Hace poco, parafraseando la recordada frase de un dirigente político argentino, alguien bromeaba en twitter: “Dejemos de meter planos de personajes en salas de cine moqueando emocionados mirando la pantalla por dos años”. Efectivamente, alrededor de las nominaciones al Oscar fueron apareciendo varias películas con la fascinación por el cine como eje del argumento. La ocasión permite preguntarse: ¿asciende la calidad de un film porque su historia de ficción considere los imprevistos de un rodaje o la vida de un director cinematográfico o un personaje cinéfilo? “Una película no es su guion” dijo alguna vez François Truffaut, advirtiendo que su valor no pasa por lo que cuenta sino por cómo lo hace o, en todo caso, por cómo logra que su forma exprese o complete su tema: él mismo hizo en 1973 La noche americana, una ficción sobre el mundo del cine en la que volcaba su pasión cinéfila a través de un guion hábil y un lúcido trabajo de dirección. Si los personajes y algunas situaciones de La noche americana hubieran tenido que ver con la gestación de un proyecto que no fuera una película –un edificio, por ejemplo–, el humanismo y virtuosismo de Truffaut para entrelazar historias e incidentes tragicómicos hubieran asomado de igual forma, más allá de que el cine como asunto era un afectuoso plus. El imperio de la luz transcurre en la Inglaterra de los años ’80 y se centra en una mujer que trabaja en una enorme sala cinematográfica, espacio esplendoroso de pasado próspero en cuyo seno se agitan los problemas que aquejan a sus empleados. Una elegancia si se quiere anticuada despliega el film, gracias al notable trabajo del director de fotografía Roger Deakins, delicados paneos, planos que saben tomarse su tiempo y una música que busca emocionar sin disimulo pero con clase. A pesar de sus defectos (acumulación de conflictos, una relación sentimental que avanza casi por exigencias del guion, hechos que se encadenan de manera no siempre verosímil), El imperio de la luz tiene a su favor la expresividad de Olivia Colman, la eficacia del resto de los intérpretes y la capacidad de Sam Mendes para seducir con imágenes de belleza medio artificiosa, mientras va rozando circunstancias dolorosas. El cine no es aquí lo primordial, aunque lo parezca: al estrenarse en nuestro país, un crítico dijo haberse sentido engañado al verla porque, según escribió, se la habían vendido como “un tributo al séptimo arte (la Cinema Paradiso de Sam Mendes) y terminó siendo un apenas correcto melodrama”. Ya desde su título la película alienta expectativas que se cumplen a medias; de todas formas, siendo “apenas” un discreto melodrama ¿ya no estaría celebrando y reivindicando al cine? El inesperado e incomprendido idilio entre una mujer mayor y un joven negro que expone el film parece un eco de Imitación a la vida (1959, Douglas Sirk) o La angustia corroe el alma (1974, Rainer Fassbinder): ¿acaso podría afirmarse que estas últimas valdrían más si el cine fuera parte de sus historias? Al mismo tiempo, El imperio de la luz tiene elementos que no se encuentran en Los Fabelmans (Steven Spielberg) y Babylon (Damien Chazelle), películas recientes que también abordan –más directamente– el cine como tema. Como ya había escrito aquí, el film de Spielberg es tan grato, benigno y dulzón como simple, a veces redundante. Secuencias como en la que el joven protagonista descubre un secreto de su madre o la de la proyección que le permite comprobar cómo puede ganar respeto y autoestima gracias al cine, son aciertos que el film de Mendes no tiene, pero éste desliza apuntes que lo acercan a una visión del mundo más adulta, menos aniñada: la violencia de los skinheads, las políticas de Thatcher de fondo, la angustiada resignación del joven negro y su madre ante la discriminación (casi como un destino del que no podrán escapar viviendo allí), el acoso sexual y el abuso patronal en el ámbito laboral. En tanto, si alrededor de la celebración del cine que propone Los Fabelmans hay picnics, navidades familiares y bailes estudiantiles, Babylon se empeña en convertir el vértigo que era Hollywood un siglo atrás en un espectáculo poco familiar, aunque lo hace con inmadurez, forzando aglomeraciones orgiásticas, atracones de cocaína y alcohol, puteadas a los gritos y extravagancias de impostado salvajismo (valgan como ejemplo lo que ocurre en distintas secuencias con un elefante, una serpiente y una rata), como si detrás de su guion y su parafernalia hubiera chicos creyéndose mayores cometiendo determinadas transgresiones. En esta suerte de tren fantasma en el que parecen cruzarse Emir Kusturica con El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), prácticamente todos los acontecimientos forman parte de rodajes, ensayos y conversaciones o reyertas entre diversos miembros de la industria cinematográfica. Entre sus numerosos personajes, unos pocos muestran algo de humanidad y contención: el negro fiel a su música, una realizadora atenta a su trabajo sin dejarse invadir por la histeria que la circunda, el bienintencionado joven mexicano interpretado por Diego Calva. Otros, en cambio, parecen piezas de un engranaje dislocado, desde Margot Robbie poniendo su belleza y su energía al servicio de una jovencita alocada con un look fuera de