Fórmula conocida, nueva ciudad Nueva York es ahora el escenario de una colección de cortos románticos La fórmula que inauguró Paris, je t´aime y empieza a parecerse a una franquicia (una colección de cortos de cineastas diversos, casi siempre centrados en temas románticos y ambientados en distintos sectores de una gran ciudad) ha abierto ahora su sucursal Nueva York. Con algunas modificaciones: se ha reducido el número de episodios y se ha buscado afirmar el nexo entre ellos con las secuencias de transición filmadas por Randall Balsmeyer y alcanzar cierta cohesión visual a través de un único equipo de diseño escenográfico. Así y todo, los desniveles siguen siendo el rasgo principal, como sucede casi siempre en este tipo de producciones, con el agravante de que, a diferencia del film anterior, la ciudad sólo obra como telón de fondo. La gran mayoría de las historias podrían transcurrir en cualquier gran ciudad cosmopolita, un carácter de Nueva York que la película subraya: "Aquí todos están viniendo de otro lado", se dice por ahí. Dadas las condiciones de rodaje y las exigencias del formato (a cada director se le concedieron dos días para completar el trabajo y no todos parecen muy habituados al corto), muchos optan por breves situaciones con remate sorpresivo. Algunos las resuelven con eficacia, como Yvan Attal, que relata dos encuentros y cuenta con la gracia de un inspirado Ethan Hawke en un caso y con la sensibilidad de Robin Wright Penn y Chris Cooper en el otro. Brett Ratner procura un efecto similar en su vulgar historia sobre el baile de graduación, pero si su dardo satírico da en el blanco también lastima inocentes. Más forzado es el episodio de Jiang Wen sobre dos pillos disputándose una chica. El muy sencillo de Natalie Portman sobre relaciones entre padres e hijos no alcanza para juzgar su debut como directora. Y el de Fatih Akin sobre el artista en busca de la elusiva imagen de su modelo queda apenas como un sugestivo esbozo. Hay intención de diferenciarse en dos cortos: el de Allen Hughes lo logra en buena medida al exponer paralelamente los sentimientos de dos amantes de un día en camino hacia su segundo encuentro; el que concretó Shekhar Kapur pero concibió Minghella (a quien todo el film está dedicado) desentona al apuntar confusamente a lo fantástico. Su atractivo principal es la presencia de Julie Christie. Mira Nair y Shunji Iwai logran dotar de apreciable consistencia sus breves relatos: una, en el curioso encuentro entre una judía ortodoxa a punto de casarse (Portman, ahora como actriz) y un indio jainista vendedor de diamantes; el otro, en la curiosa relación que mantienen por teléfono un joven compositor encargado de la banda sonora de un film de animación (Orlando Bloom) y la asistente del director. No faltan las panorámicas de la ciudad ni los planos más emblemáticos, pero casi podría decirse que Nueva York (Brooklyn, más precisamente) sólo interviene en el corto final, dirigido por Joshua Marston. Es un pantallazo tierno y gracioso sobre el día del 63er. aniversario de bodas de una pareja veterana a la que Eli Wallach y Cloris Leachman colman de naturalidad y humor. Ellos dos y Ethan Hawke compensan en parte los altibajos de esta segunda entrega de la serie que ahora seguirá en Shanghai, Río y Jerusalén.
