De Spielberg a Tarantino, como si nada A Lucy la obligan a actuar como “mula”, llevando una nueva droga desde Oriente a Europa. Por accidente, el paquete que le habían introducido en el vientre se rompe, y la sustancia se esparce por el cuerpo provocando efectos inusitados. Lucy comienza a experimentar un increíble desarrollo de su mente. La comunidad científica se pregunta qué sería de nosotros si utilizáramos el 100% del cerebro. Luc Besson tiene su propia teoría y la desarrolla a su manera. “Lucy” es trepidante, desmesurada, colorinche, tan implacable como Scarlett Johansson dando en el blanco casi sin apuntar. Besson plantea dilemas existenciales, corta y en el siguiente plano propone una masacre tarantinesca. Corte y regreso a Morgan Freeman teorizando sobre el origen y el destino de la especie humana. Así de ambivalente es “Lucy” en su discurso. Y en el medio, Besson alimenta la narración con toda clase de metáforas visuales, algunas precisas, otras prescindibles. El cuerpo de Lucy -nombre que no tiene nada de casual, ya verán por qué- es invadido por una droga sintética que va directo al cerebro. No sólo los sentidos de Lucy se expanden; también sus habilidades físicas y, sobre todo, su capacidad de almacenar y procesar conocimiento, hasta abarcarlo todo. Esa es la hipótesis de Besson: el día que seamos capaces de emplear el máximo potencial de la mente accederemos a otro plano de la vida. Pero esta no es una obra de Terrence Malick, sino un thriller con mafiosos chinos, liderados por el extraordinario Min-sik Choi (“Old Boy”). A Besson le salen muy bien los villanos, empezando por Gary Oldman en “El perfecto asesino”, su mejor película. Besson salta de género en género tomando riesgos y eso deriva en éxitos (“Nikita”), fiascos (“El quinto elemento”) y formidables metidas de pata, a la altura de “Juana de Arco”. Viene de rodar una muy buena comedia negra con el tándem De Niro-Pfeiffer (“Una familia peligrosa”) y antes había buceado en la vida de la activista Aung San Suu Kyi. No se priva de nada. “Lucy” es una máquina de pensar, pero también de matar. Extraña y seductora combinación planteada en clave de filme. En otros tiempos la hubiera encarnado Milla Jovovich, pero estos son los años de Scarlett Johansson y hacia ella fueron Besson y su ambiciosa película. Tómenla o déjenla.
Acción en grandes dosis Acción desenfrenada y diversión en su justa medida. Esa es la fórmula desarrollada en la tercera entrega de esta saga que, a cuatro años de su lanzamiento, sigue teniendo un enorme éxito en la taquilla. La apuesta es la misma que la de los dos filmes anteriores: viejas glorias del cine de acción que se reúnen para hacer lo que mejor saben en una producción hecha exclusivamente para entretener. No hay grandes planteos filosóficos ni cuidadas reflexiones sociales. Sino entretenimiento puro. Al fin y al cabo ésa es la concepción del cine de Sylvester Stallone, principal responsable del proyecto y director de las dos primeras entregas. Esta vez la conducción de la historia corre por cuenta de Patrick Hughes, un experto en explosiones sofisticadas y persecuciones insólitas. El filme, rodado en Bulgaria, reúne una vez más a Jason Statham, Arnold Schwarzenegger, Dolph Lundgren, Randy Couture, Jet Li y Stallone. A ellos se les suman Wesley Snipes, Antonio Banderas, Harrison Ford, Mel Gibson, Kelsey Grammer y Kellan Lutz (el vampiro de “Crepúsculo”), entre otras. Una combinación perfecta de glorias pasadas y nuevos galanes que son los que aseguran justamente el éxito de la producción. Y si en las anteriores películas el planteo estaba reducido a las misiones imposibles de estos mercenarios retirados, en esta oportunidad la historia es impulsada por el choque entre lo nuevo y lo que queda de la vieja escuela. Así Barney (Stallone) se ve enfrentado con su antiguo equipo cuando decide formar una unidad con sangre nueva (jóvenes expertos en nuevas tecnologías) para poder perseguir de manera eficaz a un peligroso traficante de armas (Gibson), que antes de pasarse al lado oscuro había sido el iniciador de Los indestructibles. Precisamesente Gibson se destaca en su rol maquiavélico, mientras Banderas muestra un lamentable exceso de estética latina. Fuera de esto, no hay demasiadas sorpresas. No sobrevienen acontecimientos inesperados ni giros argumentales que quiten el aliento. La película entretiene en su ley: cumple su propósito. Y eso alcanza para llenar la platea.
