Publicada en la edición digital #260 de la revista.
El problema del costumbrismo Allá lejos y hace tiempo He-Man solía terminar sus capítulos con una actitud bastante medieval: alguno de los personajes hablaba a cámara explicando la moraleja que se acababa de narrar mediante un ejemplo (que era el capítulo íntegro). Con el aprendizaje dado en cada capítulo, quienes fuimos chicos durante los años ‘80 terminábamos con un extra de información encima (que nadie había pedido por cierto). El costumbrismo tiene algo similar al mecanismo moralizante de He-Man, quizás no tan frontal pero si lo suficientemente claro como para infantilizarnos. La televisión argentina del prime time tiene bastante de eso en las peores dosis posibles. Y, dentro del reducidísimo esquema industrial del cine argentino, quizás sea Daniel Burman aquel que más tiempo le haya dedicado a eso del costumbrismo clasemediero por excelencia. El misterio de la felicidad no es una película ajena al universo costumbrista. Lamentablemente, donde Burman antes nadaba, hoy se ahoga. Y quizás ese cambio se deba a procesos no demasiado lejanos al de He-Man al final de cada capítulo. El problema del costumbrismo igual no es ontológico: con películas como El abrazo partido y Derecho de familia, Burman había sabido darle media vuelta de tuerca a la fascinación localista (el mero disfrute de escuchar el dialecto cotidiano rioplatense), pero también había logrado escaparle al costado edificante. Por el contrario (y no creo que sea casual), en ambos films el lugar del padre es determinante para realizar un aprendizaje que no siempre termina en el lugar deseado, sino que está plagado de contradicciones, por lo que todo el arco dramático experimentado es complejo y rico en matices. Quizás haya algo del lugar del hijo que funciona en el cine de Burman mucho mejor que otras perspectivas relacionales. De ahí que una película como El nido vacío o La suerte en sus manos sean profundamente fallidas, que se sientan forzadas. En El misterio de la felicidad hay, en efecto, un aprendizaje y un autoconocimiento final, pero todo el proceso está teñido de un tono edificante que jamás emerge de lo que vemos, más bien nos obliga a preguntarnos cómo se llegó a ese final sin hacer cambios sustantivos en las actividades de los personajes (al punto tal que uno se pregunta por qué el personaje de Inés Estévez está tan tranquilo con su esposo desaparecido de la faz de la tierra). Pero el cuentito moral de la última película de Burman también es algo banal, como si hubiera decidido dejar de lado sus ficciones más complejas y hubiera adoptado el esquema subielista de “hombre urbano harto de haber renunciado a sus sueños busca la redención en una cuenta pendiente de juventud”. El problema es que ese esquema choca con el esquema “hombre urbano conformista se da cuenta de que la mujer de su amigo, a la que nunca le dio bola, no está tan mal y si la cosa da, le daría un poquito”. Hay algo de mezcla ingenua en la unión de ambos esquemas: el hombre que se libera cumpliendo el sueño de juventud y el hombre que descubre que puede tener una pareja heterosexual en el lugar más inesperado. Esa coexistencia es chirriante y, como consecuencia, obliga a la película a forzar aprendizajes de una manera insólita, incluso cambiando el carácter de los personajes radicalmente (el de Estévez pasa de ser una estreñida insoportable y sobreactuada a una mujer sexy y desinhibida en cuestión de minutos). Como en He-Man, el desenlace trae el aprendizaje, la redención y la resolución de asuntos que en las películas más complejas de Burman apenas eran el comienzo de un proceso de cambio en los personajes. Aquí, el cierre se percibe como una suerte de bajada de línea regulatoria. Y con el final uno siente que El misterio de la felicidad es como si Suar hubiera visto La aventura, de Michelangelo Antonioni, y se le hubiera ocurrido la idea de hacer un largometraje más o menos parecido a eso. Como bien sabemos, nada bueno puede salir de una mezcla de He-Man, Antonioni y El Chueco…
Publicada en la edición digital #257 de la revista.
Publicada en la edición digital #257 de la revista.
