Geografía del dolor Manchester junto al mar (Manchester by the sea, 2016) es un sólido drama, centrado en el retorno de un hombre a la ciudad en donde se produjo una tragedia personal. Gran labor de Casey Affleck. Muchas veces el cine se acercó a las tragedias personales, y en varias ocasiones el resultado no fue óptimo en términos dramáticos. Posiblemente, el mayor riesgo sea caer en los “golpes bajos”, esos manotazos del guión que pretenden construir momentos de conmoción si atender el equilibrio entre lo que se cuenta y cómo se lo cuenta. Sin adelantar demasiado, Manchester junto al mar evita ese defecto, en buena medida gracias a una puesta en escena concisa pero contundente, con una transparencia que le permite al espectador mantenerse cercano a su personaje principal, Lee, un hombre que debe regresar a Manchester cuando su hermano súbitamente muere. Allí lo espera su sobrino adolescente, de quien tendrá que hacerse cargo porque la madre tiene problemas con el alcohol y desde hace mucho tiempo ni da señales. La tragedia de Manchester junto al mar se revela en la mitad del metraje, cuando ya conocemos los efectos que produjo en Lee, un encargado de reparaciones en edificios que no quiere ningún vínculo con el afuera. Su personalidad distante y el triste presente que lo muestra con arranques de ira son las marcas de aquel pasado doloroso que parece reactivarse día a día. La película tiene una serie de flashbacks que no sólo se dirigen hacia ese momento crucial, sino que también grafican un pasado más lejano. En cuanto a lo espacial, el realizador Kenneth Lonergan hace de la gélida y marítima Manchester un personaje más. Hay muchas secuencias que transcurren en el exterior, que en conjunción con la banda sonora (desmesurada, similar a la que emplea James Gray, con el que guarda varios puntos de contacto) transmite una sensación de desasosiego y pesar. Otra virtud de la película es la sólida construcción de los personajes secundarios, en especial el sobrino y Randi, la ex mujer de Lee (Michelle Williams). Con el primero, Lee tiene sensaciones encontradas. Acaparado por su pequeño barco, su banda y sus dos novias, el muchacho no consigue fácilmente la comprensión del tío. En manos de una producción mainstream, el vínculo entre ambos hubiera tenido esa pátina entre humorística y ríspida que aquí está, desde ya, pero atenuada, orgánica a la totalidad de del relato. Por otra parte, la aparición de Randi en el presente de Lee revela que no hay papeles chicos para grandes intérpretes. El (postergado) reencuentro con su ex marido entabla una relación metonímica con la película toda. Se trata de un momento graficado de forma sencilla en términos de puesta, capaz de aunar pasado y presente de la historia con un genuino espesor dramático que hace de la mirada y algunos balbuceos toda una geografía del dolor.
De mal en peor Transposición de la novela de E. L. James, esta segunda parte de la saga que vendió millones de ejemplares en todo el mundo profundiza todos los defectos que ya estaban en Cincuenta sombras de Grey (Fifty Shades of Grey, 2015), su antecesora. Promocionada como un relato que escandalizará y excitará en altas proporciones, lo que en verdad consigue Cincuenta sombras más oscuras (Fifty Shades Darker, 2017) es, en el mejor de los casos, un par de sonrisas socarronas. Esta suerte de revival del pornosoft más berreta de los ’90 –pero sin ninguna intención de parodiarlo- sigue la historia de amor que la tímida y angelical Anastasia Steele (Dakota Johnson) y el multimillonario y adepto al bondage Christian Grey (Jamie Dornan) iniciaron en la película anterior. Es una historia de amor un tanto trunca, signada por el deseo de ella de “convertir” a su objeto de deseo en alguien más adepto a los besos y abrazos que a los latigazos y los juegos de dominación. Pensada como una continuación, esta segunda entrega parece más bien una prolongación innecesaria. Las “variaciones” del caso vienen dadas por la rutina laboral de la joven, secretaria de un gerente editorial tan buen mozo como su novio. Algo que no tardará en traerle problemas con Mr. Grey, quien apenas se cruce a su jefe no podrá –ni querrá, bah- reprimir su personalidad celosa y posesiva. Al mismo tiempo, en esta oportunidad tendremos más datos de la “iniciadora” del muchacho en el arte del “maestro y esclavo”; una MILF interpretada por Kim Basinger que parece recién salida del quirófano. ¡Y….listo! Los mismos problemas de antes, pero con dos villanos de manual. Por lo demás, la película –dirigida por James Foley, en plan de piloto automático- luce tan publicitaria como la primera parte. Su “hilo argumental” bien podría reducirse a: se unen, se acuestan, se pelean, se vuelven a unir… se acuestan, se celan, se distancian, se vuelven a unir… Se separan, se descubre algo que se intuía, se gritan, se acuestan y se vuelven a unir… Para ser más gráficos, el “se acuestan” queda explicitado de una forma rutinaria, con menos erotismo que la cópula entre dos amebas. Porque ya sabíamos que, por lo que vimos antes, no podíamos esperar “osadía”. Pero en medio de tanto trazo grueso, de tanta situación que bordea el ridículo, de tan poco carisma en la pareja protagónica, ¿no se les ocurrió pensar en que este es un film erótico? A juzgar por el resultado, ni a eso le dieron importancia.
