Híbrida flor. Es curioso cómo Mariano Llinás se ha mostrado sagaz y lúdico cuando dirigió sus propios guiones (al menos los de Historias extraordinarias y La flor), mientras que cuando participa como guionista en películas de Santiago Mitre prima la sensación de prometerle al espectador algo que finalmente no se cumple del todo, de barajar elementos provocadores sin saber mucho qué hacer con ellos, de plantear diálogos y situaciones que no conducen a ningún debate fértil. Ocurría en la remake de La patota (2015), en La cordillera (2017) y se repite ahora en Pequeña flor (habrá que ver qué sucede con Argentina, 1985). Lo novedoso aquí es que Mitre se diferencia de sus anteriores películas –dramas sobre problemáticas sociales que parecían alentar la discusión, incluyendo la sobrevalorada El estudiante (2011)–, proponiendo (tomando como punto de partida una novela de Iosi Havilioun) un relato de humor negro con ribetes fantásticos, pero el resultado sabe a poco. Una vez más, vale preguntarse qué quisieron contar Mitre y Llinás: si su propósito fue acercarse a la comedia o al terror, cuesta encontrar buenos gags y sobresaltos ante alguna forma de horror, y si se apostó al disparate, vienen a la memoria películas superiores como De repente, el paraíso (2019, Elia Suleiman). La acción transcurre en una pequeña ciudad francesa y los principales personajes son un dibujante (Daniel Hendler, logrando una vez más empatizar con los espectadores con recursos propios), su hiperquinética mujer (Vimala Pons, a quien tal vez algunos recuerden como la pareja del ex marido de Isabelle Huppert en Elle, de Verhoeven), la beba de ambos, un sinuoso vecino amante de los buenos vinos y la música (Melvil Poupaud, aquel jovencito de Cuento de verano, de Eric Rohmer), y un estrafalario gurú (el español Sergi López, visto en Rifkin’s festival, Lázzaro felice, El laberinto del fauno y muchas otras). Los enredos se suceden cuando el primero pierde el trabajo, su esposa consigue rápidamente uno que no le gusta, el vecino aparentemente muere por un accidente y el chamán involucra a la pareja central en los absurdos ejercicios de su terapia. Ahora bien: ¿los incidentes provocados por las necesidades o exigencias de un bebé, o la idea narrativa de un hecho repitiéndose como en loop, no se han visto en cine antes y mejor? Que el (supuestamente) asesinado sea quien cuente la historia en off, o que el principal personaje femenino confiese que necesita masturbarse con frecuencia ¿bastan para provocar la risa? No resulta muy comprensible que el ilustrador empiece de pronto a garabatear dibujos ligeramente obscenos o que una amable vecina aparezca a ofrecerse para cuidar a la niña y prepararles comidas. Se podrá decir que Pequeña flor es sobre los pensamientos, deseos y temores que asaltan a un hombre inseguro por distintas circunstancias, pero aun así el conjunto luce disperso, como si por momentos todos se sintieran impulsados a divertir sacudiéndole la solemnidad a eventos delicados, como un parto o un asesinato. Cuando Pequeña flor da un poco de respiro en medio de las gesticulaciones, evidencia esmero formal –en la composición de algunos planos y el buen uso de los exteriores, o por ejemplo en la irrupción en la casa de la vecina cubierta de plantas–, tendiendo a lo que podría verse como un cuento quizás mágico, sin dudas macabro. Finalmente, algunas de sus características recuerdan a Competencia Oficial (Cohn/Duprat), estrenada este año: varios actores extranjeros, vistosas locaciones en las que no aparece nada representativo de nuestro país, chistes sin brillo. En el film de Mitre lo argentino apenas asoma (Hendler es rosarino y le hablan de las islas del Paraná, pero casi no habrá en el transcurso del film otra referencia a nuestra gente o nuestra historia), las palabras en francés lo dominan hasta ocupar incluso el título en algunos afiches, y la petite fleur no es el ceibo ni el irupé litoraleño sino un tema compuesto por el músico estadounidense de jazz Sidney Bechet (además de un posible guiño a la flor nada pequeña de Llinás, la película antes mencionada). ¿Será así el cine argentino de calidad que empezaremos a ver de ahora en más? El problema, desde ya, no son las coproducciones con actores de otros países, sino que, a diferencia de las que hizo Torre Nilsson en los ’60, o de algunas dirigidas décadas después por María Luisa Bemberg, Fernando Pino Solanas o Edgardo Cozarinsky, en éstas lo regional o latinoamericano –con sus matices, sus problemas, su bagaje cultural– se diluye a favor de una lustrosa e insustancial hibridez.