Cambio de rumbo Hay un salto fundamental entre una película consciente de sus limitaciones y capacidades y otra que las ignora y las niega. En el primer caso, aunque parezca un ejercicio conservador, tenemos un amplio núcleo de riesgos acotados a las posibilidades que el material presenta. En el segundo, con toda la buena fama que tiene eso de “lanzarse al vacío”, lo que termina primando detrás de la desmesura es la falsa épica. Histeria. Fuegos de artificio. Los juegos del hambre, la primera parte dirigida por Don Ross (uno de esos artesanos que silenciosamente entregan grandiosas películas que la gente ve más por cable que en cine), es una película épica que nunca se olvida de poner los pies en la tierra y cuidar a sus personajes. Inclusive, horrando a la mejor tradición clásica, es económica y precisa en cada una de las cosas que nos propone. Y a decir verdad, lo logra, porque vende liebre, nunca gato En llamas, la segunda entrega de la saga, dirigida esta vez por Francis Lawrence, pertenece al grupo de películas que se muestran desmesuradas, que no son conscientes de sus limitaciones. Este film, por lo tanto, presenta tres problemas asociados a la desmesura. Pero, vale aclarar, el problema no está en el diseño de producción ni en la construcción pomposa de una distopía futurista con aire a falso, que sería una imputación tradicional anti-mainstream. No. El primero de los problemas es que, a diferencia de la primera parte de la saga, en En llamas los personajes son abandonados, apenas trabajados, como si lo que importara fuera la crítica política (yo me pregunto qué le sucede a cierto mainstream americano con el imaginario distópico que siempre vuelve a las mismas fuentes predecibles: nazismo, stalinismo, fascismo, etc.) en vez de improbable cariño por la suerte esquiva de los protagonistas frente a la tiranía que los azota y que, en esta segunda entrega, hace competir a los ganadores de los juegos del hambre previos en una batalla entre si, como si se jugara la supercopa de la muerte. Lo que llama la atención es que Lawrence dirigió Soy leyenda, película en la que se demostraba con bastante claridad y no poco talento, qué es eso de empatizar con un personaje, con un perro o con lo que fuera. De hecho el mundo de ese film resultaba más interesante cuando la lectura política no se hacía obvia y el contenido humanístico reaparecía. El segundo es uno de los mayores inconvenientes de esta parte de la saga: estamos en 2013 no en 1930 y viendo Flash Gordon. Esta verdad de Perogrullo pide a gritos aclararse ya que el director pareciera no entender la lógica de una saga cinematográfica. Por el contrario, lo que vemos de la película (su poética de la postergación, su desprecio por los personajes tridimensionales) actúa como un viejo serial (algo que la saga Matrix tampoco aprendió pero que las sagas de El señor de los anillos y Star Wars, si): ser parte de una saga épica no niega la autonomía de cada capítulo; ser parte de una saga no invalida a los personajes como tales sino que debe apoyarse en ellos. En la película de Francis Lawrence, si. Esto la vuelve soporífera, extensa pero, para mayor problema, confusa. Y aquí aparece el tercer problema de En llamas: su montaje desesperado no puede darle ritmo a algo que jamás se estableció con una mínima claridad. De repente, la primera media hora del largometraje se sucede como una secuencia de montaje que enlaza elementos sin solución de continuidad, escenas desperdigadas con elipsis que no guardan coherencia en su linealidad (ni en la falta de ella). Esto genera un problema claro de desconexión: la sucesión de elipsis o las secuencias de montaje multiplicadas generan un quiebre perceptivo, una suerte de efecto de “loma de burro”. Y es que literalmente la película pone un vidrio entre ella y nosotros y nunca nos deja entrar. Toda la distancia presupuesta (y dispuesta) que provoca la película hace que la imaginería visual se pierda, se desarme, se olvide (esto sería la contraposición de un caso como Avatar, así no piensan que el problema que describo no es propio de una posición anti-mainstream). Por eso, lo lamentable de En llamas es que los elementos a explotarse estaban ahí, pero la decisión fue siempre ir hacia el otro lado: frente a la tradición clásica Lawrence opta por la peor de las tradiciones, que es la del desprecio por narrar historias, la especulación en piloto automático y el olvido de los personajes, que son aquello que nos ata, universalmente, a sentarnos en una butaca un par de horas.
Publicada en la edición digital #256 de la revista.
Publicada en la edición digital #256 de la revista.
