La magnética danza de los monstruos Un accidente ocurrido en una planta nuclear cercana a Tokio es la punta del iceberg. Detrás del desastre hay un secreto que puede cambiar la historia del mundo. Poderosas fuerzas se agitan en las profundidades del Pacífico, y hay una familia cuyo destino está atado a los devastadores efectos que producen. Es curiosa la reacción provocada por “Godzilla” entre los críticos. Se la ama o se la odia. No hay medias tintas en las opiniones, mucho menos indiferencia ante una película tan gigantesca en su despliegue visual como el protagonista. Eso sí: Godzilla -o Gojira. como lo llama el científico interpretado por Ken Watanabe- se hace esperar. Va exhibiéndose de a poco, como esas estrellas que generan expectativa a fuerza de amagues y, por supuesto, se reservan los primeros planos. Esta “Godzilla” no será un clásico, pero tampoco es pésima como la versión que filmó Roland Emmerich en 1998. Al contrario. Hay mucho de tributo a las ¡28! películas que el monstruo mutante rodó en Japón. Que se alimente de radiación y posea superpoderes, por ejemplo, remite a esas entrañables producciones de los estudios Toho. O que libre épicas batallas con otros gigantes. Claro que esta es una superproducción de Warner y Legendary, con 160 millones de dólares de presupuesto. ¿Quién imagina una película de Godzilla sin ciudades arrasadas? Aquí les toca a Las Vegas y a San Francisco, mientras los cañonazos del ejército son como mosquitos de los que el monstruo apenas toma nota. Lo impactante de la puesta se ajusta a una historia sin demasiadas luces. No faltan el secreto ni la teoría conspirativa, mientras como fondo el director británico Gareth Edwards va subrayando ramplonamente algunos consejos sobre el cuidado del medio ambiente. Lo más flojo son las actuaciones: David Strathairn se mueve en piloto automático y Bryan Cranston (con pelo) pide a gritos que vuelva “Breaking bad”. Esta es una de monstruos, sí, pero ¿hace falta escribir diálogos tan sosos?
Divertidos, originales; siempre irresistibles Constantine, la rana más peligrosa y sanguinaria del mundo, ha escapado de la prisión en Siberia. Tiene un plan: apoderarse de las joyas de la corona británica. La gira europea de los Muppets puede ser la pantalla ideal para que Constantine se salga con la suya. ¿Y qué pasará con Kermit, idéntico al más buscado de los maleantes? La película empieza exactamente donde terminó la aventura anterior, con el The End dibujado en el cielo. ¿Y ahora qué?, se preguntan los Muppets. “¡Hacemos una secuela!”, cantan a coro en un brillante número que hasta se permite parodiar a Ingmar Bergman. Gran comienzo para esta aventura europea de la troupe creada por Jim Henson y felizmente revivida gracias a la dupla James Bobin (director)-Nicholas Stoller (guionista). El carácter multitarget es uno de los activos históricos de los Muppets. No lo perdieron, así que bajo el paraguas de sus historias siguen refugiándose con idéntica comodidad y gozo los chicos y los grandes. La película -como la inolvidable serie de TV- transita por diferentes planos, desde la comedia física más elemental hasta los juegos de palabras y los guiños cinéfilos. Lástima que a Tucumán llegó la copia traducida, lo que ayuda a los chiquitos pero perjudica los estiletazos dialécticos y -en especial- al espíritu de las canciones. Habrá que esperar el DVD. Como es tradición, por la pantalla desfilan infinidad de estrellas. Es un cameo tras otro, al punto de que más de una cara conocida pasará sin ser reconocida (¿es Sylvester Stallone el que lleva una escalera en una de las primeras escenas?). Cierra el gran Frank Langella. Ricky Gervais y Tina Fey se lucen en los protagónicos, mientras Ty Burrell compone una desopilante dupla de investigadores con Sam. Claro que las estrellas serán siempre los Muppets, milagrosas criaturas capaces de sobrevivir a la todopoderosa animación digital. ¿No es maravilloso disfrutar una película con marionetas de verdad? Y aquí no faltó la tentación de escribir marionetas de carne y hueso. Y eso que hace tiempo y a lo lejos Kermit era René y a Fozzie le decíamos Figaredo, pero se sabe que Disney decidió unificar los nombres y a otra cosa. En fin. Los números musicales son buenísimos, incluyendo un dueto entre Miss Piggy y Celine Dion. Hay intrigas, romance, mucha emoción y gags de punta a punta. Así son los Muppets. Marca registrada.
