Se anunció la programación de la Sala Lugones y la cinefilia porteña tiene un motivo para festejar. Dos de los cineastas más relevantes e icónicos del siglo XX tendrán su retrospectiva: el primero, bastante conocido en el ámbito rioplatense, es nada más y nada menos que el sueco Ingmar Bergman; el segundo, menos revisitado en nuestro país pero canonizado por el cinéfilo universal, es el maestro nipón Yasujiro Ozu. Derek Jarman, Takashi Miike, Zelnik y Visconti también tendrán su foco (que en el último caso no abarca su filmografía sino solo dos obras), así como también los musicales de la Edad Dorada hollywoodense. También se proyectarán filmes realizados durante el Mayo francés, acompañados por otras representaciones fílmicas de este acontecimiento. Si la retrospectiva de ambos maestros parece inigualable, no menos estimulante resulta la selección de grandes clásicos italianos, quizás una de las cinematografías más cercanas e influyentes para el universo del cine local. Pero la curaduría de Luciano Monteagudo y la Fundaciòn Cinemateca Argentina no se remite exclusivamente a remover obras pasadas, sino que también se ofrece como espacio de difusión de nuevas producciones vernáculas. En medio de la desaprensión de los exhibidores de cine por los estrenos argentinos, los cuales son relegados a una efímera vuelta por el Gaumont, la Lugones se erige como uno de los pocos reductos donde estas películas pueden permanecer un tiempo en la cartelera y entonces poder sentir la caricia del público que les dedica su tiempo. No suelen ser muchos estrenos, por supuesto, pero también está certificado que ninguno pasa desapercibido. Y en correspondencia con el valor simbólico de la programación y el compromiso cultural que la sala asume, lejos de asegurarse su apertura de la temporada con un film cuyo vínculo con el público ya esté garantizado, inaugurará el 2018 este jueves 15 de marzo con una apuesta radical por lo experimental de su producto. Se trata de Adios entusiasmo, el primer largometraje del colombiano Vladimir Durán. La trama de la película se construye a partir de un punto de fuga naturalizado por los personajes de la historia: tres hermanas, Antonia (Mariel Fernández), Alejandra (Martina Juncadella) y Alicia (Laila Maltz) y su hermano menor Axel (Camilo Castiglione) conviven en un departamento junto con su madre (Rosario Bléfari), quien está encerrada en una habitación y nunca la vemos, pero constantemente la oímos. Su ausencia física está lejos de implicar una orfandad dentro del círculo de hermanos, dado que ella vivirá impartiendo órdenes a sus hijas e hijo, exigiéndoles favores, conversando y discutiendo. Lo que podría entenderse como un componente surrealista que está naturalizado por lo hermético de un círculo familiar (en la misma línea que Canino o Miss violence u Otesanek), queda anulado cuando también lo vemos naturalizado por la presencia de agentes externos como la tía Marta (Verónica Llinás), los amigos o fundamentalmente por el personaje compuesto por el mismo Vladimir Durán, el forastero Bruno. Aparentemente interesado en Antonia, la irrupción de un desconocido al hogar no infunde pavor o rechazo en la familia, aunque sí es de alguna manera ignorado, detonante para que Bruno recorra la casa y sin escrúpulos proyecte videos caseros familiares. Esta arbitrariedad se incorpora al verosímil desde el comienzo y permite, por otra parte, ser el pie a otras arbitrariedades narrativas que se van hilvanando con el correr de los minutos. Adios entusiasmo no se parece a las películas anteriormente citadas porque no se basa en la fórmula de trastocar un código social que detente una anormalidad a partir de la cual la trama se desarrolla lógicamente (en términos gramaticales el condicional: qué pasaría si en una familia la madre viviera encerrada). El camino adoptado en la película, que se estrenará este jueves, conduce un relato que nunca se sube al caballo de la causa-efecto sino que opta por encadenar una serie de desfasajes tanto o más disruptivos que la premisa inicial de la madre encerrada. No se trata de suponer como quedaría el terreno de las relaciones de los personajes tras la fisura que implica el encierro de la madre, sino de ir astillándolo continuamente para ver qué posibilidades expresivas ofrece el desequilibrio inasible que acontece en ese departamento. Como afirma Durán sobre su película, se trata de explorar una “lógica aberrada y corrida, gente que piensa distinto al lugar común”. En la enigmática primer escena el niño distrae a su hermana mientras toca el piano insistiéndole que la materia oscura que nunca vemos está durante cada segundo de nuestra vida atravesando nuestro cuerpo. Acto seguido, sin medias tintas, tras el desinterés de su hermana por su reflexión está cantando junto con ella una canción en portugués. Luego molesta a su mamá cuando golpea insistentemente la puerta de la habitación cerrada. Durante la película dibujará mapas y hará muñecos de plastilina y junto con sus hermanas se dirigirá al baño a conversar con su mamá. Habrá un