Tan corrosiva y reveladora como un ataque de furia Son seis historias que no se relacionan entre sí, protagonizadas por individuos llevados al límite del estallido emocional. Un avión, un restaurante al paso, una ruta salteña, el centro porteño, una mansión y una boda son los escenarios en los que se desarrollan los capítulos. Antes que nada, un apunte: “Relatos salvajes” es la clase de película que el cine argentino necesita. Cine de género, bien filmado, inteligente, capaz de pensar al mismo tiempo en el hecho artístico y en el espectador. A la vez, con la capacidad para movilizar una estructura de trabajo que, algún día, podría traducirse en una industria. Que en los ámbitos académicos los métodos y las temáticas de Damián Szifron no generen simpatía invita a debatir en profundidad qué se enseña y a qué se apunta en una escuela de cine. Pero no nos vayamos del tema. Szifron rescata en sus “Relatos salvajes” el incombustible formato de la película en episodios. El hilo conductor no atraviesa las historias, que son absolutamente independientes; los capítulos están unidos por la tensión y por la iracundia que domina a sus protagonistas. Personas comunes empujadas a situaciones extremas, con las que resulta casi imposible no empatizar. Szifron invita a que cada espectador remueva sus experiencias, que es un ejercicio liberador y para nada dañino. No al menos en la escala a la que trepan los desenlaces de los relatos. Para manejar esa carga de violencia que cruza cada historia Szifron apela al recurso que mejor le sale: el humor. Los diálogos que escribe son filosos, por lo general breves. Estiletazos verbales que descomprimen o subrayan los pasajes más dramáticos. Ya lo había demostrado en el cine (“Tiempo de valientes”) y en la TV (“Los simuladores”, “Hermanos y detectives”). Hay en Szifron un artesano certero en el manejo de la acción y un narrador ajustado. Por eso “Relatos salvajes” no se le va de las manos. Visualmente impecable, la película se apoya en otra pata de imprescindible solidez. Las actuaciones son soberbias. Ricardo Darín es un ingeniero experto en explosivos abrumado por la burocracia. Mientras la grúa le lleva el auto su vida entra en crisis. La resolución de este episodio es extraordinaria. Oscar Martínez encarna a un millonario que hará lo posible para que su hijo no vaya a la cárcel, en un juego que parece banalizar la corrupción, pero es todo lo contrario. Leo Sbaraglia, en tanto, desciende (¿o asciende?) al más puro primitivismo en un recorte de road-movie digno de Quentin Tarantino. Del capítulo de Darío Grandinetti a bordo de un avión -el segmento más corto- es mejor no adelantar nada. Atención con la ira contenida en cada mirada de Rita Cortese, letal cocinera de un restaurante enclavado en el medio de la nada. Y, sobre todo, está Erica Rivas. La novia desbordada cuando descubre en plena fiesta de casamiento que su flamante marido la engaña es un punto altísimo de “Relatos salvajes”. Por algo Szifron eligió esta tragicomedia para cerrar la película. Rivas es una comediante maravillosa y aquí se luce desde lo gestual y desde el máximo desborde físico. Cada personaje es prisionero de un lugar común social, de esos que transitamos casi a diario. La habilidad de Szifron radica en haber encontrado la vuelta de tuerca justa para convertir lo habitual en excepcional. Se entienden entonces los aplausos que recogió en el Festival de Cannes, la distribución internacional asegurada y el espaldarazo proporcionado por Warner. Si “Relatos salvajes” alcanza el éxito será por méritos propios. Sin ser genial ni un clásico moderno, porque tampoco aspira a calzarse esos atributos.
