El río, siempre el río Transposición del relato homónimo de Juan José Saer, El limonero real (2016), de Gustavo Fontán, se concentra en lo sensorial –a tono con la poética del escritor- para contar una historia sencilla a la vera del río. Tras la muerte de Borges, el canon literario argentino quedó, sino huérfano, al menos en el desconcierto. Con el transcurso de los años, la figura de Juan José Saer (1937-2005) y la de otros escritores se tornaron más nítidas, más visibles para la academia y la crítica. Dentro de ese panorama, los textos de Saer se destacan por darle a lo sensorial una especial importancia. Su narrativa oscila entre la intertextualidad con relatos de fama universal (el Ulises de Joyce tal vez sea el ejemplo más representativo) y la re-contextualización, en una operación de lectura que ubica al río como un espacio de fuerte irradiación semántica. Gustavo Fontán (otro artista “de los sentidos”, pero desde el punto de vista audiovisual) hace lo que un cineasta verdaderamente debe hacer cuando lleva a la pantalla un texto literario: transpone. Es decir, ofrece una lectura, una mirada, no “plasma”; transforma y al mismo tiempo revela un universo cuya genética está en el papel. El realizador de La madre (2009) y La casa (2012) y, entre otras, tiene por lo visto una afinidad con el espacio de El limonero real. Ya había explorado con lirismo al río en El rostro (2014) y con resultados igualmente óptimos. Ya se ha dicho por estas páginas que su cine implica instalarse en un estado, y que sus películas, en definitiva, se concentran más en el “cómo” que en el “qué”. Por tal motivo, ingresar en la “órbita-Fontán” puede resultar una experiencia ríspida para una buena cantidad de espectadores. Para los que ingresan, la experiencia es puro goce. Aquí, la trama se concentra en el viaje de Wenceslao hasta la casa de su hermano, el 31 de diciembre. Wenceslao está interpretado por Germán de Silva, uno de los actores más singulares e interesantes que ha dado el cine argentino más reciente (se lo pudo ver en Las Acacias, pero también en Relatos salvajes). El hermano está interpretado por el cineasta Rosendo Ruíz, y su inclusión interpretativa resulta una verdadera sorpresa. También aparece Eva Bianco, que a tono con Y, también porta un rostro de indudable magnetismo cinematográfico. Gustavo Fontán lo sabe, y hace de la mirada un verdadero recorrido, en donde lo topográfico se funde inevitablemente con lo emocional; la mirada por el hijo muerto, la mirada por los rituales de celebración en un contexto humilde, y, claro, la mirada que naturaliza lo salvaje del paisaje, y se funde con el individuo como si fuera una totalidad. Nada de esto tendría impacto si no fuera por la forma en la que esa mirada es capturada por la cámara, que en el caso de Fontán bien podría encontrar su justo parangón con el cine de Alexander Sokurov, por lo contemplativo y por su construcción por momentos pictórica (jamás turística). Y allí radica el mayor logro de esta transposición, hacer que el sentido desplegado en el papel se amalgame con la imagen y, desde allí, nos lleve directo al río.
