Los escombros del amor El realizador belga Joachim Lafosse retrata una separación con todas sus derivas, reproches y momentos de profunda angustia en este film en el que se destacan Bérénice Bejo y Cédric Kahn. La ruptura matrimonial y el cine mantienen una sólida comunión. Sobre todo en el cine francés, en donde las variables del amor y su posterior decadencia brillaron en incontables ocasiones. Tal vez haya sido así porque un matrimonio es un contrato y una institución; dos puntos clave para la cultura francesa. En Después de nosotros (L'économie du couple, 2016), el punto más singular es el omnipresente espacio de disputa; una casa que fue en algún momento un proyecto de vida y ahora es el escenario de largas discusiones. Recién hacia el final la cámara saldrá afuera, casi como si necesitara tomar el aire que adentro se consumió. Pero no sólo se trata de los reproches de Marie (Bérénice Bejo) a Boris (Cédric Kahn) y viceversa. También se trata de cómo hacer que las peleas no sean percibidas por las pequeñas hijas de ambos. Desde un comienzo asistimos a un “después de”; la disolución ha sido consumada, ya no hay vuelta atrás. Pero por una serie de motivos sobre explicitados (tal vez, porque son un tanto endebles) el hombre no se va de la casa. No quiere ni puede; sostiene él. A partir de ese núcleo, el realizador construye una puesta que fluye a tono con el in crescendo del drama. Las discusiones no sólo están maravillosamente bien actuadas; están muy bien filmadas. Los planos secuencias amplían el campo de percepción de esa casa, al mismo tiempo que sitúan a los personajes en un laberinto del que les costará escapar. Como una serie de sedimentos que van construyendo un paisaje, la película aporta datos de manera orgánica y evita cargar las tintas para delinear a cada uno de los dos. Hay una cuestión de clase (ella tenía un padre adinerado; él, por lo visto, siempre tuvo más necesidades) que pasa del susurro al estallido. Las disputas por el dinero, por quién debe recibir qué porcentaje luego de la venta del inmueble, demuestran cómo lo material cala hondo en la subjetividad de las personas. Y, al mismo tiempo, cómo sirve para tapar otras carencias más afectivas. Posiblemente, Después de nosotros (que tiene actores famosos, pero no estrellas, y que además apela a un tema ya transitado por el cine) pase sin pena ni gloria por las salas,} en este último segmento del año poco amable para las cifras de taquilla. Para quien quiera animarse, vale la pena acercarse a un cine adulto pero no moralizante, en donde un grito no es una estridencia sino un elemento de contundencia dramática.
Redefinir los modelos Guido Models (2015) aborda la labor de Guido Fuentes, propietario de una agencia y escuela de modelos en la Villa 31. Interesante ópera prima de la fotógrafa Julieta Sans. Lejos de todo el glamour de la denominada "alta costura", lo que nos muestra Guido Models es la cotidianidad de Guido Fuentes, modisto boliviano residente en la Villa 31 que realiza una intensa actividad como agente de modelos. En su agencia trabajan mayoritariamente chicas provenientes de países limítrofes. Fuentes es retratado como un trabajador incansable, pero también como el hacedor de un mensaje anti-discriminatorio; sus modelos se alejan de los cánones de belleza hegemónicos que, en general, consolidan los medios masivos de comunicación. Este documental pone foco sobre un hombre, pero grafica de forma directa la influencia de los cánones de belleza actuales en las poblaciones en situación de desfavorabilidad, el trabajo que se gesta en las condiciones más humildes, y el sentido de pertenencia que aúna a las comunidades bolivianas que habitan la Villa. "El triunfo de una de ellas, es el triunfo de todas", sostiene Fuentes en una entrevista radial. Por defecto, algunas imágenes se alejan de la sutileza con la que la realizadora expone este mundo desconocido para muchos, fascinante en varios aspectos. Sírvase como ejemplo el plano general del Hotel Sheraton, que se erige, omnipresente, a pocas cuadras de la Villa. Sans consigue "inmiscuírse" en este ámbito con una discreta cercanía, y de esta manera el espectador asiste al universo familiar de las chicas, además de reivindicar su labor. Hay secuencias muy inspiradas, en las que las palabras no son necesarias, con un especial detenimiento en las rutinas de las modelos y sus rostros en primer plano. El aspecto musical también está muy cuidado y, como corresponde, atiende el universo retratado. Otras secuencias, en cambio, son "correctas", pero el resultado final es muy satisfactorio.