Hace poco, parafraseando la recordada frase de un dirigente político argentino, alguien bromeaba en twitter: “Dejemos de meter planos de personajes en salas de cine moqueando emocionados mirando la pantalla por dos años”. Efectivamente, alrededor de las nominaciones al Oscar fueron apareciendo varias películas con la fascinación por el cine como eje del argumento. La ocasión permite preguntarse: ¿asciende la calidad de un film porque su historia de ficción considere los imprevistos de un rodaje o la vida de un director cinematográfico o un personaje cinéfilo? “Una película no es su guion” dijo alguna vez François Truffaut, advirtiendo que su valor no pasa por lo que cuenta sino por cómo lo hace o, en todo caso, por cómo logra que su forma exprese o complete su tema: él mismo hizo en 1973 La noche americana, una ficción sobre el mundo del cine en la que volcaba su pasión cinéfila a través de un guion hábil y un lúcido trabajo de dirección. Si los personajes y algunas situaciones de La noche americana hubieran tenido que ver con la gestación de un proyecto que no fuera una película –un edificio, por ejemplo–, el humanismo y virtuosismo de Truffaut para entrelazar historias e incidentes tragicómicos hubieran asomado de igual forma, más allá de que el cine como asunto era un afectuoso plus. El imperio de la luz transcurre en la Inglaterra de los años ’80 y se centra en una mujer que trabaja en una enorme sala cinematográfica, espacio esplendoroso de pasado próspero en cuyo seno se agitan los problemas que aquejan a sus empleados. Una elegancia si se quiere anticuada despliega el film, gracias al notable trabajo del director de fotografía Roger Deakins, delicados paneos, planos que saben tomarse su tiempo y una música que busca emocionar sin disimulo pero con clase. A pesar de sus defectos (acumulación de conflictos, una relación sentimental que avanza casi por exigencias del guion, hechos que se encadenan de manera no siempre verosímil), El imperio de la luz tiene a su favor la expresividad de Olivia Colman, la eficacia del resto de los intérpretes y la capacidad de Sam Mendes para seducir con imágenes de belleza medio artificiosa, mientras va rozando circunstancias dolorosas. El cine no es aquí lo primordial, aunque lo parezca: al estrenarse en nuestro país, un crítico dijo haberse sentido engañado al verla porque, según escribió, se la habían vendido como “un tributo al séptimo arte (la Cinema Paradiso de Sam Mendes) y terminó siendo un apenas correcto melodrama”. Ya desde su título la película alienta expectativas que se cumplen a medias; de todas formas, siendo “apenas” un discreto melodrama ¿ya no estaría celebrando y reivindicando al cine? El inesperado e incomprendido idilio entre una mujer mayor y un joven negro que expone el film parece un eco de Imitación a la vida (1959, Douglas Sirk) o La angustia corroe el alma (1974, Rainer Fassbinder): ¿acaso podría afirmarse que estas últimas valdrían más si el cine fuera parte de sus historias? Al mismo tiempo, El imperio de la luz tiene elementos que no se encuentran en Los Fabelmans (Steven Spielberg) y Babylon (Damien Chazelle), películas recientes que también abordan –más directamente– el cine como tema. Como ya había escrito aquí, el film de Spielberg es tan grato, benigno y dulzón como simple, a veces redundante. Secuencias como en la que el joven protagonista descubre un secreto de su madre o la de la proyección que le permite comprobar cómo puede ganar respeto y autoestima gracias al cine, son aciertos que el film de Mendes no tiene, pero éste desliza apuntes que lo acercan a una visión del mundo más adulta, menos aniñada: la violencia de los skinheads, las políticas de Thatcher de fondo, la angustiada resignación del joven negro y su madre ante la discriminación (casi como un destino del que no podrán escapar viviendo allí), el acoso sexual y el abuso patronal en el ámbito laboral. En tanto, si alrededor de la celebración del cine que propone Los Fabelmans hay picnics, navidades familiares y bailes estudiantiles, Babylon se empeña en convertir el vértigo que era Hollywood un siglo atrás en un espectáculo poco familiar, aunque lo hace con inmadurez, forzando aglomeraciones orgiásticas, atracones de cocaína y alcohol, puteadas a los gritos y extravagancias de impostado salvajismo (valgan como ejemplo lo que ocurre en distintas secuencias con un elefante, una serpiente y una rata), como si detrás de su guion y su parafernalia hubiera chicos creyéndose mayores cometiendo determinadas transgresiones. En esta suerte de tren fantasma en el que parecen cruzarse Emir Kusturica con El lobo de Wall Street (2013, Martin Scorsese), prácticamente todos los acontecimientos forman parte de rodajes, ensayos y conversaciones o reyertas entre diversos miembros de la industria cinematográfica. Entre sus numerosos personajes, unos pocos muestran algo de humanidad y contención: el negro fiel a su música, una realizadora atenta a su trabajo sin dejarse invadir por la histeria que la circunda, el bienintencionado joven mexicano interpretado por Diego Calva. Otros, en cambio, parecen piezas de un engranaje dislocado, desde Margot Robbie poniendo su belleza y su energía al servicio de una jovencita alocada con un look fuera de época, hasta Brad Pitt haciendo casi de sí mismo y la china Li Jun Li imponiendo excentricidad hasta la caricatura. Hay un momento en Babylon que logra expresar una de las riquezas del cine, cuando una periodista (Jean Smart) le hace notar a un galán preocupado por los altibajos de su trabajo (Pitt) el privilegio que tienen actores y actrices de perdurar en el tiempo, reviviendo cada vez que vuelve a exhibirse una película suya. Esa secuencia es un acierto, que lamentablemente culmina con una muerte que va anticipándose de modo poco sutil. Y si de homenajes al cine se trata, a Chazelle no se le ocurrió algo mejor para el final que –usando como excusa una especie de revelación o presagio del joven mexicano– mezclar fragmentos y efectos especiales de películas de distintas épocas con algún chisporroteo experimental, suponiendo con eso un resumen de la historia o la esencia del cine. Esto último podría relacionarse con Todo en todas partes al mismo tiempo (Daniel Kwan/Daniel Scheinert), especie de aparatoso calidoscopio en el que una inmigrante china (Michelle Yeoh) encuentra salidas reales e irreales a sus problemas navegando por el multiverso. Aquí también hay citas cinéfilas (El tigre y el dragón, Matrix, Kill Bill, la infaltable 2001, odisea del espacio, curiosamente Con ánimo de amar), formando parte de un combo que, además, incluye referencias a minorías rechazadas, la idea de las vidas alternativas que acompañan a las personas y Jamie Lee Curtis caracterizada como para un capítulo de Los Simpson. Los «homenajes” al cine son meras imitaciones, más o menos simpáticas, mientras que con los virajes a la animación o al stop motion los directores parecen confundir libertad creativa con mezcolanza. Y así como el film de los Daniels busca despegarse del universo infanto-juvenil de impronta Marvel incorporando livianamente elementos del “mundo adulto” (consoladores, por ejemplo), lo mismo ocurre con su pueril manera de demostrar respeto o cariño por el cine. Si se piensa en los premios que viene ganando, Todo en todas partes al mismo tiempo –título que funciona, en buena medida, como explicación– viene a confirmar el superficial concepto que muchos cinéfilos, críticos y miembros de la Academia de Hollywood tienen de lo que puede considerarse original y moderno. Películas que puedan verse como homenajes al cine hay muchas y valiosas, por distintos motivos, desde el clásico Cantando bajo la lluvia (1952, Gene Kelly/Stanley Donen) hasta Ed Wood (1994, Tim Burton) o Good bye, Dragon Inn (2003, Tsai Ming-Liang). En la actualidad, ¿el cine necesita que se explore su exuberante caudal de logros estéticos y se lo revalorice como fenómeno? ¿Hace falta recordar la magia de compartir una película rodeado de gente en una sala a oscuras? Probablemente sí, después de la traumática experiencia que deparó el Covid-19, con salas cerradas demasiado tiempo y la gente con miedo a salir y reunirse en lugares cerrados. Pero (al margen de que esta pasión cinéfila nunca aparece en las carteleras en forma de documentales, con alguna excepción aislada como Ennio, el maestro), una cosa debería darse por segura: nada nos recuerda mejor el poder del cine que una buena película.
