Humanos y aliens que cambian roles Un astronauta cae en un planeta habitado por criaturas verdes en este film español de animación Invertir los roles clásicos de humanos y aliens a los que nos tiene acostumbrados la ciencia ficción es la ingeniosa idea a partir de la cual se puso en marcha esta prolija producción nacida en los estudios madrileños de animación Ilion, desarrollada con contribución británica y norteamericana y destinada al mercado internacional. Joe Stillman ( Shrek ) puso su oficio para dar forma al guión, pero el producto es más bien colectivo (tres directores y más de diez productores ejecutivos figuran en los créditos). Tales antecedentes explican quizá que el film -entretenimiento familiar, a ratos divertido y muy dado a los homenajes cinematográficos y a las lecciones edificantes sobre la amistad, la fraternidad entre los pueblos y la necesidad de desterrar el prejuicio, el miedo a lo desconocido y lo diferente- carezca de identidad propia. Planet 51 responde a una fórmula probada, pero por ir a lo seguro sacrifica cualquier rasgo de originalidad (en el libro y en la concepción visual). Prefiere apelar a la cita de cuanto lugar común visual o sonoro el cine ha ido instalando en la memoria, de La guerra de las galaxias y E.T. a Cantando bajo la lluvia o 2001 . No faltan ni los toquecitos satíricos (el rebelde que canta que "los tiempos están cambiando" y protesta contra todo) ni los personajes pintorescos ni los momentos emotivos de los que se sale con un chiste. Todo sucede en Glipforg, pequeño pueblito de un planeta cuyos habitantes, verdes, sin nariz y parientes de Shrek, parecen estar viviendo en los años 50 norteamericanos, incluidos los romances en el autocine y los films que avivan la paranoia ante el peligro de que haya una invasión de seres de otro planeta. Justo ahí aterriza un bonachón astronauta terráqueo que por un lado se gana la amistad del joven protagonista y sus amigos y por otro despierta el temor y el ansia guerrera de un general bastante obtuso. La cuestión es resolver cómo los chicos harán para lograr que el visitante se reúna con su nave (y con su sonda-mascota) y emprenda el regreso después de sellar la paz. Nada nuevo, como se ve, pero entretiene.
Luna nueva, sacrificios en nombre del amor Segunda parte de la saga basada en la obra de Meyer La -hasta ahora- tetralogía literaria debida a Stepehnie Meyer está destinada a un público bien específico -en su mayoría femenino y adolescente-, que seguramente esperaba esta segunda adaptación fílmica con ansiedad que supo ser multiplicada por una hábil campaña de lanzamiento: mucha promoción, mucho merchadising, mucho misterio y unos pocos anticipos administrados en dosis breves y esporádicamente. Quizás hacía falta semejante operación ya que lo que la historia traía de novedoso -vampiros buenos, vegetarianos y vírgenes; indios licántropos en eterna guerra con ellos, el amor concebido como una fatalidad que justifica cualquier sacrificio, la visión idealizada del dominio que cada personaje puede ejercer sobre sus impulsos, adolescentes capaces de defender sus propias elecciones más allá de la opinión de los adultos, etc.- ya había sido expuesto en Crepúsculo . Pasada la novedad, sólo queda en Luna nueva averiguar cómo podrá avanzar el romance entre la simple mortal y el pálido muchacho que ya pasó los cien, pero sigue aparentando 18 y así lo será por los siglos de los siglos salvo que ella, mordisco mediante, se pase al otro bando. Este segundo capítulo es casi un torneo de renunciamientos románticos. El de Edward, vampiro generoso, que miente su desamor por Bella como en el tango: "A conciencia pura" y nada más que por salvarla. Y el del quileute amigo que siempre la amó en silencio y la acompaña en su obligada viudez, pero también se aparta antes de que en algún rapto de malhumor el lobo que lleva dentro desfigure el bonito rostro de la chica. Todo esto -matizado por alguna disputa entre vampiros y hombres lobo, una visita muy vistosa a la aristocracia vampírica (en Volterra, Italia), un par de salvamentos de último momento, algún humor involuntario (la oportuna llamada telefónica del galán vampiro) y bastante exhibición de musculosos torsos masculinos (a pedido de las chicas, se supone)-, no alcanza sino para completar las largas dos horas de película con mucha, demasiada conversación y una intensidad romántica más declarada que perceptible.
