Magia y aventuras en estado puro Bilbo y la compañía de 13 enanos continúan su viaje rumbo al encuentro del dragón Smaug. A Una vez más, la valentía y creatividad del hobbit será clave para que el grupo supere los mayores peligros. La desolación de Smaug hiela la sangre. Todo el mal que el dragón es capaz de infligir queda expuesto en las ruinas, la pobreza y el terror que rodean la Montaña Oscura. Pero más vale no adelantarse a los hechos, porque la presencia estelar de esta secuela de El Hobbit se reserva para la segunda parte de la película. Antes, a la compañía de enanos, a Bilbo y a Gandalf los aguardan numerosas aventuras. Es admirable la capacidad de Peter Jackson para sacarle todo el jugo al libro de JRR Tolkien. Junto a su esposa, Fran Walsh, y a Philippa Boyens desmenuzaron página a página la novela hasta transformarla en ocho horas de cine de calidad. Y cuando El Hobbit entregó todo de sí, el trío de guionistas no dudó en agregarle condimentos que modifican -levemente- la trama. A los puristas de la obra de Tolkien se les erizó el espíritu apenas descubrieron la inclusión de un nuevo personaje. Es Tauriel (Evangeline Lilly, archiconocida por su papel en “Lost” -foto-), una elfa todoterreno capaz de cargarse una banda de orcos y de ¿enamorarse? del enano Kili (Aidan Turner). Pero es tal el dominio que ejerce Jackson sobre el universo Tolkien que esta generosa licencia fluye con naturalidad en el relato, para tranquilidad de los ortodoxos de la literatura. Después de la trilogía de “El señor de los anillos” y con el 66% del camino de El Hobbit recorrido no hay arista del imaginario tolkieniano que a Jackson le pase inadvertida. La perfección de la puesta es tal que deslumbra. “La desolación de Smaug” es el nudo de la trilogía. Y si a la primera parte Jackson la había vestido de poesía y de nostalgia, a la secuela le imprimió un ritmo trepidante. Los personajes ya están expuestos, así que es tiempo de empujarlos a que descifren su destino. En el corazón del Bosque Negro, en las ruinas del castillo del Nigromante, donde Gandalf (Ian McKellen) y Radagast El Pardo (Sylvester McCoy) se juegan la vida, y -en especial- en la Montaña Oscura. El retorno de Legolas (Orlando Bloom) es una caricia a los fans de “El señor de los anillos”. No es la única referencia a esa trilogía: atentos a algún dato sobre el enano Gimli y, sobre todo, a la escena clave de Gandalf en el castillo en ruinas. Recordemos que todos los hechos de El Hobbit son anteriores a la saga de Frodo, Aragorn y compañía. Claro que el gran regalo de Jackson es Smaug, sin dudas el mejor dragón que se ha visto en el cine. Mucho tuvo que ver el hecho de que hay un actor -el omnipresente Benedict Cumberbatch- detrás de la construcción digital. Jackson lo filmó con la misma técnica que convirtió a Andy Serkis en Gollum. Por eso el rostro de Smaug es un compendio de emociones. Este dragón está vivo, siente, piensa. Y actúa, por supuesto. Richard Armitage capturó la esencia de Thorin Escudo de Roble, ese enano ambicioso, injuriado, en apariencia inmune al sufrimiento de quienes lo rodean. Esa oscuridad contrasta con el optimismo y buen corazón del excelente Bilbo que viene entregando Martin Freeman. En plena adrenalina por la velocidad del relato, Jackson va pintando matices y desarrollando sus personajes. Ese es otro mérito del filme, más allá de la explosión visual que propone cada plano. Es cierto que “La desolación de Smaug” es una estación intermedia y que todos los cabos quedan sueltos. Razones de sobra para contar los días (o los meses) hasta el desenlace.
