Pacino, entre Philip Roth y Shakespeare Hay mucha gente talentosa zumbando alrededor de este transitado texto de Philip Roth. Junto a Al Pacino, totalmente entregado al personaje, se alinean Barry Levinson (de quien pronto veremos “Rock the Kasbah”, con Bill Murray); Buck Henry, que además de ser el creador del Superagente 86 escribió el guión de “El graduado”; y un excepcional elenco al servicio de breves e intensas intervenciones. Pero la película es de Pacino, del principio al fin. Los claroscuros que constituyen la tragicomedia de Simon Axler, sus chispazos geniales, sus excesos y su inocultable esnobismo, recorren la película y definen su identidad. Levinson es un consumado director de actores, toda una rareza en estos tiempos. Vieja y valiosa escuela. Su cámara está al servicio del omnipresente Pacino. Hay un monólogo de Simon Axler, durante una ronda de terapia. Levinson lo resuelve con un plano secuencia que emula al ojo del espectador. Así es la puesta, un pulso de teatralidad pura. El colapso psicofísico de Axler le impide centrarse en la realidad, ya no puede escindir su cotidianidad de la actuación. ¿Es sincero cuando habla o está haciendo un papel? Después lo discutirá con su psiquiatra a lo largo de permanentes sesiones por medio de Skype. Allí, enfocado por una cámara, Axler/Pacino se encienden. “Un nuevo despertar” (título horrible y van...) se permite una mayor complicidad emocional cuando abreva en el humor. Allí se afloja y le da un respiro a Pacino. No es poco, teniendo en cuenta que Axler debe lidiar con la irrupción de Pegeen (a quien su lesbianismo no le impide seducirlo y obsesionarlo), con la ex novia de la chica (devenido transexual), con una lunática que pretende convertirlo en un sicario y con una carrera actoral que parece aniquilada. Entre pasajes de “Macbeth”, la referencia al ineludible “Ricardo III” y una versión epifánica de “El rey Lear”, Axler navega por peligrosos mares oníricos y se obliga a tomar la gran decisión.
La mejor entrega de una serie inoxidable El agente Ethan Hunt y sus compañeros han sido desactivados por el Gobierno estadounidense. Solos y perseguidos deben enfrentar a un enemigo temible: el Sindicato, un grupo misterioso y letal que está sembrando el terror en todo el mundo. Christopher McQuarrie escribió “Los sospechosos de siempre” hace más de 20 años y con esa contribución podía darse por cumplido. El antecedente habla de los kilates de McQuarrie como guionista, por más que sus trabajos posteriores -casi siempre al filo del thriller- no hayan alcanzado aquella brillantez. Y eso que fueron muchos. ¿El más flojo? “El turista”, aquel fiasco de la dupla Depp-Jolie. Pero McQuarrie está en plena forma y la asociación profesional que estableció con Tom Cruise se extendió a la dirección. McQuarrie escribió “Operación Valkiria” y “Al filo del mañana”, y condujo a Cruise en “Jack Reacher”. Esa retroalimentación creativa alcanzó el punto de cocción en esta quinta parte de “Misión: imposible”, la mejor película de la serie. A Cruise los 53 años no se le notan en el cuerpo. Lo increíble es que no utilice dobles para las escenas de acción, que son muchas, arriesgadas y espectaculares. En la piel del incombustible Ethan Hunt, Cruise se cuelga de un avión en vuelo, salta desde el techo de la Ópera de Viena y maneja una moto a velocidad supersónica. También se disfraza; si no, no sería Ethan Hunt. Esos pasajes están filmados con mano maestra por McQuarrie y se amalgaman con la trama, que está narrada con el tono y el ritmo justos. “Misión: imposible-Nación secreta” es, en esencia, una atractiva historia en la que se mezclan teorías conspirativas, guerras subterráneas de agencias de seguridad y amenazas terroristas modernas. Todo saltando de país en país, a lo James Bond y Jason Bourne. Felizmente, alguien se acordó en Hollywood de que la fórmula sigue siendo tan simple como un buen cuento. Rebecca Ferguson juega muy bien de femme fatale y Jeremy Renner se ajusta al rol secundario que le toca, mientras Sean Harris compone un villano a la altura. Otra perla: la música. Joe Kraemer combina variaciones del Nessun Dorma, de Puccini, y el clásico “Misión: imposible” de Lalo Schifrin, orgullo argentino.