El héroe que ama, sufre y se hace preguntas Un accidente ocurrido en las entrañas de la misteriosa OsCorp transforma al ignoto empleado Max Dillon en el poderoso Electro, un ser hecho de energía que tiene una obsesión: destruir al Hombre Araña. Mientras tanto, Peter Parker intenta desentrañar los secretos que rodearon a la muerte de sus padres. A una película del Hombre Araña se le exige que nos invite a volar con el superhéroe por Nueva York. Y también se le exige buenos villanos, a la altura del cómic -de cuyas entrañas surgieron- y capaces de llevar al límite a Peter Parker. Por ese lado la cuota está generosamente cumplida. Y con un plus: Jamie Foxx se mete en la piel del vengativo Electro. Los buenos actores, en el papel que sea, suman generosos puntos. Andrew Garfield es mejor Hombre Araña que Tobey Maguire. Es más fresco, divertido, chispeante, definitivamente cercano a los albores del personaje creado por Stan Lee y Steve Ditko. Es cierto que Maguire contó con Sam Raimi al timón de la trilogía anterior, pero aquí Marc Webb no lo hace nada mal. Lo que le falta de creativo lo suple con oficio para narrar y pericia para emocionar en cada batalla del arácnido. Contextualicemos: esta película forma parte de una tetralogía, cuyas próximas entregas se anuncian para 2016 y 2018. En el medio habrá spin-offs; desprendimientos de la historia original. Por ejemplo, un filme para los Seis Siniestros, un dream-team de villanos que cuenta con una legión de seguidores en el cómic. Esto explica muchas cosas que van pasando, sobre todo durante la media hora final. Varios personajes se van presentando durante la película, lo que articula narraciones paralelas que es necesario seguir con atención. Al Hombre Araña le toca escudriñar en su pasado familiar, resolver el romance con Gwen Stacy (bellísima Emma Stone), reencontrarse con su viejo amigo Harry Osborne (Dane DeHaan, excelente decisión de casting) y, de paso, enfrentarse con Electro. Huele a dispersión temática, pero es un clásico del universo Marvel que responde a una lógica. La del Hombre Araña es una aventura a largo plazo y esta segunda parte -explosiva, entretenida, lujosamente filmada (con un presupuesto de 200 millones de dólares)- es apenas otro ladrillo en la pared.