Una luz que te ilumina Luz de luna (2016), en la Competencia Internacional del 31 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, transita un relato pleno en emociones; construido con honestidad brutal pero sin subrayados. A partir de una pieza teatral escrita por Tarel McCraney, el realizador Barry Jenkins (responsable de Medicine for Melancholy, película que compitió en Mar del Plata hace ocho años) realizó un film que en otras manos hubiera podido significar un dramón de trazo grueso. Tanto McCraney como él vivieron a pocas cuadras de distancia y asistieron a la misma escuela, y sus respectivas madres fueron drogadictas. Curiosamente, según sostiene Jenkins en el catálogo del Festival, nunca se conocieron. Esas experiencias de vida son transmitidas en la obra y en la película. El resultado es subyugante. Luz de luna explora el microcosmos de un Estados Unidos negro (casi no se ven personas blancas en toda la película), sumido en la violencia y en el contacto diario con las drogas. También se mete en el mundo del bullying, la vinculación con la identidad homosexual, y la imposibilidad (o no) de forjar un destino que supere esa dura cotidianidad. Si la película aborda todos esos temas sin caer en el reduccionismo, es porque se concentra en el territorio emocional. Dividida a tres partes, cada una de ellas se focaliza en distintas etapas de la vida de Chiron, hijo de una madre soltera adicta que sufre de las burlas de varios compañeros violentos. “Maricón”, suelen decirle. Escapando de ellos llega a una casa abandonada en donde es encontrado por un dealer que, de alguna forma, ocupará un rol paterno hasta aquel momento ausente. Jenkins no sólo demuestra tener una sensibilidad descomunal para abordar el drama interno del personaje principal (que, por otra parte, se caracteriza por hablar poco y nada); también conduce con solvencia a sus actores. Para el tipo de material con el que trabaja, la forma de graficar la violencia es “medida”, pero no por eso menos contundente. Por otra parte, la fotografía de su película cumple un rol esencial; trabaja con las tonalidades y el fuera de foco de una forma magistral, y evidencia una notable funcionalidad para retratar la curva emocional de los personajes. No sería inexacto equiparar la función de la luz y el encuadre de este film con el de Con ánimo de amar (2000, Wong Kar-wai), otra radiografía emocional del dolor, la memoria, y –claro- el amor. Con este segundo largometraje, Jenkins se consolida como un realizador a tener en cuenta. Luz de luna demuestra tener una solidez y una identidad sobresaliente en el actual panorama cinematográfico de su país. Habrá, entonces, que seguirle los pasos.