Vivir al margen El checo Petr Vaclav grafica en Zaneta (2014) la vida de una joven gitana y su familia. La película adscribe al más estricto realismo para transmitir la sensación de agobio y discriminación. Zaneta (Klaudia Dudová) pertenece a la comunidad romaní, aquella que desde hace muchos años –incluso, durante el ya fenecido comunismo- comenzó a emigrar hacia República Checa en búsqueda de un futuro mejor. Como en la mayoría de los casos (allí, y en el mundo entero) las oportunidades escasean y cuando surgen son bastante deficitarias. En medio de ese contexto se las arregla como puede junto a su novio, David, la pequeña hija de ambos, y su hermana adolescente a la que no se cansa de repetirle que debe terminar sus estudios. Vaclav construye un universo atinadamente claustrofóbico, por más que varias secuencias transcurran a cielo abierto. Cielo por cierto gris, como si fuera una extensión del mundo interior de los personajes. El contexto es fabril, con muchos edificios viejos y desangelados y zonas de tránsito casi vacías. El realizador se nutre de varias de las marcas autorales de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne, con más que dignos resultados en cuanto a la curva dramática del relato. Zaneta también deja entrever la más reciente ola de discriminación hacia los gitanos, amparada en un grupo de políticos que auspicia el endurecimiento de la política inmigratoria. Lo hace de forma bastante tangencial, lo cual es un mérito; ya se percibe ese espíritu separatista en el cotidiano romaní. Poco a poco, la película muestra cómo la tentación de ceder ante la actividad delictiva se hace cada vez más grande. Dentro de ese marco, Zaneta sufre cada vez más privaciones y, a causa de esto, la unidad familiar se ve cada vez más dañada. Si la película no consigue ser completamente sólida se debe a cierta reiteración y estancamiento, sobre todo cuando las injusticias –que, como queda claro, son cada vez peores- se sucedan una detrás de otra, sin auspiciar un cambio en el modo de comportarse o de percibir la realidad en los personajes. Hay pocos secundarios, pero los que aparecen cumplen una función narrativa. Se destaca una vecina que se dedica a la prostitución, quien de algún modo le sirve a Zaneta para medir su propia desgracia. Uno de los peores flagelos del capitalismo: promover entre los pobres una tácita rivalidad, hacer que sean sus propias unidades de medida cuando, en verdad, el enemigo es otro.
A todos nos llega la hora Justo en lo mejor de mi vida (Leonardo Calderón, 2016) es la transposición de la obra de teatro homónima que estuvo en cartel algunos años atrás. Y, en la pantalla, eso se nota. Enzo (Pablo Alarcón) es un bandoneonista que, tiempo atrás, tenía una muy buena relación con su esposa (Ingrid Pelicori). También era mejor tratado por su hija (Lucía Stella), una joven que debe afrontar un momento particularmente complicado. El presente lo muestra cansado, con cierta nostalgia por tiempos que fueron mejores. Todo parecía ser mejor en el pasado; incluso, la relación con los amigos, de esos que están en las buenas y en las malas, y de los que hace tiempo no tiene noticias. Uno de ellos es “Piguyi” (Claudio Rissi), que un día regresa de la muerte. El mismo día en el que Enzo muere, para más datos. En Justo en lo mejor de mi vida se nota la cualidad de “transposición”; por la escasez de locaciones, por la puesta televisiva con algunas decisiones estéticas ya caducas (el “barrido”), por cierta altisonancia en las actuaciones y algunos cuadros de humor en donde la palabra cobra la relevancia que, otra vez, en el teatro opera con una dinámica y un nivel de escucha mucho más atractivo. Por todos estos motivos se debilita el conflicto del film: la dificultad de aceptar el desprendimiento del universo de los vivos, entre los cuales conviven los momentos de alegría y los de tristeza. La obra de Alicia Muñoz (aquí guionista) tuvo una buena repercusión en el teatro, territorio en donde el humor costumbrista goza de mejor salud que en el cine. Quizás, porque este tipo de propuestas actuales se amoldan a otras que ya conforman una tradición; o porque las posibilidades expresivas de los actores se ajustan más a las coordenadas del “aquí y ahora” específicas del teatro. En el cine, el humor costumbrista, el humor anclado en las observaciones cotidianas, necesita “una vuelta de tuerca”. Y no es que en la película no haya buenos actores (a los apuntados, hay que agregar a Fabián Arenillas, quien interpreta al hermano de Enzo), pero ciertamente no logran destacarse.