Viaje al interior del alma infantil Los senderos de la vida narra el desamparo de dos nenas con sutileza y naturalidad Es casi milagroso que So Yong Kim consiga que su cámara adopte, con tanta naturalidad hasta hacerse invisible, el punto de vista de una nena de 6 años, pero mucho más lo es porque los ojos puros y curiosos de la niña en cuestión no se abren a la magia o el asombro de un cuento fantástico: miran la vida real, descubren el mundo a su alrededor, un territorio que es casi desconocido y frecuentemente hostil. En esos ojos se traducen la dura experiencia del desamparo y de la lenta pérdida de la esperanza, pero también las vivencias de un forzoso, indispensable aprendizaje. En el cuento de las dos hermanitas (una de 6, otra de 4) que son descartadas como estorbos por los adultos y deben deambular de casa en casa, parece no haber mucho que contar, y sin embargo caben ahí, delicadamente expuestos y sin sombra de sentimentalismo, temas fundamentales en el crecimiento de cualquier ser humano: de los primeros aprendizajes (la noción de familia, de solidaridad, de economía) a la relación con la naturaleza y la necesidad de asumir la verdad por dura que sea. La cineasta coreana no necesita muchas palabras porque todo cabe en el rostro prodigiosamente transparente de las pequeñas actrices -en especial de la mayor, Hee Yeon Kim-, elegidas para recuperar y transmitir vivencias que ella experimentó en la infancia y un sentimiento del mundo que conserva sorprendentemente vivo. En su film, los adultos están prácticamente ausentes, no sólo porque lo impone una cámara colocada a la altura de los ojos de una nena sino porque así se los percibe cuando están: atentos a otros asuntos. La madre las confía a su cuñada porque ya no tiene cómo mantenerlas y porque quiere ir en busca de su hombre, del que poco se sabe; la tía, soltera y alcohólica, apenas las acoge unos días de mala gana antes de renunciar al compromiso y llevarlas a la granja de los abuelos, donde, tras una recepción igualmente hostil, las chicas completarán el viaje del mundo urbano al rural. Allí, hallarán, además de una tibia contención afectiva, la posibilidad de aprender y participar de los trabajos de la casa. Ya no valdrá la pena seguir echando monedas en el chanchito que les dejó la madre con la promesa de que volvería el día que la alcancía estuviera colmada. El vagabundeo, quizás, habrá terminado. Probablemente nunca desde Ponette (1996), de Jacques Doillon, el cine había sabido penetrar tan hondo en el alma infantil. Ese solo mérito (y tiene muchos más) hace que Los senderos de la vida resplandezca como una joya.
Miley Cirus vive un verano de telenovela La ex Hanna Montana y la transición adolescente Miley Cyrus hace todo lo posible por cambiar de imagen e intenta (sólo intenta) mostrarse actriz. La ex Hannah Montana se convierte aquí en Ronnie, una adolescente hosca, rebelde y malhumorada, se olvida de las canciones y enfrenta un verano cargado de experiencias que serán determinantes de su vida futura. Y que le proporcionarán -a ella, y a su fiel público de jovencitas- unos cuantos motivos para la emoción lacrimógena. No debe extrañar que eso suceda: quien ha concebido la historia es Nicholas Sparks, el mismo de Querido John y Noches de tormenta , lo que también garantiza que el ambiente será playero, que a cada momento de felicidad plena seguirá algún giro dramático y que entre alegrías pasajeras, contratiempos más o menos triviales y golpes bajos que apuntan a la emotividad, planeará la sombra de la fatalidad. Sparks no se priva de cargar a sus personajes con rasgos novelescos. La chica, poco menos que intratable (se ve que la ha afectado el divorcio de sus padres) no quiere saber nada del piano, aunque su fama de prodigio le ha abierto las puertas de Juilliard; cuando llega, forzada, a pasar el verano en la casa paterna junto al mar y acompañada por su hermanito (uno de esos chicos que sólo existen en Hollywood) se pone todavía más arisca. El rencor hacia el padre (otro que también tiene su historia) es visible. Y sólo amaina después de que aparece el dulce galancito atlético del caso, jugador de voley y mecánico (por lo menos en apariencia). Hay mucha más anécdota para que Ronnie muestre que bajo su aspecto agresivo hay un ser sensible y generoso capaz de asimilar los golpes que el destino le tiene reservados, y que son muchos. En el tupido y artificioso argumento que procura (sólo procura) ilustrar la evolución del personaje de niña a mujer, se amontonan los clichés y los lugares comunes, cuestión de enternecer y hacer llorar un poco a un público femenino que debe de haber crecido junto a su heroína y ya estará a punto para las emociones de la telenovela adulta. Incluidos, claro, el aprendizaje del amor, la experiencia de la pérdida y el clásico conflicto de clases que suele separar a las parejas. Total, que en este film exclusivamente destinado a las fans de Miley, apenas se salvan los paisajes de Georgia y el esfuerzo interpretativo de Greg Kinnear. La canción del título, como cabía esperarse, suena en un piano y contiene abundante almíbar melódico.