Vivirás en mi recuerdo Cinco años después de haberse alzado con el premio mayor en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata para su película Abrir puertas y ventanas (2011), Milagros Mumenthaler presenta en la Sección Autores su más reciente film, La idea de un lago (2016). A partir del libro de poemas y fotografía Pozo de aire de Guadalupe Gaona, Milagros Mumenthaler imaginó la historia de Inés (Carla Crespo), una fotógrafa que escribe un libro sobre su pasado mientras se aproxima el nacimiento de su primer hijo. Su presente parece una prolongación del pasado, un tiempo suspendido tras la desaparición del padre. La realizadora no se detiene en la cuestión política documental; su mirada se concentra en la decisión –promovida por Inés- de aportar los datos genéticos para que ese pasado, quizás, pueda ser esclarecido. Por su parte, su madre (interpretada por Rosario Bléfari) mantiene una postura reticente. Manteniendo el registro intimista de su ópera prima, Mumemthaler ofrece un relato disruptivo, que se corre un poco de ese eje para plasmar la mirada de la niña Inés sobre aquel hombre que devendría en su obsesión. Yendo y viniendo hacia distintos momentos del pasado (con una fluidez notable), la película muestra los diversos pliegues de sentido que implicó esa ausencia. De alguna forma, el foco está puesto en Inés pero las opiniones y resoluciones del hermano y de la madre sirven para contrastar sus “verdades subjetivas”; verdades que -de algún modo- la joven intenta pronunciar con la escritura de su libro. La fotografía no es aquí un elemento más. No sólo porque sirve para graficar distintas épocas, sino porque aporta una textura que construye –sobre todo- una imagen de la infancia. Aún en el pasado, el padre aparece como un registro fotográfico, como una “presencia pequeña”, casi como si esos momentos fueran la transpolación en la pantalla de las vivencias de la protagonista. Su búsqueda es también una búsqueda identitaria, una manera de indagar el pasado para poder construir desde allí. El espacio de la infancia parece enteramente consagrado a la casa del bosque en la que está el lago del título, lugar que le da una riqueza de sentidos enorme al film, sobre todo en cuanto al espíritu lúdico que aparece claramente marcado. El presente de Inés la muestra indecisa alrededor del vínculo con el padre de su hijo, del que se ha separado; una pista para entender cómo se vincula su actualidad con su biografía toda. La idea de un lago es una película profundamente dolorosa pero no necesariamente triste; funciona como un acercamiento a las consecuencias de la dictadura cívico militar de una forma pocas veces vista en el cine nacional; como un diario íntimo, oscilante entre lo verídico-fáctico y la pluma más poética.
La imaginación, ese complemento de lo real Juan Antonio Bayona, realizador de El orfanato (2007) y Lo Imposible (2012), entrega con Un monstruo viene a verme (A monster Calls, 2016) un duro relato sobre la pérdida de un ser querido y la preparación del duelo. Transposición del libro de Patrick Ness, Un monstruo viene a verme tiene un mérito inicial: ofrecer una historia a partir del punto de vista de un niño sin obviar el tremendo drama que le acontece. Es una apuesta de riesgo, que implica el abordaje de un tópico muy transitado por las cinematografías infanto-juveniles (la pérdida de la madre), por lo general “contaminado” por un tratamiento condescendiente. La película de Juan Antonio Bayona reincide sobre las zonas más dolorosas de la historia, y a partir de un cruce con lo imaginario establece puntos de contacto, “pistas” para interpretar aquello que ocurre en el más ríspido territorio de lo real. Conor (Lewis MacDougall) tiene doce años. Su mundo cotidiano se subsume al bullying que sufre a diario en la escuela y a la convivencia con su madre enferma (Felicity Jones), una joven mujer cuya vida pende de un hilo. La presencia de la abuela en la casa (Sigourney Weaver) sugiere que el niño terminará viviendo con ella, una idea que a Conor lo angustia aún más. También hay un padre ausente que vive lejos y con su propia familia, quien no parece tener intención de llevarlo a vivir con él. En medio de ese contexto, el niño imagina. Y el centro de su imaginación es un árbol monstruoso (la voz es de Liam Neeson) que al comienzo da pánico. En determinado momento devendrá en el narrador ejemplar de una serie de historias que, de alguna forma, sirven como el marco de aprendizaje de Conor. La película está muy bien actuada y hacia el final comete el traspié de aportar cierto tono sensiblero del que carecía por completo. Los méritos, no obstante, superan holgadamente ese punto débil. En primer lugar, el ya apuntado “tratamiento duro” para un “tema duro”; el equilibrio entre la forma y el contenido que encontró Bayona para narrar a través de los ojos de un niño un momento trágico de su joven vida. Luego, la forma en la que la inclusión de pasajes fantásticos sirve para “problematizar” ese tema más que para graficarlo. Las conexiones entre el núcleo duro de “lo real” (la posible desaparición de la madre) y los segmentos imaginados son varias y multiformes: hay en esas historias ejemplares motivos, desdoblamientos e identificaciones que hablan de lo que le sucede a Conor pero que no implican una referencia lineal o reduccionista con el afuera. No: aquí el espectador debe operar como un intérprete activo de esos símbolos. Finalmente, la inclusión de fragmentos animados y de efectos especiales más coherentes que grandilocuentes resultó crucial para hacer de este relato una experiencia emocional que, en otras manos, hubiera devenido en una banalización del dolor.