Un retorno entretenido y trepidante El temible Shredder y su Clan del Pie aterrorizan Nueva York. Desde las alcantarillas de la ciudad surgen las tortugas mutantes para enfentar esa amenaza. Contarán con la ayuda de April O’Neil, una bella periodista que sospecha cuál es el origen de los cuatro héroes. Las tortugas van cayendo al vacío hacia una muerte segura. En tren de confesiones, uno de los superhéroes anuncia: “¡no entendí el final de “Lost”!” El gag nos recuerda que estamos en 2014, a varias décadas del éxito televisivo que hizo de los quelonios mutantes un fenómeno pop. La clave para el director Jonathan Liebesman y para el trío de guionistas detrás del proyecto era esa: encajar la historia en el presente sin resignar rasgos de originalidad. Esa misión está cumplida. Este regreso de las tortugas ninja se concretó por la puerta grande: de la mano de Nickelodeon y de la productora de Michal Bay, bajo el paraguas de Paramount. Se sabe que el elenco firmó contrato por tres películas. Volvieron para quedarse y bienvenidas sean mientras mantengan la frescura, el humor y la acción que inundan esta primera entrega. Para los viejos fans están Splinter, las pizzas y varios guiños ochentosos; para los nuevos, una notable puesta en escena y una perfecta caracterización de las tortugas a partir del sistema de captura de movimientos. La historia es bien simple, tan elemental como los diálogos, salvo cuando los que intervienen son Leonardo, Miguel Ángel, Donatelo y Rafael. Porque no olvidemos que se trata de adolescentes y Liebesman subraya esa condición con algunas viñetas divertidas. Megan Fox es tan bella como de madera balsa para actuar. Y, ¿qué hace Whoopi Goldberg por aquí?
Hay fuerzas diabólicas entre nosotros De Linda Blair y William Friedkin a esta parte no vamos a descubrir nada nuevo en materia de exorcismos. Y eso que detrás de esta película está Scott Derrickson, responsable de una de las mejores vueltas de tuerca sobre el tema (“El exorcismo de Emily Rose”). Las fortalezas de “Líbranos del mal” marchan por otro lado. La relación que establecida entre el policía Sarchie (Eric Bana) y el sacerdote Mendoza (Édgar Ramírez) sugiere un enfoque distinto que se anima a dotar de cierta complejidad a los personajes. A fin de cuentas, el filme está basado en un libro que escribió Sarchie a partir de sus investigaciones sobre demonología. Se supone que son hechos reales. También hay un conflicto con la fe que alimenta el escepticismo de Sarchie. Mendoza será el encargado de derrumbarlo. Es, vale apuntarlo, un jesuita muy particular: ex adicto a la heroína, fumador y bebedor empedernido, sin sotana y con pinta de sex symbol. Por algo lo interpreta el venezolano Ramírez, un latin lover tan irresistible como ascendente es su carrera en Hollywood. “Líbranos del mal” pierde consistencia cuando Derrickson apela a lugares comunes (sí, hay una caja de música que funciona sola). También cuando a Mendoza lo asaltan las dudas en pleno exorcismo, a sabiendas de que el demonio de marras es un mentiroso consuetudinario. ¿En qué quedamos? La película está bien contada y algún pasaje no deja de inquietar. El problema es que de a ratos se pone moralista y pretende bajar algunas líneas que, en plena posesión diabólica, quedan flotando como pura retórica. No es lo que fuimos a ver. ¿Habrás más aventuras de la dupla Sarchie-Mendoza? Sospechamos que sí.
Para el enemigo no hay piedad Una fraternidad universitaria se instala junto a la casa de los Radner. Mac y Kelly son padres de la pequeña Stella y sólo quieren paz. Imposible, teniendo en cuenta que a los flamantes vecinos sólo les interesa vivir de fiesta. La convivencia durará poco y nada. Al contrario; pronto se desatará una guerra. Mac y Kelly Radner pretenden quedar bien con sus flamantes vecinos, la banda de una fraternidad universitaria que llega al barrio con toda la fiesta encima. Y para demostrar que son cool, Mac y Kelly les regalan su provisión de marihuana. Pero a los ojos de los nuevos vecinos, los Radner son un anacronismo: mayores de 30 años y con una bebé a bordo. Así que cuando la pareja llama a la Policía para quejarse por el alto volumen de la música estallan las hostilidades. Esa dualidad de los Radner, la necesidad de sentirse más jóvenes de lo que son hasta el punto de la negación, sazona el corazón de “Buenos vecinos”, comedia mucho menos estúpida de lo que parece a primera vista. Sí, hay chistes fáciles -entre escatológico y sexuales, un paradigma de la comedia contemporánea hollywoodense-. Sí, hay retazos de películas que vimos infinidad de veces, la mayoría pertenecientes al subgénero “fraternidades”. Y sí, hay pasos de comedia física no muy bien logrados. Pero tambien se escuchan diálogos chispeantes (muchos de los cuales se pierden en el subtitulado) y se nota un juego con el absurdo bastante bien manejado. La “fiesta de los Robert de Niro” -foto- es uno de esos pasajes hilarantes. Seth Rogen no es John Belushi, protagonista junto a Dan Aykroyd de la magnífica “Mis locos vecinos”, pero se ajusta muy bien a esta condición de padre de familia primerizo que, de repente, aparece en la trinchera que nunca había ocupado. Pero es Rose Byrne la que vampiriza la película gracias a la soberbia amplitud gestual que le añade a su belleza. “Buenos vecinos” es un éxito fenomenal en Estados Unidos, con secuela asegurada. La crítica dividió aguas al momento de barajarla. Andrew Stoller condujo su comedia con brío pero sin descarrilar, Frenando en los momentos justos. Así llegó con acierto a la meta.