Mar del Plata 2020. Hubo un film que –tal vez inesperadamente– fue cosechando comentarios entusiastas en redes sociales y terminó ganando el Premio a Mejor Dirección de la Competencia Argentina: Esquirlas, de la cordobesa Natalia Garayalde. Cierta agitación provoca ver este documental que recuerda el estallido de la Fábrica Militar de Río Tercero (pcia. de Córdoba) en noviembre de 1995, el cual, además de provocar siete muertos y centenares de heridos, desnudó oscuros intereses en juego, políticos y empresariales. Recuperando material audiovisual registrado siendo niña, al que suma breves reflexiones en off, Garayalde logra un modesto pero potente ejercicio sobre la memoria y el dolor colándose entre las mezquindades que campearon en los ’90. Si al comienzo asoman inocentes estampas familiares y marcas reconocibles de la época (Cablín, MTV, la pasión por el VHS, una inefable noticia al pasar sobre Zulemita Menem), tras las estremecedoras imágenes de las explosiones y el posterior desastre Esquirlas va adoptando una visión crítica y lúcida sobre ese “lamentable accidente”, tal como lo define en un momento un sonriente y atildado Carlos Menem. El film va entonces de un juego infantil remedando un noticiero hasta significativas declaraciones de los pobladores a auténticos periodistas. “¿Qué poder tiene la gente para tomar decisiones ante tanta acumulación de poder económico?” es un interrogante que formula el padre de la directora y que resuena, una y otra vez, mientras algunas personas se enferman sospechosamente y los juicios no prosperan. El segmento reservado por Garayalde para el desenlace es, indudablemente, uno de sus grandes aciertos. Como Adiós a la memoria y Retiros (in) voluntarios, de Sandra Gugliotta –que tuvo su estreno fuera de competencia y sobre la que escribimos aquí–, Esquirlas es también un film sobre la figura paterna y la fragilidad de la sociedad civil ante los poderes económicos, no sólo en Argentina.
Mosaico criollo. El film más reciente del inquieto Martín Farina (del que ya habíamos escrito algo aquí, después de haberlo visto en la última edición del BAFICI) es una suerte de mosaico, un conjunto de piezas encadenadas no de manera convencional sino como un ida y vuelta permanente, como procurando plasmar ciertos estados del sueño o de la memoria, lo cual no lo convierte en un ejercicio presuntuoso sino en una intensa experiencia para los sentidos. Si bien hay en El fulgor raptos de violencia (inesperados balazos o empleo de rifles y cuchillos), la atención no está puesta en la matanza de animales sino en ciertos hábitos del trabajo con sus restos, alternándolos con recuerdos o deseos de dos muchachos, uno de los cuales (Vilmar Paiva) participa de esas faenas, mientras que el otro (Franco Heiler) es una presencia elusiva, un ángel o un Adán –tatuado– que descansa, deambula y come una manzana en una especie de paraíso. Las rutinas en el campo abarcan momentos de contemplación de la naturaleza y van virando hacia los ensayos y estallidos de adrenalina de las comparsas del carnaval, donde ambos personajes coinciden en un momento fugaz. ¿Hay una intención de vincular la vida de los animales con la de las personas? Así podrían indicarlo determinados detalles, desde las miradas de vacas o caballos (casi interpelándonos) o las pequeñas arañas que parecen trepar al cielo hasta los bellos planos de aves vislumbradas en medio del follaje, quizás cisnes en los que parecen convertirse los jóvenes cuando se disponen a bailar en las calles. ¿El propósito final es dejarse llevar por la belleza o la seducción que pueden suscitar ciertas imágenes? Es posible, según expresan el paisaje de la carne (el cine afortunadamente priva a los espectadores del tacto y el olor, por lo cual la untuosa manipulación de tripas y huesos sólo se nos ofrece a través de la vista) y el de los movimientos y la tersura de cuerpos jóvenes masculinos (vistiéndose o desvistiéndose, adornándose con perlas, lentejuelas, purpurina y corazones recortados, más que feminizándose jugando distraídamente con cierto homoerotismo). Al respecto, resulta interesante el uso en muchos tramos del blanco y negro, que estiliza y perturba menos. ¿Farina desperdiga y combina elementos relacionados con nuestra tradición y nuestra cultura, aproximándose a lo mitológico? Es lo que sugieren la figura del joven gaucho de piel curtida inmerso en los quehaceres del campo, calentando sus alpargatas frente al fogón y lanzándose a bailar endiabladamente en medio de las comparsas, o los despojos que se arrastran y se barren, huellas de antiguos progresos, de celebraciones y quehaceres que pasan por la vida y se deslizan por la memoria. Más que en Lucrecia Martel, El fulgor parece abrevar –conscientemente o no– en Juan Moreira (la música intensa con variaciones, las fogatas al atardecer, el joven con su pelo transpirado) y otros films argentinos de los años ’70 (El familiar, La hora de María y el pájaro de oro), e incluso recuerda ciertos rasgos de la obra de Jorge Acha. Las objeciones posibles (el hecho de tomar prestado material de una película previa del aquí coproductor Marco Berger, el regodeo con la fotogenia de sus actores y no actores, la broma de un chico chistando para acallar el sonido que tal vez provenía de un sueño) son eclipsadas por la atracción que produce el rosario de imágenes y las posibles conexiones entre ellas, y, sobre todo, la excitante banda sonora: susurros, relinchos, aleteos, cacareos, zumbidos o truenos se unen y confrontan con la música (de Jorge Barilari y el propio Farina) creando un fondo sonoro que es también forma, en el que tienen cabida tanto la euforia de una batucada como un conmovedor poema escrito y dicho por El Cuchi Leguizamón.