Sólo para nostálgicos y poco exigentes En una sonda enviada al espacio por la NASA en 1982 se incluyó el resumen de un torneo de videojuegos. A los personajes que protagonizaban aquellos clásicos del “arcade” apela una raza alienígena para atacar la Tierra. ¿Quiénes más que los gamers cuarentones pueden hacerse cargo de la defensa? En YouTube puede verse “Pixels”, el corto del francés Patrick Jean en el que está basada la película de Chris Columbus, un juguete carísimo que a Sony le costó 110 millones de dólares. La cuestión es que los dos minutos y medio del corto son mucho más creativos, frescos e inteligentes que las casi dos horas que insume “Pixeles”. Y eso que el propio Jean formó parte del equipo de guionistas. “Pixeles” es un ejercicio de nostalgia extrema, una cruzada ochentosa que va más allá de Pac Man, Space Invaders, Donkey Kong y el resto de los videojuegos que marcaron a la primera y ya lejana generación de gamers. La película dialoga permanente con ese pasado y cuela la intertextualidad por medio de personajes, expresiones y música (de Spandau Ballet a Tears for Fears). De esas alusiones casi permanentes a la cultura popular de tres décadas atrás se nutre “Pixeles” y establece a la vez un límite: quienes no comparten esos códigos están condenados a quedarse casi afuera de la historia. Es lógico que el proyecto haya pasado por las manos de Chris Columbus, guionista de tres clásicos de la época (“Gremlins”, “Los Goonies”, “El secreto de la pirámide”) y hábil artesano de la comedia noventosa, hasta desembocar en la dirección de las primeras adaptaciones de Harry Potter a la pantalla. Columbus maneja ese lenguaje vintage con soltura y aquí lo combina con la recreación a máxima escala de la crema y nata del inolvidable arcade. Todo un sueño. El problema de “Pixeles”, más allá de lo críptico de su lógica interna, es la pobreza extrema de los personajes, arrastrados por una sucesión de chistes de medio pelo, diálogos imposibles y un tono de comedia propio más bien de una estudiantina. Desde esa construcción, “Pixeles” interpela a un público netamente infantil... que es el que no entiende ni jota qué es eso del arcade. Nadie se salva: ni Adam Sandler, ni el hiperactivo Josh Gad ni la desperdiciada Michelle Monaghan. Mucho menos Peter Dinklage, quien debió extrañar horrores los brillantes soliloquios de Tyrion Lannister.
La sintonía que Marvel mejor maneja El doctor Hank Pym elige a Scott Lang, un ladrón de corazón noble, para entregarle su posesión más preciada: el traje de Ant-Man, con el que puede modificar su tamaño y controlar un ejército de hormigas. Al flamante superhéroe lo aguarda una misión de alto riesgo. Cuando Marvel tropieza con el gigantismo pierde el tono. Le pasó con la secuela de los Vengadores, una película tan enorme en su construcción y en sus pretensiones que terminó bordeando la hibridez. Fue el mismo caso de Iron Man 3. “Ant-Man” es la cara opuesta. Más relajado, sin tanto personaje que abarcar ni egos que satisfacer, el estudio se siente con las manos libres para aplicar la fórmula clave: una historia fresca, mucho humor y brillantes secuencias de acción. Por eso “Ant-Man” es tan buena como “Guardianes de la galaxia”. Esta es la sintonía que más le conviene al universo cinemático de Marvel, cuya segunda fase concluye con esta entrega. La tercera, desde el año que viene, se iniciará con la guerra entre superhéroes... Pero no nos adelantemos tanto. Llama la atención que este proyecto haya corrido el riesgo de naufragar cuando Edward Wright se bajó de la dirección tras haberle dedicado varios años de trabajo. Kevin Feige, el mandamás del estudio, mantuvo el guión escrito por Wright y Joe Cornish -imaginativo, divertido, redondito- y le confió el control a Peyton Reed, experto director de comedias que siguió las instrucciones con eficacia y le sacó brillo a la película. Los fans del cómic pueden quedarse tranquilos porque la adaptación está a la altura. No falta el crossover con caras conocidas del universo Marvel, fundamentales para conectar esta película con las que pasaron y con las que vienen. Hay gran mérito también del elenco, en el que Paul Rudd entrega un Hombre Hormiga tierno y pura valentía, mientras Michael Douglas es un lujo en la piel del científico Hank Pym. Detrás de Evangeline Lilly se va perfilando otro personaje clave para el futuro de la franquicia, y Corey Stoll es Yellowjacket, un villano a la altura. La imaginería visual de “Ant-Man” refresca los siempre originales enfoques de Marvel. Tanto como los pasos de comedia que protagoniza el trío de secuaces liderado por Michael Peña.