festejo de cumpleaños adelantado con varios invitados y un juego teatral orquestado por la tía. La ruptura de la causalidad permite, en los breves 78 minutos de duración de la película, desplegar un abanico de acontecimientos que comparten un estribillo sensorial y psicológico. El formato extremadamente apaisado -poco explorado en el cine argentino- colabora en aislar claustrofóbicamente a los personajes (quedando el piso y el techo en fuera de campo) pero que a su vez integra un gran porción espacial a los costados, que están generalmente vacíos. Las contradicciones sensitivas que enuncian este formato (fotografía de Julián Ledesma), como también cierta artificialidad digital en los paneos que unen a un personaje con otro o el sonido metálico de algunas voces (sonido a cargo de Nahuel Palenque), permiten darle oxígeno al divague narrativo y actoral dado que el film termina fomentando un culto a la extrañeza. Para los adalides del relato aristotélicamente cerrado, Adios Entusiasmo será una pérdida de tiempo. Las pretensiones de Durán no son propinar el placer estético que ese tipo de estructuras suele generar. Para quien sea ávido de un tipo de narrativa enigmática donde las respuestas son políticamente omitidas encontrará en esta película un ejercicio estimulante en la exploración sensorial del mundo interno de sus personajes. Durán (según sus palabras) compartió clases de teatro junto a los integrantes del elenco, lo cual generó una relación que tuvo como resultado esta creación colectiva que lo tuvo como director de orquesta. La improvisación y experimentación con sus compañeros dieron lugar, por ejemplo, a la invención del comentario inicial sobre la materia negra por el propio Camilo. La sinceridad de sus actores, especialmente del niño, permiten infiltrar al espectador dentro del íntimo hermetismo en que convive esa familia. La variedad del punto de vista de los personajes proporciona un vaivén perceptivo donde las imágenes y sonidos se emiten de acuerdo al mundo del personaje que esté protagonizando el plano. Para más inri, el mismo Durán: “La idea era desarrollar mucho el lenguaje cinematográfico jugando con los fueras de campo y con un personaje que desde allí generara una deconstrucción del espacio y de la claustrofobia emocional. Quiero eso en mi cine: información sustraída para que ganen los actores, los espacios deconstruidos”. La temporada 2018 en la Sala Lugones está a punto de comenzar. La valoración de su empresa en remover y promover cine de todas las latitudes, épocas y poéticas es incuantificable. Su reapertura tras un prolongado parate por remodelaciones el año pasado fue vital. La sala ubicada en el mítico piso diez seguirá absorbiendo personas al mundo paralelo de luces y sombras, quienes vuelan en el ascensor no como modo de evasión de la realidad sino todo lo contrario: para conectarse atentamente al mundo exterior con mayor concentración y compromiso que cuando el ascensor los devuelva a la planta baja. Ya sea para disfrutar con la belleza inocente de El mago de Oz, deleitarse con el paciente humanismo de Primavera Tardía, viajar introspectivamente con Fresas salvajes, conmoverse con un dramón como Rocco y sus hermanos o asombrarse ante la impredecibilidad de Adios entusiasmo. ¡Que viva la Lugones! Del jueves 15 al miercoles 28 de marzo (no el 24 de marzo) 21:30 hs en la Sala Lugones Corrientes 1530
Mucho barro y poca sangre No hay ningún tópico novedoso o revelador dentro de los elementos puestos en representación en Mudbound. Las vicisitudes económicas y climáticas del mundo algodonero de Estados Unidos ya fueron referenciadas en el cine vernáculo, como así también las tensiones raciales latentes post abolición de la esclavitud o la ausencia de los soldados de su tierra y la dificultosa reinserción tras su retorno. Tampoco lo es su clave melodrámatica que acompaña el devenir generacional de esa sociedad (que puede remontarse a Lo que el viento se llevó o Douglas Sirk), en este caso pre y post WWII. ¿Qué ofrece entonces Mudbound? Sin abandonar su espíritu novelesco se nos presenta un relato anclado en el pasado, donde a lo Pedro Parámo confluyen (y se interrumpen) las voces de personajes heterogéneos de manera indirecta. Mudbound no tiene protagonistas excluyentes pero tampoco descansa en un narrador omnisciente; la película oscila entre el punto de vista en primera persona de diferentes personajes y utiliza la voz en off no como subrayado de lo ilustrado visualmente (aunque a veces sí lo hace), sino como nexo articulador de diferentes secuencias. De esta manera, durante gran parte de su desarrollo, Mudbound adopta la conversión de una novela histórica, escapando de los tres típicos procedimientos narrativos como son, a saber, la objetividad de la crónica, la confesión en primera persona o la omnisciencia de una novela. Jamie y Henry McAllan intentan infructuosamente enterrar a su padre en un pozo donde también yacen esclavos, ante lo cual, Henry, al divisar la carroza en la que transitan Hap, su esposa Florence y todos sus hijos, les exige