Voces, afectos, pequeños grandes misterios. El punto de partida podría ser una suerte de trampa para disfrazar de profundidad algo convencional o demagógico: un chico extrovertido forzado a convivir con su tío sensible, quien recorre distintas ciudades preguntándole a pibes de su edad, o ya adolescentes, su opinión sobre los adultos y el futuro, grabando y escuchando esos audios en procura de un testimonio generacional. Sin embargo, C´mon c´mon está más cerca de Alicia en las ciudades (1974, Win Wenders) con ecos de Jean Rouch que de un producto naíf calculado para gustar. En principio, porque el chico en cuestión (encarnado por el sorprendente Woody Norman, con algunos antecedentes previos en cine y TV) es tan brillante y ocurrente como irritante, así como su tío (Joaquin Phoenix en su faceta de muchachón buenazo y solitario, como en Her) y su madre (Gaby Hoffmann) lidian con él –y con problemas familiares y de trabajo– como pueden, con más preguntas que certezas. El aprendizaje de los adultos es informal, constante e implica momentos de desconcierto, de inseguridad y de temor: no es común que en una película estadounidense de las que llegan a las salas comerciales de nuestro país un niño no sea mostrado como angelical criatura receptora de consejos varios, ni (menos aún) que la maternidad y la educación sean expuestas como terreno resbaladizo. Otros rasgos apartan a C´mon c´mon de la medianía: el hecho de atravesar –literalmente– lo que le va ocurriendo a los personajes con frases de libros que leen (desde un ensayo hasta un cuento infantil), estimulando reflexiones que el espectador vinculará seguramente con experiencias propias; la fotografía en blanco y negro que da al periplo (Detroit, Los Angeles, Nueva York, Nueva Orleans) un aire de ensueño, suavizando pintoresquismos y convirtiendo el impostado mundo colorido de la infancia en algo más tenue, con los detalles realistas importando menos que las sensaciones, los afectos y los pensamientos; la fluidez, además, que Mike Mills –de quien algunos recordarán Impulso adolescente (Thumsucker, 2005)– consigue imprimirle a este fresco humano de ligereza infrecuente. Si el film se arriesga por momentos a cierto embellecimiento de los paisajes urbanos, si la música incidental de los hermanos Bryce y Aaron Dessner acentúa demasiado la melancolía, si la irrupción ocasional en la banda sonora de Mozart o Tsegué-Maryam Guèbrou puede parecer efectista, si el personaje del padre inquieto y cómplice que termina con problemas psiquiátricos (Scoot McNairy) era suficientemente interesante como para merecer más espacio en la trama, y si el bagaje argumental es más acumulativo (pequeños incidentes, conversaciones, modestos aforismos al paso) que progresivo, en el balance C´mon, c´mon gana por placentero, compasivo, tristón pero benigno. Un plus nada trivial es el hecho de que los testimonios reales de chicos y chicas se fusionen con la ficción, ya que si en el guion escrito por el propio Mills son adultos los que intentan comprender a un niño, en esos registros documentales son chicos y jóvenes pensando en voz alta sobre el mundo que los rodea. Esas voces, esos afectos en conflicto, esos pequeños grandes misterios que a menudo nos desestabilizan a los seres humanos, dan vitalidad a C´mon, c´mon, título que podría traducirse como Vamos, vamos o –como dice en un momento uno de los personajes– Seguir, seguir, siempre seguir. Por Fernando G. Varea
Juegos de artificio. El cine siempre es verdad y artificio, aunque hay ficciones que apuestan claramente a esto último, procurando que lo lúdico o lo absurdo se impongan por sobre la representación verosímil: ejemplos hay muchos y diversos. El más reciente film de la dupla Cohn-Duprat (los mismos de El hombre de al lado y El ciudadano ilustre) propone, precisamente, una suerte de juego ácido en torno a las actitudes egocéntricas y competitivas que suelen habitar el mundillo del cine. Para ello se vale básicamente de tres personajes, envueltos en la preparación de una película surgida del anhelo de un millonario de dejar un legado prestigioso. El punto de partida es válido pero la propuesta termina siendo vistosa en términos escenográficos tanto como trivial en cuanto al enfoque del medio que supuestamente retrata. Dichos personajes, en principio, son estereotipos: la directora excéntrica (y por lo tanto lesbiana), el actor popular (y por lo tanto mujeriego), el actor prestigioso (y por lo tanto casado con una mujer que es una caricatura de lo progre). Todo lo que va ocurriendo es la demostración, una y otra vez, de lo que cada uno de ellos representa: los extravagantes métodos y las exigencias de la directora, la falta de sutilezas del galán exitoso, las muestras de irritación del inflexible actor serio por todo lo que considera vulgar o contrario a sus principios. Algunos sarcasmos desperdigados funcionan, incluyendo dos o tres reflexiones sobre determinados conceptos (si una película es mejor o peor, por ejemplo) que, con invariable displicencia, dispara la realizadora (Penélope Cruz logrando, a pesar de todo, hacer creíble y querible a su personaje); asimismo, puede advertirse cierta búsqueda en el criterio de la dirección artística (responsabilidad de Alain Bainée) y el empleo de planos generales exhibiendo edificaciones exuberantes por donde circula el trío en cuestión. Si por momentos asoma el recuerdo del cine de Jacques Tati, queda solo en la cáscara: en Competencia oficial los sitios sirven únicamente para confirmar lo que