Una mujer entre sombras La película del director de Sólo por hoy (2000) y El otro (2007) se concentra en la vida de Luisa, joven viuda que vive junto a sus dos hijas. La luz incidente (2015) es un film de notable delicadeza en la que se destaca Erica Rivas. Tal vez porque la trama se desarrolla en la década del ’60, La luz incidente produce una sensación de extrañamiento en el espectador que sirve, al mismo tiempo, para hacer más fascinante a su criatura, una mujer joven que acaba de perder a su hermano y a su marido en un accidente. Ariel Rotter construye un ambiente nítido, níveo, que congenia con la figura de Luisa y se conecta con su soledad. Un universo plasmado en impecable blanco y negro, con acordes de jazz y delicados encuadres, cuya sensorialidad recordará a Lejos del paraíso (Far from heaven, 2002), otra lograda película de época que, si bien muy diferente, también graficaba las emociones de una ama de casa en tiempos pre-feministas. Luisa no está rodeada de amigas, y al parecer llevaba una cómoda vida sin demasiados sobresaltos. Más allá de que la muerte de su esposo le provoque, además de una lógica tristeza, algunos desafíos económicos a futuro, es bastante evidente que su refugio y razón de ser está en las dos pequeñas que necesitan de su protección. En una primera salida social, Luisa conoce a un hombre (Marcelo Subiotto) que se deslumbrará ante ella. Mucho más adelante, su madre le hará saber que le resulta llamativa su soltería. Pero pese a esa observación, lo que la madre (la siempre efectiva Susana Pampín) señala es apena una mancha en la imagen que le ofrece este señor; para ella, lo suficientemente serio, acaudalado y caballero como aspirar al corazón de su hija. Luisa está interpretada con sutileza por Erica Rivas, una actriz que comprendió que un gesto de más provocaría un desnivel que aquí jamás se produce. Esta mujer vivencia todo un drama interno, traducido en la película en planos que parecen suspender el tiempo. ¿Qué piensa ella de ese hombre, entre seductor e invasivo, que pide ingresar a su vida, hacerse cargo de las niñas, y transformarse en su esposo? Tanto en esta pregunta como en otras, la película responde con gestos, miradas, omisiones, o escenas que incluso abordan la comicidad, como aquella en la que él –al son de su guitarra- se presentará ante las niñas e intentará ofrecer una imagen paterna. De antología. La luz incidente se nutre de una puesta clásica, económica en términos dramáticos, y por eso mismo de una potencia y solidez narrativa única. Personaje y contexto, marco y devenir psicológico, se aúnan en un relato sobre la pérdida, sobre el sentido de autonomía y realización personal que, como en las grandes obras, apelan a un sujeto para subrayar un estado universal. A la mencionada película de Todd Haynes podría agregarse como comparación a la Nora que imaginó el dramaturgo Henrik Ibsen en Una casa de muñecas, en la línea de personajes que trascienden el género para plasmar ese estadio de incertidumbre, conmoción y revisión de la subjetividad por el que atravesamos todos.
Floja transposición de una novela de Stephen King El realizador Tod Williams entrega con El pulso, La llamada del apocalipsis (Cell, 2016) un relato rutinario, sin in crescendo dramático, que no aporta demasiado al “universo zombie”. Una importante afinidad tuvo el zombie con el universo cinematográfico. El núcleo duro de ese matrimonio lo aportó George A. Romero, y sobre esa base se fueron sumando nuevas asociaciones entre el muerto vivo y la sociedad y la política (sobre todo). El pulso, La llamada del apocalipsis viene a sumar un capítulo más, sólo que éste es pura rutina y desmerece la idea de que el tópico supo erguirse digno aún en producciones modestas, como si algo de ese sujeto degradado se pudiera amoldar más a lo artesanal que a lo mainstream. Aquí no hay una producción ostentosa en términos de dólares gastados. Pero se nota, y se nota mal. John Cusack compone a un novelista que es testigo de una extraña –y espontánea- aparición de nuevos zombies, poco antes de viajar en avión. El medio que produce la transformación es ni más ni menos que el celular; una llamada puede transformarse en un “camino de ida”. No tardará en comprobar que la peste es masiva y brutal. Más tarde, conocerá a un conductor de trenes (Samuel L. Jackson) que lo acompañará en la búsqueda de su esposa y su hijo. El pulso, La llamada del apocalipsis hace de esa búsqueda su motor dramático. ¿Eso es malo? En absoluto. El problema es que lo hace de forma rutinaria, con un arco dramático que en verdad se revela como una línea recta. No hay inventiva en el diseño de arte, los personajes –más allá de lo eminentemente narrativo- no producen empatía, y es así como a los veinte minutos la película ofrece todas sus cartas y sólo resta esperar el desenlace. Una pena, sobre todo si consideramos que el otro vínculo del film (con la narrativa de Stephen King) también queda varios peldaños atrás, frente a las logradas transposiciones que sí supieron producir buenos sustos.
