Doloroso legado de un tiempo violento Cinco minutos de gloria vuelve -en formato de thriller- sobre las heridas aún abiertas en Irlanda del Norte En un documental de televisión sobre el violento conflicto que en la segunda mitad del siglo XX enfrentó a protestantes y católicos en Irlanda del Norte, y en especial sobre las hondas heridas que dejaron tantos años de contienda, el dramaturgo y guionista Guy Hibbert conoció a los personajes que le inspiraron esta historia: un protestante (al que llamó Alistair Little) y un católico (Joe Griffin). El programa proponía el encuentro de homicidas con familiares de sus víctimas. En 1975, Griffin tenía 11 años y estaba jugando solo en la vereda de su casa cuando vio que Little, entonces de 17, bajaba de un auto, se acercaba a la ventana y disparaba contra Jim, su hermano mayor, sentado en el living frente al televisor. En la realidad, la BBC propuso un encuentro entre los dos hombres para registrarlo en el documental, pedido que Joe rechazó de plano. Hibbert quiso imaginar qué podría haber sucedido si el encuentro se hubiera producido. El resultado es este film desparejo, pero interesante. La ardua entrevista -que un equipo de TV prepara en detalle- es el eje sobre el que gira el suspenso de esta historia que mezcla el nervio del thriller con el drama psicológico. Se trata de examinar los sentimientos que han ido germinando en uno y otro durante todos estos años y de determinar si hay alguna vía posible para la pacificación. Sentimientos Tras el logrado prólogo que informa sobre el ambiente de violenta hostilidad que se vivía en la época y que expone secamente la escena trágica, el film se centra en los hechos actuales: un montaje paralelo muestra a cada uno en viaje hacia el encuentro marcado: los monólogos interiores, los breves diálogos de cada uno con su respectivo chofer y algunos flashbacks que vuelven al pasado ilustran sobre su estado de ánimo. Que el libreto abuse de las palabras y que Hirschbiegel no ahorre efectos para alimentar el suspenso no impide que el relato resulte tenso y bastante eficaz, sobre todo por la contención y el compromiso con que Liam Neeson y James Nesbitt asumen personajes completamente opuestos. En cambio, es bastante notorio que el desenlace responde más a la voluntad del guionista que al rigor puesto en juego en una historia que aborda temas tan complejos como la culpa, el rencor, el remordimiento, la venganza y la necesidad de perdón.
Vardalos descree del amor, pero le saca el jugo Tampoco tiene suerte como directora Para Genevieve, el amor supone una especie de amenaza a la libertad, un trastorno que conviene mantener a distancia, o por lo menos bajo control, y por eso tiene su teoría: después de cinco encuentros con un hombre (cualquiera que sea) el encanto empieza a desvanecerse y es hora de abandonar; nunca debe llegarse a la cita número seis. Claro que, por otro lado, no ve con malos ojos los rituales del amor, porque sabe que pueden proporcionarle buenas ganancias. Esa aparente ambivalencia tiene sus razones. El escepticismo respecto del amor es un mecanismo de defensa y viene de su experiencia familiar: la infidelidad de papá hizo sufrir mucho a su madre y ella no quiere pasar por el mismo desencanto. En cambio, su simpatía hacia la liturgia comercial del Día de los Enamorados -que se encarga de promover- responde a motivos estrictamente lucrativos: cuando llega el Día de San Valentín su florería de Brooklyn se llena de novios olvidadizos en busca de regalos de último momento. El método para promover las ventas suele resultarle infalible. La estrategia para prevenir el enamoramiento, no. Y así debe ser para que haya romance y comedia (aunque sea una tan chirle como ésta) y para que Nia Vardalos siga comprobando que la increíble suerte que la acompañó como autora e intérprete de Mi gran casamiento griego la ha abandonado. Chirle Tras el fiasco de Mi vida en Grecia , decidió hacerse cargo ella misma de la dirección y el resultado no es demasiado alentador. Sobre todo porque a un libreto sin demasiada chispa suma escaso rigor para dirigir a sus actores (aunque hay varios lo suficientemente buenos como para arreglárselas solos); para sostener el ritmo y para controlarse a sí misma, que se pasa la película sonriendo como en una propaganda de dentífrico. John Corbett (el mismo de Mi gran casamiento griego ), es el nuevo dueño de un restaurante del barrio con el que pasará la prueba de las cinco citas y vivirá después equívocos y acercamientos suficientes para completar los 86 minutos. Todo es tan previsible y ñoño que sólo lo disfrutarán los incondicionales de Nia, de presencia casi constante en la pantalla.