sabemos de los personajes (ejemplo: la casa del actor prestigioso) o adornan la acción sin provocar gag alguno relacionado con la monumentalidad arquitectónica. Una frialdad publicitaria se impone, y si la intención fue articular un universo cerrado en sí mismo, cabe preguntarse cuánto representa al cine actual –más aun teniendo en cuenta que se trata de una película realizada por directores argentinos– esos ámbitos lujosos y el desentendimiento por problemas de financiación, producción, contratos, etc. Ocasionalmente el film insinúa juegos con el sonido, aunque sin plasmar nada ingenioso al respecto. En tanto, las situaciones supuestamente graciosas son de una insignificancia que defrauda, como lo demuestran las secuencias de los besos y de las puteadas. La confusión de la pareja culta escuchando un disco cuyos sonidos se confunden con los martilleos del vecino tiene su gracia, pero no puede decirse que sea un recurso cómico brillante. El hecho de que el empresario millonario (José Luis Gómez) no haya leído el libro cuyos derechos compró es una ironía tan obvia como las características del sótano donde el actor prestigioso (Oscar Martínez) da sus clases o la manera en que les habla a sus amedrentados alumnos. Innecesario e insensible, además, el regodearse con una supuesta enfermedad mortal de uno de los personajes como recurso para una sorpresa posterior. ¿Habrán visto alguna vez Cohn y los Duprat (Mariano y su hermano Andrés, coguionista y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de CABA) un film de Buñuel? Competencia oficial –que, curiosamente, en ningún momento muestra la proyección de algo filmado, ni siquiera en una computadora, de la misma manera que el equipo técnico que suele acompañar cualquier rodaje de este tipo aquí parece prescindente– termina siendo apenas una serie de bromas poco perspicaces sobre algunos aspectos del quehacer audiovisual, con escenas que se extendien varios segundos más de lo conveniente y tramos que se corresponden más con el espíritu de ensayos teatrales que con la aventura de hacer cine. Otros son los problemas de Azor, ya que, en principio, su historia ligada a los intereses y sospechas que reinaban en la Argentina de la última dictadura apunta a la intriga. El realizador, suizo radicado desde hace unos años en nuestro país, desconcierta al imprimirle a la llegada a Buenos Aires de un banquero privado europeo (Fabrizio Rongione, actor habitual en el cine de los hermanos Dardenne) para sustituir a su socio desaparecido, un tono seco, indolente, desdramatizado. Es cierto que los ámbitos en los que se mueve dicho personaje (caserones, una estancia, un hotel, el hipódromo, el Círculo Militar) son espacios confortables pero privados de vitalidad, elegantemente fríos, en los que todos (aun formando parte de un sector social con privilegios) expresan el miedo o la tensión de la Argentina de 1980 –año en que transcurre la acción–, como si no disfrutaran mucho de nada. Pero el clima de distanciamiento y desconfianza no debería llevar al protagonista a un intercambio tan débil o artificioso con sus diversos interlocutores. Si muchas de las personas con las que se relaciona son desconocidas y eso lo inhibe, o reprimen la sinceridad, no debería ocurrir lo mismo con su propia esposa (Stéphanie Cléau), quien –mientras fuma todo el tiempo impostando gesto distinguido– nunca parece expresar emoción alguna. Las alusiones a la vida cotidiana durante la dictadura (“La situación aquí era catastrófica” dice el conserje del hotel, como señal de complicidad o justificación, del mismo modo que otros personajes afirman “Estamos en una etapa de purificación” o “Los parásitos hay que erradicarlos”), o a ciertas características de nuestra oligarquía (“Mis hijos no hacen más que especular, solo piensan en la plata”, se lamenta un terrateniente), a veces completan adecuadamente el friso sombrío y otras recuerdan a cierto cine argentino declamado de años atrás. Sin dudas, un lastre de Azor es la elección –o la dirección insuficientemente eficaz– de los actores, que dialogan con despareja convicción combinando el francés y el inglés con el español. Entre ellos casi no hay argentinos: apenas el realizador Pablo Torre (como un oscuro obispo casi salido de un film de terror) y el santafesino Juan Pablo Geretto (en un papel diferente a los que suele interpretar), además de la fugaz aparición de otro director, Mariano Llinás. Este último colaboró también en el guion: precisamente, puede decirse que el tono de Azor recuerda a algunas películas en las que Llinás intervino como guionista (Secuestro y muerte, La cordillera). Aquí hay también un rodeo algo difuso por sitios a los que el ciudadano de a pie no tiene acceso, deslizándose ligeras referencias a una que otra figura histórica. En la búsqueda del protagonista y en el desenlace, parte de la crítica ha visto algo de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad; asimismo, ciertos elementos (el guitarrista que entretiene a los visitantes a la estancia, la mezcla de idiomas entre hombres de negocios en pleno campo argentino) traen a la memoria a Paula cautiva (1963, Fernando Ayala, basada en un cuento de Beatriz Guido). Pero desde su título intrigante, la división dudosamente necesaria del relato en cinco capítulos y la voluntad de involucrar al espectador en una trama tenebrosa sin generar empatía ni suspenso, Azor –aunque luce esmerada en términos formales– se sumerge en asuntos deseables de ser rescatados por el cine de manera desangelada, como demasiado preocupada en no caer en las fórmulas de un thriller. Por Fernando G. Varea