época, hasta Brad Pitt haciendo casi de sí mismo y la china Li Jun Li imponiendo excentricidad hasta la caricatura. Hay un momento en Babylon que logra expresar una de las riquezas del cine, cuando una periodista (Jean Smart) le hace notar a un galán preocupado por los altibajos de su trabajo (Pitt) el privilegio que tienen actores y actrices de perdurar en el tiempo, reviviendo cada vez que vuelve a exhibirse una película suya. Esa secuencia es un acierto, que lamentablemente culmina con una muerte que va anticipándose de modo poco sutil. Y si de homenajes al cine se trata, a Chazelle no se le ocurrió algo mejor para el final que –usando como excusa una especie de revelación o presagio del joven mexicano– mezclar fragmentos y efectos especiales de películas de distintas épocas con algún chisporroteo experimental, suponiendo con eso un resumen de la historia o la esencia del cine. Esto último podría relacionarse con Todo en todas partes al mismo tiempo (Daniel Kwan/Daniel Scheinert), especie de aparatoso calidoscopio en el que una inmigrante china (Michelle Yeoh) encuentra salidas reales e irreales a sus problemas navegando por el multiverso. Aquí también hay citas cinéfilas (El tigre y el dragón, Matrix, Kill Bill, la infaltable 2001, odisea del espacio, curiosamente Con ánimo de amar), formando parte de un combo que, además, incluye referencias a minorías rechazadas, la idea de las vidas alternativas que acompañan a las personas y Jamie Lee Curtis caracterizada como para un capítulo de Los Simpson. Los «homenajes” al cine son meras imitaciones, más o menos simpáticas, mientras que con los virajes a la animación o al stop motion los directores parecen confundir libertad creativa con mezcolanza. Y así como el film de los Daniels busca despegarse del universo infanto-juvenil de impronta Marvel incorporando livianamente elementos del “mundo adulto” (consoladores, por ejemplo), lo mismo ocurre con su pueril manera de demostrar respeto o cariño por el cine. Si se piensa en los premios que viene ganando, Todo en todas partes al mismo tiempo –título que funciona, en buena medida, como explicación– viene a confirmar el superficial concepto que muchos cinéfilos, críticos y miembros de la Academia de Hollywood tienen de lo que puede considerarse original y moderno. Películas que puedan verse como homenajes al cine hay muchas y valiosas, por distintos motivos, desde el clásico Cantando bajo la lluvia (1952, Gene Kelly/Stanley Donen) hasta Ed Wood (1994, Tim Burton) o Good bye, Dragon Inn (2003, Tsai Ming-Liang). En la actualidad, ¿el cine necesita que se explore su exuberante caudal de logros estéticos y se lo revalorice como fenómeno? ¿Hace falta recordar la magia de compartir una película rodeado de gente en una sala a oscuras? Probablemente sí, después de la traumática experiencia que deparó el Covid-19, con salas cerradas demasiado tiempo y la gente con miedo a salir y reunirse en lugares cerrados. Pero (al margen de que esta pasión cinéfila nunca aparece en las carteleras en forma de documentales, con alguna excepción aislada como Ennio, el maestro), una cosa debería darse por segura: nada nos recuerda mejor el poder del cine que una buena película.
Dudas, temores, deseo, mortificación: en torno a esos resbaladizos estados de ánimo gira este film, en el que Sara (Juliette Binoche), que convive con Jean (Vincent Lindon) –quien paga todavía las consecuencias de haber estado en prisión–, se reencuentra con su anterior pareja, François (Grégoire Colin), lo cual la desestabiliza. Aunque irregular (ha recibido críticas unánimemente negativas por su último film Stars at noon, paradójicamente –o no– premiado en Cannes), la obra de la directora francesa Claire Denis es valiosa y suele inquietar, procurando un dramatismo alejado de los cánones hollywoodenses y desplegando una belleza a veces sosegada (35 ruhms), y en otras ocasiones ríspida y enrarecida (Bella tarea, High life). En este caso, su cámara parece subyugada por los gestos y miradas de los personajes principales, encontrando su estilo en la tensión de los diálogos, las sospechas, los encuentros y desencuentros, la atmósfera que crean la música y la notable fotografía de Eric Gautier, más la sensualidad que genera (más allá de que sean escasas las escenas de intimidad sexual y los cuerpos semidesnudos, ya no juveniles, de Binoche y Colin). Algunos ingredientes del guion, basado en una novela de Christine Angot, no encajan a la perfección con esta suerte de conflictivo triángulo amoroso, como el trabajo de Sara en una radio, entrevistando a personas de países periféricos hablando de sus problemas. El personaje del hijo, encarnando cierta desorientación juvenil e incluso alguna forma de discriminación, suena igualmente antojadizo, en tanto el de la abuela (interpretada por Bulle Ogier, la actriz de El discreto encanto de la burguesía) parece desaprovechado. El film puede resultar algo insatisfactorio, además, al provocar innecesariamente intriga sobre los motivos del encarcelamiento de Jean, o al dejarse llevar por la indecisión de Sara, pero vale por lo sensitivo, por momentos espléndidamente logrados (como el casual encuentro de Sara y François), e incluso por exponer la sensación de desazón que marcó el tiempo en pandemia.