Un intruso en casa La película de Mauro Nahuel Lópezgrafica la amarga vida de un hombre mayor que vive con su hijo y su nuera, complicada cuando un intruso irrumpe en su casa. El blanco y negro de Armonías del caos (2016) parece ser la consecuencia directa del modo de vida de sus personajes. Sobre todo de Alberto (Lorenzo Quinteros), un hombre gruñón que pasa su día sin demasiados sobresaltos. Apenas un momento para “rezongar” frente a su hijo Fernando (Carlos Echevarría) y su esposa, las clases de guitarra que le da a una niña, y un tiempo dedicado a la bebida y al fetichismo sexual marcan espacios disruptivos, que culminan –adivinamos- con un nuevo día más. Réplica del anterior. En medio de esa amarga cotidianeidad (con un tono negro, equiparable a la de los films del mexicano Amat Escalante), un día llega un ladrón que –pelea mediante- termina encerrado en una habitación. Desde allí se suceden los pedidos de liberación e insultos, con los que Alberto no sabe cómo lidiar. De eso se encargará un personaje igualmente revulsivo pero con una curiosa facilidad por la reflexión moralizante (que incluye la comparación entre una cebra, un león y una hiena…), muy bien interpretado por el músico Sergio Pángaro (Visto en El Artista, de Mariano Cohn y Gastón Duprat). Además del blanco y negro como mérito formal, la decisión de no apartarse de la casa es otra elección correcta, pues ubica a la mirada del espectador dentro de ese círculo endogámico del que parece no haber salida. Al menos para el dueño de casa, quien no sale durante todo el metraje. La película puede parecer demasiado encerrada en su trama y en el dilema que genera la llegada del ladrón y la amarga resolución, como si parte de ese ambiente adquiriera sentido en el contenido y en la ideología del relato y, por ese motivo, lo redujera al cuento, a la moraleja, sin demasiada apertura hacia otros niveles de sentido. Desde ese punto de vista, Armonías del caos se posiciona como una fábula moderna, sólo que sin final positivo. Queda una interesante mirada generacional sobre la violencia y la inseguridad (tema con actualidad apabullante), que se consolida en la escena final; funciona como una coda, la pregunta por cómo mirar a quien se revela como víctima y al mismo tiempo victimario.
La pasión revisada El documental de Eduardo L. Sánchez revisa la relación entre el escritor Raúl Barón Biza y la actriz y aviadora de origen suizo Myriam Stefford, quien murió en una tragedia aérea el 26 de agosto de 1931. Raúl Barón Biza es, posiblemente, mucho más conocido por el caso vinculado a su segunda esposa, Clotilde Sabattini. Aristócrata con aura de “escritor maldito”, cuando estaba pautado un encuentro con ella para iniciar los trámites de divorcio, le arrojó ácido a la cara y posteriormente se suicidó. La mujer, que sufrió daños severos, también se suicidaría algunos años después, al igual que otros integrantes de la familia. En Agosto final (2016), Eduardo L. Sánchez posa su mirada sobre lo que ocurrió mucho tiempo atrás. El punto de partida es una miniatura del monumento/mausoleo que Biza construyó para su primera esposa, y que Sánchez tenía en su casa, cuando era un niño. La relación entre Biza y Stefford tuvo su inicio en Venecia, en un ambiente vinculado al lujo, del que él fue testigo directo (en el film, se lo señala como el inventor de la frase “tirar manteca al techo”). Un “flechazo” selló el destino de ambos, que llegaron hasta Buenos Aires y se convirtieron en marido y mujer. Ella alimentó su