Un intenso drama pasional Catherine Corsini dirige este triángulo amoroso a cargo de muy buenos actores La bella señora burguesa secretamente frustrada que, una vez criados los hijos, quiere recuperar una vida propia; el marido poderoso que sólo habla de dinero, la colma de lujos y la exhibe (y la considera) como una posesión más; el albañil fornido, rústico y simple pero respetuoso que pasa largas jornadas en la mansión mientras construye el consultorio donde ella volverá a ejercer su profesión de fisioterapeuta. Además, muchas horas de obligada convivencia entre la dueña de casa y el obrero. Todo listo para que el fuego se encienda y se consume el clásico triángulo que, como el mismo film se encarga de sugerir en el comienzo, concluirá con un disparo. No puede decirse que la propuesta de Catherine Corsini rebose originalidad ni que le tema a los clichés. Cuando la esperada chispa se produce y el trato educadamente cordial entre la dama y el proletario deriva en pasión voluptuosa e incontenible, la reacción del tercero, el engañado, tan convencido de la distancia que separa a las clases que ni siquiera recelaba de esa presencia masculina en el hogar, es violenta y se exterioriza en el terreno donde él lleva las de ganar: el del poder económico. Probablemente su furia procede menos de los celos que de la secreta humillación de sentirse derrotado por un ser que juzga de clase inferior. Partir quiere ser la radiografía de una mujer cuya crisis existencial se manifiesta en una rebelión contra el orden social que le ha destinado un papel pasivo y que hasta aquí aceptó por comodidad, por negligencia o por subordinación a las convenciones y, al mismo tiempo, la historia de un amour fou , quizá concebido con el pensamiento puesto en Truffaut (de sus films vienen las citas musicales) y en especial en La mujer de la próxima puerta . Estamos lejos aquí de esa referencia, pero aun así pueden anotarse aciertos en el film de Corsini: en especial el desempeño de Kristin Scott Thomas, Sergi López e Yvan Attal, en ese orden, que transforman personajes esquemáticos en seres vivos turbados por la pasión; la elegancia con que han sido resueltas las escenas eróticas y la admirable fotografía de Agnès Godard.
Entre la ley y el deber moral El rumano Corneliu Porumboiu retrata ácidamente a la sociedad de su país Puede conducir a algún equívoco la palabra policía en el título de este inteligente y sardónico examen de una sociedad -la rumana- en la que todavía perduran las huellas de la dictadura. Aquí no hay enigmas detectivescos que deban ser resueltos en el último cuarto de hora, ni mucho menos acción vertiginosa, persecuciones, tiroteos u otros elementos habituales del thriller. Sí hay violencia, aunque se manifiesta no en términos físicos sino psicológicos y morales. Y tampoco falta el suspenso, si bien cuando éste se vuelve más intenso es en la escena crucial en que también el absurdo (elemento presente en toda la película) ha sido llevado al extremo: la animan tres hombres que discuten en torno de un diccionario el significado de palabras como ley, conciencia o moral. No hace falta más para comprender que este nuevo film de Corneliu Porumboiu ( Bucarest 12.08 ) está lejos del nervio del policial y que su propósito no es precisamente generar adrenalina sino echar una mirada lúcida y ácidamente irónica sobre conductas, hábitos, estructuras de pensamiento, formas de comunicación y aun instituciones en cuya burocrática parálisis se perciben las marcas del pasado. La acción es mínima, y son largos los silencios (o los tiempos de tensa espera) que se alternan con las escenas de diálogo. Los que abordan cuestiones éticas y deberes profesionales o