Gritos, no susurros Con apenas veintisiete años y seis largometrajes estrenados, el realizador canadiense Xavier Dolan vuelve a dividir las aguas con Es sólo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), transposición de la obra homónima del dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce. Desde su estreno en Cannes, la última película de Dolan -transformado en uno de los “abonados” del Festival- fascinó a los amantes de su cine e irritó a sus detractores. Como ocurrió previamente con Yo maté a mi madre (J'ai tué ma mère, 2009), Los amores imaginarios (Les amours imaginaires, 2010) o Mommy (2014), Es sólo el fin del mundo suscitó grandes alabanzas, pero también fuertes críticas. Los que aprecian sus films, encuentran una intensa curva dramática; un vendaval de emociones que se conectan con una suerte de “sensibilidad a flor de piel”, capaz de sintonizar con una estética contemporánea. Los detractores, en cambio, piensan que ver una película de Xavier Dolan es asistir a una serie de fuegos de artificio entre los que no faltan las secuencias videocliperas que poco y nada tienen de profundas. Su último opus es la transposición de una obra de culto, de un singular dramaturgo que supo construir una voz propia, aunque –al menos en Argentina- no tuvo una gran cantidad de puestas que lo dieran a conocer. Tras ver su versión cinematográfica –con sus defectos y sus virtudes- no cuesta entender que el material le vino como anillo al dedo a esta suerte de enfant terrible. ¿Qué cuenta Es sólo el fin del mundo? Quizás esta sea la primera película de Dolan en donde es mucho más evidente que lo relevante es el cómo y no el qué. Todo comienza con la llegada de un joven dramaturgo (Gaspard Ulliel) a su casa familiar, tras doce años de ausencia. Allí lo espera una madre tan histriónica (Nathalie Baye) que hace de la telenovela más maniquea una oda al realismo naturalista, su hermana , que parece estar siempre al borde de la exasperación (Léa Seydoux); su violento hermano mayor (Vincent Cassel) y su sometida esposa (Marion Cotillard). Lo importante es el reencuentro, que es –a la vez- una serie de múltiples reencuentros. Sobre todo porque el joven dramaturgo –sostiene al comienzo, voz en off mediante- morirá pronto de una enfermedad terminal. Todo deberá ser leído bajo la óptica de la despedida. Hay una predilección en la película por los primeros planos, que a decir verdad se amoldan a ese rasgo claustrofóbico –endogámico, más bien- que tiene el hogar (no dulce hogar, en este caso). Habrá en la breve estadía reproches, pedidos de primera y última hora, algunos amagues de golpes que sorprenden mucho menos que los otros, más “dialogados”, en general vinculados a la ira acumulada durante años y la certeza (mayor o menor) de que aquella visita es pasajera. La cámara de Dolan se enamora del dramaturgo, que en casi ninguna secuencia da cuenta del deterioro físico y que respira algo de paz luego de los insertos que provee el realizador sobre su pasado (con estética de video clip de los noventa, acorde a la edad del escritor). En las pocas horas en las que transcurre la historia queda claro que lo que intenta ofrecer la obra de Lagarce (o, al menos, lo que potencia Dolan) es un recorrido emocional que excede la intriga. Sí, es cierto; fatiga el griterío que se suscita tras la llegada del hijo pródigo, el que logró triunfar; fatiga que algunas situaciones del pasado se logren desentrañar mientras que tantas otras no; incluso fatiga que la duración de las discusiones por momentos se exceda de los límites de lo soportable. Pero todas esas “fatigas” dan cuenta de lo que le ocurre al personaje, y allí sí hay un problema y es que poco sabremos de qué se transforma en él, por más que Dolan le aporte al relato una metáfora visual final que hará de las delicias de los fans y, como no podía ser de otra manera, hará patear la butaca a los detractores.