fama de actriz mundial, al tiempo que ofrecían fastuosos agasajos que sirvieron para poner en escena sus excentricidades. Stefford murió en un accidente de aviación, en el que junto a su instructor planeaba unir varios puntos de Argentina. Pronto se dijo que su compañero de viaje era más que eso, y que se trató de un asesinato disfrazado de accidente. Asesinato, por cierto, que habría sido perpetrado por el marido despechado. Con tamaño acontecimientos y esos protagonistas, el documental ya tiene –casi inevitablemente- un punto a favor. La inclusión de entrevistados es de carácter historicista; hay forenses, periodistas, archivistas, bibliotecarios, etc. Los testimonios esbozan una mirada sobre la pasión que los unió, pero también arrojan luz sobre la muerte de ella. Hacia el final, lo que se pone bajo la lupa de la investigación (con resultados “certeros”) es parte de la identidad familiar del propio director del film. Sánchez conduce el documental por la senda del policial, con una fluidez que en varios momentos se ve amenazada por un montaje un tanto disruptivo. También aparecen intervenciones del actor Daniel Aráoz y de la periodista Emilia Claudeville, quienes dramatizan encuentros entre Biza y Stefford: otro punto en contra. El espectador es obligado a confrontar la imagen que se hizo de los verdaderos protagonistas con la que le ofrecen los actores. Y el resultado, inevitablemente, ofrece un saldo negativo. Si la balanza se inclina a favor del film, es por lo álgido en términos dramáticos de la historia; su eterna aura de duda, la seducción que ejercen las historias de amor que terminan mal, aún cuando están selladas con un final trágico.
Perdido en la oscuridad Diego Schipani, co-director de Las hermanas L (2008) y director de Ocho semanas (2009) ingresa con La noche del lobo (2014) a la noche gay “pesada”, a partir de una historia de ruptura amorosa. Pablo (Nahuel Mutti) es un joven que quiere distanciarse de su pareja Ulises (Tom Middleton), aún más joven que él. A medida que la noche a la que alude el título transcurre, el espectador toma conocimiento de esta relación breve, intensa, con algo de autodestrucción, que al fin de cuenta los unió. Schipani grafica el derrotero nocturno de ambos y lo hace con estilo y crudeza. Por momentos, el estilo opaca lo crudo del material; pero aún así La noche del lobo construye un mundo, revela una zona de la noche gay en donde el exceso y la soledad van de la mano. Ulises coquetea con la prostitución, las drogas, el crimen. A partir de una serie de encuentros con personajes variopintos, se irá esbozando un mapa urbano en donde todos están -en buena medida- solos. El pasado que retorna a modo de flashbacks muestra cómo el cariño de su pareja marcaba una distancia con lo más sórdido de la historia. Desde este ángulo, La noche del lobo se revela como una película de clima, de tránsito, en donde lo que se cuenta está por debajo del “cómo”. Un pedido de Ulises a Pablo hacia el final de la película resulta una síntesis del espíritu de autodestrucción, que tantas veces se asocia con el amor y las pulsiones más vitales (y a la vez violentas). Schipani utiliza recursos interesantes para mostrar este vínculo tan carnal; por momentos, cercanos al video clip. La banda sonora es eminentemente nocturna y genera un ambiente singular, sentido. Hay, también, un recorrido nocturno que nos recuerda a Ronda nocturna (2005), aquella película de Edgardo Cozarinsky que también nos sumergía en una noche de almas desesperadas.