Una comedia romántica renovada Zooey Deschanel y Joseph Gordon-Levitt, protagonistas y dueños de un carisma en el que se apoya este film. Aunque el punto de partida sea el clásico "muchacho conoce chica", esta no es una comedia romántica, advierte la voz narradora en el comienzo, y ya queda claro que los guionistas (Scott Neustadter y Michael H. Weber, los mismos de La pantera rosa II ), y el director Mark Webb harán todo lo posible por diferenciarse de las fórmulas más frecuentadas. Por de pronto, la anunciada premisa admite alguna corrección: se trata más bien de "chico romántico conoce chica no romántica" y el cuento empieza por una ruptura, tanto como para que después sólo se trate de averiguar por qué razón la relación llegó a ese punto aparentemente sin retorno. Esa escena es bien prometedora con su gracioso equívoco nacido de la comparación entre la pareja del caso y la que formaron Sid (Vicious) y Nancy. Más adelante se verá que el nivel de ingenio afloja un poco y que gran parte del encanto de la película (que lo tiene, sin que esto signifique, como se ha alardeado por ahí, que es una especie de Annie Hall contemporánea), dependerá del carisma y la buena química de los protagonistas, Joseph Gordon-Levitt y Zooey Deschanel, y de la estructura elegida para contar su historia. Porque los 500 días del título, los que viven Tom y Summer (él, arquitecto frustrado que redacta textos para tarjetas de felicitación; ella, la nueva secretaria que le hace perder el seso), tienen todos los altibajos que pueden imaginarse en una pareja que difiere en lo sustancial aunque coincida en lo accesorio (los dos son fans de The Smiths, por ejemplo), no son expuestos en forma lineal. Vienen en capítulos -cada uno con su numeración- que se suceden en aparente desorden yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo. Esta técnica narrativa -debe suponerse- les sirve a los autores para reírse un poco de los lugares comunes de las comedias románticas, para acertar con algunas ideas de montaje e insertar ocasionales observaciones graciosas y probablemente también para "vestir" con aires de originalidad un material que en el fondo no se aparta tanto de lo convencional. El recorrido incluye algún número musical, pantalla dividida, karaoke, una secuencia que ironiza sobre la futura felicidad doméstica y se parece a un comercial de Ikea, algún personaje secundario bien definido (el amigo de Tom y su jefe, mucho más que la hermanita, una de esas nenas que sólo existen en el cine) y un tono general amable al que mucho ayuda la simpática desenvoltura de Gordon-Levitt.