El rompecabezas manchado de sangre El equipo periodístico integrado por la escritora Nurit Iscar -a quien apodan Betibú-, el veterano cronista Jaime Brena y un joven editor de noticias policiales investiga un crimen. Es un caso resonante, que explotó en el interior de un country y encierra una compleja trama de intereses personales. La participación de muy buenos actores en roles secundarios (Norman Briski, Lito Cruz, Osmar Núñez, Carola Reyna) jerarquiza películas como “Betibú”. Claro, es lo más cercano a un cine industrial argentino. O, mejor dicho, la clase de filmes que se producirían a roletes si en nuestro país existiera una industria. Películas necesarias, bien hechas sin alcanzar alto vuelo artístico -y tampoco lo pretenden-, capaces de traccionar al público a las salas. Cine de género, en este caso policial, que se permite rozar otros temas. Detrás de “Betibú” aparecen la novela de la exitosa y prolífica Claudia Piñeiro y la producción de Daniel Burman, Diego Dubcovsky y el omnipresente Axel Kuschevatzky. Fuertes espaldas para que el director y guionista Miguel Cohan (el mismo de “Sin retorno”) moviera las fichas de este thriller que no renuncia a las formas ni a los principios de un intríngulis policial con todas las letras. Hay una víctima famosa, crímenes conectados, sospechosos que van descartándose y una foto que se las trae. Piñeiro ya había escrito sobre la cara oculta de los countries (“Las viudas de los jueves”, llevada al cine por Marcelo Piñeyro), pero felizmente la trama escapa de ese ámbito porque el rompecabezas va armándose en otras escenografías. La búsqueda de esas piezas y las vueltas de tuerca -pocas, pero eficaces- son las que mantienen la tensión. Los diálogos breves y creíbles son un activo de “Betibú”, tanto como las actuaciones y el oficio con la que están resueltos planos y situaciones. Esa sencillez es toda una fortaleza visual. “Betibú” ensaya una visión sobre la prensa gráfica, algo estereotipada es cierto, tanto como la construcción de otros personajes (el informante, el comisario de la Bonaerense). Hay trazos gruesos de la relación de Betibú con el jefe de Redacción. También queda algún cabo suelto en el epílogo, que de todos modos se plantea tan abierto como previsible.
Un superhéroe capaz de plantearse dudas Algo sucede en el interior de SHIELD, la organización que nuclea a los paladines de la justicia. Las sospechas del Capitán América no son infundadas, ya que de repente él y Nick Fury quedan en el ojo de la tormenta. Mientras tanto, en el horizonte aparece un nuevo y temible villano, una máquina de matar a la que se conoce como El Soldado del Invierno. Las películas de Marvel son piezas de un enorme rompecabezas. Cada filme de Iron Man, Thor, Los Vengadores y el futuro Hombre Hormiga están relacionados por la línea temporal y por los hechos que los unifican. Son historias dentro de una gigantesca trama que el estudio va hurdiendo al compás de la recaudación. Y le va de maravillas. En este universo, el Capitán América juega un rol preponderante. Marvel está construyendo el líder que en el mundo del cómic nadie discute. Sobre ese rasgo de Steve Rogers gira buena parte de “Capitán América y el Soldado del Invierno”. El Capitán América permaneció congelado desde la época de la Segunda Guerra Mundial. Revivió en un tiempo que no comprende y en el que siente que no encaja. Son sus creencias, tan sólidas como antiguas, las que lo empujan a seguir. Pero las dudas lo asaltan, le fruncen el cejo. Rogers duda y eso también es propio de los líderes positivos. No es un fanático en una época cien por ciento pragmática. Las escenas de acción son fabulosas. Los hermanos Russo las rodaron a toda velocidad, tanta que a veces cuesta seguir el vuelo del escudo del Capitán América (sí, esta vez el escudo es protagonista). Que nadie olvide que esta es una película de superhéroes. ¿Las luchas cuerpo a cuerpo? Sensacionales. El Capitán América no está solo. Viuda Negra lo secunda durante casi toda la historia y en el momento justo Marvel introduce otro héroe clásico de su staff: Halcón. Se necesita eso para resistir los embates del enigmático y poderoso Soldado del Invierno, personaje que llegó para quedarse. Que el Capitán América dude y se haga preguntas no implica que la película sea un estudio sobre la condición humana. Hay límites que a Marvel no le interesa cruzar. De allí que los diálogos transiten por los carriles de la obviedad, por más que sea Robert Redford quien esté hablando en la pantalla. Redford juega un rol decisivo en el entramado de SHIELD, pero mejor no contemos más. Entretenida, vistosa, tan bien hecha como cada pieza del lujoso puzzle de Marvel, “Capitán América y el Soldado del Invierno” cumple con el más trascendente de sus objetivos: deja con ganas de más.