ayuda. Sin todavía saber por qué, Hap le contesta con una mirada furtiva. Laura, esposa de Henry, que observa esta situación, será el nexo que nos lleva al largo flashback que abarca casi la totalidad del metraje de Mudbound, hasta volver sobre el final a esta escena. Para ese momento ya sabremos cómo se conocieron Henry y Laura, quien lo conquistó tocando himnos en un piano de cola. También conoceremos a Jaime, el hermano galán y seductor de Henry –que agradará silenciosamente a Laura- que es llamado a las filas para el combate aéreo de la WWII. No menos importantes serán Hap y Florence, un matrimonio negro que junto con sus numerosos hijos son inquilinos de Laura y Henry en los acres de Mississipi. Hap es también es el orador de una iglesia derruida y también tiene un hijo, Rosell, que abandona su familia para concurrir a la guerra. Entre inundaciones y barro, ambas familias se irán relacionando, convirtiéndose Florence, tras salvar a las hijas del matrimonio blanco de una enfermedad, en su niñera y ama de casa. También conoceremos a Pappy McAllan, padre de Henry y Jamie, un hombre huraño y extremadamente racista –con vínculos con el Ku Klux Klan- que convivirá con ellos. Rosell y Jamie volverán de la guerra y entablarán una profunda amistad que les ocasionará problemas ante los ojos de un pueblo en donde los negros deben salir de los negocios por la puerta de atrás. Así las cosas, la película desciende en una espiral brumosa donde el lodo es la expresión material de una intolerancia racial y social. ¿Existe algún personaje que pueda gozar de la permanencia de la felicidad? Ninguno. La calidez del hogar de Hap y Florence nunca puede ser prolongada; además de la resignación de aceptar ser menospreciados por su color de piel, deben subsistir en época de vacas flacas y, para colmo de males, un accidente laboral será una tara más. El amor de sus hijas no será suficiente para paliar la infelicidad doméstica que vive Laura; la superación de las convenciones pueblerinas por parte de Jaime solo serán comprendidas por Rosell y su botella de whisky. De la misma manera que Dee Rees se atreve a intercalar voces en off (aun cuando no haya una correspondencia entre lo que se ve y el contenido y procedencia de la voz que susurra) también opera de modo similar con la música. Jazz y música góspel irrumpen para modificar el código de una escena e introducir la siguiente secuencia. Su efecto alucinante puede contrastar con la crudeza visual porque (casi) siempre Dee Rees preferirá narrar los acontecimientos en cursiva antes que en una subrayada letra capital. Lo que en 12 años de esclavitud se buscaba sellar a partir de latigazos, en Mudbound se enuncia con el lirismo romántico del barro y la lluvia. La respuesta es clara: el efecto poético de la segunda resulta ser mucho más potente e impactante que la documentación (y estilización) de la violencia de la primera. El problema de Mudbound es que la acumulación de tramas y voces generan defectuosamente un bullicio ensordecedor que termina chirriando por su propia solemnidad. La pretensión de abarcar tanto el pasado en que Laura y Henry se conocen hasta las campañas bélicas de Romsel y Jamie sobrecargan el peso dramático de la película, que por momentos amenaza con derrumbarse. De un momento a otro, en su afán por cargar las tintas en el último acto hacia el clímax, Dee Rees abandona la pluralidad oral y cede ante un clasicismo que no le sienta tan bien. Por supuesto, no estamos ante el pulso maestro de John Ford y esta decisión le puede llevar a seguir el temerario camino tomado por Steve McQueen en 12 años de esclavitud, donde la crudeza de los hechos representados aplaca cualquier vuelo experimental o facultad alusiva del montaje. El reparto no cuenta con grandes estrellas pero es acertado en casi todas sus líneas. El origen de la directora se evidencia en la bella representación de las relaciones hogareñas en el interior de la familia negra. Todos aportan corazón a su interpretación –imposible no conmoverse cuando Rosell retorna de la guerra- destacando Rob Morgan (Hap) y la nominada a actriz de reparto Mary J. Blige (Florence). La fragilidad de Carey Mulligan (Laura), el tormento interno de Garrett Hedlund (Jamie) y la malignidad de Jonathan Banks completan el podio interpretativo. Por último cabe destacar el dato político y artístico que se desprende de la película. Rachel Morrison es la primera mujer nominada a Dirección de Fotografía en las 89 ediciones de los Óscars. Más allá de la elocuencia de semejante impugnación, de la que debería dedicarse un texto en profundidad, el trabajo de Morrison es impecable. Aprovechándose de la textura visual que le ofrecen los lentes anamórficos, donde los cambios de foco tienen un efecto expresivo, contrasta esta artificialidad visual con un naturalismo lumínico y una predominancia de la narración es espacios exteriores (rememorando, por momentos, al Almendros de Days of Heaven o la dupla Malick-Lubezki). Por cuestiones presupuestarias no pudo atenderse su deseo de utilizar material fílmico pero, lejos de la resignación, logró adaptar las cualidades que el fílmico le hubiera ofrecido y pasó a la historia del cine hollywoodense –meritoriamente por un lado, lamentable por el otro- Más allá de ciertos excesos dramáticos y sobrecarga temática Mudbound es, según quien escribe, la mejor producción de largometraje que dio Netflix en años. Aunque no sea una hazaña muy grande, quizás sí lo es para la indiscriminada y masiva producción del monopolio rojo.
