El lugar sin límites En el marco en el que tradicionalmente se suelen mover los documentales “con testimonios humanos” (muy en el estilo del programa con nombre similar y que conducía Gastón Pauls) Lunas cautivas es una rara avis más que interesante. Lo es por su tono bajo, no ambicioso, no bajador de línea, sino pudoroso, observador, formalmente depurado, clásico, sin ostentación técnica de ninguna clase. Con recursos distintos pero con notables puntos de contacto con otra película sobre el encierro como es César debe morir (coinciden ambas en una visión no edulcorada de los presos así como no pensar nada redentor en el espacio de la cárcel, por el contrario, son películas en las que el arte es una circunstancia que libera, pero que no presupone indulgencia de ningún tipo), este documental apela al registro reducido de unas pocas mujeres participantes de un taller de poesía en una prisión. Ahí donde los lugares comunes del registro carcelario suelen mostrar marginalidad y violencia (monotemáticamente), aquí, con recaudos, es algo distinto: la cárcel, como bien dicen varias presas, es también un trabajo. De allí que la frase de Paco Urondo (“de este lado de la reja está la realidad, de ese lado de la reja, también está la realidad, la única irreal es la reja”) resulte acertada: ahí está el comentario político más logrado de una película amable y sin mayores pretensiones que registrar ese tironeo cotidiano con la condena más dura: cómo pasar por encima de esa reja y conciliar ambos mundos (el de la experiencia carcelaria con el de la experiencia cotidiana). Esa tensión, insospechada para muchos que no conocemos la vida en un correccional, es un punto que quedó pendiente. No obstante estamos ante una agradable sorpresita.
Balada triste de trompeta Mezcla caótica de cierto tipo de documental de cabezas parlantes (en esta caso, todas las cabezas son de payasos) con pseudo ficción (la construcción improbable de un encuentro masivo de payasos, que intentan lograr “el acto ideal, ese que produce emociones a granel”… SIC) que se escuda en una suerte de estructura rapsódica que homenajearía a ese mundo de bufones, Sólo para payasos termina resultando fallida a su pesar. En especial, porque estamos ante una película por momentos incomprensible (no porque no se entienda lo que relata, sino por las decisiones que organizan su armado), con un cambio de registro aparentemente buscado pero que nunca funciona ni da unidad al mismo caos. Esta falta de unidad genera -contrario a alguna clase de interés por es armado, por la no narración- un inestimable tedio, que cumple, en definitiva, con la dispersión aparentemente buscada, con ese caos inicial. Los segmentos de ficción (presuntamente más libres e imaginativos) también se pierden en la dispersión (dependiendo de la animación 3D que es el mayor riesgo formal que se propone la película) y en esa indefinición la película pierde mucho, quizás pensando que gana en originalidad. En medio de la confusión se juegan tensiones del tipo payasos nuevos vs. payasos viejos, que en definitiva no suponen ningún horizonte de posibilidades para la película. Es justamente en el innecesario balance que por momentos muchos de los testimonios más interesantes (paradójicamente el segmento sobre la historia de los payasos y estilos es el más entretenido) terminan quedando desvirtuados por la misma estructura deshilachada (por cada testimonio hay una suerte de reconstrucción ficcional, que es redundante y a la vez poco económica para la narración). Y ese equilibrio, poco a poco, va siendo ganado por los segmentos ficcionales, cada vez más carentes de interés. Recién cuando la película decide confiar más en las imágenes y en los relatos parece encontrar su tono. Pero es tarde. Y no es el mundo de Federico Fellini (otro obsesionado con la tristeza de los payasos), precisamente. Quizás tanta histeria terminó ocultando lo más tradicional e interesante: detrás de todo payaso hay una tristeza infinita que ningún grito ni pantomima puede disimular.
Publicada en la edición digital #253 de la revista.
Publicada en la edición digital #249 de la revista.
Publicada en la edición digital #249 de la revista.
Publicada en la edición digital #249 de la revista.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
Cuarteles de invierno El cine clásico se caracteriza por un pequeño truquito: nunca cuenta una sola historia sino dos a la vez. Es una de las primeras cosas que aprende un guionista: siempre hay un segundo nivel de lectura deliberado. En Mentiras verdaderas el cuento que importa es el de la recuperación sexual de una pareja abandonada a la rutina (y no el argumento sobre los terroristas); en Volver al futuro lo que importa es el cuentito de un personaje que puede reparar en su pasado para no repetir los errores familiares(y no el argumento del viaje en el tiempo); en Súper 8 lo que importa es el cuentito moral de poder elaborar los duelos frente a la pérdida dolorosa de seres queridos (y no el argumento del descubrimiento de un extraterrestre atrapado). Del mismo modo, con esta suerte de doble agenda una película como Indiana Jones y la última cruzada era menos una película sobre el encuentro del santo grial y mucho más una sobre el reencuentro de un padre y su hijo separados por el tiempo. Bueno: en la tónica de la tercera entrega de aquella saga spielberguiena Duro de matar: Un buen día para morir es esencialmente un film cuya doble agenda versa en torno al mismo asunto: las relaciones entre padre e hijos y la recuperación del tiempo perdido en medio de la resolución de conflictos sobre terrorismo. Pero ahí donde Spielberg, Cameron, Zemeckis y J.J. Abrams sabían cómo dosificar la agenda secreta en la trama el mediocre John Moore hace agua, ya que demuestra que “no puede dirigir ni el tránsito” (un gran chiste escuchado en la función de prensa, aclaro). ¿Por qué no funciona todo el asunto? Básicamente porque la historia entre padres e hijos está metida con forceps, se siente chata, pobre, carente de matices o ideas y de tal evidente deja expuestas las costuras, como si el guión no hubiera sido revisado en ningún momento. El otro problema por el que la película no funciona es la manifiesta incapacidad para poner la cámara en el lugar funcional a la narración, consecuentemente compensa sobreactuando explosiones, insistiendo con música machacona pero sobre todo con manierismos inútiles, sin función narrativa alguna (el ralenti como elemento disperso, los efectos visuales que permiten seguir a un cuerpo atravesando distintas superficies, etc), algo que rememora al peor Michael Bay. En medio de semejantes desgracias está el gran John McClane que aporta -oneliners mediante- la cuota de humor necesaria que vemos en cada una de las entregas. Lo que lamentamos es que cada vez esa pólvora se vaya humedeciendo, que los oneliners sean cada vez más previsibles, que todo lo que en las anteriores partes de la saga (sobre todo la primera, tercera y cuarta entrega) funcionaba aquí se empobrezca sin vuelta atrás. Ahí, en medio de las explosiones, queda perdida la posibilidad de un cierre noble para una gran saga de películas, pero quizás el espíritu de ese cierre viva en películas como la enorme y desestimada RED, cuya segunda parte aparecerá en breve. Adiós, John.