Una (no tan) extraña historia de amor “¡Te enamoraste de tu computadora!”, le dice a Theodore su ex esposa. Ella acaba de firmar los papeles del divorcio y no puede creer lo que le están contando. Y de inmediato clava el estilete: “¿ves que nunca pudiste lidiar con la realidad?” No obstante, el amor de Theodore por Samantha -el sistema operativo que le susurra con la voz de Scarlett Johansson- es bien real. Tanto que cuando momentáneamente se interrumpe la comunicación él entra en pánico. Corre a cualquier parte. Se cae. Ese sufrimiento, tan palpable, aflora en la formidable interpretación de Joaquin Phoenix. Spike Jonze transita mundos paralelos en su cine. Lo que lo distingue es la capacidad para que esas líneas espaciales y temporales se mezclen con el aquí y el ahora. Las películas de Jonze nos convencen de que todo puede suceder. ¿Ven que sencillo es?, interpela Jonze. ¿Se dan cuenta lo cerca que estamos de enamorarnos de un software? La relación de Theodore y Samantha respeta las convenciones de una relación formal y eso es inquietante. También un poco siniestro, por ejemplo cuando ella apela a una chica para que le ponga carne al sexo, desarrollado hasta allí en clave de chat. En ese mundo por el que se mueve Theodore todos transitan por la vida mirando pantallas y hablando... ¿con quién? Nada que no se vea hoy en día por las calles de cualquier ciudad. Jonze escribió una gran historia (el guión le reportó un Oscar y un Globo de Oro) y la filmó con un cuidado preciosista. Hay un gran diseño de producción, un gran cuidado por el uso del color y de la luz. Viñetas perfectas que se suceden y remiten al cine de Wes Anderson y de Chan-wook Park. Flashbacks veloces e imprescindibles. Podría afirmarse que “Ella” es, también, una gran película acerca de la soledad y de la tristeza. La que transmite, por ejemplo, Amy Adams, irresistible en su vulnerabilidad. Por esos intersticios del corazón se filtra Samantha. Y Theodore, humano a fin de cuentas, aprende a entregarse.
Un reguero de sangrientas venganzas Mientras Leonidas y sus valientes espartanos luchan a muerte en el Paso de las Termópilas, la flota persa se dispone a invadir el país por el sur. El ateniense Temístocles sabe que la unión de todos los griegos será la única manera de frenar la debacle y por eso intenta convencer al reino de Esparta para que se una a la cruzada. Al comando de los barcos de Jerjes, el dios-rey, está la bellísima Artemisia, dispuesta a todo para lograr la victoria. Esta secuela de “300” es una historia de venganzas. Venganza de la reina Gorgo por la muerte de su esposo, Leonidas. Venganza de la comandante Artemisia, marcada por la tragedia familiar y por las vejaciones sufridas cuando era niña. Venganza de Jerjes por el destino de su padre. Hay mucha gente enojada y por eso se explica la furia colectiva. Claro que de shakesperiano la película sólo tiene el enunciado. La carcaza. La pulpa del filme -fácil es imaginarlo- se consume en los campos de batalla. En la tierra y, sobre todo, en el mar. Sombríos y feroces, los comics de Frank Miller desnudan las aristas más primitivas de la condición humana. El escenario de las lejanas guerras médicas es ideal para potenciar esa violencia explícita. Miller no se pregunta cómo habría cambiado el destino del mundo si los persas hubieran conquistado Grecia. Para él las batallas -Maratón, las Termópilas, Salamina- son decorados entre los que fluye la sangre y los hombres hacen su trabajo. Zack Snyder tradujo a la pantalla ese idioma y esa estética en la primera parte. Aquí dejó la dirección en manos del israelí Noam Murro, pero se reservó la supervisión del guión y de la producción. Las cosas no habrían sido muy diferentes con Snyder detrás la cámara. El Leonidas de Gerald Butler magnetizaba mucho más que el Temístocles que encarna el australiano Sullivan Stapleton (foto), un héroe que no mueve la aguja. El personaje clave es entonces Artemisia (Eva Green), comandante de la flota persa, perversa (con sus motivos) e irresistible. Se desinfla un poco Jerjes (el brasileño Rodrigo Santoro), tal vez porque descubrimos su camino al trono; tal vez porque le faltan los elementos mágicos/místicos con los que Snyder lo rodeó en la historia original. Series como “Spartacus” y “Vikingos” beben en las mismas aguas de “300”. El show de sangre salpicada sobre el lente, amputaciones y crímenes por el estilo ya no se sostiene por sí mismo; es imprescindible una buena historia que apuntale el chisporroteo de las espadas que se cruzan y los lanzazos que vuelan. Eso sí: el final pavimentó el camino para la tercera parte. A Temístocles y a Jerjes les quedan varios cabos por atar.