los que suenan triviales y rutinarios: todos tienen aquí su lógica y su razón de ser. Presiones El protagonista es Cristi, un joven policía encargado de investigar a un estudiante que diariamente, a la salida de clases, fuma y comparte hachís con sus amigos. Según la ley, es un delito, y el jefe presiona en busca de pruebas incriminatorias; exige la identificación de un culpable para castigarlo y quizá también para disipar la responsabilidad colectiva. Cristi, que vive un dilema moral -se niega a cargar con la culpa de haberle arruinado la vida a un muchacho por una falta que pronto, como en el resto de Europa, dejará de ser penada-, intenta demorar la investigación con evidencias nimias e informes tan prolijos como banales y hasta risibles. Lo que naturalmente conducirá a un conflicto con la superioridad. En una escena doméstica, Cristi discute largamente con su esposa -profesora de lengua- el sentido de las palabras de una canción popular. Ella le habla de imágenes, de símbolos. Cristi no tiene paciencia para metáforas, prefiere un lenguaje más directo. Al final, en la admirable escena del diccionario vuelve a hablarse de palabras y conceptos. Es un tema central del film porque es en el lenguaje (y su significado, o la ausencia de éste), donde mejor se traduce la disyuntiva del personaje y, sobre todo, el estado de una sociedad en transición.
Mucha acción para tan poca historia Cameron Diaz y Tom Cruise, la pareja con poca química que protagoniza la comedia Encuentro explosivo El encuentro no es muy afortunado, y no sólo por los contratiempos que le acarrea a Cameron Díaz tropezarse con un Tom Cruise en plan de agente secreto, sino porque desde un principio se hace evidente que entre los dos no existe demasiada química. En cambio, explosiones sobran, como sobran corridas vertiginosas -por tierra, mar y aire- en toda clase de vehículos, muchos de los cuales terminan haciendo piruetas antes de convertirse en chatarra, derritiéndose en medio de una bola de fuego o desintegrándose pieza por pieza mientras se obstinan en persecuciones similares a las que hemos visto en cientos de producciones de Hollywood tan poco memorables como ésta. James Mangold parece creer que una comedia de acción (etiqueta que le calza a Encuentro explosivo mejor que la de thriller romántico, dada la falta de romance que hay en la película), resulta más eficaz cuanto más impactos acumule. Sólo quienes coincidan con él en ese aspecto (y los fans incondicionales de Cruise y Diaz, claro), hallarán algún motivo de interés en la película; a los demás la sobredosis les resultará contraproducente, sobre todo porque no hay historia que la justifique. Entre James Bond y Roy Miller, que quiere ser su émulo y por eso recorre escenarios exóticos, emplea armas sofisticadas y mantiene la calma y el humor mientras intercambia disparos en todas direcciones, hay más de una diferencia. Aquél tenía licencia para matar; éste parece tener la obligación de hacerlo. Aquél nunca desatendía a la(s) chica(s) bonita(s) que le tocaba(n) en suerte; éste está tan ocupado defendiéndose de los enemigos que le brotan de a cientos, que le queda poco tiempo para romances. Y eso que fue por su culpa que la pobre June, enamorada (y también experta restauradora) de autos de colección, se ha metido en medio de una guerra entre el FBI, agentes secretos, traficantes y mafias varias. Todos andan detrás de una superbatería experimental chiquita como una pila doble A pero capaz de proveer de energía a una ciudad entera. El inconsistente libreto (que incluye apenas indicios de romance) no resiste el menor análisis, pero hay acción sin freno y eso, para los responsables del film, parece suficiente.