Cuando el mandato histórico quiebra una decisión estética - Publicidad - El inglés Joe Wright vuelve a dirigir una película de época que se enmarca dentro de la historia vernácula de su nación. En este caso la película se ofrece como un curioso contracampo de Dunkerque, de Chistopher Nolan, también en competencia a Mejor Película en los Óscars. Lo que la de Nolan retrata en el campo de batalla, en Las horas más oscuras queda excluido a causa de la zambullida dentro de la intimidad de Winston Churchill durante el lapso en que asume como Primer Ministro inglés en medio del momento más crítico de la Segunda Guerra Mundial, con Europa a merced del Tercer Reich. Con el antecedente de una falla militar durante la Gran Guerra en Gallipolli y la gran resistencia de sus colegas del Ministerio de Guerra, Churchill debe asumir el dilema de rendirse ante el Imperio Alemán para salvaguardar al multitudinario ejército varado en las playas de Dunkerque (poniendo en riesgo la futura soberanía y el honor de su nación), o bien, extender la puja bélica ante el monstruo Imperial que viene asolando el continente. Las horas más oscuras tiene todos los condimentos necesarios que excitan el paladar de la Academia. Debajo de kilos de maquillaje –siempre amables para paliar las falencias de un actor- Gary Oldman entrega una interpretación comedida y coherente con el temperamento flemático inglés y los rasgos conocidos de WC. El histrionismo que a veces se apodera del actor está neutralizado, lo que le habilita a explorar los atributos más marcados del personaje como su picardía antidiplomática y su terquedad. De esta manera, con un personaje tan trascendental en la microgestualidad, las situaciones declamativas y discursivas requieren de un registro en donde el actor se halla en su zona de confort. Oldman podría interpretar una biopic de Hitchcock, dado que comparte muchas características con el Churchill suyo y de Wright. Probablemente en marzo estará alzando la estatuilla al Mejor Actor. La película no está narrada exclusivamente desde el punto de vista de su protagonista. Tardará unos minutos en aparecer en escena dado que el desencadenante –la renuncia de Chamberlain y la decisión de WC como su reemplazo- no requiere de su presencia y permite introducir al espectador la crisis parlamentaria del Reino Unido a causa de la guerra. Esta decisión, junto con el fogonazo de un cigarrillo que revela por primera vez su rostro, contribuye al enaltecimiento del ícono democrático inglés. Tras la oscarizada El discurso del rey y El código enigma, Las horas más oscuras continúa el linaje de la historia británica en los Óscars, pero en este caso esta película se ve matizada por un leve sentido del humor que le borra cierta solemnidad típica de estos relatos. La sobriedad y templanza para afrontar un relato histórico no necesariamente deben estar tonificados, por naturaleza, con una seriedad o solemnidad discursiva, (como sucede, por ejemplo, en Lincoln de Spielberg). Joe Wright, Gary Oldman y su guionista Anthony McCarten intentan no subordinarse a esa norma clásica –aunque sea solo durante el primer tramo. El costado burlesco y socarrón de Churchill subyace continuamente y es de alguna manera uno de los factores que le facilitará la conquista del pueblo británico e incluso la empatía del Rey y de su secretaria. El ostensible fuera de campo de la batalla también permite que el humor pueda soltarse sin culpa (aunque con timidez) pero por otro lado suscita cierta frivolidad, en la medida en que el riesgo fatal de los combatientes es tratado desde una óptica burocratica. La fallida operación de Calais no deja de ser un acontecimiento trágico que en la película no supera su función anecdótica. La pequeña secuencia recompensatoria del brigadier recibiendo la carta exhibe un tibio intento de acusar el impacto sensible de las decisiones del mandatario, aunque su opulencia formal revele la artificialidad de la escena. Este desliz, que detenta una indecisión entre el thriller que se asoma al principio y el drama patriótico/político que lo sigue, podría ser soslayable; en tanto y en cuanto no se insista, por mandato político, en compensar la carencia del belicismo con símbolos patrios demagógicamente humanistas. Durante el último tramo, ante la urgencia del dictamen de Churchill, Wright, sin volver al campo de batalla, efectivamente empieza a sobreponer su pulsión patriótica por encima del conflicto dramático de la historia. Una vez que ya se sugirió el peligro mortal de su equivocada estrategia de Calais, todos los escollos dramáticos entre escritorios que le