Tensión y vueltas de tuerca para disfrutar Estamos demasiado acostumbrados al vértigo, con la permanente sensación de que Hollywood no está dispuesto a apartarse de fórmulas efectistas (como la violencia gratuita) cada vez que se plantea un policial. Por eso da gusto saborear el tiempo que se toma Denis Villenueve para contar esta historia. Son dos horas y media necesarias, porque hay muchos personajes de por medio y el director propone descubrirlos de a poco. Es uno de los tantos activos de “La sospecha”. Hay en “La sospecha” varios puntos de contacto con “Río místico”. También elementos emparentados con “El silencio de los inocentes”. Películas colmadas de suspenso, de diálogos precisos, de piezas que van encajando de a poco. “La sospecha” sigue esa ruta, mientras los padres de la nena desaparecida y el policía que encarna Jake Gyllenhall se sienten atrapados en un laberinto. Pero todo laberinto cuenta con una salida. Hay distintos planos para leer la trama. En la superficie flota el caso policial, y en las siguientes capas asoman temas recurrentes en el género: la justicia por mano propia, las trampas y vericuetos legales, la culpa -más de una vez ligada con la religión-, los dilemas morales. ¿Hasta dónde puede llegar un padre afligido por la pérdida de una hija? Ni Villeneuve ni el guionista Aaron Guzikowski pontifican ni ensayan lecciones. Es apenas la cámara siguiendo minuciosamente un reguero de actos. Las respuestas están en otra parte. Es una de las mejores actuaciones de Hugh Jackman, un hombre común obligado a tomar decisiones inusuales en un cotexto extraordinario. Lo sigue un reparto envidiable. Gyllenhall está muy bien en la piel del detective que -nos enteraremos con el correr de la historia- tiene mucho para decir de su pasado. Pero a quienes Villeneuve exprime es a Paul Dano y a Melissa Leo. Notables. Es un feliz desembarco de Villeneuve en Hollywood. Al contrario de muchos colegas, el canadiense fue capaz de imponer su lenguaje y su mirada en el corazón de la industria. Que un laureado realizador como Villeneuve (“Incendios” compitió por un Oscar hace un par de años) pise fuerte en los grandes estudios es una excelente noticia.
Los chicos crecen, se rebelan y son capaces de todo Primera apreciación: esta segunda parte es mejor que la primera. A Gary Ross le tocó construir la historia y delinear los personajes exprimiendo la trilogía de libros escritos por Suzanne Collins. Francis Lawrence recibió el material en inmejorables condiciones para hacerlo crecer y lo tradujo en una película intensa, entretenida y bien narrada. "En llamas" funciona como una bisagra perfecta hacia el desenlace de la saga, que abarcará otros dos filmes (nuevamente con Lawrence al timón). Pero no nos adelantemos a los hechos. Segunda apreciación: hay que creerle a Lee Daniels cuando dice que en Hollywood es casi imposible hacer cine para adultos. Daniels dirigió "El mayordomo", todavía no estrenada en Tucumán y firme candidata en la carrera por el Oscar. Los estudios tienen claro por dónde pasa el negocio y quedó a la vista en Tucumán. La sala dos del Atlas se llenó para la avant-premiere de "En llamas". Una multitud de adolescentes y jóvenes pagaron su entrada a la medianoche y salieron a las 2.30 tras una sucesión de suspiros ante cada beso, cuchicheos, risas varias y un aplauso final. Cuando Sam Claflin (Finnick Odair) apareció en pantalla una chica exclamó "¡es más lindo que en el libro!" Las dos horas y media de "En llamas" están partidas al medio. El primer segmento nos sube al tren de la victoria, con Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), Peeta Mellark (Josh Hutcherson) y su mentor, Haymitch Abernathy (Woody Harrelson), tan borracho como escéptico y eficaz. La historia se va metiendo en el futuro distópico que pintó Collins en sus novelas, ese universo totalitario narcotizado por el sangriento reality show de Los Juegos del Hambre. Hay pinceladas políticas en cada aparición del presidente Snow (Donald Sutherland), decidido a aplastar cualquier atisbo de descontento, sobre todo cuando la inspiradora Katniss enciende la llamita de la esperanza. Mientras tanto fluye el triángulo amoroso que involucra a Katniss, Peeta y Gale (Liam Hemsworth), pata romántica que edulcora y ralentiza el relato. La segunda parte de la película es pura adrenalina, nuevamente en la arena, con la consigna de sobrevivir huyendo hacia adelante. O sea, matando. El caso es que está vez los participantes del juego son ganadores de ediciones anteriores. Nuevos personajes, un poco más complejos. Nuevos desafíos. Jennifer Lawrence empuña el arco y las fechas, mientras cuida de Peeta e intenta desentrañar en quién se puede confiar y en quién no. El crecimiento de Katniss y compañía, los entretejidos de la trama, la tensión sostenida, son aciertos de Francis Lawrence. Hay mayor densidad en los diálogos, sin escapar a algunos lugares comunes y guiños al público que, a fin de cuentas, es el destinatario de los 140 millones de dólares que costó "En llamas". Ese público que llena cines, sufre con sus héroes y ya deshoja la margarita esperando que llegue 2014 y siga la función.
Violencia y sexo en un thriller de vuelo bajo Es sorprendente la facilidad con la que Ridley Scott pasa de filmar una gran película a otra prescindible. “El abogado del crimen” integra el segundo lote, arrastrando al elenco supercotizado que la protagoniza y aún a expensas de la omnipresencia de Cormac McCarthy en el proyecto. McCarthy es un gran escritor cuya novela “Sin lugar para los débiles” devino en éxito cinematográfico gracias a los hermanos Coen. Aquí es guionista y productor. Michael Fassbender es, simplemente, “the counselor” (el abogado). Reiner, su socio y amigo (Javier Bardem), lo invita a involucrarse en una lucrativa operación de narcotráfico, de la que también participa Westray (Brad Pitt). En el medio está Malkina (Cameron Díaz), la sexópata pareja de Reiner. A la legua se nota que Malkina esconde infinidad de secretos. Y Laura (Penélope Cruz) es una chica angelical, ajena a ese mundo en el que se mueve el abogado, que es su prometido. Estereotipados a más no poder, excesivos en cada gesto y reacción, los personajes van hundiendo de a poco en la sobreactuación a las estrellas que los encarnan. Eso sí: todos están vestidos por Armani. En el afán por revelarse como un gran escritor de diálogos McCarthy obliga a Scott a enredarse en escenas demasiado largas y explicadas. Y mientras tanto todo va haciéndose previsible. De “Breaking bad” a esta parte todo lo que se filme sobre el universo del narcotráfico está regido por una vara altísima. Lo demás queda reducido a un thriller tan lujoso como vacío. Como “El abogado del crimen”, por ejemplo. Perlitas: las breves apariciones de Bruno Ganz y Rubén Blades, de lo mejor en dos horas de metraje.