A la deriva El encuentro entre dos mujeres con serios problemas mentales es el eje de Loca alegría (La pazza gioia, 2016), última ganadora de la Quincena de los realizadores del Festival de Cannes. Villa Biondi es para Beatrice (Valeria Bruni Tedeschi) una curiosa paradoja y, al mismo tiempo, una síntesis de su propia vida; es el edificio que donó su aristocrática familia, ubicado en el bellísimo paisaje de la Toscana, finalmente reconvertido en un neuropsiquiátrico a donde fue a parar tras varios “traspiés” legales. Suerte de Blanche Dubois a la italiana, Beatrice deambula por todas partes creyéndose lo que ya no es. Y, aunque el contexto desmienta férreamente su ilusión, ella pretende hacer valer su título de condesa a cada paso que da. Hasta Villa Biondi llega Donatella (Micaela Ramazzotti), una mujer de origen humilde y con un pasado signado por la prostitución, las drogas, y un episodio de vida aún más doloroso que –con mucho acierto- el guión expone recién hacia el final. El encuentro entre Beatrice y Donatella producirá sus inevitables conflictos, pero también la posibilidad de encontrar la comprensión en el otro y, a la vez, revisar las deudas con el pasado. El realizador Paolo Virzì es el responsable de esta película sobre las segundas oportunidades, la imposibilidad de vivir en la realidad y la inevitable necesidad de trazar puntos de fuga. Si bien el tono preponderante es el humorístico, se percibe mucho dolor en las decisiones que toman las dos mujeres. No pasará demasiado tiempo hasta que se fuguen, iniciando una serie de recorridos que pondrán en evidencia los conflictos que no supieron o no pudieron resolver. Loca alegría no tiene una puesta en escena con fuertes marcas autorales, ni tampoco demasiada originalidad en el tratamiento de las enfermedades mentales. Lo que le da a la película un mayor espesor dramático es la convicción con la que las actrices abordan sus roles, una labor que potencia la fusión entre ambos personajes y los hace queribles. Quizás, el mayor mérito del film sea el poder de conmoción que genera, aún cuando varios pasajes tengan mucho de “guión de manual” (la secuencia en donde van a comer a un sofisticado restaurant y se van sin pagar, por citar un ejemplo). Pese a los desniveles, Virzi sale airoso a la hora de graficar lo sórdido sin perder de vista que lo que allí vale es la ternura, sentimiento diametralmente opuesto.
Ser la minoría La ópera prima de Rudi Rosenberg (ganadora del Premio del Público en el 18 Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente - BAFICI y de la sección Nuevos Directores del 63 Festival de San Sebastián) se concentra en la llegada de “un nuevo” a una escuela secundaria parisina. Benoit (Réphaël Ghrenassia) es un chico de trece años que acaba de llegar a París desde otra ciudad frencesa, por motivos laborales del padre. Su arribo a la escuela lo ubica en el rol del “nuevo”, una situación bastante conflictiva para todos los adolescentes. Y más aún cuando son tímidos, como en este caso. Le Nouveau (2015) explora ese microcosmos que es la escuela secundaria, con su escalafón de popularidad y la persistencia ante la necesidad de ser reconocido y ganar amigos. Se trata de una temática que hemos visto una y mil veces en el cine y en la televisión estadounidenses, pero que va ganando ejemplares en otras cinematografías. A diferencia de lo que con frecuencia ocurre con el cine americano, aquí estamos frente a un film que si bien aborda estereotipos (el gordito bonachón y torpe, la chica linda, el rebelde…) lo hace con frescura y sin subrayados, volviendo siempre al novato y mostrando cómo con cada encuentro, con cada mínimo conflicto, en su interior algo se mueve, algo se transforma. La película de Rosenberg cumple además con otra fórmula para que esta clase de películas funcione: el casting efectivo y la empatía que deben generar los jóvenes actores. Además del formidable trabajo del protagonista, hay un puñado de pequeños talentos (¿será esta película un nuevo semillero de actores?) que entablan un romance con la cámara. No sólo porque se integran con naturalidad y frescura a la puesta en escena, sino porque logran llegar al público gracias a una serie de gags que son el resultado de cada una de sus personalidades y no meros artilugios del guion para sacarnos una risa de tanto en tanto. Por la película circulan con organicidad un puñado de acontecimientos iniciáticos: la primera decepción amorosa, la elección del delegado del curso, el enfrentamiento a los chicos malos, la primera borrachera, etc. Son como viñetas ya vistas, pero a las que se les puede encontrar una vuelta de tuerca que le aporta singularidad al tratamiento de la historia. Pero más allá de este abordaje, lo que le da a Le Nouveau su mayor encanto es la celebración de la amistad que se va gestando y finalmente se afirma; la decisión del guión de mostrar cómo en el vincularse desde la minoría se pueden construir vínculos sólidos, para crecer acompañados y hacer de la llegada del mundo adulto un lugar más feliz.