Un testimonio valioso (y poco más) Documental con inclusión de situaciones recreadas por actores, No me mates (2016) hace foco en el qué contar más que en el cómo. Allí radica su máxima debilidad en términos cinematográficos. El calvario de Corina Fernández se transformó en un emblema y en un fuerte antecedente para la lucha contra el femicidio en nuestro país. La presencia en los medios de casos como éste se hizo cada vez más evidente, lo que posibilitó una reflexión más madura sobre la violencia de género. Aún así, no es fácil desterrar este flagelo social; por el machismo de la sociedad, por los vericuetos judiciales, por el riesgo que corren las víctimas, entre otras causas más. El realizador Gabriel Árbos se concentra en el femicidio a partir de las vivencias de Fernández, quien padeció el maltrato de su esposo durante 17 años (lo denunció 80 veces). Esas denuncias no impidieron que él le disparara varios tiros; tres impactaron en su cuerpo. Pero ella, afortunadamente, pudo sobrevivir. Su testimonio es el hilo conductor de No me mates, al que se le adhieren varias secuencias que recrean su propia experiencia. Ana Celentano interpreta a la víctima, mientras que Alejo García Pintos encarna al hombre que la maltrató durante tantísimo tiempo. El problema con este tipo de documentales es que aquello que grafica le pertenece más al ámbito periodístico que al cinematográfico. La apuesta estética consiste en “verter” información más que reelaborarla en función del dispositivo audiovisual específico del cine. Todo se reduce a lo recreativo, a lo exhibitorio, y de esta forma uno siente que el contacto con la temática sería mucho más hondo a través de la lectura, la crónica, la información analizada por especialistas en la materia. Las secuencias recreadas son una ilustración, llevadas con dignidad por dos buenos actores. Cabe preguntarse en qué medida agregan a aquello que Fernández dice, con todo el sentimiento y la convicción que evidentemente tiene a la hora de ofrecer un testimonio para evitar que su historia se repita. La puesta en escena es elemental, y rememora aquellos episodios de Sin condena, el ciclo con el que Rodolfo Ledo llevó casos criminales famosos a la pantalla de Canal 9.
La voz interior El documental de Alejandro Maly revisa la trayectoria de Chasman y su famoso muñeco Chirolita, pero a partir de ellos amplía su mirada sobre el curioso oficio del ventrílocuo. Con sus apariciones en múltiples programas televisivos, el ventrílocuo Chasman y su afamado y pícaro muñeco Chirolita ocuparon un espacio destacado en la memoria emotiva del televidente argentino. Siempre vestidos de igual forma, las intervenciones de ambos demuestran que además de una buena técnica, la ventriloquía exige carisma y un sentido fino de la comicidad. Alejandro Maly reflexiona sobre el oficio con un dejo de nostalgia, sobre todo en la primera parte de ¿Dónde estás, Negro? (2016); mediante la toma de televisores ya pasados de moda, exhibe buena parte de los números cómicos del famoso ventrílocuo. Integran este segmento entrevistas a Santiago Bal y Silvio Soldán, testigos directos de aquella época en la que el artista tuvo su momento de mayor popularidad. Con una interesante impronta estética (en la que sobresale el humo de cigarrillo, marca distintiva de muchos de estos cuadros de humor), el realizador se adentra en el complejo y curioso vínculo entre el muñeco y el humano, y a la vez esboza una imagen del mundo del espectáculo que ya forma parte del pasado. La segunda parte (“Los ventrílocuos”) y la tercera (“Los muñecos”) profundizan su mirada sobre el oficio, aunque es evidente que el lugar que ocupó Chasman lo lleva a ser mencionado en varios pasajes. En estos segmentos, Maly da cuenta de la existencia de una agrupación que congrega ventrílocuos y muestra el costado más personal de los artistas; sus obsesiones, los diversos estilos, el universo de la creación y restauración de los muñecos, y –claro- el aspecto más “bizarro” del asunto. ¿Dónde estás, Negro? es un documental de observación, en el que conviven aristas historicistas (hay otro antecedente histórico además de Chasman; es el caso del “Profesor Dilmer”), de humor, y –lo más interesante- dramáticas, vinculadas al afecto que desarrollan los ventrílocuos por sus inseparables figuras. Es muy atinado que Maly respete a los artistas (hubiera sido muy fácil parodiarlos) y, acaso por primera vez, los deje hablar por solos y por voz propia.