Esplendor visual, batallas épicas y la fuerza del amor El universo está seriamente amenazado por Malekith, sobreviviente de la raza de los elfos oscuros. Para detenerlo, a Thor no le queda más remedio que pedirle ayuda a su hermano, Loki. En el medio del conflicto, el superhéroe se reencuentra con su gran amor: Jane Foster. Una película de superhéroes no es un drama shakespereano. Ojo, la afirmación no conspira contra la calidad de las historias ni la carnadura de los personajes, imprescindibles en cualquier cinematografía. Es una cuestión de tono, de foco, que a veces se pierde a manos de cierta retórica pomposa. En Marvel tienen muy claro el rumbo y por eso el humor aparece en los momentos precisos para recordarnos -y recordarse- que asistimos a un espectáculo visual deslumbrante, basado en la cultura del cómic y pensado para divertir. Por esa línea transita "Thor: un mundo oscuro". Hay un problema, si es que puede llamarse problema, en Marvel. Se llama Loki. El público adora al hermano malo de Thor y con razón, porque Tom Hiddlestone es un excelente actor y aquí lo ratifica al extremo de que se roba las mejores escenas. Es Loki el que proporciona la cuota de locura, de desacartonamiento (participa en un juego con un cameo imperdible). Y es, a la vez, el más complejo e interesante de los personajes. Lo que le falta al correcto Chris Hemsworth del carisma que le sobra al Iron Man de Robert Downey Jr, Loki lo aporta en cada una de sus apariciones. Esta segunda parte de las aventuras de Thor quedó en manos de Alan Taylor, reconocido director de varios capítulos de "Juego de tronos". ¿Querían épica? Sobre épica en las batallas que el superhéroe libra con el malvado Malekith en los más variados escenarios: el bellísimo Asgard (al que ahora conocemos con mayor detalle), el desolado mundo de los elfos oscuros y... Greenwich, en el corazón de Londres. Vuelven Natalie Portman con su enamorada doctora Jane Foster, Anthony Hopkins interpretando a Odin de taquito y Stellan Skarsgård, otro remanso humorístico, al igual que Darcy Lewis (Kat Dennings). En la medida en que Thor se humaniza y se anima -por ejemplo- a colgar el martillo en un perchero la película gana en frescura y sorpresa, esa que le falta a la trama, por momentos en exceso previsible. Riesgos que se corren.
Demasiados lugares comunes Asfixiada por los mandatos de su madre, una fanática religiosa peligrosamente desequilibrada, la vida de Carrie White es un calvario. En el colegio es objeto de las bromas más crueles, la máxima víctima de bullying por parte de sus compañeras. En esos momentos de angustia Carrie descubre que posee extraños poderes. El enojo libera fuerzas telekinéticas arrolladoras y poco a poco va aprendiendo cómo utilizarlas. La vara estaba muy alta para Kimberly Peirce, por más que "Carrie" diste de ser la mejor de las películas de Brian de Palma y que el propio De Palma haya apadrinado esta remake. Aquella película forma parte de la iconografía del cine de terror de los años 70, imagen sintetizada por Sissy Spacek bañada de sangre y a punto de desatar la más terrible de las venganzas. En estos casos la pregunta que da vueltas se repite: ¿hacía falta otra versión de un clásico del género? Había elementos interesantes que podían justificar el intento. En las novelas de Stephen King es recurrente el tema del abuso infantil y del bullying escolar. El escritor subraya una y otra vez que los mecanismos del terror fluyen cuando se utilizan como disparadores los traumas de la infancia. Que el bullying sea un problema serio en todo el mundo, mucho más hiriente y devastador que hace 40 años, sugería una atractiva vuelta de tuerca a la historia. No olvidemos que Carrie White es el hazmerreír del colegio y sus perversas compañeras la llevan al límite. Peirce es una directora seria y capaz de explorar sus personajes en profundidad. Lo demuestra "Los chicos no lloran", drama que le valió un Oscar a Hilary Swank. No lo consiguió en "Carrie" y ese es uno de los puntos flacos de su filme. Esa endeblez del guión y de los diálogos se traslada al tono general de la película. Hay demasiados lugares comunes, tópicos del horror convencional que se repiten alimentados por los efectos especiales. "Carrie" muta de aquella trama de suspenso y terror psicológico que construyó De Palma al habitual espectáculo de la muerte potenciada por el sadismo y la locura. Chloë Grace Moretz (foto), a quien vimos hacer las cosas muy bien en "Sombras tenebrosas" y "La invención de Hugo Cabret", sobreactúa sus arrestos telekinéticos. Imposible no compararla con Sissy Spacek: a ella le bastaba con mantener sus ojazos celestes desmesuradamente abiertos para meter miedo. Es injusto medir los méritos de "Carrie" con la regla de la obra de De Palma. El problema es que el original, poderoso, está al alcance de la mano y revela la superficialidad de quienes se mueven en torno a Carrie White. Chicos y chicas estereotipados al máximo, al igual que el otro personaje clave: Margaret (Julianne Moore), la desequilibrada mamá de la protagonista. No hay grises en esta historia, apenas el rojo de la sangre.