siguen, se vuelven livianos y su evocación del patriotismo repelentes. Ya deja de ser pícaro e intimista. Su principal problema, en verdad, es una incongruencia del guión que responde a la necesidad de acatar el mandato de los dramas históricos recién mencionado. La Operación Dynamo ya estaba en marcha antes que Churchill deba decidir si firmar la engañosa paz con Hitler. La hipótesis de que la decisión de Churchil, para rechazar la paz y salvar a su pueblo, fue motivada por su interacción con el pueblo en un subte es tan débil como sensacionalista. Esta construcción sintáctica no resiste ningún análisis, ni histórico ni narrativo. Resulta extraño que Wright no hiciera énfasis en la puesta en marcha de dicha operación y de sus resultados, relegados a un plano final y enunciados en una placa. La valiente decisión de asumir el código –suave- del humor y la guerra en fuera de campo, como atajo para no sucumbir ante el alegato panfletario, se ve superada hacia al final ante la exigencia del vitoreo popular como garantía de eficacia climática. Por último sería un despropósito no destacar el aporte del fotógrafo Bruno Delbonnel (Amelié, Amor Eterno, Inside Llewyn Davis) quien adopta la opción tan osada como pertinente del naturalismo. La acción de la película transcurre dentro de habitaciones, despachos, Cámaras y Gabinetes, palacios reales y judiciales, pero la coreografía de la cámara y la propuesta estética de Delbonnel contrarrestan la hipotética teatralidad de un relato intimista de interiores. Los cotilleos de los parlamentarios en contra de Churchill son enunciados en un bellísimo plano secuencia que unifica conversaciones anónimas en los pasillos internos del Parlamento y la misma delicadeza enaltece algunos encuentros del mandamás con sus pares y en su intimidad. Las horas más oscuras parece asumir su vuelo propio durante su presentación pero es, quizás, el sentimiento de culpa de su guionista y su director que van mutando la sobriedad y firmeza de su mirada a un manifiesto autocomplaciente y populista sobre un hecho trascendental en la historia del continente europeo.
EL CLÁSICO INOXIDABLE Tres verdades que anteceden al film pueden, como una operación matemática, inferir su resultado. La ambición de Spielberg lo condujeron, durante toda su carrera, a asumirse como un referente político en el relato hollywoodense. A pesar de sus éxitos en relatos fantásticos o de aventuras, sus convicciones políticas lejos están de esconderse sino que han aflorado en su voluntad de llevar a cabo proyectos como El color púrpura, La lista de Schindler, Munich, Lincoln, El imperio del sol. Aunque se pueda objetar que es una estrategia para ser tomado en serio y cosechar premios, Spielberg no ha encarado ninguna de estas películas a la ligera y, por el contrario, las afrontó con la sensibilidad y el compromiso que el tema requiere. Lo que sus adalides conciben como maestría y sus detractores como frivolidad o artificio son la evidencia de una aseveración inobjetable: Spielberg extendió su obra durante cinco décadas porque sus capacidades narrativas se adaptan a cualquier tema, época y tono. Es el exponente más certero del concepto hollywoodense del storytelling. Su pulso narrativo se nutre de dilemas profundos de personajes e incesantes obstáculos dentro de la trama para poder articular un relato en donde la tensión, la carga dramática y los valores puestos en juego sean tan atinados como para generar la satisfacción de entretener y conmover al unísono. Cuando Alan Pakula recibe el proyecto de Todos los hombres del presidente habían pasado tan solo dos años desde el caso Watergate. A pesar de que en The Post la institución ejecutiva de EEUU salga damnificada, la distancia en el tiempo concede una gran libertad en la construcción del punto de vista de la película. No hay nadie que no vaya a fraternizar con un grupo de periodistas en búsqueda de la libertad frente a una institución cuya intención es privar de ese derecho a su pueblo. La manipulación mediática de la guerra de Vietnam y la figura de Nixon con el correr de los años se han vuelto blancos fáciles. El mensaje democrático que se desprende de la historia tiene un efecto heroico asegurado. El tema de The Post es Kay Graham. No se trata ni más ni menos que de una mujer que ostenta un poder en un universo poblado casi exclusivamente por hombres, quienes le dispensan un trato condescendiente. Su legado familiar y su amistad con Robert Mcnara son más ingredientes que la hunden en la inseguridad que le ocasionan esos factores socioculturales. The Post apunta principalmente a la situación de una mujer que es exhortada a sobreponerse a las condiciones adversas en que la ubica el sistema. El valor histórico que le confiere la reina de Hollywood, Meryl Streep, potencia a esta lucha en la proclama feminista que hoy vive la Industria. Así las cosas, no hace falta ser muy audaz para desvelar de qué manera los elementos puestos en juego, apadrinados por el sello indeleble de Spielberg, se desenvuelven en la película. The Post regala momentos