El pasado y su eterno retorno La nueva película de Martín Hodara (realizador de La señal, 2007) reúne a Ricardo Darín y Leonardo Sbaraglia alrededor de una historia sobre dos hermanos enfrentados. El gélido paisaje, un protagonista más. Marcos (Sbaraglia) regresa junto a su esposa (la española Laia Costa) al áspero sur argentino, dispuesto a resolver el asunto de la herencia familiar. Es necesario vender lo que tiempo atrás fue su casa y volver al confort que, evidentemente, lo cobija en Europa, territorio en donde decidió radicarse. El panorama en su otrora tierra natal es distinto. Más bien turbio. Porque allí vive en un estado de aislamiento su hermano Salvador (Ricardo Darín), a quien -por lo visto- aún pesa sobre sus espaldas la muerte que accidentalmente le ocasionó al hermano menor, en plena jornada de caza. El cuadro se completa con la única hermana mujer (Dolores Fonzi), quien mucho no puede decir sobre la herencia porque está internada en un hospital neuropsiquiátrico… Con ese panorama comienza Nieve Negra (207), película en donde el paisaje lo define todo, o casi todo. La decadencia familiar, el resentimiento y la codicia son las aristas de este drama; elementos que quedan envestidos bajo la supuesta búsqueda del bienestar. Está claro que aquí ese bienestar es esencialmente para Marcos, quien pronto será padre y no tiene ninguna intención de quedarse junto a sus hermanos. El pasado, lentamente, le recordará que allí en el sur la situación sigue siendo exasperante, sobre todo cuando los enfrentamientos con Salvador se hagan cada vez más intensos y violentos. Hodara –también guionista- recurre al flashback como una modalidad narrativa clave para desentrañar aquel pasado oscuro que se niega a desaparecer. Al comienzo, lo articula con el presente del relato con fluidez, pero a medida que la película avanza comienza a revelarse como una herramienta útil para subsanar algunos declives argumentales, hasta llegar a un final un tanto inconsistente en su forma de revelar lo que pretendió ser ocultado. Desde luego que Nieve Negra no está exenta de méritos, esencialmente el tratamiento de la imagen y la composición de Darín, intérprete que intenta darle un espesor dramático contundente a esta historia que comienza con un planteo interesante pero que, si consideramos sus ambiciones (estéticas, argumentales, incluso de marketing) se queda algunos pasos atrás.
Levántate y anda La película de Hèctor Hernández Vicens se concentra en qué sucede cuando una estrella de cine dada por muerta (la Anna Fritz del título) se manifiesta viva. El Cadáver de Anna Fritz (2015) se estrena con algo de retraso en Argentina. Presentada en el Festival de Cine de Sitges, esta película podrá rememorarle al espectador aquel ciclo de unitarios llamado Tiempo final, en donde en tiempo real se narraba algún suceso oscilante entre el suspenso y el terror. Si no fuera porque el esquema dramático ya fue muy transitado, se podría decir que la película de Hèctor Hernández Vicens tiene la vocación de experimentar con el tiempo y el espacio, en este caso muy reducido: la morgue, y las dependencias hospitalarias que la rodean. Pau (Albert Carbó) es el empleado de la morgue a la que llega el cuerpo de la megaestrella Anna Fritz (Alba Ribas), a quien una serie de voces extraídas de segmentos periodísticos la describen como una suerte de Penélope Cruz (por dar un ejemplo). Un dato que la prensa ignora es a dónde fueron a parar sus restos (el primer punto débil del guion); pero Pau lo sabe y no tarda en decírselo a sus dos amigotes de juerga, quienes antes de ir a bolichear deciden ir a ver ese “tesoro mortal” al que, claro, desean encontrar desnudo. Pero ese cuerpo muerto captura algo más que una simple atención en los tres jóvenes. ¿Qué sucedería si se la “tiraran”? ¿Qué tan mal estaría? La idea prende mecha en dos de ellos (el guión se reserva un punto de vista moral en uno de los muchachos), quienes se turnan para cometer el acto necrófilo. Lo que sigue es bastante predecible: Anna Fritz no estaba muerta y, una vez que ponga en evidencia su condición vital, generará un dilema: ¿dejarla viva y afrontar la denuncia, o asesinarla pues, total, todo el mundo la dio por muerta? El film de Hernández Vicens luce tan esquemático como la distribución de miradas que se suscita en los hombres, a partir del ultraje de ese cuerpo: la mirada egoísta, la culpógena, la “criminalizadora”. Las actuaciones son correctas, y el personaje de Iván está muy bien encarnado por Cristian Valencia; su criatura hegemoniza buena parte de las tensiones por ser el más revulsivo e inmoral de todos, cualidades que el actor transmite con convicción. Más allá de esa dialéctica, el guion no es demasiado inspirado y tiene varios puntos débiles. No obstante, en sus compactos setenta y pico de minutos, la propuesta consigue generar buenos climas, y si el resultado final se resiente un poco es por la escasa inventiva de la puesta en escena, que encuentra su momento de mayor impacto recién hacia el final.