No se metan con Riddick Traicionado y abandonado a su suerte en un planeta desértico, lleno de bichos espantosos, Riddick emprende la batalla diaria por la supervivencia. El arribo de una banda de cazadores de recompensas puede cambiar por completo las cosas. Vin Diesel es un agradecido de Riddick, personaje que abordó en una película de clase B a fines del siglo pasado y derivó en una franquicia que abarca desde filmes a videojuegos. Le debía este regreso a la pantalla, y qué mejor que emprenderlo con el mismo director de las entregas anteriores: David Twohy, el que mejor conoce al indestructible antihéroe capaz de ver de noche y de enfrentarse a monstruos de toda clase sin que le tiemble el pulso. Ni Riddick ni Vin Diesel son expresivos. No estamos aquí para eso. La historia nos lleva al planeta en el que Riddick es abandonado por orden de Vaako (brevísima aparición de Karl Urban). ¿No está servido en bandeja el próximo capítulo? ¿O no va a vengarse Riddick de quien lo traicionó? Las cosas se animan con el arribo de dos naves. Una transporta a los cazarrecompensas que van por la cabeza de Riddick. La otra encierra una porción de su pasado. Una perlita: la banda de cazadores son todos de origen español. Santana, el líder, es interpretado por el catalán Jordi Mollà. En ese mundo árido e inhóspito hay criaturas horribles al acecho. A la fuerza, Riddick aprenderá a enfrentarlas. Y en algún caso, a domesticarlas. Eso sí: para sus enemigos no hay tregua. La historia es extremadamente simple y la película, demasiado larga. Los actores economizan gestos. De los diálogos -y de la voz en off de Riddick- no hay mucho que esperar. No obstante, estas desventuras de Vin Diesel, bien lejos de los autos rápidos y furiosos, funcionan en la medida que hace su trabajo callado y con la máxima eficacia. A un tipo capaz de oponerse a un gigantesco bicho asesino con un palo en la mano no queda otra que respetarlo.
Gritos inaudibles, imágenes majestuosas A causa de un accidente, los astronautas Ryan Stone y Matt Kowalski quedan a la deriva a 600 kilómetros de la Tierra. Un satélite ruso fue impactado por un misil y la chatarra espacial toma la forma de una letal lluvia metálica capaz de destruir todo a su paso. Mientras el oxígeno de los trajes va consumiéndose, Stone y Kowalski deben encontrar una manera de regresar a casa. ¿Es "Gravedad" una película de ciencia ficción? Por supuesto. Colmada de suspenso. ¿Pero es también un drama? A no dudarlo. El profundo drama de una mujer enfrentada a un pasado doloroso y al futuro que es pura incertidumbre. Cuando un filme excede las categorías, se apropia de los géneros y los entremezcla sabiamente se torna excepcional. "Gravedad" es, por donde se la mire, una película excepcional. Al mexicano Alfonso Cuarón le llevo años concretar este proyecto. La plata no aparecía, Warner dudaba, las estrellas convocadas repetían como un mantra "no, gracias". El desarrollo tecnológico demoraba. Y mientras tanto, Cuarón se divorciaba de su segunda esposa en medio de un complejo cuadro familiar. Por todo eso "Gravedad" es un triunfo. Su triunfo. La experiencia visual que propone "Gravedad" es fascinante. Ni se les ocurra verla en casa. Hay que disfrutarla en el cine, con la pantalla más grande que encuentren. Cuarón hace del