Hermanas entre el deseo y la culpa La pequeña Jerusalén muestra los conflictos culturales de dos jóvenes en un suburbio de París En Sarcelles, un suburbio de París poblado por una nutrida comunidad judía -de ahí que se lo conozca como informa el título del film-, transcurre esta historia intimista que Karin Albou dirigió tres años antes de la recientemente estrenada La canción de las novias . También aquí se manifiestan los ecos del pleito con el mundo árabe, si bien en este caso los temas que ocupan a la cineasta francesa tienen que ver primordialmente con la sexualidad femenina, la fe, los rígidos preceptos que impone una educación ortodoxa y los conflictos que ésta genera en dos hermanas de origen tunecino que deben confrontar su cultura de origen con la realidad en la que viven. Una, Mathilde, es escrupulosamente respetuosa de las reglas que le han transmitido, al punto de que las inhibiciones que padece hacen trastabillar su matrimonio; la otra, Laura, estudiosa de la filosofía de Kant, se aferra a la razón para no ceder a los impulsos de su corazón aunque busca con empeño mantenerse fiel al deber religioso; el amor es para ella una ilusión engañosa. El film narra el proceso que las dos vivirán, por distintos caminos y tras superar distintos escollos, para liberarse del tironeo entre la pasión y la culpa y encontrar alguna forma de libertad interior. Albou -conocedora del medio que pinta- expone con afán casi documentalista (y a veces en dosis algo excesivas) la vida de esta familia judía venida del Magreb: los rituales, las ceremonias religiosas, las creencias y las prácticas cotidianas. Integran el grupo, además de las hermanas, el muy ortodoxo marido de Mathilde, que en muchos casos ocupa el rol del jefe de familia; los cuatro hijos del matrimonio, y la matrona de la casa, una viuda que sólo piensa en el bienestar de sus hijas y es muy dada a talismanes, amuletos, trabajos y otras supersticiones traídas de su tierra natal. Tres hechos aceleran el proceso dramático: una infidelidad inesperada; los ataques contra la comunidad judía y la atracción que un compañero árabe despierta en Laura. El film, que al principio pone en palabras lo que debería entenderse por las acciones, va de menor a mayor. La cámara es sensitiva; la aproximación, discreta y afectuosa. Lo mejor está en un par de escenas de intimidad femenina (la charla de madre e hija, en especial) y en los estupendos trabajos de Fanny Valette (Laura) y Elsa Zylberstein (Mathilde).
Autorretrato de una artista única La directora Agnès Varda presenta su historia con un deslumbrante collage Enamorada de la vida y del cine, Agnès Varda contagia ese sentimiento en este deslumbrante collage de recuerdos, emociones y sensaciones que es a la vez denso y grácil, reflexivo y ligero, sincero y conmovedor. Quiere entregarnos su autorretrato -que, necesariamente, tiene que ser polifacético y cambiante como su obra; desbordar inventiva, y transitar con total libertad los caminos expresivos más diversos- y al mismo tiempo se propone, buscadora incansable, hallar una forma puramente cinematográfica para resumir una vida entera y todo lo que ha concurrido para que ésta haya sido lo que es. La impulsan el ojo alerta y el espíritu perceptivo y abierto que ha definido siempre su relación con las cosas del mundo y de los hombres. Un interés que mantiene despierto aun en los años altos -tenía casi 80 cuando concibió esta joya- y que se manifiesta a cada rato en el viaje por la memoria cuyo aleatorio recorrido depende menos de la cronología que de la libre asociación. Los materiales que emplea para armar el multicolor mosaico (rompecabezas o patchwork, como se prefiera) son muchos y heterogéneos: fotografías y trozos de films que evocan a los amigos, improvisaciones, escenificaciones extravagantes y llenas de humor, visitas a los lugares donde vivió o filmó, registros de sus viajes, reencuentros conmovedores (como con la familia de Jean Vilar, o con los que fueron sus actores en La pointe courte hace 55 años), además de sus palabras, muchas veces en off, recordando a los seres queridos que las imágenes rescatan: Gérard Philipe, Jim Morrison, Alexander Calder, Zalman King. O Chris Marker, que prefiere interrogarla con la voz alterada y el aspecto de Guillaume-in-Egypt, su gato de cartoon. Un sector colmado de emoción pero no de sentimentalismo (todo el film rezuma ese pudor y esa delicadeza) le corresponde a Jacques Demy, que fue marido, colega y amigo hasta su muerte, en 1990. Otras imágenes perdurables (hay muchísimas) la muestran sobre el final bailando a la orilla del mar con sus hijos y nietos o entre las paredes de su casa de cine, una suerte de instalación playera que la espigadora armó con escenas descartadas de sus films. Está claro que Agnès Varda ha vivido en el cine y no oculta su placer. Importa señalar que no hace falta conocer al personaje ni haber visto sus films para que el autorretrato (de especial atractivo para los cinéfilos) seduzca: cualquier vida puede ser apasionante, y en este caso se trata de una muy bien vivida. Resulta imposible resumir ocho décadas de ricas experiencias y más de medio siglo de quehacer artístico en pocas palabras. Varda, sin embargo, logra el prodigio de convertirlas en 110 minutos de puro cine colmado de lirismo, sinceridad y emoción. Su querible presencia es decisiva para que el gusto de vivir se contagie a la platea.