Juegos de artificio. El cine siempre es verdad y artificio, aunque hay ficciones que apuestan claramente a esto último, procurando que lo lúdico o lo absurdo se impongan por sobre la representación verosímil: ejemplos hay muchos y diversos. El más reciente film de la dupla Cohn-Duprat (los mismos de El hombre de al lado y El ciudadano ilustre) propone, precisamente, una suerte de juego ácido en torno a las actitudes egocéntricas y competitivas que suelen habitar el mundillo del cine. Para ello se vale básicamente de tres personajes, envueltos en la preparación de una película surgida del anhelo de un millonario de dejar un legado prestigioso. El punto de partida es válido pero la propuesta termina siendo vistosa en términos escenográficos tanto como trivial en cuanto al enfoque del medio que supuestamente retrata. Dichos personajes, en principio, son estereotipos: la directora excéntrica (y por lo tanto lesbiana), el actor popular (y por lo tanto mujeriego), el actor prestigioso (y por lo tanto casado con una mujer que es una caricatura de lo progre). Todo lo que va ocurriendo es la demostración, una y otra vez, de lo que cada uno de ellos representa: los extravagantes métodos y las exigencias de la directora, la falta de sutilezas del galán exitoso, las muestras de irritación del inflexible actor serio por todo lo que considera vulgar o contrario a sus principios. Algunos sarcasmos desperdigados funcionan, incluyendo dos o tres reflexiones sobre determinados conceptos (si una película es mejor o peor, por ejemplo) que, con invariable displicencia, dispara la realizadora (Penélope Cruz logrando, a pesar de todo, hacer creíble y querible a su personaje); asimismo, puede advertirse cierta búsqueda en el criterio de la dirección artística (responsabilidad de Alain Bainée) y el empleo de planos generales exhibiendo edificaciones exuberantes por donde circula el trío en cuestión. Si por momentos asoma el recuerdo del cine de Jacques Tati, queda solo en la cáscara: en Competencia oficial los sitios sirven únicamente para confirmar lo que sabemos de los personajes (ejemplo: la casa del actor prestigioso) o adornan la acción sin provocar gag alguno relacionado con la monumentalidad arquitectónica. Una frialdad publicitaria se impone, y si la intención fue articular un universo cerrado en sí mismo, cabe preguntarse cuánto representa al cine actual –más aun teniendo en cuenta que se trata de una película realizada por directores argentinos– esos ámbitos lujosos y el desentendimiento por problemas de financiación, producción, contratos, etc. Ocasionalmente el film insinúa juegos con el sonido, aunque sin plasmar nada ingenioso al respecto. En tanto, las situaciones supuestamente graciosas son de una insignificancia que defrauda, como lo demuestran las secuencias de los besos y de las puteadas. La confusión de la pareja culta escuchando un disco cuyos sonidos se confunden con los martilleos del vecino tiene su gracia, pero no puede decirse que sea un recurso cómico brillante. El hecho de que el empresario millonario (José Luis Gómez) no haya leído el libro cuyos derechos compró es una ironía tan obvia como las características del sótano donde el actor prestigioso (Oscar Martínez) da sus clases o la manera en que les habla a sus amedrentados alumnos. Innecesario e insensible, además, el regodearse con una supuesta enfermedad mortal de uno de los personajes como recurso para una sorpresa posterior. ¿Habrán visto alguna vez Cohn y los Duprat (Mariano y su hermano Andrés, coguionista y actual director del Museo Nacional de Bellas Artes de CABA) un film de Buñuel? Competencia oficial –que, curiosamente, en ningún momento muestra la proyección de algo filmado, ni siquiera en una computadora, de la misma manera que el equipo técnico que suele acompañar cualquier rodaje de este tipo aquí parece prescindente– termina siendo apenas una serie de bromas poco perspicaces sobre algunos aspectos del quehacer audiovisual, con escenas que se extendien varios segundos más de lo conveniente y tramos que se corresponden más con el espíritu de ensayos teatrales que con la aventura de hacer cine. Otros son los problemas de Azor, ya que, en principio, su historia ligada a los intereses y sospechas que reinaban en la Argentina de la última dictadura apunta a la intriga. El realizador, suizo radicado desde hace unos años en nuestro país, desconcierta al imprimirle a la llegada a Buenos Aires de un banquero privado europeo (Fabrizio Rongione, actor habitual en el cine de los hermanos Dardenne) para sustituir a su socio desaparecido, un tono seco, indolente, desdramatizado. Es cierto que los ámbitos en los que se mueve dicho personaje (caserones, una estancia, un hotel, el hipódromo, el Círculo Militar) son espacios confortables pero privados de vitalidad, elegantemente fríos, en los que todos (aun formando parte de un sector social con privilegios) expresan el miedo o la tensión de la Argentina de 1980 –año en que transcurre la acción–, como si no disfrutaran mucho de nada. Pero el clima de distanciamiento y desconfianza no debería llevar al protagonista a un intercambio tan débil o artificioso con sus diversos interlocutores. Si muchas de las personas con las que se relaciona son desconocidas y eso lo inhibe, o reprimen la sinceridad, no debería ocurrir lo mismo con su propia esposa (Stéphanie Cléau), quien –mientras fuma todo el tiempo impostando gesto