El difícil final de la infancia Julia Solomonoff y una película sobre el largo proceso del crecimiento. La curiosidad, la confusión, cierta imprecisa búsqueda y unos cuantos descubrimientos marcan el verano que Jorgelina pasa en el campo con su padre, lejos de la playa adonde han ido de vacaciones su madre y su hermana mayor, demasiado distante ahora que ha ingresado en el mundo de las mujeres. En esa temporada -el tiempo dibujando su lento transcurrir en el horizonte, los largos silencios de la siesta, el calor mitigado por algún chapuzón en un arroyo o en el tanque australiano, la apacible rutina apenas aligerada por una que otra cabalgata o por la lectura furtiva sobre los misterios del sexo-, será frecuente y entrañable la compañía de Mario, el peoncito que fue su compañero de juegos y ahora enfrenta las inquietudes de un cuerpo cuyas inesperadas transformaciones no comprende, pero percibe como una anomalía que debe mantenerse en secreto. Esa proximidad entre ellos -hecha de mucha confianza y pocas palabras- es necesaria para que Julia Solomonoff describa por un lado el proceso de crecimiento que vive Jorgelina sin advertir que se está despidiendo de la infancia como de esa boyita quieta que le aseguraba protección y refugio en un rincón del jardín, y por otro, para que pueda observar, a través de su mirada límpida, la compleja circunstancia del amigo. No para hacer del caso (como curiosidad científica) la cuestión central del film sino para registrar la distancia que hay entre la naturalidad con que ella acepta la diferencia y el malestar que manifiestan los otros y que puede ir desde la vergüenza y la negación hasta la condena y la violencia. Y de paso, para avivar algún interrogante sobre lo que significa de verdad ser un hombre o una mujer. Aunque el film deje ver cuánto pesan la ignorancia y el prejuicio en todos los temas referentes a la sexualidad, Julia Solomonoff no emite juicios ni cede a lo sentimental: expone la historia con la delicadeza, la discreción y el vigor de una narradora segura de su oficio y con la sensibilidad alerta para percibir la elocuencia de los pequeños detalles. Es en esas sutilezas más que en las palabras, en la persuasión de las imágenes de Lucio Bonelli y en el tempo impuesto a la acción donde el film sustenta sus mejores aciertos. En ellos y, claro, en la emoción genuina que transmiten Guadalupe Alonso y Nicolás Treise con su fenomenal naturalidad.
Cómo dar nueva vida a viejos clisés Volver a amar narra el romance entre un camionero y una mujer de doloroso pasado. En la secuencia inicial de Volver a amar , el rostro de Barbara Sarafian -puntal decisivo de esta historia romántica que tiene la virtud de remozar muchos lugares comunes del género- está dicho todo lo que necesita saberse de la protagonista antes de que el accidental tropiezo con un camionero impulsivo y bocasucia la saque bruscamente de la rutina. Ya se sabe que la mujer cuarentona y bastante desaliñada que hemos visto ajetrearse entre góndolas, hijos movedizos y bolsas de supermercado no tiene una vida fácil. La porfía que sigue -tras un roce entre su vehículo y el camión- informa, por su parte, que entre estos dos habrá algo más que un altercado circunstancial, tan desproporcionada es la hostilidad que se prodigan. Ya están los ingredientes principales. Habrá que agregar otros; casi todos, obstáculos que se interpondrán en la concreción del romance anunciado. Por ejemplo, la diferencia de edad: el camionero no ha llegado a los 30. O las cuestiones prácticas: él pasa la mayor parte del tiempo en las rutas que ligan la periferia de Gante con Milán; ella suma a sus obligaciones domésticas (tiene tres hijos, la mayor, adolescente), un modesto empleo en el correo. Y también están las heridas del corazón: por un lado, hay un marido que hace seis meses huyó detrás de una alumna, pero no se decide a concretar el divorcio; por otro, una historia de alcoholismo y violencia que debió pagarse con la cárcel y el abandono de la mujer amada. Para todo podría haber algún remedio, aunque el camino no sea recto, sino escabroso, y los vaivenes lleven del romance al humor y de la emoción al drama. No hace falta que personajes y ambiente -grises, modestos- respondan a la convención ni que sobre azúcar para que el film logre su objetivo de complacer. El secreto del tibio encanto que envuelve al relato está en la verdad que el director extrae de los clisés y a la que mucho aportan la admirable Sarafian, el resto del elenco y la amable pintura del suburbio belga y de sus habitantes.