Una caja con recuerdos El realizador Alejandro Chomski (Dormir al sol, 2010; Maldito seas Waterfall, 2016) plasma la figura de su abuelo Alek en este compacto documental. En los últimos años han surgido varios documentales que dan cuenta del vínculo entre documentalista con su propio presente y su pasado familiar. Están, desde ya, aquellos trabajos que se construyen sobre la pérdida en el contexto de la última dictadura cívico-militar (Los rubios, de Albertina Carri y M, de Nicolás Prividera, como casos paradigmáticos). Pero también hay otros trabajos que van hacia un pasado más distante y operan sobre la base del testimonio familiar, que no sólo refiere al recuerdo, sino también a la idea de “herencia”, de aquello que persiste y vale la pena ser mantenido como un tesoro común. A ese caso adscribe Alek (2016), documental que se concentra en la figura de Alek, el abuelo del realizador, un polaco comunista que emigró hacia Argentina antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. En concisos casi cuarenta minutos, Chomski ofrece el material filmado en un viaje de 1994 en el que acompañó a su abuelo a Rusia, símbolo de sus creencias políticas pero bajo el signo de la debacle propia de los noventa. También aparecen testimonios más recientes, de su sobrino y de sus hijas (fallecidas hace poco tiempo), capaces de ampliar aquella figura que fluctúa entre la Historia (así, con mayúsculas) y la historia. El idealismo, la batalla de las ideas, el exilio y el desarraigo pero, finalmente, el “echar raíces”, son los temas que aparecen en este trabajo en donde la mirada es decididamente afectuosa. El material, tal vez por su naturaleza intrínseca, tiene algo de caos, de aleatorio, como si se tratara de sentarse frente a una caja de fotos e ir sacando imágenes en medio del desorden. Eso le aporta al documental un aspecto genuino, cohesionado no sólo por su temática, sino por esa impronta folklórica que tiene toda familia perteneciente a la colectividad judía. Resulta muy proteico ver cómo ese pasado “avanza”, “transforma”, no tanto en virtud de las apreciaciones de Alek en Rusia o en torno a ese viaje, sino en la comparación que surge a partir de los recuerdos de quienes ya lo habían sobrevivido. Se hace entonces posible apreciar la minuciosidad en el pensamiento familiar, la distinción entre lo cotidiano y lo épico y la negativa de lo segundo de desprenderse por completo de lo primero. La mayor zona de riesgo de Alek es que, por momentos, sí se extraña una operación más meticulosa, más programática, en una selección que a Chomski le hubiera significado contar con más material para trasladar a la pantalla.
Escribir la memoria El documental de Francisco Matiozzi Molinas indaga en un colectivo de ex presos políticos que pinta murales para homenajear a los desaparecidos. La búsqueda multiforme de su trabajo muchas veces se confunde con desorientación. Tal vez sea Los rubios (Albertina Carri, 2003) el film de la post-dictadura que mejor supo trabajar el contenido en relación a la forma, siempre en torno a las consecuencias de uno de los períodos más oscuros de la reciente historia argentina. Murales. El principio de las cosas (2016) también problematiza ese par, con resultados en parte óptimos, y en buena medida desconcertantes. El desconcierto no surge de la dosificación de la información (lo que, en buena medida y aún en un documental, conforma una arquitectura dramática), sino de las múltiples formas que se suceden y que no logran establecer un sistema. Hay una intención de ficcionalizar los acontecimientos que no se cumple, hay un “repaso” de material de archivo, hay indagación familiar y voz en off, hay recorrido por lugares clave y análisis en primera persona. Poco a poco, el espectador conoce parte de la historia familiar del realizador, centrada en el asesinato de un familiar y la reivindicación que llevó a cabo un grupo de muralistas. Matiozzi Molinas expone sus dudas sobre cómo registrar y pensar los acontecimientos, y de este modo promueve una reflexión sobre la historia y la memoria colectiva. Los intersticios de esa memoria, los desacuerdos, las omisiones y las divergencias, están expresados en la voz de quienes formaron ese pasado y fueron cambiando –o no- a medida que pasó el tiempo. Es evidente que la apuesta fuerte del realizador consiste más en realzar el proceso que el producto. Frente a esta premisa, hay algunas metáforas un tanto obvias, como la analogía entre la práctica de la natación del propio Matiozzi Molinas y la concreción del proyecto cinematográfico. En contraposición, sí tiene una mayor magnitud alegórica simbólica el empleo de los papeles de colores que trazan, literalmente, una red de sentido en torno a los nombres, los espacios, y los crímenes de quienes lucharon contra el pasado dictatorial. Pese a los desniveles, siempre es bienvenido un trabajo audiovisual que aborde la dictadura cívico militar, y más aún cuando reflexione sobre cómo hacerlo.