cotidiano de la existencia. Muy en la tradición de Jarmusch, el film juega con los duplicados y las referencias internas al centrarse en Paterson (Adam Driver), un conductor de la línea 23 de colectivos de Paterson, New Jersey, quien disfruta escribiendo poesía en sus ratos libres ya que admira profundamente a William Carlos Williams, el conocido poeta de New Jersey cuya obra magna es -por supuesto- Paterson, un trabajo lírico épico que el susodicho escribió entre 1946 y 1958 para ensalzar al distrito en cuestión. La “no historia” examina su rutina diaria a lo largo de una semana: se levanta temprano todas las mañanas, se despide de su esposa Laura (Golshifteh Farahani) y su bulldog Marvin, en el trabajo escucha las conversaciones de los peculiares pasajeros, cuando regresa al hogar charla con Laura y finalmente saca a pasear a Marvin, un recorrido que una y otra vez lo lleva al bar de Doc (Barry Shabaka Henley), donde se toma unas cervezas y se topa con la idiosincrasia de los otros clientes. El director y guionista posee un ojo quirúrgico para extraer la esencia de cada personaje con apenas un puñado de palabras y actitudes varias, una destreza que hoy exprime con la eficacia de los verdaderos maestros del séptimo arte: así de a poco descubrimos que Laura es una mujer encantadora que se la pasa pintando de blanco y negro todo lo que encuentra, con sueños de montar su propia empresa de venta de magdalenas y hasta interesada en aprender a tocar la guitarra, mientras que él gusta de convertir en poesía cualquier pequeño detalle del devenir suburbano de una metrópoli plagada de anécdotas que desde su óptica merecen ser incorporadas en esas crónicas literarias que construye con dos únicas y sencillas herramientas, una lapicera y un cuaderno liso. Jarmusch deja de lado cualquier valoración sobre la calidad o el talento de Paterson porque lo que realmente le interesa es la alegría que el protagonista siente creando un mundo artístico paralelo al laboral tradicional. Cuesta creerlo a esta altura de la carrera del veterano cineasta, no obstante lo cierto es que en Paterson el estadounidense vuelve a sorprender al aislar los ingredientes más básicos de un planteo narrativo general ya de por sí diminuto y sobrio, definitivamente como parte de una estrategia que nos pasea por secundarios muy pintorescos (sus criaturas nunca se condicen del todo con la frustración atribulada clásica del indie de su país sino más bien con una especie de algarabía melancólica que suele combinar lo circunspecto y sereno con la locura liberadora) y hasta nos acerca a una noción de la inocencia que creíamos perdida en un tiempo hiper cínico como el presente (aquí no hay condescendencia o celebración pueril porque lo que prima es el retrato contemplativo de la vida real, esa alejada de los artificios de la industria del espectáculo). La química entre Driver y Farahani es maravillosa y -al igual que la película en su conjunto- prueba que la incorporación del ámbito laboral al desarrollo de personajes puede producir resultados tan placenteros como los que arrojaba en las propuestas del pasado, sobre todo las europeas, en las que el balance de los distintos aspectos de la vida de la clase obrera generaba ensayos muy poderosos acerca del humor, el cariño y las pequeñas satisfacciones que subyacen en el esquema de la reiteración diaria…