brillantes. Los valores potenciales que tiene una historia con altas dosis de intriga, de dilemas constantes que inquieren una resolución ineludible y el romanticismo de los entretelones de un evento trascendental son explotados con la lucidez propia de un narrador que conoce como nadie cómo aprovecharlos en cada escena o plano. The Post discurre, en sus momentos decisivos, en espacios estrechos, como oficinas o habitaciones, a escondidas; en contraste con los espacios enormes que se ofrecen de antesala como la redacción o los amplios comedores donde cenan los protagonistas. El caso más emblemático coincide con la escena proporcionalmente simbólica del film: durante el cumpleaños de Kay, con numerosos invitados en su jardín, ella debe aislarse en su habitación para decidir si los expedientes secretos que revelan el encubrimiento de la imbatibilidad de la guerra de Vietnam, se publicarán en el Washinton Post, a riesgo de ser enjuiciados (como el New York Times) y perder los inversores bancarios que reflotarían al diario en bancarrota. Uno de los firmantes del guion es Josh Singer, también guionista del thriller periodístico que se alzó con el Óscar en 2016. Spotlight se ceñía estrictamente a la investigación, resignando la esfera privada de los protagonistas. No cabe duda, ante tal antecedente, el tamiz spielbergiano ante la puesta en valor de la película: en la escena climática recién citada, la tensión ante la inminente decisión va comprimiéndose con la aceleración gradual del ritmo, hasta el punto culminante donde Spielberg nos acerca a la intimidad del rostro de Klay. La proximidad de la cámara al rostro ante un gesto trascendental no siempre es garantía de un efecto sobrecogedor en el espectador; la paciencia artesanal con que se administran los tiempos precedentes es la verdadera herramienta y Spielberg, aun dentro de la dinámica optimizadora del Hollywood actual, sigue confiando en la cocción a fuego lento que es la fuente de su éxito. Como contracara, The Post también sufre el trazo grueso de su mirada, donde apela a subrayados que echan por la borda la sutileza con que se hilvanan algunas escenas. La exaltación de algunos valores -como aquella escena en la que una Klay triunfante es observada por una multitud heterogénea de mujeres- exhibe la voluntad efectista y sensacionalista en la que suele recaer el director. Pero estos pasajes, a diferencia de otras películas de su autoría, se disuelven dentro de la apabullante maquinaria de The Post, que envuelve a la representación de un suceso histórico relevante en una narración estimulante para cualquier espectador ávido de sensaciones e intriga. La inteligencia de su realizador, además de permitirle concretar la fluidez de su relato, está en la selección de los proyectos, el cual le calza como anillo al dedo. Porque los años pasan, pero la fórmulas narrativas no permutan; Spielberg, tampoco.
3 anuncios por un crimen aterriza en la cartelera argentina con un auspicioso recorrido a cuestas: desde su estreno en Toronto –y premio del público a mejor película- que no para de cosechar premios, entre ellos mejor guión en Venecia, premio del público en San Sebastián y el Globo de Oro (Toronto + Globo de Oro = Óscar). La nueva película de Martin McDonagh es un maravilloso thriller negro que se nutre de una laboriosa construcción de personajes y la apasionada interpretación de sus actores. Frances McDormand, Sam Rockwell y Woody Harrelson (este último quizás un poquito debajo de los dos primeros) le imprimen a cada una de sus participaciones un condimento que agiganta la película. - Publicidad - Mildred Hayes (Frances McDormand), hastiada por la inacción de la policía local tras la violación y asesinato de su hija, emprende su propia lucha tiñendo tres carteles publicitarios ruteros en señal de protesta contra el jefe Willoughby (Woody Harrelson). Con su ladero desquiciado Dixon (Sam Rockwell) Willoughby afrontará este enfrentamiento con el apoyo de la comunidad local pero su lucha real está en otro plano: un cáncer de páncreas acabará con su vida pronto. En medio participarán otros actores como el afectado hijo de Mildred Robbie (Lucas Hedges), su ex esposo golpeador Charlie (John Hawkes) y su novia joven, el arrogante agente publicitario (Caleb Landry Jones), , James (Peter Dinklage) que hará todo lo posible por acostarse con Mildred y hasta incluso la repulsiva madre de Dixon (Sandy Martin); todos atravesados por la violencia, el odio y la intolerancia latente en Ebbing, un pueblo de la América profunda. ¿Es 3 anuncios por un crimen lisa y llanamente una comedia negra? Sí, pero esa también es una etiqueta reduccionista. Porque así como el humor sobrevuela en cada escena de manera punzante, su carga dramática genera el contrapeso justo que logra un equilibrio sensible en la película. Son estos carteles o vallas, en estado deplorable, las primeras imágenes de la película. Una tradicional melodía irlandesa con una voz lírica les infunden a estas postales del abandono un vaho de ironía que suaviza la solemnidad que estas imágenes tendrían por sí mismas. A partir de este planteamiento, por extensión, se desprende la esencia de la película. 