La vida (no siempre) imita al arte Basada en la novela gráfica Gemma Bovery, La ilusión de estar contigo (Gemma Bobary, 2014), de Anne Fontaine, narra la historia de un panadero que cree ver en su nueva vecina una Emma Bovary contemporánea. Por más que Martin (Fabrice Luchini) haya dejado su labor editorial para tener una apacible vida como panadero, la profesión de su padre, hay algo que aún lo incomoda. Es el tedio de la vida cotidiana, aquel que Flaubert plasmó en su obra maestra Madame Bovary. Y lo hizo tan magistralmente, que hoy en día se habla de “bovarismo” para dar cuenta de esa insatisfacción con lo mundano y la urgente necesidad de vivir en la fantasía. Cuando en el barrio de Martin se instalan Gemma Bovery y su marido Charles (ambos ingleses), la conexión es inevitable: ¿hay, en ese matrimonio, y más específicamente en esa mujer, algo de la novela que marcó un hito en el realismo del siglo XIX? Anne Fontaine (dedicada a filmar historias de inconformismo que hoy en día escandalizan poco y nada; tal es el caso de la reciente Madres perfectas, 2012) construye un film “ameno”, bastante obvio, que indaga en los tópicos esenciales de la novela sobre la que vuelve una y otra vez, sobre todo a partir de las analogías que encuentra Martin. Pocas veces se hizo un uso tan pobre de la voz en off, tanto que por momentos genera fastidio la escasa confianza que pone el guión en la propia interpretación del espectador. Gemma se convierte en la obsesión de Martin, más aún cuando comienza a tener una relación clandestina con un bello joven que también vive cerca. Así, las conexiones se harán cada vez más obvias (como la película), y ese “bovarismo” al que aludíamos será más que de ella, del panadero voyeur. La ilusión de estar contigo se pretende una comedia pero no genera mucha gracia, aspira a la profundidad de tópicos transitados por la literatura pero sólo consigue parodiarlos, apela al erotismo pero termina siendo pudorosa… Estimado cinéfilo, por una vez desde estas páginas le recomendamos que lea una novela. Es Madame Bovary y supera holgadamente al visionado de este film.
Amigos son los amigos Nuestras mujeres (Nos femmes, 2015), transposición de una obra teatral, es una comedia negra que hace foco sobre la amistad masculina. La película de Richard Berry (aquí también actor, acompañado por Daniel Auteuil y Thierry Lhermitte) se inserta en esa clase de films franceses (con frecuencia, otras transposiciones) que posan su mirada sobre los vínculos pero, al mismo tiempo, lo hacen y grafican el estado de la burguesía. Sin el matiz psicológico Claude Chabrol, y disfrazados de comedias negras, estos relatos transcurren en hogares de familia bien posicionadas; hombres y mujeres lectores, cultos, que –malestar de la cultura mediante- ensayan puntos de fuga para vivir algo más que la amarga cotidianeidad. O tan sólo vivencian algún hecho poco frecuente que desestabiliza sus vidas predecibles. Sírvase como ejemplo Un Dios Salvaje o El nombre, por citar dos casos más o menos recientes. En Nuestras mujeres, el hecho que irrumpe contra la habitual medianía es la confesión de uno de los tres amigos que llegan a la clásica reunión de viernes a la noche. Sucede que en plena discusión con su mujer, y ante una sospecha bastante sólida de infidelidad, el hombre se va de manos y presiona con fuerza su cuello. Y por más que su objetivo no haya sido cometer un asesinato, su mujer queda ahí nomás, inmóvil y sin signos vitales. Lo que sucede luego de la confesión es más o menos lo previsible: pedido de complicidad para encontrar una “coartada”, pases de facturas varios, añoranza de viejos tiempos, y reflexiones que ponen en duda el estatuto de “amigos de fierro” que el trío protagónico llevaba marcado a fuego. El hecho de que el asesino sea el más irreverente del trío (un peluquero con fama de bom vivant), habilita a los otros dos a ponderar la vida sin sobresaltos, aunque a los dos minutos ese vínculo con la realidad ya esté hecho añicos y puesto en ridículo. Nuestras mujeres tiene tres actores que llevan con solvencia los diálogos punzantes. También hay puntos de quiebre interesantes, que alteran la mirada que el espectador tiene de ellos, como ocurre cuando uno de los tres descubre una afinidad demasiado cercana de su propia hija con el asesino en cuestión. Lo que queda al final es, previsiblemente, una celebración de todo aquello que apuntaron como una constricción de la libertad. La casa desordenada, claro, pero con una familia sonriente que hace que ese sea un detalle menor. Tanta cháchara para que, cerca del The end, esta amarga comedia devenga en la consumación del típico pollerudo. La burguesía, se sabe, necesitó siempre ejercitar pequeñas disrupciones en su discurso, tan sólo para revalidar el status quo.