37º Festival de Mar del Plata: los cinéfilos todos (...) También integró la Competencia Argentina Juana Banana, de Matías Szulanski como guionista, editor, director e incluso actor. Quien la presentó en la función en la que estuve presente prometió risas pero no hubo ninguna, lo cual parece lógico porque se trata de una película casi dramática, en torno a una impulsiva jovencita que atraviesa accidentados castings para actuar en publicidad, relaciones no muy prósperas e inesperados cambios y mudanzas, entre idas y venidas en bicicleta. Cuando una mujer, al verla medio desarrapada en un colectivo, le da una limosna, la chica se ríe tan histéricamente como cuando le roban el telefóno por la calle o cuando un amigo le aconseja que debe pensar un poco más en los demás; del mismo modo (con excitación un poco desbordada) la toma y la sigue todo el tiempo la cámara. La aparición ocasional de Fabián Arenillas, como un conductor de remises con el que la joven entabla una amistad, aporta una cuota de profesionalismo y sobriedad en medio de la nerviosa catarsis juvenil.
(...) Aunque con otro tono (más interesado en el encanto de sus personajes adolescentes), Sublime, ópera prima de Mariano Biasin exhibida en la sección Galas, también sigue los pasos de un protagonista intranquilo, en este caso un pibe incómodo por sentirse atraído por un amigo. Aquí no se trata de Córdoba sino de una ciudad de la costa atlántica, y es para destacar que –entre informales ensayos musicales y buenos sentimientos que se cruzan, salvo alguna pelea ocasional– el film va generando un clima afable, recordando por momentos al cine de Ezequiel Acuña. Incluye buenos trabajos de Marcelo Subiotto como profesor y Javier Drolas como padre. Lástima que varias veces amaga con finalizar y, cuando lo hace, opta por una resolución inesperadamente convencional.
Piezas de la vida y obra de un maestro. No hay una única fórmula para emplear la música en el cine: hay maravillosos films sin un segundo de música, o con música únicamente diegética, o con leves melodías incidentales, y podrían seguir enumerándose posibilidades sin agotarse. Están también los que recurren a un autor que lo complete, con una banda sonora especialmente compuesta para la ocasión. De estos últimos ha habido muchos; maestros como Ennio Morricone, muy pocos. El documental de Tornatore destinado a recorrer la vida y obra del tenaz artista italiano es convencional en su estructura, recordando a cierto tipo de producciones que se estrenaron con éxito en los años ’70 y ‘80 (That’s Entertainment!, That’s Dancing!), que interesaban no porque exploraran el material abordado sino por su valor de divulgación y por recopilar grandes momentos de la historia del cine, rescatándolos del olvido y devolviéndoles el esplendor del color y el sonido en pantalla grande. Como en esos ejemplos, en Ennio, el maestro aparecen numerosos entrevistados (de Bernardo Bertolucci y los hermanos Taviani a Darío Argento, de Bruce Spreengsten a Wong Kar-wai y Terrence Malick, de quien solo se escucha la voz), constantes comentarios elogiosos, fotografías de archivo y un criterio informativo casi televisivo, sino fuera que todos y cada uno de los fragmentos de películas que van asomando (después de una primera media hora centrada en la familia, los estudios del joven Ennio y su incondicional amor a su mujer María) ofrecen un continuado de placer para el espectador cinéfilo, como si ingresara en una montaña rusa atravesada todo el tiempo por los recuerdos, las revelaciones, la sorpresa y la emoción. Ver una escena de Érase una vez en América (1984, Sergio Leone), escuchando de fondo la conmovedora música que el maestro compuso e interpretó para la misma, podría resolverse más o menos fácilmente con una búsqueda en la web: en este caso, el disfrute está en verla y escucharla en óptima calidad en una sala cinematográfica. Gracias a esa sucesión de movilizadores momentos, los 156 minutos de Ennio, el maestro se convierten en una suerte de viaje por el cine (no solo italiano) de los últimos setenta años. El trabajo de Tornatore es riguroso y serio, aunque no exento de efectismos, por ejemplo al editar secuencias de muchas películas para activar la adrenalina, o al cargar de euforia el tramo final. Otras críticas que pueden hacérsele tal vez dependan de las expectativas personales: es una lástima que la versión original de Dulce Pontes de A brisa da coraçao de Sostiene Pereira (1995, Roberto Faenza) sea reemplazada por una más estridente en un concierto, y si bien resulta inevitable que varias bandas sonoras no figuren, hubiera sido un acierto que no faltara la de Tiro de gracia (1990, State of grace, Phil Joanou), probablemente una de las mejores, aunque menos emotiva y popular que las de La misión (1986, Roland Joffé) y Cinema Paradiso (1988, Tornatore). Mientras tanto, el film rebosa de anécdotas, algunas especialmente satisfactorias para quienes gustan de los secretos de la realización cinematográfica y la composición musical. Además de ese tipo de explicaciones minuciosas, a veces simpáticas e incluso brillantes, el itinerario pasa por diversos géneros cinematográficos y experiencias musicales: provechosos tanteos sonoros para un cine más audaz (I pugni in tasca), una pegadiza canción para un film de Pasolini (Pajaritos y pajarracos) o una balada pop devenida himno (H’ere’s to you, interpretada por Joan Báez para Sacco y Vanzetti), sin dejar de lado las búsquedas para westerns de Leone, Corbucci y otros. En los intersticios de Ennio, el maestro aflora también la denodada lucha de Morricone en búsqueda de reconocimiento, superando el desdén de los académicos y hasta la humillación de retaceársele un premio Oscar. El Ennio inseguro, sensible, entrañable, se impone en esos breves momentos por sobre el artista talentoso y la aplaudida figura pública. Por Fernando G. Varea