espacio y de la Tierra los reyes de la puesta en escena. En ese contexto el 3D proporciona una sensación de profundidad que envuelve al espectador en cada plano. Hay que remontarse a "La invención de Hugo Cabret" para encontrar un aprovechamiento tan bello e integral del 3D. El rodaje de "Gravedad" fue un desafío que implicó la creación de recursos tecnológicos sobre la marcha. Obligó a Sandra Bullock a filmar flotando en un cubo, por ejemplo. Los resultados son impresionantes. Pero vamos a lo central. Todas estas maravillas visuales están al servicio de una historia trepidante. Nada sobra ni carece de sentido. A Cuarón le interesa exponer la humanidad de los personajes y es capaz de desnudarlos en las circunstancias más extremas. La tensión dramática de "Gravedad", sostenida apenas por un par de actores y en sólo 90' (¿vieron que no hace falta filmar mamotretos interminables?) quita el aliento. George Clooney está muy bien, pero el trabajo de Bullock es supremo. Sí, hay referencias a "2001" y, sobre todo, a "Solaris". Del clásico de Tarkovski "Gravedad" captura su profundo carácter introspectivo. Pero está también la sensación de western. Esos planos de John Ford que resumían al hombre en la inmensidad se trasladan aquí al más insondable de los vacíos. A fin de cuentas, cada vida es una gran aventura.
Con buena química todo es posible Una ambiciosa agente del FBI y una oficial de la Policía de Boston se ven obligadas a trabajar juntas para atrapar a un narcotraficante. A ninguna le gusta actuar en equipo, así que los tropiezos y desencuentros son la tónica a medida que avanza la investigación. Hay momentos buenísimos en esta comedia de Paul Feig, castigada con un título tan poco imaginativo como "Chicas armadas y peligrosas". Son esos chistes veloces y filosos que disparan Melissa McCarthy y Sandra Bullock. Esgrima verbal que hay que cazar al vuelo, perlas surgidas de la pluma de Katie Dippold. Que ella haya sido guionista de "Madtv" dice mucho sobre la película y sobre el tono del humor que plantea. Algunas escenas, como el contrapunto en el que la familia Mullins le pregunta a la agente Ashburn si es hombre o mujer, son desopilantes. Asistimos, una vez más -y no será la última- al juego de la pareja despareja. La obsesiva y ambiciosa agente del FBI que no es tan fuerte como parece (Sandra Bullock, en un papel emparentado con el que hizo en "Miss Simpatía") y la policía tosca y sin filtro que es más inteligente y sensible de lo que puede presumirse (Melissa McCarthy). Aquí no hay vueltas: si existe química entre las protagonistas las cosas funcionan. Y hay mucha química entre Bullock y McCarthy, tanta que sostienen la película con eficacia y disfrutan un éxito descomunal. La secuela es inminente. Feig había dirigido a McCarthy en "Mujeres en guerra". Tiene en sus manos una comediante excepcional y sabe cómo aprovecharla. Experto director de sitcoms, como "The office", Feig da en la tecla cuando clava la cámara y deja que las actrices hagan lo suyo con las mejores líneas del guión. "The heat" -el título original- tenía todo para picar más arriba. Para eso era necesario potenciar el humor absurdo y desatar algunas convenciones que amesetan el relato. Más alas para Dippold y para Melissa McCarthy. Tal vez en la segunda parte.