Fábula que endulza el corazón La canción de París es uno de esos films que invitan a sumergirse un par de horas en una realidad más amable que la de todos los días, aunque sea falsa. Un mundo de fábula que dibuja con nostalgia la postal de un barrio parisino de aquellos que quizá sólo hayan existido en las viejas películas y donde la benevolencia, la solidaridad y los buenos sentimientos alcanzan para superar cualquier contratiempo. Con un encanto extra: todo transcurre en el ambiente del teatro, entre números musicales y modestos artistas capaces de cualquier sacrificio para impedir el cierre de la sala a la que han dedicado su vida. Christophe Barratier ya mostró, en Los coristas , habilidad para complacer al público con sus personajes bonachones y entradores, sus discretas manipulaciones emotivas y su bien equilibrada mezcla de melodrama, ternura, música y humor. Los clisés y los convencionalismos están a la orden del día, claro, pero nadie espera rigor de una fábula como ésta, que se desarrolla sobre el fondo de los conflictos sociales del período de entreguerras, en una visión idealizada de los años que siguieron al triunfo del Frente Popular. Vals nostálgico y celebración del music hall, este musical retro recupera, sin mayor pretensión que la de hacer pasar un rato agradable, algo del encanto del cine francés de aquella época, con sus estampas de barrio y sus tipos populares. El homenaje empieza de entrada, con una confesión policial que remite a un film de Renoir: el espectador encontrará otras reminiscencias en el raconto que sigue, cuando la sala está en peligro y el director de escena (Gérard Jugnot), un iluminador comunista (Clovis Cornillac), y un imitador sin suerte y de convicciones no muy firmes (Kad Merad), a los que se sumará una cantante bisoña, inician la resistencia para salvar la sala. Una batalla ardua y prolongada, en la que se sucederán pequeños triunfos y duras derrotas porque el enemigo es poderoso; pero habrá también espacio para el romance, la traición, alguna muerte y algún reencuentro familiar. El sólido elenco, la cuidada reconstrucción y los momentos musicales contribuyen al dulce encanto de la fábula.
Bellas imágenes para un laborioso rompecabezas Camino a la redención es como un rompecabezas: historias y personajes se suceden sin conexión aparente, deliberadamente desarticulados para azuzar el espíritu detectivesco del espectador, que sabe desde el principio que todos esos elementos dispersos terminarán componiendo un cuadro -una historia- sólo al final, cuando todas las piezas encajen. A Guillermo Arriaga -guionista de films de González Iñárritu y ahora director- le gusta trabajar sobre esas narraciones fracturadas. Suele mostrar primero los efectos para después ir descubriendo las causas, lo que hace que sus ficciones avancen y retrocedan en el tiempo y salten de un lugar a otro, un ejercicio que puede ser unas veces intrigante y otras veces fatigoso o estéril. Aquí hay algo de todo eso. El film empieza con un gran impacto: en medio de la llanura de Nuevo México una explosión hace volar por los aires el trailer que una pareja adúltera (él mexicano, ella norteamericana) usaba para sus citas. La intensidad de la pasión está a la vista: debieron emplear un cuchillo para separar los cuerpos, dice uno de los hijos del muerto. El muchacho se interesará después por la hija de la mujer, lo que abre otra vía de conflictos. Hay más: está la bella dueña de un restaurante de Oregon (seguida siempre de cerca por un desconocido de rasgos latinos), que revela con su ansiedad, su promiscuidad sexual y sus prácticas de autoflagelación el secreto malestar que la abruma. El desconocido trae consigo otra subtrama, que también incluye un accidente, en este caso aéreo. Los cambios de época apenas se perciben en un par de autos: uno trae GPS, otro es un modelo antiguo. Cuál es el nexo que une las piezas es algo que Arriaga demora en revelar, aunque la intriga vaya desvaneciéndose de a poco después de los primeros 40 minutos de idas y venidas en el tiempo y el espacio mientras se sigue la relación de los dos jovencitos, las andanzas de la mujer de turbio pasado y el drama de los amantes carbonizados. La muy laboriosa (y gratuita) construcción y los trucos de Arriaga apenas disimulan los tintes telenovelescos de una historia más bien trillada. Lo mejor está en las atractivas imágenes de Robert Elswitt y en el empeño que ponen las actrices (Lawrence, Basinger y Theron, en ese orden) para contagiar alguna emoción.