Risueños conflictos después del divorcio Un exitoso film italiano sobre amores y desamores El divorcio pasa a ser una solución cuando la convivencia conyugal se ha vuelto imposible. Puede ser. Sin embargo, también es la fuente de nuevos problemas y nuevas discusiones: hay que resolver quién se hace cargo de los chicos, por ejemplo; hay que soportar ver al ex formando una nueva pareja; por lo menos uno de los divorciados tiene que buscar nuevo alojamiento y no siempre hay un hijo mayor dispuesto a sacrificar su libertad y albergarlo; puede que pasado el tiempo un ex aspire al regreso a casa, que se arrepienta de la separación cuando ya es tarde o que sus celos enfermizos lo conviertan en un energúmeno capaz de exterminar a quien ronde a la que fue su pareja. En fin, el divorcio termina siendo un capítulo más de la clásica historia de amor. Y no siempre el último, como quiere probarlo entre risas el italiano Fausto Brizzi. El exitoso cineasta no intenta innovar, pero sabe cómo actualizar a fuerza de humor la vieja fórmula del film en episodios, convirtiéndolo en una comedia coral sobre las experiencias amorosas de personajes de distintas generaciones ?básicamente seis parejas? que aparecen conectadas por algún vínculo de parentesco o amistad. Se trata de echar una mirada risueña y ligera (a veces apenas melancólica) al comportamiento de los seres humanos en el resbaladizo terreno de las relaciones amorosas. Brizzi lo hace con muy buen ritmo, diálogos graciosos que suelen descartar la vulgaridad y personajes que (confiados a fogueadas figuras de la TV y el cine como Silvio Orlando, Claudia Gerini o Alessandro Gassman) se ganan fácilmente la adhesión de la platea. Es una galería en la que caben, entre otros, un juez encargado de intervenir en casos de divorcio y enredado él mismo en una feroz disputa con su esposa, un cura que titubea cuando debe casar con otro a su añorada ex, un maduro psicólogo que debe hacerse cargo de sus hijas adolescentes y un par de padres que pelean no por obtener la custodia de los hijos sino por sacárselos de encima. Brizzi acierta más en lo cómico que en lo emotivo, aunque cuando entra en este terreno suele arreglárselas para encontrar un remate gracioso. Su film no pasará a la historia, pero proporciona dos horas de diversión.