Un secreto entre las dos Sin caer en el relato aleccionador, la sueca El hijo perfecto (2015, My Skinny Sister) hace foco en lo vincular y narra la historia de dos hermanas, una de ellas con trastornos alimenticios. Stella (Rebecka Josephson) es una preadolescente un poco tímida, con algo de sobrepeso, integrante de una familia de clase media sueca. Ella sostiene una relación muy cambiante con su hermana mayor Katja, cuyo principal objetivo es destacarse en una competencia de patinaje artístico. El vínculo que tienen va desde la admiración (de Stella hacia Katja) y la complicidad amistosa hasta los celos y los momentos tensos. Sin embargo, es evidente que detrás de los problemas hay un genuino cariño entre ambas. La ópera prima de Sanna Lenken tiene un tono que se amolda a la frialdad de las producciones de su país; predilección por los primeros planos, poca incidencia de la banda sonora (que aquí hay, pero con discreta presencia), secuencias en donde el silencio ocupa un lugar central como constructor de tensiones. Esa impronta estética le viene de maravillas a un tema que, en el peor –y frecuente, por cierto- de los casos es tratado de forma aleccionadora y reduccionista. Cuando Stella descubre que su hermana tiene bulimia (se exige demasiado en el entrenamiento y se produce vómitos apenas termina de comer), esa relación tan compleja devendrá en algo mucho más drástico. Sobre todo, luego de que la hermana la extorsione con revelar detalles de su privacidad a cambio de mantener el conocimiento de su trastorno alimenticio lejos de sus padres. A partir de ese momento, la película –que está narrada a partir del punto de vista de Stella- abordará no sólo la bulimia, sino también la percepción de la más pequeña, a quien el peso de ese secreto se le hará cada vez más difícil de soportar. Son escasos los estrenos de cine de territorios nórdicos que llegan a nuestra cartelera (uno de los últimos casos fue el de Cuando despierta la bestia (2015, Når Dyrene Drømmer), hace ya unas cuantas semanas), por lo tanto es celebrable la llegada de esta película “pequeña”, sí, pero honesta, concentrada en un conflicto y con una imagen bien elaborada sobre el siempre fascinante y conflictivo pasaje de la niñez a la adolescencia.
Un asesino en mi cabeza En El vecino (Un etaj mai jos, 2015), el realizador rumano Radu Muntean indaga en el cimbronazo que produce en la vida de un hombre de clase media la posibilidad de vivir cerca de un asesino. Muchos años han pasado desde los estrenos de La noche del señor Lazarescu (Moartea domnului Lazarescu, 2005) y 4 meses, 3 semanas y 2 días (4 luni, 3 saptamani si, 2 zile, 2007), películas que formaron parte de la “piedra fundacional” de una generación de realizadores rumanos que no tardó en consolidarse como una de las gemas del circuito de “cine arte” o “cine de autor”. Esos realizadores ya van por su tercera o cuarta película, lo cual sirvió para demostrar que “la nueva escuela rumana” fue algo más que una moda pasajera. Con El vecino, Radu Muntean (director de Aquel martes, después de Navidad) se mete de lleno en la vida de Patrascu, un hombre que se enfrente a la posibilidad de vivir a escasos metros de un asesino. Drama de conciencia envestido de thriller psicológico (denominación no desacertada, pero más amparada en criterios publicitarios que artísticos), en El vecino hay dos elementos de fuerte irradiación dramática. El primero es aquel que configura la anécdota: un hombre de clase media, Patrascu, llega de pasear a su perro y escucha una discusión entre sus vecinos del piso de abajo. La puerta se abre y ve salir a un hombre, quien nota su presencia y –en cierta medida- su intromisión. Al poco tiempo, la mujer aparece muerta: ¿accidente o asesinato? El segundo elemento refiere a lo que produce ese hecho en la vida de Patrascu, tan potente que le genera una tensión interna capaz de incidir en todo su vínculo con el afuera: con el propio vecino, con su trabajo y –sobre todo- con su familia, por más que intente disimularlo. Si de algo se valió esa generación de realizadores que apuntamos al comienzo fue de la concisión en términos de puesta