distinguido– nunca parece expresar emoción alguna. Las alusiones a la vida cotidiana durante la dictadura (“La situación aquí era catastrófica” dice el conserje del hotel, como señal de complicidad o justificación, del mismo modo que otros personajes afirman “Estamos en una etapa de purificación” o “Los parásitos hay que erradicarlos”), o a ciertas características de nuestra oligarquía (“Mis hijos no hacen más que especular, solo piensan en la plata”, se lamenta un terrateniente), a veces completan adecuadamente el friso sombrío y otras recuerdan a cierto cine argentino declamado de años atrás. Sin dudas, un lastre de Azor es la elección –o la dirección insuficientemente eficaz– de los actores, que dialogan con despareja convicción combinando el francés y el inglés con el español. Entre ellos casi no hay argentinos: apenas el realizador Pablo Torre (como un oscuro obispo casi salido de un film de terror) y el santafesino Juan Pablo Geretto (en un papel diferente a los que suele interpretar), además de la fugaz aparición de otro director, Mariano Llinás. Este último colaboró también en el guion: precisamente, puede decirse que el tono de Azor recuerda a algunas películas en las que Llinás intervino como guionista (Secuestro y muerte, La cordillera). Aquí hay también un rodeo algo difuso por sitios a los que el ciudadano de a pie no tiene acceso, deslizándose ligeras referencias a una que otra figura histórica. En la búsqueda del protagonista y en el desenlace, parte de la crítica ha visto algo de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad; asimismo, ciertos elementos (el guitarrista que entretiene a los visitantes a la estancia, la mezcla de idiomas entre hombres de negocios en pleno campo argentino) traen a la memoria a Paula cautiva (1963, Fernando Ayala, basada en un cuento de Beatriz Guido). Pero desde su título intrigante, la división dudosamente necesaria del relato en cinco capítulos y la voluntad de involucrar al espectador en una trama tenebrosa sin generar empatía ni suspenso, Azor –aunque luce esmerada en términos formales– se sumerge en asuntos deseables de ser rescatados por el cine de manera desangelada, como demasiado preocupada en no caer en las fórmulas de un thriller. Por Fernando G. Varea
LUSTROSO PASATIEMPO. ¿Cuándo fue que Batman y los personajes que lo rodeaban dejaron de ser freaks candorosamente buenos o malos moviéndose en un colorido universo de estética pop, para convertirse en un superhéroe adusto perseguido por villanos cargados de complejos y culpas? ¿Qué llevó a que hoy la versión audiovisual de este comic deba estar más cerca del expresionismo alemán (o de una de sus derivaciones, el film noir) que de un luminoso film de aventuras? ¿Por qué aquellos capítulos televisivos de apenas media hora devinieron presuntuosos largometrajes extra large? ¿Qué ocurrió para que la meta profesional más alta de muchas actrices y actores sea encarnar a Gatúbela o al Guasón (de hecho, ya hay dos ganadores del Oscar por interpretar a este último)? Las respuestas no son sencillas y mientras el célebre hombre murciélago siga siendo celebrado en cada reaparición seguirá habiendo nuevos Batman, envueltos en sombras desde que en 1989 Tim Burton lo regresó al cine con enorme éxito. Tras los traspiés de Joel Schumacher y los solemnes rebuscamientos de Christopher Nolan (y dejando de lado apariciones recientes del personaje en films animados, series o sin ocupar un rol protagónico), lo que propone ahora Matt Reeves es un pasatiempo lustroso, sólido, narrativamente menos retorcido que los que le tocaron en suerte a Christian Bale. The Batman comienza con imágenes que pueden recordar a La ventana indiscreta (1954, Alfred Hitchcock) pero también a Cloverfield (2008), del propio Reeves, para después ir virando del thriller al terror, el drama y hasta el cine catástrofe. El único género al que parece escaparle es la comedia: envuelto en una música omnipresente y generalmente ampulosa –recurriendo incluso al Ave María de Schubert para identificar a uno de los personajes–, le huye a las bromas y hasta la inquietud por el tráfico de sustancias ilegales y los antros de gotadictos (así los denominan los subtítulos) lleva a enturbiar la posibilidad de diversión que supone el submundo de la noche. Los mismos Robert Pattinson y Zoe Kravitz exteriorizan en todo momento gravedad: el primero –que por su aspecto adolescente parecería más adecuado para Robin–, apenas sonríe en una escena junto a Alfred (Andy Serkis), quien al menos parece entretenerse con algún hobby; a ella, en tanto, se la ve muy preocupada en ser una representación del emponderamiento femenino antes que jugar con la sensualidad maliciosa que siempre caracterizó a Gatúbela. Hasta el beso que previsiblemente llega en determinado momento, con violines sonando de fondo, se diluye en la frialdad del clima penumbroso. The Batman no deja, sin embargo, de exhibir algunas virtudes, al menos si se la compara con tanta superproducción mediocre. En principio, Reeves (ayudado por Greig Fraser en la dirección de fotografía) supo encauzar su material imprimiéndole un criterio definido, sin desviarse nunca de un tono buscado, conseguido y mantenido hasta el final. Supo también amortiguar la extensión del film haciendo que cada diez o quince minutos asome un incidente resonante: el atentado contra Alfred, una intensa persecución automovilística, la aparición del Acertijo, etc. Entre sus buenos momentos, está la secuencia en la que la cámara se introduce en