Eficacia narrativa y corrección política. ¿Una película sobre los delitos, crímenes y desapariciones cometidos por la dictadura cívico-militar 1976/1983 que sea éxito de público en la Argentina de estos tiempos? ¿Una historia de suspenso, no exenta de humor, que emplea como material las dificultades para juzgar a los autores de ese plan siniestro? ¿Una ficción sobre un hecho histórico que, a su manera y sin dejar de seducir al público, reivindica la democracia y recuerda lo reparadora que puede ser la Justicia cuando puede y quiere? ¿Ricardo Darín encarnando a un decidido enjuiciador de aquellos horrores? ¿Cineastas identificados con la renovación que algunos llaman Nuevo Cine Argentino (Mitre, Llinás) involucrados en una película narrativamente clásica y didáctica, que no le escapa a los temas del cine de los años ’80 al punto de transcurrir en esa época? Varias son las sorpresas que depara esta recreación de las circunstancias que rodearon el proceso judicial llevado adelante en Argentina en 1985, por el cual pudieron ponerse en el banquillo de los acusados –y finalmente condenarse– los integrantes de las Juntas Militares que detectaban el poder hasta unos meses antes, un hecho inédito en el mundo. Una de las particularidades de Argentina, 1985 es su corrección política y su habilidad para no poder ser utilizada como vehículo de reivindicación de alguna de las corrientes políticas que, en los últimos años, levantan agitadas discusiones (o, mejor dicho, acusaciones) a través de discursos crispados, tuits y apariciones en TV: todas las referencias a los acontecimientos reales, al presidente de entonces Raúl Alfonsín y al peronismo de los años 70/80, son discretas y cuidadosas. Esa cautela, ese delicado equilibrio, afortunadamente no impide que en un momento se mencione la cifra de desaparecidos que hoy algunos cuestionan, que aparezca en una grabación de la época la imagen de Estela de Carlotto, que ciertas personalidades sean mencionadas con nombre y apellido, que se deslice una referencia tal vez capciosa a la división de poderes (y que quien le quepa el sayo que se lo ponga), que se recuerde que nuestra clase media apoyaba los golpes militares, que se ironice sobre los fachos (término que hoy casi no se usa aunque los hay, incluso dentro de la política y del periodismo autoproclamado independiente), que en uno de los textos finales se mencionen las posteriores leyes de impunidad (fugazmente y sin entrar en detalles, pero no deja de señalarse). Sea que haya existido la intención de alzar el recuerdo del Juicio a las Juntas para bajar al kirchnerismo del sitio en el que (razonablemente o no, sería tema de discusión) se ubicó en la Historia por su defensa de los derechos de las víctimas del terrorismo de Estado, o la de recordarle a la sociedad la importancia que tuvieron los fiscales Julio César Strassera y Luis Moreno Ocampo (de 49 y 31 años años respectivamente, cuando comenzaron su trabajo a comienzos de 1985), así como de sus jóvenes ayudantes, o simplemente la de conseguir un sólido producto cinematográfico rescatando un hecho histórico del que ninguna ficción se había ocupado antes, lo cierto es que Argentina, 1985 es potente, seria sin ser solemne (y a pesar de la liviandad con que expone algunos acontecimientos), y, desde ya, más madura y responsable que otras exitosas películas argentinas recientes que maniobraron piezas de la sociedad argentina pasada o presente, como El secreto de sus ojos (2009, Campanella), Relatos salvajes (2014, Szifrón), El clan (2015, Trapero), El ciudadano ilustre (2015, Cohn/Duprat), El ángel (2018, Ortega) o La odisea de los giles (2019, Borensztein), todas ellas enviadas para representar a la Argentina en los premios Oscar, como ésta. Su corrección abarca cada uno de sus rubros, incluyendo el trabajo general de los actores, pudiendo destacarse la frescura de Santiago Strasserita Armas, y exceptuando la ligera sobreactuación de Norman Brisky, ambos en personajes que son claramente creaciones de los guionistas para darle cohesión y atractivo al relato. Es cierto que, así como al film le sobra profesionalismo, le falta algo de vuelo, de riesgo, aunque las películas anteriores de Mitre (con excepción, tal vez, de Pequeña flor) no se caracterizaban precisamente por su inventiva desde el punto de vista formal, además de ser más confusas ideológicamente. Pero no sería justo objetar su sobriedad y sus convenciones propias del film de juicios a favor de una buena causa (entendiendo como buena causa el propósito cívico que supone). Un recurso visual que puede señalarse, en todo caso, es la inserción sutil de fragmentos documentales, casi confundidos con la