Dmasiados cabos sueltos Marcelo baja del séptimo piso por el ascensor; sus hijos lo hacen por la escalera. Ellos nunca llegan a la planta baja. Desaparecieron. ¿Cómo pudo ser? Comienza entonces la desesperada búsqueda y afloran las sospechas y las hipótesis. Detrás de cada puerta del edficio aparece un potencial culpable. La media hora inicial de "Séptimo" es estimulante porque el thriller se construye con las piezas adecuadas. La incomprensible desaparición de los chicos mientras bajaban por las escaleras del edificio dispara la imaginación a ambos lados de la pantalla. Teje sus hipótesis Marcelo (Ricardo Darín), el papá que entró en crisis, y teje sus hipótesis la platea. Son los mejores momentos de la película, esos en los que Patxi Amezcua conduce la cámara por palieres, puertas que se abren y se cierran, rostros de los que cualquiera podría desconfiar. La tensión del relato disimula durante esos pasajes algunas inconsistencias de la historia. Personajes a mitad de camino en su desarrollo. Preguntas que se van formulando. Ya vendrán las respuestas, ya sabremos quién es esa Natalia que tiene una foto de los chicos perdidos pegada en una cartulina. ¿Será una ex amante de Marcelo? Mientras tanto, Amezcua va deslizando en segundo plano una trama política, porque Marcelo es abogado y está involucrado en un caso pesado. Y está la relación de Marcelo con su ex mujer (Belén Rueda), la española decidida a regresar a su país porque las cosas no dan para más. Y de pronto, en el punto clave, la película frena en seco. El guión del navarro Amezcua y de Alejo Flah, deja de bordear los lugares comunes para caer en ellos (marcelo engañaba a su esposa con... la mejor amiga de ella). "Séptimo" se torna previsible hasta en la vuelta de tuerca final. Esos personajes bosquejados están, en realidad, borroneados. Y las respuestas a las preguntas devienen en demasiados cabos sueltos. Luis Ziembrowski está muy bien como el portero de perenne expresión sorprendida, y Osvaldo Santoro pone oficio para componer al comisario de la Federal que se engancha con el caso. La película es técnicamente inobjetable, en especial la fotografía de Lucio Bonelli, inspirado para retratar a Buenos Aires desde el aire. Buenos actores, Darín, el lanzamiento a la altura de un tanque hollywoodense, el género perfecto para capturar al público... ¿Pero qué le pasa a "Séptimo"? La historia no da la talla.La media hora inicial de "Séptimo" es estimulante porque el thriller se construye con las piezas adecuadas. La incomprensible desaparición de los chicos mientras bajaban por las escaleras del edificio dispara la imaginación a ambos lados de la pantalla. Teje sus hipótesis Marcelo (Ricardo Darín), el papá que entró en crisis, y teje sus hipótesis la platea. Son los mejores momentos de la película, esos en los que Patxi Amezcua conduce la cámara por palieres, puertas que se abren y se cierran, rostros de los que cualquiera podría desconfiar. La tensión del relato disimula durante esos pasajes algunas inconsistencias de la historia. Personajes a mitad de camino en su desarrollo. Preguntas que se van formulando. Ya vendrán las respuestas, ya sabremos quién es esa Natalia que tiene una foto de los chicos perdidos pegada en una cartulina. ¿Será una ex amante de Marcelo? Mientras tanto, Amezcua va deslizando en segundo plano una trama política, porque Marcelo es abogado y está involucrado en un caso pesado. Y está la relación de Marcelo con su ex mujer (Belén Rueda), la española decidida a regresar a su país porque las cosas no dan para más. Y de pronto, en el punto clave, la película frena en seco. El guión del navarro Amezcua y de Alejo Flah, deja de bordear los lugares comunes para caer en ellos (marcelo engañaba a su esposa con... la mejor amiga de ella). "Séptimo" se torna previsible hasta en la vuelta de tuerca final. Esos personajes bosquejados están, en realidad, borroneados. Y las respuestas a las preguntas devienen en demasiados cabos sueltos. Luis Ziembrowski está muy bien como el portero de perenne expresión sorprendida, y Osvaldo Santoro pone oficio para componer al comisario de la Federal que se engancha con el caso. La película es técnicamente inobjetable, en especial la fotografía de Lucio Bonelli, inspirado para retratar a Buenos Aires desde el aire. Buenos actores, Darín, el lanzamiento a la altura de un tanque hollywoodense, el género perfecto para capturar al público... ¿Pero qué le pasa a "Séptimo"? La historia no da la talla.