un club nocturno siguiendo a Batman de espaldas, sin distraerse en detalles laterales (asistentes, bailarinas, risas, brillos) que no hacen a la acción, mientras la acompasada música acompaña adecuadamente los pasos de nuestro (super) héroe. Finalmente, si el Pingüino (Colin Farrell o quien sea que haya estado detrás de esas gruesas capas de maquillaje) y Carmine Falcone (John Turturro) son claramente enemigos de Batman, es porque forman parte de algo más grande y difícil de combatir: la corrupción, el narcotráfico, las mezquindades insertas en el mundo de la política. El planteo, de todas formas, no llega a ser suficientemente adulto, aunque los diálogos deslicen una que otra ironía (Falcone diciendo “El problema del comunismo fue su austeridad”), sin evitar que algunas ideas resulten simplonas (un niño como víctima real y simbólica de la violencia desatada, una candidata política mujer y negra como posible emblema de esperanza). Entre los personajes peligrosos no está aquí el Guasón pero sí el Acertijo, con similar desvarío aunque Paul Dano no recurre a algunos excesos y risotadas que caracterizaron al Joaquin Phoenix de Joker (2019, Todd Phillips). Vale agregar: entre las mejores secuencias de The Batman está también la que revela por primera vez la figura del Acertijo, una de las ocasiones en las que el realizador se muestra más perspicaz que efectista.
De la charla de un grupo de viejos cazadores en la Italia de fines del siglo XIX surge la historia de Luciano, joven barbudo y generalmente ebrio empeñado en abrir una puerta que la autoridad decide mantener cerrada. “Quiero vivir como me parezca” se defiende, durante la primera parte de un film en el que confluyen la calidez del sol, la frescura del agua, los impulsos instintivos, las canciones autóctonas, la cría de animales, lo salvaje y lo bucólico, trayendo a la memoria algo del cine de los hermanos Taviani (El sol sale también de noche) y Ermanno Olmi (La leyenda del santo bebedor). En determinado momento, comienza un segundo relato en Tierra del Fuego, el culo del mundo (así aparece en un texto sobreimpreso), con Luciano como sacerdote salesiano, lidiando con otros exploradores y buscadores de oro en busca del mismo botín. Esta parte, hablada en castellano, en la que los imponentes paisajes patagónicos –magníficamente aprovechados por el director de fotografía Simone D’Arcangelo– son atravesados por enfrentamientos y disparos a la luz del día, tiene un efecto menos arrebatador, aunque hay sinceridad y encanto suficientes a lo largo de todo el film.
Ausencias que nos habitan. Si el más reciente largometraje de Maximiliano Schonfeld (premiado en la última edición del Festival de Biarritz y ahora en competencia en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata) comienza con el plano de alguien conduciendo una moto casi como si fuera una bola de fuego, seguido de imágenes de un grupo de personas rezando bajo la lluvia y después algunas palabras de los títulos literalmente dándose vuelta, es porque esas ligeras pistas llevan a lo que pronto empieza a contar: después de la muerte por un accidente con su moto del Jesús López del título –de algún parecido físico con el Jesús célebre, al menos según se lo ha representado siempre en pinturas y estampitas–, su primo Abel y sus seres queridos conviven con esa ausencia que es también presencia, a través de recuerdos y sensaciones que afloran en encuentros casuales y conversaciones de entrecasa. Pero para Abel esa desaparición implica algo más, una suerte de fascinación y nostalgia por su figura, por lo cual en cierta manera termina asumiendo su rol, usando su ropa, conociendo a sus amigos e, impulsado por su tío, participando en una carrera en su homenaje. Si el guión escrito por Schonfeld junto a Selva Almada casi no agrega alternativas a las ya señaladas, el clima que genera el film –entre amigable y misterioso– va seduciendo sin estridencias al espectador. El ambiente pueblerino es delicadamente invadido por intuiciones inquietantes: en medio del sol, los árboles, el río, las apacibles casas, los perros y las vacas, algunas situaciones van sugiriendo un estado de inquietud y la impresión de que algún estallido dramático podría quebrar la calma, por ejemplo cuando amigos de Jesús encuentran al supuesto responsable de su muerte, o cuando se genera suspenso en torno a la carrera del final (tramo resuelto de manera algo extraña, con primeros planos de los familiares adultos mirando de lejos con gestos de preocupación demasiado contenidos). Es un acierto la sencilla manera con la que Schonfeld resuelve la conversión de Abel en Jesús en determinado momento, así como espontáneas y de singular encanto las actuaciones de Joaquín Spahn (Abel) y Sofía Palomino (una novia de Jesús), compensando dos o tres momentos en los que otros personajes hablan de tal forma que se intuye un guión detrás. Por otra parte, la meticulosidad de Schonfeld como director encuentra un buen aliado en la dirección de fotografía de Federico Lastra (quien había cumplido esa misma función en La larga noche de Francisco Sanctis y otras películas). Ya en La helada negra (2015) y La siesta del tigre (2016) se podía advertir el interés del realizador entrerriano por los misterios que nos rondan, el enigma de la muerte, lo irreal que completa lo tangible, el peso de alguien que ya no está, las presencias inasibles que nos acompañan de distinta manera. Como se escucha en un diálogo de Jesús López: “– ¿Lo soñaste o fue verdad? – Las dos cosas».