representación dramática, en momentos puntuales. En esos instantes, la carga emotiva y la sensación de verdad crecen; lo mismo ocurre con el acertado modo con el que se presentan determinadas fotografías al final. Todo esto lleva a recordar, asimismo, que el material documental existe, aunque tuvo escasa difusión en los medios, fue utilizado para El Nüremberg argentino (realizado en 2004 por Miguel Rodríguez Arias y Carpo Cortés) y reaparecerá en El juicio, que prepara Ulises de la Orden. Asimismo, sería improcedente criticar Argentina 1985 por el hecho de convertir la lucha por juzgar a los nueve ex comandantes de la dictadura en una suerte de aventura, si se piensa que la finalidad es que la gente recuerde, conozca o reflexione sobre lo que ese juicio histórico dejó como enseñanza y como shock. Lo discutible es el relativo protagonismo que da a los organismos de Derechos Humanos y a las distintas agrupaciones sociales que, ciertamente, tuvieron gestos tanto o más heroicos que Strassera, Moreno Ocampo, sus colaboradores y el propio Alfonsín, abriéndole paso a sus reclamos en medio de grandes dificultades. Más cuestionable aún resulta la manera con la que prácticamente elude la política económica de la dictadura. Alguien puede decir: no es el tema, pero ¿no es el tema? ¿Por qué no preguntarse los motivos por los que eran perseguidos encarnizadamente tantos militantes políticos, dirigentes sociales, gremialistas, obreros, estudiantes y opositores? ¿Acaso la incomodidad que le provocaba el proceso judicial al periodista Bernardo Neustadt era solo por su simpatía por los militares? ¿Qué intereses se protegían bajo la idea de luchar contra lo que se denominaba comunismo? Vale una comparación con La historia oficial, la película dirigida por Luis Puenzo sobre guion escrito por él mismo junto a Aída Bortnik, que se estrenó (como señalábamos aquí) mientras transcurría el Juicio a las Juntas: Argentina 1985 luce no solo más aceitada narrativamente, sino que también implica un avance en cuanto al reconocimiento de que no hubo “dos bandos” o “dos demonios” sino un plan sistemático, más todo lo que Santiago Mitre y Mariano Llinás saben poner en boca de sus personajes. No obstante, en La historia oficial (más allá de que, por ejemplo, la confesión de Chunchuna Villafañe como víctima de secuestro y tortura conmocionaba más que la de Laura Paredes aquí) una de las Abuelas de Plaza de Mayo (inolvidable Chela Ruiz) tenía más diálogo y peso dramático que aquí las Madres, y había referencias claras a la complicidad y los beneficios de sectores del mundo financiero en esos años oscuros. Bastaría echar un vistazo a Responsabilidad empresarial en delitos de lesa humanidad. Represión a trabajadores durante el terrorismo de Estado (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, 2015) –o al documental de Jonathan Perel que toma parte de su contenido, Responsabilidad empresarial (2020)– para recordar qué intereses económicos acompañaban (o se sostenían con) la represión. Tal vez si Mitre-Llinás hubieran incursionado más en ese punto, les hubiera resultado más difícil conservar la equidistancia partidaria que supieron conseguir. Sin dudas, Argentina 1985 es un film lúcido y vigoroso, tanto como ameno, cuyo éxito de público en nuestro país –por la temática que aborda y la solvencia con que lo hace– es para celebrar. Al mismo tiempo, es de desear que no se lo instale como instrumento educativo para alumnos de escuelas secundarias (como ya se habla), o para la ciudadanía en general: lo ideal sería tomarlo como saludable punto de partida, completándolo con otra documentación, otros puntos de vista y otras películas.
Fanny camina, codirigida por Alfredo Arias e Ignacio Masllorens (que integró la Competencia Internacional), defrauda, procurando plasmar la imaginaria recorrida de la actriz Fanny Navarro (1920/1971, amiga de Eva Perón y encendida militante peronista, posteriormente perseguida) por lugares de la Buenos Aires actual, a la vez que dialoga con personajes históricos de su tiempo. Luchar te hizo actriz, le dice la madre, en una de las escasas líneas de diálogo lúcidas, así como, en referencia a las marchas con antorchas y misas por la salud de Evita, ésta dice Esas ceremonias en vez de ahuyentar a la muerte la llaman. En cambio, cuando un personaje dice en un momento Las divas son antiperonistas, parece estar hablando de la actualidad (hubo divas del cine peronistas, en distintas épocas). Y entre apócrifos registros cinematográficos de propaganda peronista, ridículamente burlones (Sea feliz, No joda al prójimo, se lee en un cartel), una que otra torpeza (en una sala proyectan Deshonra con una visible marca de agua borroneada en la pantalla), una Evita desangelada y un tono impostado que distancia al espectador, Fanny camina recuerda a cierto cine argentino de los ’80 y ’90 donde lo alegórico y recursos formales usados medio al voleo rozaban el acartonamiento y el ridículo. Tampoco busca comprender el fenómeno del peronismo sino representarlo con frialdad, echando mano a ironías algo elementales y sin hacer mención alguna a los derechos y reivindicaciones que levantó este movimiento político, o a las privaciones de quienes lo celebraron, sin lo cual no podría nunca explicarse su existencia.