Haneke y las ambivalencias del alma humana La cinta blanca busca las raíces del totalitarismo La cinta blanca del título es, sobre todo, la marca de la mortificación: la insignia humillante que el amo impone a quien desobedeció sus leyes implacables, la señal que revela la existencia de un régimen despótico que no admite indisciplinas. De eso habla el sombrío, enigmático y perturbador film de Michael Haneke: de la opresión y de los efectos que ella acarrea; de la culpa, el sometimiento y la negación, temas habituales en su cine; del terror que puede esconderse bajo la imagen de la normalidad. Tiene algo de fábula sin enseñanzas y algo de caso policial sin resolución ni culpables, pero teje una inquietante y compleja red de sugerencias cuya interpretación queda en manos del espectador. Es válido pensar que el narrador se refiere a la historia alemana del siglo XX -y en particular al proceso que generó el fascismo- cuando en el comienzo sugiere que los hechos por evocarse pueden ayudar a entender lo que sucedió después. Pero probablemente Haneke apunte más allá: a todos los totalitarismos, a las condiciones sociales en que éstos germinan, a los motivos por los cuales el hombre (individual o colectivamente) puede responder a la humillación padecida con conductas antisociales o con crueldades extremas generalmente dirigidas no a sus opresores sino a seres más débiles o indefensos. Apunta, en fin, a las ambivalencias del alma humana. La historia habla de inexplicables hechos violentos que se suceden un año antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, en un pueblo rural del norte de Alemania donde todavía se prolonga el siglo XIX. La mitad de la población trabaja para el barón dueño de las tierras, y las jerarquías de una sociedad patriarcal, casi feudal, parecen perdurar: cada uno acepta su lugar en la comunidad. El adusto e inflexible pastor que humilla a sus propios hijos con la cinta blanca es el que impone las rígidas normas morales; el maestro, quien -pasados los años, como lo sugiere la voz en off de un hombre mayor- evoca el irresuelto caso, sucedido cuando él tenía 31 años y cortejaba a una niñera adolescente; el doctor, la primera víctima de los ataques: un alambre invisible tendido entre dos árboles causa la caída de su caballo y lo manda al hospital por largo tiempo; los chicos, casi todos escolares, tienen especial relevancia y en algunos casos (un inofensivo discapacitado, el hijo del barón) también son objeto de brutales agresiones, así como pasibles de desconfianza. La llegada de la policía sólo exacerba el estado de sospecha mutuaque se ha apoderado de los vecinos. Brotan recelos, envidias, venganzas. El mal se extiende; la noticia de una violencia superior, la guerra, es casi un alivio. Sombría intimidad Riguroso y preciso en la marcación de su formidable elenco (chicos incluidos), Haneke no se ciñe a la evocación más o menos objetiva del maestro: también se mete en la intimidad de las casas para hurgar en las raíces del mal y destapar otras violencias, otros abusos, otras perversiones. El sombrío cuadro se aligera un poco con la breve subtrama del noviazgo del maestro y con algunos apuntes que demuestran que no todo es tan cerebral ni tan pesimista en la mirada del cineasta austríaco, si bien cuesta no pensar en que estos impenetrables críos de 1913 serían los adultos del 30 y del 40. Film duro, conciso, sin desmayos a lo largo de sus 144 minutos admirablemente fotografiados en blanco y negro, La cinta blanca deja un rico sedimento que incita al análisis demorado. La precisión de su elaborada puesta en escena acentúa la potencia de algunas escenas (el abuso del que es testigo un chico, el despiadado diálogo del doctor y la partera, el fugaz pantallazo de un ahorcado), pero no es tanto esa elegante crudeza lo que más estremece sino el terrible sobreentendido que hay detrás de la imagen bucólica que Haneke eligió para cerrar su historia.
Insípida historia de amor El riesgo de las historias románticas suele estar en el exceso de azúcar. Tal vez lo que sucedió con Querido John es que Lasse Hallstrom tomó demasiadas precauciones y por no caer en el empalago se fue al otro extremo: la insipidez. Nada más contraindicado para una historia romántica que quiere ser enternecedora y, si es posible, lacrimógena. Si se suma esta fragilidad al ritmo letárgico, casi mortecino, que el director de Chocolate impone a la acción, no puede esperarse del film otro efecto que el tedio. Salvo que se considere que hay suficiente atractivo en la presencia del atlético Channing Tatum (entre cuyos antecedentes más notables figura haber sido modelo de Armani, Pepsi y Dolce & Gabbana) o en la mirada celeste y conmovida de Amanda Seyfried ( Mamma mia , Diabólica tentación ). La rosada novela de Nicholas Sparks (que suele ser un best seller infalible entre las norteamericanas adictas a la lectura pañuelo en mano) los hace encontrar en una playa de Carolina del Sur: ella deja caer su bolso desde un muelle y él, surfista experto, abandona la tabla y se zambulle en busca del trofeo. Total: se enamoran. Pero el problema reside en que a John le quedan pocos días de licencia antes de volver a su base militar en Alemania y a ella el veranito se le está acabando: la espera la universidad. Apatía Lo que viene después puede imaginarse: el adiós forzoso, el intercambio de cartas, los problemas que por separado acechan a los tórtolos y alguna otra circunstancia (incluida la caída de las Tores Gemelas) que interferirá en el romance y prolongará el suspenso en torno de un presumible reencuentro. Tanto como para hacer sufrir a los corazones sensibles y para alcanzar el objetivo buscado: la lágrima. Claro que para eso harían falta personajes que comprometieran el ánimo del espectador, o al menos actores con alguna química. Y sobre todo un director menos apático que Lasse Hallstrom. Es llamativa la falta de brío con que el realizador de Chocolate expone esta historia de amor pasteurizada, insípida y superpoblada de lugares comunes. A él más que a la parejita protagónica -que no está para el Oscar pero es al menos fotogénica- se debe el doble efecto que genera el film: primero exaspera, después resulta soporífero.