Acción en un Oriente de leyenda Jake Gyllenhaal, Ben Kingsley y Alfred Molina, en una historia de aventuras y enredos Desde el título, El príncipe de Persia anticipa que ingresaremos en territorio de leyenda y que allí habrá exóticos personajes orientales e intrépidas aventuras, similares a las que en otros tiempos animaban Douglas Fairbanks o Erroll Flynn. Así es, pero si esta nueva producción de Jerry Bruckheimer para la casa Disney remite por una parte a El ladrón de Bagdad , también exhibe algún parentesco con Los piratas del Caribe , sólo que aquí el mar se convirtió en desierto y en lugar de parches, garfios y tormentas abundan los caballos, el viento, las ciudades sagradas y ciertas dagas de poderes sobrenaturales. El héroe del caso (un inesperado Jake Gyllenhaal, que explota su simpático desenfado) no ha heredado la sangre azul: era un chico huérfano y bravío cuya destreza quiso premiar el benevolente rey Sharaman adoptándolo para que creciera al lado de sus otros dos hijos. Los tres príncipes guerreros tienen sus diferencias de carácter (Dastan, el protagonista, es más impulsivo, astuto y revoltoso), pero son muy unidos. Y todo parece ir muy bien hasta que alguien hace correr la voz de que en la cercana ciudad de Alamut se esconden armas de destrucción masiva y es necesario que el ejército persa la invada si quiere conservar la paz en el mundo. Hasta ahí llegan los guiños a la actualidad. A los responsables del film -adaptado, como ya es costumbre, de un popular videojuego- no les interesa la alegoría sino la aventura y el espectáculo; que haya mucha acción, cuanto más vertiginosa mejor; variedad de escenas de combate, persecuciones, peligros, matanzas y rescates de último momento, lo que se alterna de vez en cuando con algunos intervalos más o menos románticos (los que acercan y distancian a Dastan y la bella princesa de la tierra invadida) y con otras pausas necesarias para recapitular en qué punto de la intriga nos encontramos y anticipar qué es lo que puede estar por venir. En el enredo tiene decisiva importancia una daga con empuñadura de cristal que, cargada con las llamadas arenas del tiempo, permite a quien la manipula volver atrás las horas y los días, de manera que le es posible cambiar los hechos, revivir a los muertos? o viceversa. Se comprende que en las manos equivocadas esta joya única puede poner en peligro al planeta entero. Ahí están Dastán y su princesa para impedirlo, como está Mike Newell para poner de vez en cuando un poco de orden en la narración y como está Alfred Molina para hacer el aporte risueño gracias a su jeque bribón, enemigo mortal de los recaudadores de impuestos. Para qué están los guionistas queda menos claro, teniendo en cuenta la cantidad de clichés a los que recurren. Gemma Arterton es bella y tiene carácter; a Ben Kingsley le sobra maquillaje; la escenografía imagina (poco) una Persia aproximadamente medieval, y los efectos son apenas correctos. El film entretiene (sobre todo a su público natural, masculino y más bien adolescente), pero es difícil que perdure demasiado en la memoria. Probablemente tampoco era ése su propósito.
Comedia poco feliz Está visto que Hollywood no tiene mucha suerte con la comedia en los últimos tiempos. Tampoco Jennifer Lopez, que estuvo cuatro años alejada del cine (se dedicó a formar una familia y criar a sus mellizos, además de los otros tres hijos que aportó al matrimonio su marido, Marc Anthony), y ahora decidió volver, quizá para mostrar que la maternidad no ha disminuido sus atractivos físicos (algunos hasta son motivo de un diálogo) ni su buena relación con la cámara. El papel que eligió, claro, es el de una madre. Mejor dicho: el de una linda mujer de treinta y pico que quiere serlo y ya está cansada de esperar a ese hombre ideal que nunca llega. Por eso, toma el toro por las astas y se decide por la inseminación artificial. Hasta ahí, todo bien, si no fuera porque apenas concreta su plan B en una clínica, el azar le cruza en el camino a un galán perfecto -dulce, gentil, buen mozo-, de modo que en unas semanas ella se descubrirá, al mismo tiempo, enamorada de éste, pero embarazada del anónimo donador de esperma. No es un punto de partida desdeñable, pero a la libretista Kate Angelo y al director Alan Poul (ambos muy fogueados en el formato de las sitcoms de TV), las ideas no les dan para más. Clichés y más clichés ¿Qué hacer entonces para llegar a la hora y media de proyección si ya la dueña de la tienda de mascotas y el fabricante de quesos han formado la pareja, ya no quedan a la vista demasiados conflictos y ya se han gastado todos los chistes fáciles sobre resbalones, arrebatos eróticos, embarazos, malentendidos, etc? Estirar el cuento: que él y ella, por ejemplo, discutan por nada, sólo para que haya posibilidad de reconciliación; que aparezcan personajes secundarios como un perrito en silla de ruedas, un grupo de apoyo a la madre soltera que reúne todos los estereotipos presuntamente graciosos y admite una escena de parto tan burda como desagradable; una abuela sabia y sus compañeros del geriátrico, capaces de despacharse con algunos exabruptos. En fin, nada que con tan módicas dosis de gracia pueda rescatar a la comedia de su mediocridad. Tampoco puede hacerlo la pobre Jennifer, aunque lo intenta con más desenvoltura que convicción, ni el australiano Alex O´Loughlin, que apenas zafa del papelón a fuerza de simpatía y oficio.