en escena, concisión que no significa “simpleza” en lo más mínimo: “tiempos muertos”, planos secuencia, diálogos extensísimos capaces de revelar todo un mundo. Una serie de procedimientos que en buena medida coincidieron en un apunte político; una mirada cruda sobre la vida en sociedad en los tiempos post-Ceausescu, en donde convergen las tensiones con el capitalismo moderno y los mecanismos de constricción dictatoriales que persisten en la post-dictadura. Si Corneliu Porumboiu había ido un poco más allá con El tesoro (Comoara, 2015), adosando a ese marco la candidez propia de un relato de aventuras, en El vecino Munteaun se nutre del arco dramático de Alfred Hitchcock y tiñe a su relato de noir, aunque esta sea una de las películas más luminosas (en términos de fotografía) que el cine de su país haya entregado. De forma un tanto forzada, Patrascu se relacionará cada vez más con el presunto asesino, a partir de un pedido de tipo laboral. Ese supuesto asesino se le revelará como un catalizador de todos sus temores. Más aún cuando genere cierta empatía con su mujer y su hijo… sonámbulo. Cada paso del vecino dentro de su mundo cotidiano es, a la vez, la certidumbre de la omnipresencia de lo siniestro, la sensación de inestabilidad y temor que lo acompaña en todo el metraje, y que encuentra en el fuera de campo la concreción formal para transmitirle al espectador toda su angustia. ¿Angustia por no saber, por el temor ante la presencia de un asesino, por reconocer que no siempre se puede tener el control? Imaginará usted que la riqueza de la película no reduce el resultado a alguna respuesta, sino más bien lo contrario: la instalación de una duda que se revela como una incomodidad bien contemporánea.
Oscuro universo femenino Santiago Palavecino construye en Algunas chicas (2013) un mundo femenino hermético, onírico, por momentos desconcertante. Gran trabajo de Fernando Lockett director de fotografía. Celina es una cirujana que está en medio de un proceso de separación. Su mirada extraviada, su voz débil, son signos de un mundo interno que se derrumba. Recibida en la casa de una amiga que vive en el campo, con la que convivió durante la época de estudio, intentará recuperarse o, al menos, ver todo con más claridad. Allí se encuentra con su marido y su hija, una joven que intentó suicidarse y que junto a sus amigas sumergirán a Celina en un universo vivaz y paradójicamente oscuro, conformado por fiestas, drogas, prácticas de tiro, y sueños que se tuercen hasta transformarse en pesadillas. Palavecino explora el universo femenino a través de climas, estados de latencia y personajes que llevan el misterio a flor de piel. Tal vez, el personaje que hace más evidente esta cualidad es el de Ailín Salas, joven mística que parece siempre al borde del estallido. En las secuencias que el realizador propone hay mucho del cine de David Lynch, con su banda sonora saturada de graves y la sensación de que fuera de campo “algo está por suceder”. Para conseguir esos climas ominosos resulta clave el aporte de Fernando Lockett, director de fotografía que ha participado en una buena cantidad de films de directores en su mayoría emergentes. Aquí, consigue uno de sus mejores trabajos y resulta prodigioso –sobre todo- el trabajo con los planos-secuencia que sumergen al espectador en este mundo de mujeres que se envisten de misterio. En Algunas chicas hay poco lugar para los hombres; el marido de la amiga de Celina, compuesto por Alan Pauls, un misterioso chofer que interpreta Edgardo Cozarinsky, un amigo de juerga, y un dealer que, en la piel de Germán de Silva, mixtura simpatía y oscuridad por partes iguales. También aparecerán dos personajes masculinos de los que no brindaremos de detalles. Todos ellos parecen delimitar el destino de esas mujeres más que construirlo junto a ellas, sumergidas en un mundo cotidiano sin límites pre-establecidos. En determinado momento, la apuesta de Palavecino parece ser la mixtura del sueño y la vigilia; ambos se confunden y, si bien eso genera una desolación más grande, aleja al film de su vertiente de thriller y lo hace, tal vez, un poco más indescifrable.