3 anuncios por un crimen es una clase de ritmo y de tono, en la medida en que su código humorístico nunca queda librado a la insensibilidad del cinismo puro, ni tampoco su entramado dramático condenado a la solemnidad tremendista del tema. McDonagh, apoyado en la flexibilidad de sus actores, logra hacer convivir ambos registros que se articulan simbióticamente. Ya en Escondido en Brujas existía una intención similar (con menor profundidad crítica) pero en su anterior Sie7e Psicopátas parecía alejarse del elemento dramático. La negritud de la comedia en su nueva película es mordaz, pero no desenfrenada, dado que para que esta pueda vivir, requiere del oxígeno que le propinan las pausas dramáticas y momentos de tensión. No solo en el curso de la narración, sino incluso dentro de las escenas mismas. El humor se desplaza pendularmente: por momentos cala hondo y es el corazón de la escena y en otros se aleja parcial o totalmente para dar lugar al peso dramático de la escena o secuencia en cuestión. Ritmo. La decisión drástica a la que llega un personaje, que marca un punto de inflexión en el film, está acompañada con la sensibilidad que ésta lo requiere, así como la primera vez que el hijo de Mildred observa las vallas en silencio, lo que es una clara muestra que McDonagh no se refugia en la comedia para sacarse el peso que trae el tema (como muchos cineastas, incluso Tarantino, hacen), sino que es una decisión política de posicionarse frente al objeto denunciado. A riesgo de ceder ante el facilismo de montar personajes despreciables y/o chatos, a los que sumada cierta dosis de violencia podría convertirse es un festín del odio y el morbo, McDonagh siembra dilemas morales cuya cosecha revelan el costado humano de la película, que escapa del nihilismo habitual de este tipo de cine. En 3 anuncios por un crimen no se esconden ni se minimizan los conflictos raciales, de género, el conservadurismo pueblerino, la posición de la religión, la negligencia policial, la violencia latente y cotidiana, en fin: la América de Trump; pero también evita la conformidad de denunciarlas desde una mirada moralista. La profundidad y contradicciones de sus personajes (salvo la novia joven del ex esposo y el extraño visitante amenazador de la tienda, los puntos flojos) permiten encarnar todos esos conflictos escapando del estereotipo, incomodando al espectador al humanizar personajes que a priori son detestables. En contrapartida, desmitifica a la heroína: Mildred observa la habitación de su hija y un flashback le recuerda como ella, fruto de un enojo, le gritó que quiere que sea violada. Angela quería dejarla a su madre para mudarse con el padre. Ningún personaje es impoluto porque nadie es impoluto. Incluso el desenlace entraña la combinación dual entre el humor y el drama. La redención de un personaje da lugar a una premisa optimista: los prejuicios del hombre estadounidense pueden revertirse, pero eso no es suficiente dado que choca contra la pared de un sistema que no quiere cambiar. Ese mismo sistema es el que forzó a ese personaje a que sea como era previo a su evolución. Y eso, a fin de cuentas, es 3 anuncios por un crimen: debajo del humor y la tragedia, la película es una crítica que oscila entre el optimismo de un cambio o redención y el desencanto de que ese cambio no es suficiente para una evolución a grandes escalas. Pero al menos, por suerte, evita lo que los cineastas de la buena moral suelen enseñarnos y se da el lujo de introducir pinceladas de compasión a un muro descascarado. Incómoda y entretenida, incorrecta y comprometida políticamente.
Infidelidades, desencuentros amorosos, conflictos existenciales, diálogos extensos con el alcohol como detonante…. Si se tratase de uno de esos juegos en donde a partir de cuatro fotos hay que descubrir que palabra es el denominador común de cada una, uno tendería a imaginar que tal enumeración es el prolegómeno de una nota sobre Woody Allen. Nada más lejos que eso: el cineasta en cuestión es Hong Sang soo, un director clave dentro del panorama del cine contemporáneo que filma mucho más de lo que habla (a juzgar por sus escuetas entrevistas). 2017 fue el año más prolífico de su carrera. En febrero, durante el festival de Berlín, el público cinéfilo se desayunó la presentación de En la playa sola de noche. En mayo, bajo el sol de Cannes, tuvo un estreno duplicado: La cámara de Claire, una película pequeña y amable grabada durante la edición anterior del festival, con la inestimable colaboración de Isabelle Huppert y El día después, película que hoy merodea por la cartelera argentina. Más allá que en Asia es frecuente la producción indiscriminada de algunos cineastas (especialmente aquellos devotos de las artes marciales o de los yakuza) el de Hong Sang soo es un caso atípico dado que cada una de sus películas tienen una gran circulación festivalera. En la playa sola de noche En la playa sola de noche Una advertencia que creo válida