Discreción y delicadeza en un film El actor Louis-Do de Lencquesaing protagoniza esta película sobre las formas de la paternidad En una temprana escena del film, el protagonista, un productor independiente de inquebrantable entusiasmo, le comenta a su mujer que un miembro de su equipo se ha quitado la vida una semana atrás. "¿Por qué no me lo contaste antes", le reclama ella. "Esas cosas pasan", le responde él con toda naturalidad, como si le dijera: "La vida continúa". Es el espíritu de Gregoire Canvel, figura inspirada en un modelo real (el productor Hubert Balsan, cuyo compromiso apasionado con el cine más renovador y menos comercial sostuvo las carreras de Youssef Chahine, Elia Suleiman y muchos otros directores), y el que guía El padre de mis hijos : la mirada apunta siempre hacia adelante. Nada, ni el violento impacto de un hecho doloroso e inesperado que aparentemente dividirá la historia en dos mitades (pero es expuesto con la distancia y el tono mesurado que adopta todo el relato y que excluye cualquier apunte trágico o melodramático), hará que ese espíritu claudique. Tampoco es casual que la película se cierre con el "Qué será será", de Doris Day. Al fin, si Canvel vive en un vértigo permanente donde sobran celulares, cigarrillos, corridas, consultas, actores que necesitan contención, banqueros o proveedores que reclaman pagos e intervalos de dulce intimidad que puede compartir con una familia que le pide más tiempo, es porque esa hiperactividad lo hace feliz. Es un hombre lleno de proyectos, amante de su oficio, generoso, persuasivo, tan carismático y dispuesto a resolver problemas como a asumir, aun con sus fragilidades, el rol de padre. De sus hijos y de los que integran su otra familia, la del cine. Como Balsan. Es, claro, la figura dominante de la película (fue un gran acierto confiar el personaje a Louis-Do de Lencquesaing), y debe serlo para que después su ausencia lo haga todavía más visible. Y para que Mia Hansen-Love pueda hablar, a un mismo tiempo y con la misma discreción y la misma sutileza, del duelo, de la transmisión de un legado -humano, artístico- que no debe perderse, de un cine independiente sostenido a fuerza de coraje y determinación, y de las formas de la paternidad. Puede haber cierto quiebre entre la primera parte y la segunda, más reflexiva y quizás algo extensa -donde cobran importancia las figuras de Chiara Caselli, la esposa, y de Alice de Lencquesaing, la hija mayor (en la vida y en la ficción) del protagonista-, pero es probable que la tibia emoción que se ha ido filtrando de a poco en este film-homenaje perdure en el ánimo del espectador sensible.