El libro Un crimen argentino, de Reynaldo Sietecase –cuyo valor principal estaba en el hecho de rescatar el singular caso de un asesinato seguido de desaparición curiosamente no perpetrado por militares represores en 1980, es decir, en plena dictadura– comienza explicando qué hizo el homicida con el cadáver de su víctima. Claramente, además de convertir sucesos reales en una novela, el interés del periodista rosarino era bucear en la personalidad del criminal, a tono con lo turbio de la época. “Cuerpos que se borran para siempre” es la tercera oración disparada al comenzar el relato: como otros miles en los mismos años, con métodos igualmente o más crueles. La película, procurando el suspenso, prefiere convertir el dato (los motivos por los que no aparece el cuerpo del secuestrado) en una revelación casi final. No es el único cambio: entre otras cosas, hay personajes interesantes descartados (como la equívoca tía) y utiliza como cierre una expresión inocua, algo canchera, en vez del “Nadie desaparece así nomás” que un personaje dice a otro en el original, ironía inquietante aún si se piensa en casos ocurridos años después de la dictadura, como el de Julio López. El film, de hecho, no es perturbador, y centra su interés en la búsqueda de pruebas para condenar al sospechado. En ese sentido, desecha tópicos propios del género policial, ya que la iluminación no crea una atmósfera enrarecida, el único personaje femenino importante aparece desprovisto de misterio, y los diálogos tienden a las puteadas antes que a intercambios capciosos. La recreación del Rosario de 1980 tiene sus aciertos, pero el director parece haberse limitado a cumplir con el profesionalismo que se espera de una producción de este tipo, desentendiéndose de imprimirle un estilo propio y sin conseguir la solidez de, por ejemplo, La parte del león (1978, Adolfo Aristarain), por mencionar un policial argentino realizado en su momento por un director debutante. Aquí hay algunas decisiones formales con criterio dudoso (como la manera de mostrar a los interlocutores en secuencias de conversaciones), así como es errática la dirección de actores: Rita Cortese es la única que logra darle un poco de vitalidad y gracia a su episódico personaje; Nicolás Francella y Matías Mayer (que ya habían trabajado juntos en Maracaibo, de Miguel Ángel Rocca) no aportan mucho más que su simpatía; a diferencia de Luis Luque –más contenido que de costumbre–, Alberto Ajaka se desmadra bastante en su estereotipado policía inescrupuloso (lejos de notables trabajos suyos como el de El silencio, de Arturo Castro Godoy); en tanto Darío Grandinetti solo ocasionalmente logra dibujar con malicia y atractivo a su abogado, cuyas experiencias de vida incluyen una activa vida nocturna y un paso por la cárcel. Una fugaz persecución automovilística y el escape del personaje interpretado por Juan Nemirovsky son momentos eficaces, en comparación con otros que retrotraen a cierto argentino sensacionalista de mediados de los ’80, como ese comienzo en el que la voz en off del dictador Videla se funde injustificadamente con una escena de sexo, o una secuencia de tortura que incomoda no solo por la crueldad que obviamente conlleva, sino porque a la víctima de la historia (y a las víctimas del terrorismo de Estado) casi no se los ve sufrir en el transcurso del film. El torturado posteriormente pretende denunciar esos apremios ilegales, recibiendo como respuesta que no es víctima sino victimario, algo sin dudas arriesgado. Bien distinto es el caso del tercer largometraje de Jordan Peele después de Get out (2017) y Us (2019), que parte de determinadas fórmulas del género cinematográfico que aborda (lo que en inglés suele denominarse horror movies) para desplegar una serie de ideas divertidas en términos narrativos. Esto lleva inevitablemente a que el tema central se disperse, o que cueste delimitarlo (yendo de la discriminación racial y social hasta diversos momentos de la historia del cine, la variedad de formatos y registros audiovisuales, la sordidez que puede esconder la gestación de una simpática sitcom, o la conexión con fenómenos extraterrestres), pero sin ceder a la confusión y manteniendo la tensión durante poco más de dos horas. No faltan las casa como trampa y refugio, las luces que imprevistamente se apagan, el temible silencio como síntoma de presagios, ni los lazos de solidaridad que van surgiendo entre los personajes: los hijos de un legendario entrenador de caballos (Daniel Kaluuya y Keke Palmer) con el arisco empleado de una tienda (Brandon Perea) cuya novia –no casualmente– lo abandonó al ingresar al mundo del espectáculo, un actor coreano con un pasado traumático (Steven Yeun, visto en Okja y Burning), y un director de fotografía capaz de llevar su curiosidad por lo exótico hasta las últimas consecuencias (el canadiense Michael Wincott). El conjunto es abigarrado pero vivaz, con una puesta en escena sin pasos en falso. El colorido parque de atracciones es atravesado por situaciones de angustia y soledad. Cierta presencia animal o fenómeno paranormal, que empieza a asomar en determinado momento, es de una extraña belleza plástica. Los crímenes que provoca un simio supuestamente amaestrado en un estudio de TV –probablemente la secuencia más escalofriante de ¡Nop!, que se anticipa al principio– permanecen, lúcidamente, fuera de campo. Y asoman sutilezas, sobre espionaje y cámaras de seguridad, o las aspiraciones de salvarse económicamente captando imágenes inéditas, así como detalles que denotan alarma a la vez que completan el friso argumental (como el rostro de la mujer sobreviviente de la desastrosa experiencia televisiva antes mencionada). Tal vez el título algo insípido y la división en capítulos sean flancos débiles de este film ambicioso, aunque ligero a la vez. Por Fernando G. Varea