El espíritu juvenil de Alain Resnais En Las hierbas salvajes, el director francés, de 87 años, invita a entregarse al placer de lo inesperado y lo irreal Más libre que nunca, con la misma audacia que mostraba en Hiroshima mon amour , Hace un año en Marienbad o Providence , la elegancia formal que define su estilo y la voluntad de seguir experimentando, Alain Resnais se libera aquí de unos cuantos códigos, lo que deleitará a espíritus tan indeclinablemente juveniles como el suyo y desconcertará a quienes vayan en busca de una historia psicológicamente coherente, cuya lógica narrativa responda a explicaciones razonables y, en lo posible, que tenga un principio y un fin. Las hierbas salvajes es, sobre todo, imprevisible. Parte de un hecho banal para después permitirse todas las digresiones posibles, y la única lógica a la que parece responder, en todo caso, es la del absurdo. Pero ese recorrido fortuito -que quizá no lo sea tanto, ya que conduce, aunque por caminos improbables, a temas como la pasión, la obsesión, la necesidad de ser amado, el dolor o la muerte- está lleno de sorpresas, de imaginación, de jugosos ping-pongs verbales, de humor. Los personajes responden a impulsos irracionales; no saben adónde van, pero su paso es firme, decidido. La voz en off del narrador omnisciente intenta poner algún orden en esta historia que a ratos no tiene pies ni cabeza, pero titubea, se corrige o se contradice tanto que agrega ambigüedad. En el principio hay algo de Hitchcock en los planos detalle que refieren el hecho determinante de la acción: a una mujer que sale del local donde acaba de comprarse zapatos -después sabremos que es madura, soltera, dentista y piloto de aviones- le roban la billetera que llevaba en la cartera. Un hombre la encuentra, sin dinero pero con toda la documentación, en un estacionamiento cercano, y decide entregarla a la policía, pero -burocracia mediante- su gestión fracasa, de modo que decide encargarse él mismo de la devolución. La búsqueda se hace obsesiva para este burgués casado, retirado y con un pasado misterioso. Y la historia, a partir del encuentro que al fin se concreta, sigue los rumbos más azarosos. Resnais invita a entregarse al placer de lo inesperado y lo irreal, el placer del puro cine. El principal interés del film está precisamente en esa deriva constante, en ese andar -desentendido de todo realismo- donde todo es posible, pero nunca faltan la gracia, la inteligencia ni la diversidad de personajes atractivos, a los que el cineasta concede atención y ternura similares. Como sucede siempre en sus películas, el elenco funciona como una orquesta perfecta, y el acople de imágenes, palabras y música confirma que detrás de la cámara hay un director de los grandes.
Un film noble, generoso y conmovedor Este multipremiado film, modesto en su producción, noble y generoso en su espíritu y, sobre todo, genuinamente humanista es una joya rara en el cine de hoy. Aquí la emoción no depende de manipulación alguna, ni del impacto visual, ni de los golpes de efecto, ni de las apelaciones sensibleras: emana de la intensa verdad de los personajes, del calor humano y la solidaridad sin retórica que ellos cultivan, y también del rigor puesto por los realizadores en el retrato de sus experiencias. Fogueados en el documental, la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel se internan en una pequeña comunidad de artistas errantes e introducen un elemento de ficción que opera como catalizador para observar, manteniéndose siempre cerca del mundo real, cómo son y cómo viven. La historia inventada es la de Aia, una nena de 2 años que ha sido abandonada en un parque y es recogida por una pareja y un adolescente pertenecientes a una pequeña troupe de artistas de circo que se ha instalado a pasar el invierno con sus trailers y sus pocos animales en un alejado suburbio de Roma. La situación puede ser imaginaria, pero no se la ve (ni se la vive) como ficción fundamentalmente porque los personajes, el ambiente físico y social en el que se desenvuelven, sus hábitos cotidianos, sus sentimientos y sus alegrías simples son verdaderos. Cada uno se representa a sí mismo. Patti, una especie de Anna Magnani de pelo rojo, fuerte carácter y espíritu maternal; Walter, su marido, el alemán que es lanzador de cuchillos, entrenador de perros, payaso y forzudo, y Tairo, el adolescente que tras la separación de sus padres ha encontrado en ellos una familia sustituta. En medio del entorno precario (conviene aclarar que no hay aquí pizca de miserabilismo), de las tierras bajas, el clima hostil y los arduos trabajos que imponen tantas carencias, lo que se percibe es solidaridad, benevolencia y amor, un amor del que no hace falta hablar porque está en cada gesto. Esa atmósfera es la que espera a Aia (Asia Grippa, una criatura de gracia absolutamente irresistible), que más que protagonista termina siendo un poco espectadora porque lo que importa en la película no es tanto la pequeña historia de sus días en el campamento sino el retrato de un grupo capaz de transmitir su saber y sus valores, de afirmar su identidad y de preparar a sus hijos para el cambio, y acaso también para un nomadismo que no será necesariamente sólo geográfico. Detrás de ese retrato, del tema del abandono y de la sensible aproximación al nacimiento del amor maternal y de los afectos sobre los que se construye una familia de veras (aunque sea una tan heterodoxa como ésta), hay una sutil observación del cuadro social. Los realizadores trabajan casi continuamente con la cámara en mano, lo que incide en el acercamiento afectivo hacia los cuatro personajes. Todos, por cierto, inolvidables.
