Publicada en la edición digital #247 de la revista.
Publicada en la edición digital #247 de la revista.
Una joya para disfrutar y (re)pensar el terror Enero suele ser un mes dorado para los estrenos. No precisamente porque se empiecen a lanzar las películas candidatas a los premios Oscar sino porque suele derivarse a ese mes una buena cantidad de material que no es considerado “potable” para un gran público (a diferencia de las vacaciones de invierno, por ejemplo). También, para enero, se suelen correr algunas propuestas que no fueron estrenadas el año anterior. Esa es la suerte que corrió la que posiblemente sea uno de los tres mejores films a estrenarse en este año que comienza: The Cabin in the Woods -título mucho más sugerente que el poco feliz La cabaña del terror-, que es (y será) confundida por una película de terror cuando, en todo caso, es una película sobre el cine de terror, sobre el sadismo del espectador -de ahí y de su reflexividad las reiteradas menciones a Alfred Hitchcock- pero sobre todo es una gran estudio sobre los dispositivos de poder (¡Foucault, chupate esa mandarina!). Pero, ¿Qué es The Cabin in the Woods? Ante todo, es una sintética y brillante cita a las adocenadas películas de adolescentes-en-estado-de-explosión-hormonal-que-quieren-saciar-su-calentura-en-una-casa-abandonada. Puntualmente hay una película que es la gran referencia ahí: hablamos de Diabólico o The Evil Dead (Sam Raimi, 1980) aunque haya ecos de muchas otros exponentes del rubro. La segunda referencia es más solapada, pero puede encontrarse en The Truman Show (Peter Weir, 1997) ¿Cómo conviven ambas influencias siendo películas tan distintas? Mediante un desdoblamiento narrativo que da cuenta de acciones en un mundo, al que podremos llamar “simulado” y en otro mundo al que podremos llamar “el detrás de escena”. En el primero de ellos nos encontramos frente a una sucesión de clichés propios del slasher y en el segundo vemos que varias de las cosas terribles que sufren los personajes del mundo “simulado” no son otra cosa que decisiones arbitrarias, sádicas, premeditadas de dos técnicos del “detrás de escena” (trasuntos del director y coguionista de la película). La pregunta es por qué lo hacen. No voy a darles la respuesta (que se sugiere a poco de comenzada la película) lo que si puedo decir es que esa decisión no está en el orden del sadismo del puppet-master de El juego del miedo (James Wan, 2007) sino más cerca de un terror panteísta o teológico al estilo de La última ola (Peter Weir, 1977), de ahí la doble adscripción cinéfila del apellido: el verdadero horror es estar sometido a la voluntad de alguien o algo sin saber muy bien por qué ni para qué. Ahí es donde se da un segundo desdoblamiento: la mirada de placer sobre la violencia actuando sobre los personajes es la de los Puppet-masters pero también la nuestra, estirando hasta el límite nuestro morbo de espectadores: ¿Desmembrados por asesinos seriales o atacados por una serpiente gigante? ¿Siendo comida de zombis o drenados por un vampiro? ¿Picados en trozos por una motosierra o poseídos por espíritus? Ese menú a la carta es también la sucesión de espantos que ha sabido entregar el género de terror al menos en los últimos 50 años y son esos estereotipos también a los que la película saluda con simpatía (prepárense para la liberación) Hoy, donde el cine de terror documental termina de quemar sus últimos cartuchos, el dúo de guionistas Whedon-Goddard se muestran anacrónicos al mango: vuelven a la reflexividad de una saga como la de Scream (Wes Craven, 1996), pero logran darle 20 vueltas de tuerca más al asunto. Donde la saga se comía su propia cola a pura reflexividad desde el interior del género, la película de Goddard lo hace desde fuera del género abriendo una sucesión de cajas chinas plenamente justificadas (porque no es un mero procedimiento sino un mecanismo para dar cuenta de las relaciones de poder que definen a la dinámica de la historia narrada) en función de la narración. Pero al anacronismo y reflexividad debemos sumarle humor. No porque la película sea una comedia sino porque el humor permite pensar con distancia cómo operan todos y cada uno de los lugares comunes que el espectador promedio tiene sobre el cine de terror. Sobre esos lugares comunes el dúo de guionistas da media vuelta de tuerca más y demuestra que todo estereotipo (la rubia tonta, el deportista, el drogón, la virgen, etc) es fundamentalmente el resultado de los mecanismos de poder actuando sobre las personas, sobre los individuos -aquí hay una solapada defensa de la marihuana como resistencia LITERAL frente a los abusos y manipulaciones del poder. No quiero revelar mucho más pero con el pasar de los minutos van a ir dándose cuenta de que los estereotipos son justamente su opuesto por lo que la película, al precisar de esos lugares comunes y revelar las motivaciones, también está hablando de nuestra moral previsible como espectadores de género. El mecanismo de la película es apabullante: un núcleo duro de lugares comunes sobre un (sub)género en desuso, un segundo nivel en donde como espectadores somos conscientes de