El libro Un crimen argentino, de Reynaldo Sietecase –cuyo valor principal estaba en el hecho de rescatar el singular caso de un asesinato seguido de desaparición curiosamente no perpetrado por militares represores en 1980, es decir, en plena dictadura– comienza explicando qué hizo el homicida con el cadáver de su víctima. Claramente, además de convertir sucesos reales en una novela, el interés del periodista rosarino era bucear en la personalidad del criminal, a tono con lo turbio de la época. “Cuerpos que se borran para siempre” es la tercera oración disparada al comenzar el relato: como otros miles en los mismos años, con métodos igualmente o más crueles. La película, procurando el suspenso, prefiere convertir el dato (los motivos por los que no aparece el cuerpo del secuestrado) en una revelación casi final. No es el único cambio: entre otras cosas, hay personajes interesantes descartados (como la equívoca tía) y utiliza como cierre una expresión inocua, algo canchera, en vez del “Nadie desaparece así nomás” que un personaje dice a otro en el original, ironía inquietante aún si se piensa en casos ocurridos años después de la dictadura, como el de Julio López. El film, de hecho, no es perturbador, y centra su interés en la búsqueda de pruebas para condenar al sospechado. En ese sentido, desecha tópicos propios del género policial, ya que la iluminación no crea una atmósfera enrarecida, el único personaje femenino importante aparece desprovisto de misterio, y los diálogos tienden a las puteadas antes que a intercambios capciosos. La recreación del Rosario de 1980 tiene sus aciertos, pero el director parece haberse limitado a cumplir con el profesionalismo que se espera de una producción de este tipo, desentendiéndose de imprimirle un estilo propio y sin conseguir la solidez de, por ejemplo, La parte del león (1978, Adolfo Aristarain), por mencionar un policial argentino realizado en su momento por un director debutante. Aquí hay algunas decisiones formales con criterio dudoso (como la manera de mostrar a los interlocutores en secuencias de conversaciones), así como es errática la dirección de actores: Rita Cortese es la única que logra darle un poco de vitalidad y gracia a su episódico personaje; Nicolás Francella y Matías Mayer (que ya habían trabajado juntos en Maracaibo, de Miguel Ángel Rocca) no aportan mucho más que su simpatía; a diferencia de Luis Luque –más contenido que de costumbre–, Alberto Ajaka se desmadra bastante en su estereotipado policía inescrupuloso (lejos de notables trabajos suyos como el de El silencio, de Arturo Castro Godoy); en tanto Darío Grandinetti solo ocasionalmente logra dibujar con malicia y atractivo a su abogado, cuyas experiencias de vida incluyen una activa vida nocturna y un paso por la cárcel. Una fugaz persecución automovilística y el escape del personaje interpretado por Juan Nemirovsky son momentos eficaces, en comparación con otros que retrotraen a cierto argentino sensacionalista de mediados de los ’80, como ese comienzo en el que la voz en off del dictador Videla se funde injustificadamente con una escena de sexo, o una secuencia de tortura que incomoda no solo por la crueldad que obviamente conlleva, sino porque a la víctima de la historia (y a las víctimas del terrorismo de Estado) casi no se los ve sufrir en el transcurso del film. El torturado posteriormente pretende denunciar esos apremios ilegales, recibiendo como respuesta que no es víctima sino victimario, algo sin dudas arriesgado. Bien distinto es el caso del tercer largometraje de Jordan Peele después de Get out (2017) y Us (2019), que parte de determinadas fórmulas del género cinematográfico que aborda (lo que en inglés suele denominarse horror movies) para desplegar una serie de ideas divertidas en términos narrativos. Esto lleva inevitablemente a que el tema central se disperse, o que cueste delimitarlo (yendo de la discriminación racial y social hasta diversos momentos de la historia del cine, la variedad de formatos y registros audiovisuales, la sordidez que puede esconder la gestación de una simpática sitcom, o la conexión con fenómenos extraterrestres), pero sin ceder a la confusión y manteniendo la tensión durante poco más de dos horas. No faltan las casa como trampa y refugio, las luces que imprevistamente se apagan, el temible silencio como síntoma de presagios, ni los lazos de solidaridad que van surgiendo entre los personajes: los hijos de un legendario entrenador de caballos (Daniel Kaluuya y Keke Palmer) con el arisco empleado de una tienda (Brandon Perea) cuya novia –no casualmente– lo abandonó al ingresar al mundo del