El dinero, motor de la tragedia Christian Petzold dirige con mano segura este film compacto e inquietante Un inmigrante turco cuyo progreso económico se debe a la cadena de quioscos que explota a la vera de una ruta en el desfavorecido nordeste alemán; su esposa, una bella mujer de turbio pasado que no está con él por amor pero lo secunda en el negocio, y un impenetrable y atlético ex soldado que volvió a su tierra natal para el funeral de su madre y se encuentra de pronto sin un céntimo y forzado a trabajar como recolector de pepinos. Basta que el azar los junte para que se insinúe el posible triángulo de trágico final que el cine ya ha expuesto otras veces. Pero Christian Petzold, experto en thrillers que expone con estilo parco y mirada clínica, no se limita a la relectura y reinterpretación de El cartero llama dos veces : bajo el turbio melodrama puesto en marcha más por el dinero que por la lujuria puede inferirse cierto comentario sobre la realidad social de una región de la ex República Democrática donde las huellas del pasado no sólo perduran en el nombre de alguna avenida. Desesperanza En los tres personajes hay soledad, vacío, desesperanza: todos están en los márgenes de una Alemania próspera que les resulta demasiado lejana. Petzold desliza esa visión por debajo del drama que ocupa el centro de la narración y en el que ha introducido sutiles variaciones. En primer lugar, porque trabaja con lenta minuciosidad en la descripción de los personajes, una operación que aplica durante todo el relato para ir suministrando la información poco a poco y asegurar una tensión creciente. Y además, por la carga perturbadora del ingenioso giro que impuso al final. De la relación del matrimonio se tienen claras referencias mucho antes de que Ali reconozca amargamente: "Vivo en un país que no me quiere con una mujer que compré". Ya no es el bufón despreciable de otras versiones sino el personaje más complejo de este trío observado con distante objetividad: ninguno de los tres genera alguna empatía. Ali es un ser primitivo y astuto que ha aprendido a desconfiar de todos y a mitigar sus secretas angustias con el alcohol. El desconocido que un día le tiende una mano se convierte en su chofer y vendrá a alterar la frágil rutina de la pareja: ha luchado en Afganistán, tuvo un final deshonroso en el ejército y un pasado delictivo que derivó en la ruina actual. La mujer, que ha encontrado en el turco una transitoria tabla de salvación, verá en el ex soldado otra vía de escape. Los une el deseo, pero mucho más el dinero: no es posible amar sin él, se oye decir. El formidable trío de actores y la austera precisión del lenguaje de Petzold son puntales de este film compacto e inquietante que excede el melodrama e invita a otras lecturas.