Todo es cuestión de buena química Jim y Lauren se conocieron en una cita a ciegas y el resultado no pudo ser peor. Pero el destino mete la nariz y -casualidades de por medio- ambos terminan compartiendo unas vacaciones en África. No están solos: los hijos de cada uno tienen mucho que decir en esta historia. Si no hay buena química entre los protagonistas las comedias naufragan irremediablemente, por más ingenioso que sea el guión. Pues bien, entre Adam Sandler y Drew Barrymore se establece esa corriente tan intangible como real que provoca que las cosas funcionen. Es la tercera película que los reúne y el feeling se mantiene, potenciado aquí por una historia simplona y muy entretenida. Bien contada por Frank Coraci y bien escrita por la dupla Ivan Menchell-Clare Sera. Sandler se puso al servicio de la película y no de sí mismo, y ese es todo un activo de “Luna de miel en familia”. Sandler ha rodado películas francamente estúpidas y este, afortunadamente, no es el caso. Está contenido y eso torna graciosas sus intervenciones. Claro que el brillo aquí le pertenece a Drew Barrymore, fresca, bella y bien capaz de reirse de sus infortunios. El título original (“Blended”) hace alusión a la combinación, a la mixtura. Forzada por unas insólitas vacaciones en África, la unión de las familias disfuncionales de Jim y de Lauren termina adquiriendo un buen sabor. Como el blend de los mejores tés. Por supuesto que las afinidades entre los chicos y el naciente romance de sus padres están cantados, pero no por previsibles dejan de caer simpáticos. El gancho está conformado por el escenario: un resort lujoso, de esos que ofrecen safaris y pinceladas de cultura africana para turistas. Allí se dan cita, durante una semana, las parejas decididas a ensamblar hijos propios y ajenos en algo parecido a una familia. De eso aprenden rápido Jim y Lauren. Los chicos -todos con experiencia en el cine y la TV- dan el tono justo, al igual que el gigante Shaquille O’Neal, otro que hace reir con facilidad.
MacFarlane se lo ama o se lo odia Albert no encaja entre cowboys. Es un pacifista que odia todo lo referido al far west. ¿Por qué se queda en el pueblo? Porque está enamorado de Louise. Pero ella lo abandona y él entra en crisis... hasta que la aparición de una chica -Anna- cambiará su manera de ver las cosas. Hay en “Un millón de maneras de morir en el oeste” (basta con eso de “Pueblo chico pistola grande”) algunos pasajes desopilantes. Por ejemplo, cuando Albert (Seth MacFarlane) enumera -justamente- todos los caminos que llevan a la tumba en el far west. Hay juegos de palabras felices, algunos chistes buenísimos y también personajes inteligentemente delineados. ¿Por qué no es entonces una gran comedia, sumando además lo generoso del presupuesto y la calidad del reparto? Será porque MacFarlane (a la vez protagonista, director, coguionista y coproductor) dinamita cada hallazgo con una inmediata vuelta de tuerca incomprensible. No por lo escatológico del humor o por la incorrección política, que por otra parte constituyen su ADN artístico, sino por la hibridez de la que se contagia su película. Hay una loable intención en MacFarlane de homenajear al western, el género por excelencia en la matriz identitaria del cine estadounidense. De allí los magníficos planos, la belleza de la planicie en toda su extensión, la música de Joel McNeeley, los estereotipos que marcan a los personajes del pueblo y hasta la secuencia de los títulos. Todo conforma el más clásico de los westerns. McFarlane construyó el marco ideal para un cuadro pintado con trazos de un grosor innecesario. “Un millón de maneras de morir en el oeste” se estanca a mitad de camino entre la sátira, la comedia, los duelos al sol, el homenaje, las cabalgatas, el mal gusto mezclado con algún chiste brillante, los pasajes oníricos que regalan las drogas -otro tópico en el discurso de MacFarlane- y el desfile de cameos. Pasan velozmente Ryan Reynolds, Ewan McGregor, Christopher Lloyd (atención ochentosos), Jamie Foxx y hasta un minishow de stand-up, cortesía del gran Bill Maher. Mucho para ver, todo mezclado y, aún así, se nota que el metraje de casi dos horas resulta excesivo.