espectáculo, un actor coreano con un pasado traumático (Steven Yeun, visto en Okja y Burning), y un director de fotografía capaz de llevar su curiosidad por lo exótico hasta las últimas consecuencias (el canadiense Michael Wincott). El conjunto es abigarrado pero vivaz, con una puesta en escena sin pasos en falso. El colorido parque de atracciones es atravesado por situaciones de angustia y soledad. Cierta presencia animal o fenómeno paranormal, que empieza a asomar en determinado momento, es de una extraña belleza plástica. Los crímenes que provoca un simio supuestamente amaestrado en un estudio de TV –probablemente la secuencia más escalofriante de ¡Nop!, que se anticipa al principio– permanecen, lúcidamente, fuera de campo. Y asoman sutilezas, sobre espionaje y cámaras de seguridad, o las aspiraciones de salvarse económicamente captando imágenes inéditas, así como detalles que denotan alarma a la vez que completan el friso argumental (como el rostro de la mujer sobreviviente de la desastrosa experiencia televisiva antes mencionada). Tal vez el título algo insípido y la división en capítulos sean flancos débiles de este film ambicioso, aunque ligero a la vez. Por Fernando G. Varea
La mujer sin certezas. Viendo sus anteriores películas (Tropical Malady, Síndromes y un siglo, El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, Cementerio de esplendor), era cómodo para los espectadores de este lado del mundo asociar a Weerasethakul con lo fantasmal, lo insondable y lo exótico, por el limitado conocimiento que se tiene de distintos aspectos de la cultura y la historia de los países orientales. Pero Memoria desmonta el prejuicio de que el cineasta tailandés se vale de esos elementos para generar misterio: transcurre en Colombia –con varios actores (incluso la protagonista, la inglesa Tilda Swinton) hablando casi siempre en español–, es decir, en un territorio más cercano a la realidad cotidiana de los latinoamericanos, y sin embargo conserva ese halo de extrañeza que recorre su obra. La palabra del título, además, suele ser aplicada entre nosotros para aludir a la necesidad de que ciertos episodios de nuestra historia no caigan en el olvido, o, en todo caso, para referirse a problemas de aprendizaje durante la vida estudiantil o enfermedades en la vida adulta: de nada de esto trata Memoria, al menos no directamente. Es la memoria de los seres humanos, y el peso de la misma en la naturaleza, lo que inquieta en este film en el que Jessica (Swinton), una estudiosa de las plantas, empieza imprevistamente a escuchar un fuerte y repentino sonido que la desvela, llevándola a interrogantes que intenta dilucidar atendiendo a lo que va encontrando a su paso (un aparente accidente en la calle, raras pinturas en un museo, huellas en un túnel excavado bajo la tierra, piedras al costado de un bucólico paraje) durante una recorrida mansamente errática, en la que entabla conversación con desconocidos interlocutores (un joven sonidista, una médica forense que investiga restos humanos de miles de años de antigüedad, otra doctora más campechana, un pescador que la introduce en un estado de trance). A través de extendidos planos fijos y sobrios movimientos de cámara, un admirable trabajo con el sonido, locaciones muy bien elegidas y la presencia de Swinton (una vez más imponiendo su imagen andrógina y una expresión desapacible), Memoria produce un efecto perturbador a la vez que hipnótico, deslizándose por las dudas que pueden despertar los contactos de lo moderno con lo salvaje, los vivos del presente y del pasado, el conocimiento intelectual y las resonancias míticas, el plano físico y el intuitivo o espiritual. Desde ya que el film puede impacientar a quien se resista a lo contemplativo o espere de toda película vértigo de montaña rusa, pero vale aclara que el sosiego de Weerasethakul no implica solemnidad, como lo demuestran algunas de sus decisiones como guionista y director: no hay música clásica que imponga gravedad (solo una sesión de jazz al registrar un ensayo, en una secuencia), insinúa trazos de humor (por ejemplo al mostrar a Jessica obsesionada con un perro, después que su hermana le dice haber soñado con él, o cuando durante una cena compartida intenta disimular que escucha los ruidos que la desconciertan) y hasta se permite la irrupción de algo que conduce directamente al film hacia el género fantástico, haciéndolo sin pudor y con elegancia. Entre los personajes que rodean a la protagonista se encuentra su cuñado, un médico que escribe poesías sobre temas relacionados con su profesión, encarnado por Daniel Giménez Cacho, el actor de Zama (2017, Lucrecia Martel). Y es precisamente otra película de Martel la que trae a la memoria –valga la redundancia– Memoria: como en La mujer sin cabeza (2008), aquí también una mujer sufre por algo que no sabe qué es, tal vez un desorden mental, un profundo miedo, una sensación de soledad o la incomprensión que encuentra a su alrededor, evidente cuando dialoga encontrando a veces respuestas cortantes o ligeramente absurdas. La Jessica de AW, en todo caso, traslada al espectador a un espacio más benigno, en el que las sensaciones y las preguntas conforman un melancólico bálsamo. Por Fernando G. Varea