El demonio no le tiene miedo al ridículo Emily, la asistente social cuya paciencia infinita cree traducir Renee Zellweger en el invariable susurro de su voz y la no menos invariable expresión de su rostro, está sobrecargada de trabajo, pero lo mismo se las arregla para seguir de cerca cada uno de los difíciles casos que se le presentan en la escuela donde trabaja. El 39, por ejemplo, que es el de Lilly, una chica de 10 años que con sus calificaciones en baja, su aislamiento y su eterna cara de miedo, tiene todo el aspecto de ser una víctima del abuso familiar. Aunque de las entrevistas con los padres se infiere que algo no anda muy bien en la relación, los especialistas de psicopedagogía deciden que sin pruebas no puede acusárselos de nada. Pero Emily, tan enteramente consagrada a su trabajo que ni tiempo tiene para concretar su relación con un joven colega, no abandona el asunto, se gana la confianza de la nena en un abrir y cerrar de ojos, se compromete a protegerla y le da su número de teléfono para que acuda a ella cuando la necesite. Menos mal, porque cuando se produce el primer pedido de auxilio, la protagonista sale a toda velocidad acompañada por un policía amigo e irrumpe en la casa justo en el momento en que los papás acaban de encender el gas para cocinar a la nena en el horno. Es uno de los momentos más cómicamente ridículos de esta historia sin pies ni cabeza que mezcla psicopatía infantil con satanismo y se vale de cualquier recurso para horrorizar aunque por lo general termina produciendo más risas que sustos. Lo malo es que el humor, en este caso, no parece deliberado. Queda claro por qué el film, rodado en 2006 por el alemán Christian Alvart, debió esperar tres años para su estreno.
Otra historia de perros y gatos Jennifer Anistor y Gerard Butler, en una comedia a velocidad de vértigo De parejas que se aman y se odian al mismo tiempo está colmada la historia de Hollywood. Desde clásicos como Ayuno de amor ( His Girl Friday ) hasta títulos más recientes como Dos pájaros a tiro, El amor cuesta caro o Sr. y Sra Smith , ha habido decenas de variaciones en el cine. El caza recompensas es una más, aunque tiene poco de variación (no es la primera vez que se intenta aderezarla con algo de intriga policial) y confía excesivamente (como ya sucedió en otros casos) en el atractivo de su pareja protagónica. Aquí la responsabilidad corre por cuenta de Jennifer Aniston y Gerard Butler, que ponen su oficio y su buena presencia pero raramente establecen entre ellos la química indispensable para que la receta funcione. Porque aquí, a falta de inventiva, todo es receta. Aniston es Nicole, una periodista del Daily News especializada en investigaciones, trabajo que suele tomar tan a pecho que ha sido una de las causas de su fracasado matrimonio con Milo. Este (Gerald Butler, claro), ha perdido su lugar en la policía de Nueva York y ahora emplea sus malgastadas dotes de detective en pescar fugitivos y cobrar recompensas. Cualquiera puede sospechar que, para que haya encuentro entre los dos y muchos rounds más de la vieja pelea que parecía terminada, es necesario que ella sea buscada por la Justicia (la causa es poco más que una infracción de tránsito) y que por ese motivo se convierta para él en una presa que le rendirá dólares. Se viene, claro, una persecución. La primera; habrá muchas otras, implacables, derivadas de la pasión periodística de la chica: en lugar de presentarse ante la Corte el día en que había sido citada, se entusiasma con un caso de suicidio que le huele mal y sólo consigue echarse encima a una banda de narcotraficantes que quizá tiene conexión con policías corruptos. A falta de ingenio (apenas hay esporádicos momentos humorísticos), el director Andy Tennant aplica el recurso del vértigo, si bien -ya se sabe- el ritmo no tiene nada que ver con la velocidad. Y entre tanta corrida, desatiende el núcleo romántico de la historia y desaprovecha la gracia de algún personaje secundario como la madre que encarna Christine Baranski. En cambio no se olvida de mostrar lo bien que se la ve desde atrás a Aniston cuando camina con faldas ajustadas y tacos altos. Total: un entretenimiento muy menor.