El carnaval de las almas Hace unos cuantos años, cuando Marcelo Piñeyro dirigía Cenizas del paraíso y buena parte de las críticas locales se deshacían en elogios, algunos lo cuestionaban duramente, pero para ser específicos, le destacaban a Piñeyro la capacidad autocrítica. Uno de ellos fue Gustavo Noriega. Con los años, luego de una recepción crítica en general fría con sus primeros dos largometrajes (las exitosas Tango Feroz y Caballos salvajes), aquel director fue puliendo algunas cosas de su estilo y, película tras película, mostró un genuino interés por no repetirse ni por repetir sus errores, sino, por el contrario, avanzar a puro golpe de oficio. Hay algo de esos trabajadores, esos silenciosos directores que aprenden a golpe de prueba y error, que me merecen el más profundo respeto. Incluso, si saltamos las fronteras, creo que Tony Scott es uno de los ejemplos extraordinarios de esa idea anti-autoral. Hay que hacer, reparar en lo hecho y desmarcarse de los elogios para mejorar. Bueno, algo de esto le cabe al malayo James Wan, quien supo pegarla económicamente (como Piñeyro) con su película inicial, pero que carecía del prestigio que supo ganarse en los últimos años dentro del género. De hecho, sin ir más lejos, al haber dirigido El juego del miedo, se le atribuye a este director ser al padre del porno-gore (o el gore que disfruta de la tortura, que sí fueron marcas de las siguientes entregas de la saga o de porquerías como Hostel). Pero esa atribución es incorrecta. El juego del miedo estaba narrada muy rudimentariamente (además de cargar con un moralismo de morondanga, como diría Mafalda) pero Wan por lo menos demostraba que sabía construir climas inquietantes. En este sentido el joven director (27 años cuando dirigió aquel éxito) no hizo lo previsible: se apartó de dirigir otras partes de la saga y avanzó, casi experimentalmente, hacia otros caminos, indagando por prueba y error, como si filmar hubiese sido también una escuela. Dead Silence, que no fue estrenada en Argentina y lanzada en 2007 (omito la fallida Sentencia de muerte, del mismo año), puede verse como una anticipación de algunos de los climas que aparecerán en La noche del demonio, pero sobre todo en la notable El conjuro. La noche del demonio, a su vez, lograba sacarse de encima algunos lastres de las películas anteriores de Wan, pero todavía cargaba con un problema serio, que siguió aquejando al cine de este director: la necesidad de explicaciones argumentales. En cierta medida, con El conjuro, parecía que el aprendizaje había llegado a buen puerto. Wan no sólo demostraba un pulso excelente a la hora de manejar los tonos y tiempos sino que esencialmente sostenía climas incómodos hasta extremos intolerables. ¿Y por qué se había depurado el estilo? Porque Wan se había volcado a la esencia fundamental del cine, que es confiar en la imagen y en el sonido como construcción de posibilidades (de ahí la comparación con El exorcista, que se extendió hasta el hartazgo). Bueno, todo este extenso introito nos lleva a que La noche del demonio 2 ya no iba a ser esperada del mismo modo que las películas anteriores, sino que se aguardaba “la nueva película del director de El conjuro”. Lamentablemente, ahí donde el malayo había hecho pie como nunca en su carrera no volvió a ocurrir. Pero ojo: no se apartó de ese estándar para cambiar y mejorar, sino para hacer un salto hacia atrás, aún más atrás que los inquietantes logros que había conseguido con La noche del demonio. Voy a ser innecesariamente cruel: todo lo que El conjuro tiene de sólida, narrativamente clásica (y económica en sus recursos formales), enigmática, materialista y perturbadora, La noche del demonio 2 lo tiene de blanda, barroca y rebuscada (tiene más vueltas que la torre de Babel), sobreexplicada, new age y espiritualista y, para colmo, tranquilizadora. Una lástima, ya que la mejor tradición del cine de fantasmas (ahí tenemos la cita a El carnaval de las almas, obras maestra de Herk Harvey, y, presencia mediante de Barbara Hershey, una cita indirecta a esa otra perturbadora película de fantasmas que fue El ente, de Sidney Furie) no se hizo con explicaciones, sino con huecos, con pedazos sueltos, sin resoluciones. ¿Pero Wan no venía aprendiendo de sí mismo, de sus propios errores y limitaciones? Si. De hecho con todas sus falencias a cuestas La noche del demonio 2 construye mejores climas que el promedio del cine de terror actual. No obstante, en la comparación con la obra anterior del director, es un exponente pobre: la película vuelve a la tragedia original de la familia con un hijo con poderes paranormales pero esta vez, a diferencia de la primera, el problema no es él. El inconveniente mayor es que -al mejor estilo Matrix- sin las explicaciones verbalizadas la película se hace un fárrago inentendible. Y, así y todo, con explicaciones de por medio, la sensación es de hastío, como si algo molestara (nuevamente está el más allá y las conexiones entre dos planos paralelos de existencia), como si el film quisiera avanzar por un costado (el más logrado se da en la casa de los protagonistas, cuando la concentración dramática impone tiempo y espacio restringidos), pero luego opta por ramificarse por tramas laterales que resienten todo el asunto (madres castradoras, tragedias, un asesino serial, una muerta buena que da una mano, y así…) y cortan toda suspensión de la incredulidad. Tengo la ligera sospecha de que en un acto justiciero, si las tramas secundarias quedaran afuera y la película se concentrara en la relación perturbadora entre un padre extraño y sus hijos, todo funcionaría mucho mejor. Pero la metafísica irrumpe. A veces los vivos son una mejor y más acabada forma de perturbar que los muertos.
Publicada en la edición digital #255 de la revista.
Publicada en la edición digital #254 de la revista.