para cualquier neófito: la ligereza y austeridad técnica de sus películas pueden, en una primera impresión, ser repelentes. Su minimalismo es brutal, lo cual no necesariamente implica la imposibilidad de una profundización dramática y filósofica. Malacostumbrados como estamos a creer que el barroquismo visual, la solemnidad tonal y la dimensión social del tema están proporcionalmente ligados a la validación estética de una película, el cine de Hong Sang soo es la válvula de escape necesaria para refutar estos postulados. Bajo la aparente monotonía de planos/escenas extensos sobre personajes conversando o discutiendo (con la compañía del soju) y con el zoom como la nota que le aporta el toque distintivo a la melodía, el cineasta coreano pone por delante situaciones cuya transparencia irá devorando lentamente al espectador hasta hundirlo dentro de la corriente de la película. Muchos lo acusan de repetirse al punto que siempre hace la misma película, aunque yo preferiría ponerlo en otras palabras: en todas sus canciones sobrevuela la misma línea de bajo que lo obligan a recurrir en sus letras al estribillo que mejor sabe realizar, a saber, a restaurantes, al consumo de soju, a las conversaciones de amor o a las caminatas, pero aun a pesar de ello cada melodía es diferente. Su reiteración no es circular sino que es elíptica, ante cada nueva reiteración hay una variación. Envuelto en la polémica que desveló a la prensa rosa surcoreana En la playa sola de noche se erige como la obra –quizás- más personal, sensible y, naturalmente, autobiográfica de su carrera. Kim Min-Hee -con quien el director tuvo un affaire durante el rodaje de su película anterior y tuvo alcances mediáticos- encarna a Younghee, una actriz que se instala en Hamburgo a la espera del reencuentro con su amante, un reconocido director de cine, quien nunca llega. Desamparada visitará librerías, se reunirá con su amiga coreana y sus amigos estadounidenses y recorrerá las calles de la ciudad, en donde los fantasmas de su pasado darán pie a hipotéticas situaciones que nunca sabremos si forma parte del orden de la realidad. De vuelta en Corea Younghee descenderá al curso obligatorio de las reuniones entre amigos donde se embriagará con soju, siendo este el agravante para que exteriorice su furia por lo sufrido. Pondrá en tela de juicio la noción que tienen del amor sus compatriotas, vagarà en soledad por la playa y se acostará en la arena con la única compañía del viento. Por más melodramático que se pueda volver el entramado de la película, los filmes de Hong Sang-Soo jamás se codean con la solemnidad ni el sensacionalismo, dado que no existe por parte del autor ningún tipo de juzgamiento hacia sus personajes sino más bien señales de aprecio y respeto hacia ellos. Basta comprobar la naturalidad de los sucesos y de los actores para poder entrever en cada escena la convivencia de una belleza esperanzadora, como si siempre, aún en momentos trágicos, quedara la hendija de la puerta levemente abierta. En El día después, película a la que vuelve al blanco y negro de textura suave, la esposa de Kim –Hae-hyo Kwon– descubre en su apatía matutina la certificación de una infidelidad, que tuvo él con una ex compañera de trabajo a quien le escribió un poema. Areum – Kin Min-Hee- se encontrará en su primer día de trabajo en la editorial de Kim con el desafortunado malentendido de la esposa de su jefe, quien la golpeará creyendo que ella es la amante del escritor. Él se disculpara pero el retorno de su verdadera amante a la editorial, quien le exigirá la devolución de su puesto de trabajo, lo forzará a tener que despedir a su nueva empleada. Como es una tendencia en su cine las mujeres poseen una mayor determinación y poder de acción sobre los hombres, aunque la fragilidad e inestabilidad de estos repercutirá de alguna manera en ellas. Así las cosas, Kim y Areum tendrán una conversación en un bar que gradualmente se convierte en un debate ontológico sobre la realidad y las creencias religiosas, donde se entrechocan el escepticismo del artista y el optimismo humanista de ella. Su bondad e ingenuidad, como En la playa sola de noche, habilitan su derrota y la condenan a retirarse sola y silbando bajito. ¿Nihilismo o pesimismo? Para nada. Simplemente se trata de personajes desencantados por las circunstancias pero que a pesar de todo todavía poseen la voluntad de seguir adelante. Areum se asume como una persona de fe y entonces, en una de las escenas más hermosas de toda su filmografía, Hong Sang soo le concede su deseo. Ella baja la ventanilla del taxi y se cumple su anhelo: cae la nieve en Seoul. Bajo el velo de una simpleza apabullante, sin florituras discursivas, el coreano alcanza, como muy pocos lo logran, una gran profundidad dramática con un comedido tinte de comedia. Todavía hay quienes no logran rendirse ante esta simpleza y dejarse llevar por la naturalidad de los acontecimientos. A ellos, mi recomendación: se puede hacer cine de bajo presupuesto sin perder el espíritu o la esencia. Hong Sang-soo es la prueba de esto.