Antes de convertirse en leyenda Robin Hood, de Ridley Scott, es casi una precuela de la historia del justiciero He aquí un Robin de antes de ser leyenda; uno que, al menos todavía, no se interesa por las desgracias de los pobres ni anda con otra preocupación que ser leal a su rey, Ricardo Corazón de León, a quien ha servido como arquero -y de los más destacados- durante la Tercera Cruzada; uno que ni siquiera se ha ganado el famoso apodo porque anda con la cabeza descubierta (aunque lleva el torso protegido por la cota de malla) y no ha vestido jamás una calza verde. Uno que tiene oportunidad de mostrar su pasta de héroe en las más crueles batallas del Medioevo, pero parece lejos del justiciero romántico que roba a los ricos para dar a los pobres. En fin, que Robin Hood se ha ganado una precuela, con perdón de la Academia. Brian Helgeland concibió una historia novelesca para hacer revisionismo con el príncipe de los ladrones y Ridley Scott la llevó al terreno que mejor domina: el del gran espectáculo a la manera de Gladiador . Lo que resultó de la propuesta es menos un nuevo enfoque sobre el popular personaje que otra película épica con el presuntamente futuro Robin Hood en medio de la acción. Y con algunos, sólo algunos, de los personajes que tradicionalmente lo rodean, en especial una Marian bravía y tempranamente feminista con el temple y el encanto de Cate Blanchett. Entre asaltos a castillos, sangrientas emboscadas, lluvias de flechas, feroces enfrentamientos cuerpo a cuerpo e intrigas palaciegas, Robin vuelve del Oriente con una doble misión, llevar la corona del rey Ricardo, muerto en combate, y entregar la espada que un noble moribundo le confió. Las circunstancias lo llevan a adoptar una falsa identidad -lo que incluye también un falso padre y una falsa esposa- y después a cumplir su parte para frustrar los planes del rey francés, que promueve la división de los británicos con el fin de apoderarse del reino. La rebelión de los barones contra los impuestos abusivos y los orígenes de lo que sería la Magna Carta son otros hechos históricos que el guión integra en el relato sin poner en la tarea demasiado rigor. Lo que importa es que las espectaculares imágenes de Scott atrapen la atención, que Russell Crowe imponga su energía y su carisma, y que la historia entretenga, lo que se logra, más allá de alguna sobredosis de batallas. Los villanos del caso son un insidioso espía bilingüe (Mark Strong) y, claro, el rey Juan. No hay noticias de Guy de Gisborne y el pobre sheriff de Nottingham pasa inadvertido.
Polanski de regreso con un thriller apasionante El escritor oculto, entre los mejores films del director Nada más justificable que el premio al mejor director que el jurado de Berlín otorgó a Roman Polanski. El escritor oculto , seguramente su mejor película en muchos años, es un triunfo de la puesta en escena, la obra de un maestro que no sólo concibe imaginativas soluciones visuales para resolver momentos clave (el final en la tarde ventosa de Londres basta y sobra como ejemplo), sino que también sabe sacar el máximo provecho expresivo de cada elemento que interviene en la imagen. Desde la desolación de la isla de Massachusetts siempre lluviosa, fría y gris y la moderna y glacial mansión donde transcurre buena parte de la historia hasta la búsqueda del efecto dramático mediante la elección del ángulo de la cámara, la duración de cada plano y el empleo de una música que remite a Bernard Herrmann, todo contribuye a crear el clima ominoso, paranoico y a ratos claustrofóbico que domina el film desde el primer momento. No es un thriller político en sentido estricto, si bien todo gira en torno de un ex primer ministro británico, Adam Lang, caído en desgracia y acusado de haber entregado a la CIA a sospechosos de terrorismo que luego fueron torturados, y del joven periodista que llega a la isla contratado como escritor fantasma (o negro, o ghost writer) para completar la redacción de las memorias del político tras la muerte (¿accidental?) del profesional que estaba realizando la tarea. El visitante sin nombre, acostumbrado a escribir autobiografías ajenas, carece de interés en la política: es un tipo cualquiera que, como tantos personajes de Hitchcock, se verá atrapado en una peligrosa red de intrigas en la que se mezclan crímenes de guerra, conspiraciones, asesinatos y personajes poderosos que, como suele suceder, actúan en las sombras. La tensión (también la doméstica) es perceptible desde que el muchacho llega a la mansión y se multiplica cuando se sabe que La Haya procesará a Lang; para evitar la extradición deberá permanecer en los Estados Unidos, que no reconocen a la Corte Internacional. (Imposible no reparar en las coincidencias con el caso Polanski, aunque el film fue rodado antes de que el cineasta fuera detenido en Suiza.) La atmósfera se vuelve más amenazante a medida que el escritor investiga la muerte de su antecesor y se interna en terrenos cada vez más resbaladizos. Polanski, que prefiere colocar la violencia fuera de escena y jugar con las ambigüedades, conduce admirablemente a sus actores (McGregor, Brosnan, Williams, Wilkinson), evita los clichés y administra el suspenso con mano firme hasta el final. Concreta así un relato apasionante.