El arte y la locura, en un retrato conmovedor La historia de Séraphine Louis, según Martin Provost El mundo que la rodea no ve en Séraphine sino a la mujerona callada y tosca que friega los pisos y se atarea en la cocina, la que se encorva en la ribera para enjabonar sábanas y de vez en cuando se queda ensimismada disfrutando del viento, caminando entre flores silvestres, abrazada al tronco de los árboles o deleitándose en el agua fresca del río. A veces también canta, en las ceremonias de la iglesia o sola, en su humilde cuarto, por las noches. Es para ellos apenas un personaje raro, excéntrico, quizás algo patético. Ignoran que en su interior bulle una pulsión irresistible, una intensa urgencia creativa a la que ella responde en noches de afiebrada actividad, transfigurando con sus encendidos colores flores, frutos, canastillas, ramilletes que brillan como estrellas o cuerpos celestes en pinturas casi alucinatorias. "Tus flores se mueven, son aterradoras", dirá alguien, cuando ya su arte haya salido a la luz gracias a un coleccionista y marchand alemán -Wilkhelm Uhde, de significativa incidencia en la carrera de Henri Rousseau-, que descubrió sus obras cuando en 1914 se hospedó por un tiempo en la casa donde Séraphine trabajaba como asistenta. Los ángeles guiaban sus manos -decía ella-; el arte suele ser una suerte de iluminación, una gracia que puede recibir el espíritu más basto o el más inocente, y está muchas veces muy próximo a la locura. Pero tal como la presenta Martin Provost, con su lenguaje austero, conciso y sutil y sus imágenes plenas de belleza pictórica, la historia de Séraphine Louis (o Séraphine de Senlis, como suele ser citada) no es otro retrato de una artista torturada ni pretende explicar el fenómeno de su creatividad visionaria; nada hay aquí de melodrama ni de misterio develado. Sólo se quiere mostrar la turbulencia espiritual que consumió a la artista (a la que Uhde prefería llamar primitivista moderna y no naïve), fallecida en 1942 en un manicomio. Provost lo consigue al tiempo que describe, en una precisa sucesión de significativas escenas de su vida, el interrumpido y complejo vínculo que la unió a Uhde. (El huyó de Francia al comienzo de la Primera Guerra y volvió sólo en 1927 para reencontrar a Séraphine en una etapa de madurez artística y creciente desconcierto emocional.) Pero tal logro no habría sido posible sin una actriz tan transparente como Yolande Moreau, que al traducir la exaltación sensitiva, la pasión y la simpleza de Séraphine con el cuerpo y la mirada más que con las palabras, construye un personaje hondamente conmovedor. Será difícil olvidarla.
Pálida remake de un film danés Jim Sheridan falla en la adaptación de esta historia sobre dos hermanos opuestos En 2004, la danesa Susanne Bier reflexionó en Hermanos sobre cómo una guerra que se desarrolla a miles de kilómetros de distancia puede trastornar bruscamente la vida de una familia y reavivar viejos y sordos conflictos nunca antes resueltos. Cinco años después, Jim Sheridan propone esta remake que sigue bastante al pie de la letra la historia original, aunque subrayando el tema de los daños colaterales e introduciendo algunas variaciones que debilitan el engranaje dramático. La comparación es inevitable. La historia habla de dos hermanos: uno, Sam, el hijo modelo, orgullo de su padre, casado con la chica más linda de la escuela y padre de dos hijas, se ha integrado a los marines para luchar en Afganistán (en el original, iba a cumplir tareas de reconstrucción). El otro, Tommy, acaba de salir de la prisión, donde estuvo encerrado por un robo que parece haber sido una travesura juvenil (en la versión danesa era la típica oveja negra: bebedor, violento e irrecuperable). Cuando el soldado es dado por muerto (en realidad, es prisionero de feroces talibanes), Tommy experimenta una total metamorfosis y asume de algún modo el papel de su hermano en un inesperado intercambio de identidades. El drama, obviamente, estallará cuando el equívoco se resuelva y el hijo pródigo regrese tras haber vivido experiencias terribles que lo marcaron para siempre. Culpa, perdón, incomprensión, malentendidos y celos se mezclan confusamente, mientras se desliza alguna duda sobre la legitimidad de la presencia de tropas norteamericanas en Afganistán. El guión de David Benioff es sólo el primero de los errores culpables de esta remake frustrada. Los personajes se explican por sus palabras y no por sus acciones. El diálogo (sobre todo el puesto en boca de las chicas) es tan elemental como poco creíble. Sheridan dirige con una chata calma que se parece a la indolencia, y el elenco (excepción hecha de Sam Shepard y Carey Mulligan) sufre las consecuencias de un casting despistado (Maguire, Gyllenhaal), o de la franca inexpresividad (Portman). En tales condiciones, no hay drama que conmueva por mucho histrionismo que se intente exhibir hacia el final. Todo suena falso e impostado. Difícil comprometer el ánimo del espectador con armas tan débiles.