El costado más doloroso de la injusticia Solomon Northup ha nacido libre en el norte de Estados Unidos. Secuestrado y vendido como esclavo aprende a sobrevivir en las plantaciones del sur, sin renunciar al sueño de volver a casa para reencontrarse con su familia. Le toca caer en manos de un amo feroz, alcohólico, obsesionado por la bella y sufrida esclava Patsey. Por esas cosas del arbitrario e incomprensible sistema de distribución cinematográfica “12 años de esclavitud” llega con considerable retraso. Ya sabemos que ganó el Oscar a la Mejor Película y que la Academia premió a Lupita Nyong’o (foto) por su notable interpretación. Lo más antipático del tema es que se habló tanto del filme que la historia y su desenlace son archiconocidos. Nada de sorpresas por ese lado. En fin, miremos el vaso medio lleno y agradezcamos la posibilidad de ver “12 años de esclavitud” en pantalla grande cuando ya parecía un caso perdido. Que el director (Steve McQueen) y el protagonista de la película (Chiwetel Ejiofor) sean ingleses es todo un dato. A un siglo y medio de la abolición de la esclavitud queda mucho por digerir en la sociedad estadounidense. En la lucha por los derechos civiles todavía hay banderas a media asta por allí. Los prejuicios y el racismo, por ejemplo. No es casualidad que en la historia del cine norteamericano las películas que hacen foco en la esclavitud, en lo que su perversidad implica para la esencia de una nación, sean muy pocas. McQueen tomó la autobiografía de Solomon Northup y la filmó de la única manera posible: con crudeza. Si los esclavos fueron humillados, mutilados, violados, despojados de su condición humana, ¿a qué metáfora puede apelarse? McQueen expone la sangre y el sufrimiento. Un enfoque válido y honesto si de abordar la maldad y la locura se trata. Sí, “12 años de esclavitud” es una película cruenta, a la vez tensa. Se percibe en el microclima de la plantación, donde el amo Epps (extraordinario Michael Fassbender) y su esposa (Sarah Paulson, pura gelidez y represión) son dueños de la vida y la muerte. Allí tejen su destino el infortunado Northup (impecable Chiwetel Ejiofor) y Patsey, el personaje que encamina a Lupita Nyong’o hacia el estrellato. Ella colecciona marcas en la piel, pero es en su mirada desesperada donde se leen las infinitas estaciones del via crucis al que se condenó a una raza.