una puesta en escena (se busca aterrorizar a los personajes del núcleo y nosotros gozamos con eso), un tercer nivel donde se nos revelan las decisiones que esto implica y algunas motivaciones, un cuarto nivel que da cuenta de la ruptura de los límites entre un mundo y otro y por ende de la revelación más interesante: que el mundo del “detrás de escena” es tan peligroso como el primero (al punto tal de poder ser afectado por los mismos males dosificados en el nivel inicial). Por último, un nivel casi definitivo sobre el que nada puedo revelar pero que se define en el último y liberador plano de la película. Con una lucidez pasmosa sobre el mundo The Cabin in the Woods tiene esa notable capacidad que pocas películas consiguen: ser un entretenimiento popular, ser reflexiva en torno al género en el que se mueve y en torno a los mecanismos de poder que denuncia (recordemos que en el cine y las series de Joss Whedon la ética es algo que no se negocia, menos frente a un poder extorsivo), pero sobre todo fluye, es liviana como una pluma, y es tan liberadora como angustiante. Quizás porque, en definitiva, ese mundo de infinitas puestas en escena, de infinitos jefes, de infinitos empleados, sea espantosamente nuestro. En el fondo, el gran terror puede ser tan teológico como materialista: siempre hay alguien que subyuga y explota. Teología y capitalismo nunca se habían llevado tan bien.
Publicada en la edición digital #245 de la revista.
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Publicada en la edición digital #244 de la revista.
Publicada en la edición digital #244 de la revista.
Las chicas de mi vida Si en Go-Go Tales (2007) Abel Ferrara revisitada lateralmente y reescribía a su manera al John Casavettes de The Killing of a Chinesse Bookie (1976), pero con un espíritu más juguetón y lúdico en torno a la vida nocturna de los nightclubs, Tournée recupera esa tradición celebratoria entre el mundo de los sobrevivientes del sistema (a lo John Huston) y el espíritu hawksiano de grupo como defensa última ante los males del mundo. Pero Mathieu Amalric lo hace con una extrañísima road movie. El resultado es extraordinario, humanista por donde se lo mire, repleto de personajes entrañables a los que jamás de retrata con condescendencia sino que se los deja jugar. En cierta medida, la película de Amalric -quien se guarda del papel del productor/director todoterreno de la troupe de bailarinas algo entradas en carnes- también tiene algo de circo. Pero ojo: nunca estamos ante un desfile de freaks o su celebración distante sino de tristeza disimulada tras el show, a su vez que una imposibilidad de salir de la arena, precisamente porque ellas siempre están interpretando un personaje, como si el escenario y la vida se les hubiera vuelto una misma cosa. Un ex-productor de televisión parisino en picada deja todo lo que conocía de lado y, tras un breve paso por Estados Unidos en búsqueda de nuevos horizontes, regresa a Francia con una compañía de bailarinas enormes, llenas de curvas, con algún sobrepeso, voluptuosas por donde se las vea (me evitaré la fácil comparación con las mujeres en las películas de Federico Fellini, tentación demasiado obvia), intentando rehacer su vida y su nueva carrera realizando un tour (accidentado, fracasado, extraviado y finalmente a la deriva) por pequeñas ciudades, acompañado de su troupe. Pero, parafraseando (a medida) al Jorge Luis Borges de Invasión, ese viaje puede ser infinito, no terminar nunca. Esto es algo que los personajes no saben y quizás no sepan. Amalric hace ingresar una última influencia, también de manera solapada -todo en esta película parece tímido, contratara natural de la espectacularidad de sus personajes- y es la de Jean Renoir. No estoy loco: es un Renoir aggiornado a los tiempos actuales. Tournée es una película de máscaras pero no es de esas que se detapan en el último momento para asestarnos alguna lección trascendente y fundamental, sino que pone en escena el infinito juego del teatro. Pero justamente ahí donde el detrás de escena se revela melancólico, solitario, es en donde más queremos vivir. La muchedumbre de bailarinas zapateando por unas pizzas calientes, una stripper intentando entretener a dos niños de entre 9 y 11 años, algo de sexo frugal en el baño de un hotel en medio de un casamiento de coreanos (mientras unos niños escuhan del otro lado de la cuenta pensando que son animales), un arrorró a los hijos del protagonista entre botellas de champagne, lentejuelas y plumas en el lobby de un hotel, una suma de pequeñas mentiritas en un tren sólo para mantener unido al grupo: como en la gran tradición del cine moderno, todo en Tournée está sucediendo, está in media res. Por eso, sus personajes no cambian, sino que estén en un estado de vibración constante. Es un brillo pequeño, provinciano, que no les cambiará la vida. Pero es la mejor demostración de que están vivos. Quizás ese sea el motivo por el que, pese a la melancolía, en el fondo veamos una íntima celebración: las mejores familias son las que juntan el azar y los pequeños rituales de amor cotidiano frente a las inclemencias del mundo.