Un espacio de ilimitada libertad Océanos, un viaje fantástico que se distancia del documental convencional "¿Qué es el océano?" La pregunta del chico ante el imponente espectáculo es tan natural en su ingenuidad como dificilísima de responder, tan ilimitada es la riqueza y la diversidad que ofrece el mar, tantas sus caras, tantos los posibles puntos de vista para abordarlo. Perrin y Luzaud eluden la fórmula del texto ilustrado; en lugar de tomar distancia para echar una mirada objetiva, describir el fenómeno desde afuera, y explicarlo, eligen el camino opuesto: invitan a introducirse en el océano, a presenciar la vida tal como se manifiesta en ese espacio de ilimitada libertad, a sentir la sensación de convivir con quienes lo habitan (desde criaturas familiares como ballenas, focas o sardinas hasta seres extraordinarios de todas las formas, tamaños y colores imaginables), conocer su hábitat, sus rutinas, sus modos de supervivencia y hasta los "santuarios" donde ningún equilibrio natural ha sido alterado. Los guías de este viaje fantástico, que no tiene hoja de ruta porque en la inmensidad del mar todos los rumbos son posibles, serán los propios animales marinos. Haber podido resolver la dificultad central -¿cómo acompañar con las cámaras sus veloces desplazamientos?- es uno de los grandes aciertos del equipo multidisciplinario que trabajó años en la concreción del film. Pero la proeza técnica no debe distraer de otros méritos destacables. Uno de ellos reside en la aplicación del lenguaje del cine a este homenaje a la naturaleza. En Océanos caben todos los géneros: hay acción, por supuesto, con veloces persecuciones y ataques fulminantes; suspenso en el peligroso descenso hacia el mar de las tortuguitas recién nacidas; coreografías dignas de un musical en los movimientos de los cardúmenes y la elegante plasticidad de solistas que pueden ser ballenas, mantarrayas o medusas; batallas épicas como la de los cangrejos, un ataque aéreo con las aves precipitándose en picada sobre un banco, cine catástrofe en la impresionante secuencia de la tempestad. Además, los delfines dan clases de surf y las iguanas marinas, así como otros bichos insólitos, aportan un toque de ciencia ficción. El film ahorra palabras (para algunos, quizá demasiado), pero a cambio ofrece imágenes elocuentes: la de un buzo nadando junto a un tiburón, y su contrapartida, el ataque de pescadores a otro escualo, devuelto al agua tras cortarle las aletas. Un changuito de supermercado en el fondo del mar también habla del daño que el hombre inflige a la naturaleza. Al esplendor visual debe sumarse la bella música de Bruno Coulais.