Intimidades de una familia desgarrada La muerte de Beverly Weston reúne a su viuda, Violet, con las tres hijas del matrimonio. El encuentro se produce en la vieja casa de Oklahoma que alguna vez habitó la familia completa. Tíos, primos y parejas se añaden a ese universo en el que se entrecruzan secretos y vivencias del pasado y del presente. El encuentro será áspero y revelador. “August: Osage County” fue uno de los grandes éxitos del teatro estadounidense durante la década pasada. El autor, Tracy Letts, subió a una ola de premiaciones y recogió el Pulitzer y el Tony. Entusiasmado, Letts aceptó adaptar su pieza para la pantalla. Fue la oportunidad de sacar a los Weston de los opresivos ambientes de la casa de campo en la que se cocina la historia. La película respira por esos planos de horizonte lejanísimo, elegidos por el director John Wells para desarticular la puesta teatral a la que inevitablemente conduce el corazón de “Agosto”. Más que una familia disfuncional, los Weston constituyen un clan herido de muerte y disgregado. Encontrar retazos de amor entre la desbordada Violet y sus hijas es una misión casi imposible. En “Agosto” priman la violencia, el rencor, la incomprensión. Las alfombras desbordan de secretos inconfesables, barridos por los años, el alcohol y el abandono. Las relaciones familiares, tema de fondo, se ramifican entre adicciones y renunciamientos, infidelidades y desconfianza, hasta abrevar en el incesto. Muchos tópicos, muchos personajes con demasiadas cosas que decir. El texto de Letts necesita intérpretes precisos. Wells contó con la enorme Meryl Streep en el rol de Violet. Es asombroso cómo Streep camina por al borde la sobreactuación sin cruzar esa línea tan delgada. Julia Roberts está a la altura de Barbara Weston, la hija mayor, y se adueña del poderoso desenlace. Ni Streep ni Roberts (juntas en la foto) obtuvieron el Oscar para el que estaban postuladas. “Agosto” es una batalla cultural netamente femenina y por eso Julianne Nicholson, Juliette Lewis y la siempre excelente Margo Martindale opacan a, por ejemplo, Ewan McGregor y al omnipresente Benedict Cumberbatch. Pero no a Chris Cooper, de esos actores a los que no hay forma de encontrarles un mal paso. No es fácil mantener la tensión dramática durante dos horas de metraje y la película de Wells zigzaguea en más de un pasaje. Es cuando aparecen sus formidables protagonistas para sostener el entramado de los Weston y escarbar en sus profundas heridas.
El club de los perdedores ambiciosos Irving Rosenfeld y su amante, Sydney Prosser, componen una pareja de estafadores obligados a colaborar en una operación del FBI. La intromisión de la esposa de Irving y la ambición del agente a cargo del caso van complicando la trama, en la que llegan a mezclarse políticos de renombre y capos de la mafia. Todo es kitsch, decadente, de escasa monta en “Escándalo americano”. Ese es un mérito de David Russell: encontró el tono justo para contar esta historia anclada (en parte) en un caso verídico. Russell rescata y expone al Estados Unidos de la segunda mitad de los 70, una sociedad aturdida por la doble crisis, económica y política, con el fantasma del renunciado Nixon todavía flotando por ahí. Un ámbito ideal para la proliferación de personajes tan codiciosos como Irving Rosenfeld (Christian Bale), el tintorero devenido estafador que encuentra su alma gemela en Sydney Prosser (Amy Adams). Él con su peinado ridículo para ocultar la calvicie y ella con escotes descomunales y un acento británico más que dudoso sueñan con la grandeza mientras se prueban sacos y vestidos abandonados en la trastienda del negocio. Russell inserta en la trama a Bradley Cooper, en el rol del ambicioso agente del FBI que apela a las permanentes caseras para mantenerse a la moda, y a la enorme Jennifer Lawrence. El pasaje en el que ella canta “Live or let die”, de Paul McCartney, cepillo en mano, vale su participación en la película. Cooper y Lawrence venían de protagonizar “El lado luminoso de la vida”, opus anterior de Russell. Nada se pierde. Completa el combo Jeremy Renner, en la piel del político neoyorquino de jopo imposible que cae en todas las trampas. En ese mundo de perdedores consuetudinarios, pinturas falsas, maquillaje excesivo y la fiesta como refugio ante la mediocridad, los más serios y creíbles son los mafiosos, con Robert De Niro (haciendo de Robert De Niro, por supuesto) a la cabeza. De fondo sobrevuelan Elton John y “Yellow brick road”. Son 10 las postulaciones al Oscar que recogió “Escándalo americano”, cuento que halla sus momentos más felices cuando abreva en los pasos de comedia. La violencia y la solemnidad no cuadran en este universo de personajes bien desarrollados y mejor actuados. Tan indefendibles como queribles. Russell conduce su relato con habilidad; del resto se encargan los protagonistas.