El mito del eterno retorno El futuro de la humanidad se juega en plena invasión alienígena. Bill Cage, degradado de su condición de mayor del ejército a soldado en la primera línea de fuego, queda atrapado en un bucle temporal que lo lleva a vivir el día de la batalla una y otra vez. Las historias interesantes y bien contadas abundan por estos tiempos en la televisión. O en cinematografías que rara vez -por no decir casi nunca- visitan nuestras pantallas. “Al filo del mañana” es interesante y está muy bien narrada. Poderosos puntos a favor entonces. Ni Doug Liman ni sus guionistas (Christopher McQuarrie y los Butterworth, Jeremy y John-Henry) descubrieron la pólvora. La columna vertebral de la ciencia ficción se nutre de convenciones que “Al filo del mañana” no desdeña. Al contrario; las usa con ingenio y honestidad. Las inteligencias colectivas alienígenas y las paradojas temporales son tópicos transitados por autores de todas las latitudes. Aquí constituyen el corpus de la historia. Liman sabe desarrollar thrillers. “Al filo del mañana” corría el riesgo de desbocarse, de aturdir. El director ajustó las riendas por medio de una edición prolija, trepidante sin resultar excesiva, precisa sin volverse confusa. Y otro as que Liman saca de la manga es el humor, una vuelta de tuerca en sí misma. Hay química entre Tom Cruise y Emily Blunt y ese es un activo de la película. Si en “Oblivion” Cruise había jugado con la clonación, aquí protagoniza su propio “Día de la marmota” (ineludible clásico noventoso, en ese caso una comedia y con Bill Murray despertando una y otra vez en el mismo día). Claro que acá el loop es de lo más angustiante. El campo de batalla es una vorágine idéntica al día “D”. No será Normandía ni habrá nazis al frente, pero en la playa al otro lado del Canal de la Mancha aguardan unas máquinas de matar que riegan la arena de sangre. Sobre todo de la de Cruise, quien lentamente se irá dando cuenta de qué va la guerra y cuál es la clave que aguarda al final del camino. También puede -y debe- leerse “Al filo del mañana” como un blockbuster pletórico de acción. Cruise se calza el uniforme que más le gusta: el del héroe que salva el planeta. Digamos que esta vez le queda bien.
El (aburrido) show de Angelina Jolie Maléfica es un hada traicionada por el taimado Stefan, quien es capaz de todo con tal de convertirse en rey. Enceguecida por el dolor y la humillación Maléfica hechiza a la princesa Aurora: cuando cumpla 16 años la joven se pinchará con una aguja y dormirá para siempre. “Maléfica” es un interminable primer plano de Angelina Jolie. El debutante Robert Stromberg clavó la cámara y la fotografió sin cansarse. De frente, de perfil, con toda clase de colores de ojos y de efectos digitales para perfeccionar el maquillaje de los pómulos, las orejas a lo Sr. Spock y los cuernos de poliuretano. Y Angelina, que no es ningún prodigio de actriz, se pinta los labios de rojo furioso, cambia contadas veces de expresión y recita sus líneas como si estuviera interpretando a Lady Macbeth. Pura seriedad, cero pasión. ¡Lo que hubiera hecho Helena Bonham-Carter con este personaje! Así transcurre “Maléfica”, como el unipersonal carísimo de Angelina al que apenas le roza la historia de la bella durmiente. Porque recordemos que esta es la reescritura de un clásico infantil, texto que pasó por la manos de Perrault y de los hermanos Grimm antes de que Disney hiciera de él una extraordinaria película animada en 1959. A aquella Maléfica -que era mala en serio y al final se convertía en un dragón- intenta rendirle tributo Angelina. El problema es que el villano ahora es el padre de la princesa y Angelina es un hada ambigua, más propensa a desarrollar el instinto maternal que a ejecutar los hechizos como una bruja con todas las letras. La solemnidad es un pecado capital de esta “Maléfica”, tan insulsa como carente de vida. Elle Fanning se mueve como una muñequita y las hadas “buenas” (Imelda Staunton, Lesley Manville y Juno Temple) no arrancan risas ni con fórceps. Mucho menos mueve la aguja el príncipe (Brenton Thwaites). El único que la pelea es Sam Riley, haciendo del cuervo Diaval -devenido en una suerte de cambiapieles al estilo de “Juego de tronos”-. En fin. Se temía que el carácter “oscuro” de la caracterización de Angelina podía inquietar a los chicos. Más que asustados, lo más probable es que salgan del cine aburridos.