Deslucida versión de una novela de Pablo Coelho Pobre adaptación de Verónika decide morir Desde luego no es el propósito del film ayudar a comprender el fenómeno Paulo Coelho, pero sin duda muy poco aporta esta adaptación de una de sus novelas más exitosas. El problema reside, probablemente, en que el fuerte atractivo de las obras del best seller brasileño depende menos de las anécdotas que en ellas se relatan que de las generosas dosis de "revelaciones" y grandes verdades (superficiales, parecidas a las de muchos libros de autoayuda), que el autor desliza en medio de ficciones envueltas en un esotérico pero accesible clima de espiritualidad. El film -en realidad, ya hubo uno anterior basado en la misma novela y realizado en 2005 por el japonés Kei Horie- debe sacrificar ese costado aleccionador (aunque reserva bastante material para los diálogos del psiquiatra y para la moraleja final) y ceñirse a una trama que, por obra de la adaptación, no es precisamente jugosa y cuyos personajes carecen de consistencia. Todo gira en torno de una mujer joven cuyo vacío existencial -producto de un mundo materialista y hueco en el que no cabe la espiritualidad- la lleva a intentar el suicidio, y del proceso de revalorización de la vida que experimenta después, gracias a un amor improbable y repentino, cuando el destino la condena a morir pero le quita la posibilidad de elegir cuándo. La torpe adaptación y el lenguaje gélido y escasamente riguroso de la directora Emily Young, que no consigue convertir a personajes que son puro cliché en seres humanos reconocibles, echan a perder cuanto podía haber de sustancia dramática en la historia. La pintura de los pacientes del lujoso establecimiento psiquiátrico donde casi todo transcurre responde a los estereotipos más arraigados. Poco puede hacer Sarah Michelle Gellar con un papel tan poco elaborado como el de la deprimida Verónika y mucho menos sus compañeros de elenco, entre quienes aparece -fugazmente, por fortuna-, la admirable Barbara Sukowa.
Otro ejército en las sombras Flame y Citron, un thriller inspirado en personajes reales de la resistencia danesa Los códigos del thriller y del film noir aplicados a la revisión de los movimientos de Resistencia contra los nazis. En lugar de la clásica imagen romántico-sentimental de los héroes, un serio intento por internarse en las zonas grises del funcionamiento de la organización y en las no siempre claras motivaciones que rigen los planes de acción, al mismo tiempo que profundizar en la incidencia que los conflictos y las contradicciones morales de cada individuo en medio de la atmósfera convulsionada de la guerra y las irregularidades de la vida clandestina tienen en el desarrollo de los hechos. Al danés Ole Christian Madsen le interesa introducirse en los rincones más oscuros de esta lucha emprendida por gente que se ha armado en defensa de la propia tierra; allí donde todo se vuelve sospechoso, desde la lealtad de los compañeros y las conductas de una amante-colega hasta la legitimidad de las órdenes que vienen de comandos lejanos o la verdadera finalidad que éstas persiguen. El film está inspirado en personajes reales y se desarrolla en unos meses de 1944 en la Dinamarca ocupada: Flame y Citron (nombres de guerra de un joven pelirrojo y un ex mecánico de Citroën) forman un equipo experto en la eliminación de nazis, preferentemente daneses y varones: uno es el tirador; el otro, el chofer; sus accciones, estudiadas y fulminantes. Las mujeres constituyen su flanco débil: el sudoroso y atormentado Citron se desvela por una esposa y una hija a las que apenas puede sostener. El gélido e implacable Flame se enreda con una enigmática y bella mujer casada que dice actuar como correo entre el grupo resistente de Copenhague y Estocolmo. El nervio del thriller domina la primera parte del film, donde ya se plantean los dilemas y las dudas que irán conduciendo a la tragedia y a la desesperada lucha por la supervivencia en la segunda, y donde ganan espacio los arduos planteos que tanta polémica generaron en Dinamarca. Madsen, que ha visto El ejército de las sombras (Melville, 1969), puede hacer a veces alguna concesión a las necesidades del thriller, pero impone un ritmo tenso y vibrante y confía en el contenido dramático de sus imágenes. Además se apoya en el talento de sus notables colaboradores (el fotógrafo Johansson, el músico Fundal) y del magnífico elenco en que sobresalen Thure Lindhart (el inflexible Flame) y Madd Mikkelsen (Citron), recordado villano de Casino Royale.