Publicada en la edición digital #248 de la revista.
La violencia está entre nosotros En Garage Olimpo (Marco Bechis, 1998) presenciábamos una situación incomodísima comparada a la tradición que nos tenía acostumbrado el cine argentino post dictadura (y sobre ese tema puntual). Era una película incómoda no por incorrección política alguna sino sencillamente porque se tomaba el trabajo de construir el día a día de un centro clandestino de detención y tortura. Pero lo notable es que lo hacía desapasionadamente, mostrando lo burocrático de la máquina de matar como un trabajo más, casi haciendo indistinguible a los torturadores de ciudadanos comunes. En Zodíaco (David Fincher, 2004) se narraba la obsesión bigger than life de dos periodistas con el asesino serial homónimo y su cadena de crímenes durante la década del '70. El punto novedoso de la película radicaba en que el centro no estaba puesto en el encuentro del asesino (más bien terminaba siendo un McGuffin) sino, en todo caso, en la desesperada cacería humana que terminaba deshumanizando a los protagonistas, dejándolos vacíos, sin experiencia de vida, entregados a un solo objetivo, en una relación patológica. En Vivir al límite (Kathryn Bigelow, 2008) un personaje casi sin vida personal, completamente entregado a la adrenalina del peligro de desactivar bombas en medio del Irak contemporáneo de posguerra toma conciencia, luego de toda una serie de peripecias, de idas y vueltas en territorio de combate, que no es útil para la vida civil, que el mundo de los “hombres de a pie” no tiene nada que entregarle, nada que valga la pena como el frente de batalla, la sensación de inminencia de la muerte. En cierto modo La noche más oscura podría estar dialogando con todas aquellas películas, siendo el personaje de Jessica Chastain una suerte de versión cínica, obsesiva y desencantada de la Clarice Starling de El silencio de los inocentes (Jonathan Demme, 1991). De ahí que el modo rutinario (contrario a ritual) de mostrar las torturas de la CIA, la relación patológica y obsesiva con el trabajo pero, sobre todo, la idea de la deshumanización provocada por toda clase de obsesión fanática, resuene en otras películas y en otros territorios comunes. Bigelow, con Vivir al límite, había producido un cambio con respecto a su cine de los '80 y los '90. Ese salto hacia el realismo un tanto menos estilizado y ritualizado habilitaba un acercamiento hacia una propuesta más tangible. Ojo: no es que Bigelow le hiciera asco a los cuerpos, precisamente. Pero los procedimientos formales de su “etapa” anterior (entre ellos una fascinación lírica con la violencia, el uso ritual del ralenti como celebración física, el fetiche de los planos detalle con los cuerpos masculinos) parecían un poco demasiado para La noche más oscura, en donde el realismo vira hacia un verismo casi documental (sobre todo en los últimos 45 minutos de película). Como si cambiara de piel, doña Kathryn se saca de encima todas esas marcas reconocibles de su etapa anterior y logra una película propia de un realizador experimentado, pero que a la vez parece una ópera prima de la directora (como dije, en lo formal, un giro casi radical). Como en su película anterior el ritmo es propio de una locomotora: comienza cansino, va adquiriendo velocidad, musculatura, ritmo. Cuando está lo suficientemente caliente acelera y pone todos los motores en marcha y no para hasta el final. En ese sentido, Bigelow no abandona lo fibroso de su cine: siempre con el nervio a flor de piel, siempre al borde del estallido, en una tensa calma, como las criaturas que habitan esas películas musculares. En este punto, la cacería de Bin Laden, como excusa narrativa, es menos trascendente que la naturalización de la violencia sobre los cuerpos de los torturados, que la implosión de los torturadores (sin otra vida más que la del apriete). En esa descripción Bigelow no necesita detenerse a denunciar ni a subrayar: la sola muestra lateral -casi como si fuesen adornos en la construcción del plano- de los campos de concentración, las vejaciones, las torturas, las coacciones a los detenidos es suficiente como para ver que la película no celebra esa violencia de ningún modo. Pero tampoco se horroriza frente a ella. Por ese motivo, un poco en el tono del libro de Susan Sontag (Ante el dolor de los demás) sobre las imágenes de los torturados, nos pone en el incómodo lugar de horrorizarnos frente a un atentado de cualquier índole, en condenar los regímenes totalitarios en diversas partes del mundo y naturalizar los campos de concentración (fronteras afuera) de la democracia más antigua. El estilo de Bigelow es punzante pero no cruel. Lateral, pero no cómplice ni celebratorio. No es extraordinario, por otra parte. Tampoco es un logro menor. Pero quizás sea una de esas películas que crezca con el tiempo. Veremos.