Un agente de la CIA siembra el caos en París En París, el atildado y eficiente James Reece (Jonathan Rhys Meyers) se encarga de que nada le falte al embajador norteamericano: lleva su agenda, le cuenta los chismes del ambiente político, sostiene con él apasionantes partidas de ajedrez y además es discretísimo: nadie diría que bajo su disfraz de funcionario diplomático hay un aspirante a agente de la CIA. Es el asistente perfecto, pero seguramente necesitará alguna ayuda ahora que se viene una reunión cumbre y hay que extremar las medidas de seguridad. Eso piensan en Washington, y para eso le mandan a Charlie Wax, es decir, a John Travolta. Para eso, y para que haya película, porque todo el chiste resulta de oponer a la formalidad y la mesura de uno la extrema brutalidad del otro, un gorila pelado al rape, de aro metálico en la oreja, barbita teñida y carácter destemplado, que está acostumbrado a lidiar con gente peligrosa y que tiene un método muy drástico para deshacerse de los presuntos enemigos de la seguridad nacional: los quema a balazos antes de que puedan abrir la boca. Una vez armado el dúo de "héroes", sólo falta verlos actuar. Lo que quiere decir que llega el caos: la imagen se llena de fogonazos, estallidos, tiroteos, persecuciones, cocaína que llueve de techos perforados por las balas o se transporta en costosos jarrones de porcelana, cadáveres que tapizan los salones o caen por el hueco de las escaleras, chalecos forrados de explosivos, mafiosos chinos y terroristas camuflados bajo los rostros más inocentes. Mientras, Reece (hasta ahí tan modoso y tan enamorado de su hacendosa y comprensiva noviecita francesa) va copiando las mañas de su compinche y perdiendo los escrúpulos. Hay sangre y hay un poco de amor, como se ve, pero nada que deba tomarse en serio: la disparatada intriga concebida por Luc Besson sólo sirve de excusa para un festival de acción que Pierre Morel conduce un poco a la manera de los films de artes marciales, pero sin demasiada prolijidad. En la imparable serie de salvajadas que comete Travolta con el aire de quien está haciendo travesuras reside el módico interés de la película, que tiene por lo menos una ventaja: gracias a su acción vertiginosa, la proyección pasa pronto.
Del film casero al documental poético En Diletante , Kris Niklison retrata a Bella, su madre Diletante, dice la Real Academia, es alguien "que cultiva algún campo del saber, o se interesa por él, como aficionado y no como profesional". Bela Jordán, la protagonista de este atractivo documental, no lo es en ese sentido sino en el que le dio su padre cuando ella, de chica, preguntó por esa palabra que la intrigaba: "Es una persona que habla muy bien, que sabe mucho de muchas cosas y nada en profundidad. pero sabe entretener". Ahí mismo -dice- decidió que de grande sería una diletante. Este retrato que le consagra su hija, Kris Niklison, lo corrobora. Es Bela, con sus lozanos 80 años, su humor, su libertad de espíritu y sus reflexiones ?algunas superficiales, otras trascendentes, pero dichas al pasar, sin solemnidad?, quien entretiene, concentra la atención y logra contagiar algo del placer que sabe encontrar en cada momento de la vida. "La vejez es la mejor etapa porque hay tiempo para hacer lo que uno quiere", dice, si bien ella lo tuvo casi siempre porque nunca trabajó. Con intuición y sensibilidad notables, la cámara de la debutante Niklison (artista multifacética de trayectoria internacional), se introduce en la intimidad del campo de Sauce Viejo en cuyo viejo casco reside la señora hace años y registra los hechos cotidianos. Se la ve concentrada en el armado de un rompecabezas o de una motosierra recién comprada; curioseando en Internet, usando una cortadora de césped como cuatriciclo para salir de compras, disfrutando de las tormentas o limpiando de yuyos el jardín y casi siempre charlando con Cata, la mucama que la acompaña y a la que nunca se ve. El tercer personaje es el casero, que ayuda en los quehaceres y anda de aquí para allá, pero cuya voz no se oye. Forma parte del ambiente, a veces tenuemente poético, que como los árboles o el río rodean a la figura central. El rompecabezas no está porque sí. El amoroso retrato también se arma pieza por pieza: las palabras van definiendo a Bella tanto como los planos muy próximos que indagan en su mirada, en su frecuente sonrisa pícara, en las arrugas -que gracias a la sabia naturaleza, ya no descubre en el espejo-, en los juicios que revelan su carácter firme y su convicción de que saber procurarse diversión es un arte. La diletante en cuestión convence por su autenticidad; el film, porque convierte en un documento poético lo que podría haber sido apenas una película casera.