Publicada en la edición digital #246 de la revista.
Road-movie anacrónica En la extensa y heterogénea tradición de la road movie (o al menos esa tradición que comenzó a canonizarse allá por la década del '60 con exponentes tan dispares como Busco mi destino pero que tiene antecedentes en el western y en el policial negro), deberíamos pensar a El camino como un anacronismo andante. Precisamente porque su apuesta es el más puro clasicismo, el camino como búsqueda y aprendizaje (de ahí que se haya vinculado a este subgénero con las novelas de educación o bildungsroman del siglo XIX en donde el viaje era motivo para cambio y evolución de alguna índole). En ese sentido, ese anacronismo le juega una mala pasada a esta película: hoy por hoy, la road movie parece casi estrictamente abandonada a determinados periplos de exploración propios de cierto cine contemporáneo (uno podría pensar que Essential Killing es una road movie, en efecto) y su utilización para vendernos el buzón de un mensaje edificante suena -perdón familia Estévez- muy a telefilm de Canal 9 de sábado por la tarde, allá por la década del '90. Ojo: hay anacronismos que pueden funcionar bien. Pero el que plantea El camino tiene mucho de ese improbable ciclo (“La enfermedad de la semana” que solía ser algún Telefilm con Sally Field sufriente de algún padecimiento terminal) del otrora canal de Alejandro Romay. Pero no seamos tan desconsiderados: también posee un anacronismo amable ya que nos provee durante sus extensos 123 minutos de un grupo querible -aunque sus personajes no lo sean por separado- lo que hace que el trayecto sea tolerable, sobre todo cuando se abandona el cariz sentencioso y la exasperante necesidad de arrojarnos el background/trauma de cada personaje por la cabeza. El camino opta por un clasicismo avant-la-letre, eso si: dentro de su improbable conflicto central casi todo problema que emerge se soluciona al poco tiempo. Esa falsa amenaza provoca que, dentro de las decisiones formales y la transparencia narrativa elegida por el director, la película también tenga algo de picaresca, de viaje de conocimiento mutuo pero no necesariamente de redención definitiva (en cierta medida es interesante que la película avance generando una expectativa ritual casi religiosa para que luego los personajes parezcan terminar mofándose de sus propios móviles iniciales). Así y todo, los momentos de relax y de dispersión en lo situacional (lo presente) por fuera de las acciones y verbalizaciones que informan sobre la vida previa de cada personaje (el pasado) son más bien contados. De ahí que cada vez que aparecen momentos de relax la máquina tarde en aceitarse, como si los momentos no llegaran naturalmente sino que necesitaran ser forzados, como si la película no les diera su lugar o los obligara a aparecer como necesaria distensión. En ese pendular -entre una narración clásica, despojada, amable por sus personajes y con momentos de querible dispersión a la vez que un extremo de insufrible tendencia a la explicación, a la bajada de línea, al dispositivo de lanzamiento del “arma de instrucción masiva del espectador”- están las características visibles de esta película, que merecía más amor por los personajes y más experimentación por las inesperadas vueltas de un género que, todavía, tiene algunos ases más en la manga para jugarse antes de convertirse en material de museo.