Larguísima, ampulosa y fuera de época Amigos desde niños, con los años Quentin y Margo fueron distanciándose. Una noche, a pocos días de terminar la secundaria, ella irrumpe en su habitación con una propuesta: ayudarla a consumar una venganza. La historia tomará desde allí caminos impensados. Al igual que la novela de John Green en la que está basada, “Ciudades de papel” interpela a los adolescentes. Tal vez por eso los adultos no existen durante casi dos horas de película, lo que de por sí torna inverosímil la historia. “Mamá, me llevé el auto. Me voy a Nueva York y vuelvo en dos días”, anuncia Quentin -alumno de secundaria- por teléfono. Eso sí: hay que quedarse tranquilos porque los chicos son sanísimos. Ninguno fuma, ninguno se droga, son todos vírgenes y andan por la vida declamando recetas de autoayuda. Salvo Ben (Austin Abrams), el gracioso del grupo, que de golpe se intoxica con alcohol en una fiesta y a los 10 minutos está joya. Además, se permite confesar sus fantasías sexuales con la mamá de Quentin. En fin. Se supone que “Ciudades de papel” habla de descubrimientos, de viajes iniciáticos, de romances y de amistades indestructibles. Margo (Cara Delenvigne, con permanente expresión de qué rebelde que soy) se fuga una y otra vez de su casa, mientras lee a Walt Whitman (no a John Green). Por suerte para ella, se instala a 2.000 kilómetros de su casa a reflexionar sobre la vida sin que le falte la plata. A buscarla marcha el enamorado Quentin, acompañado por los inseparables Ben y Radar, y a las chicas que se suman a la aventura. En el camino casi se matan. Puede pasar. Scott Neustadter y Michael H. Weber escribieron este guión plagado de citas pretenciosas y diálogos imposibles. Un universo tan irreal, imposible y tramposo que se permite metaforizar desafortundamente a Herman Melville. Es la misma dupla que había adaptado “Bajo la misma estrella” -otro best-seller de Green-, donde habíamos visto a Nat Wolff (Quentin). El problema de fondo de “Ciudades de papel” es la impunidad con la que subestima a su público. Entre tanto lugar común y declamaciones sobre el deber ser, lo emocionante deviene pomposo y, al final, aburrido.
Meterse con los vascos es cosa seria Para Rafa, la refulgente Amaia no fue el amor de una noche en Andalucía. Prendado de la chica, él es capaz de dejar Sevilla para buscarla en el País Vasco. El problema es que el padre de Amaia no permitirá que su hija se relacione con un hombre de otra tierra. Es difícil no empezar hablando del fenómeno. “Ocho apellidos vascos” es la película más vista de la historia del cine español: convocó nada menos que 10 millones de espectadores. Impresionante, tratándose de una comedia romántica sin demasiadas pretensiones, dotada de un reparto reducido y carente de un gran despliegue de producción. Pero “Ocho apellidos vascos” habla de una realidad que siempre quema en la península, como son las rivalidades regionales. Al hacerlo con humor descomprime la tensión y desnuda el costado sensible de un país en el que subirse a esa temática implica transitar cuesta arriba. Rafa (Dani Rovira) es andaluz hasta la médula mientras que Amaia (Clara Lago) carga con un novio que la dejó plantada a días del casamiento y con un padre (Karra Elejalde) al que todo lo que no suene a vasco le provoca repulsión. Ella no quiere revelar su fracaso y convence a Rafa de que se haga pasar por su ex. Para eso Rafa se convertirá en Anchón y deberá actuar, hablar, vestirse y vivir como vasco. Justo él, sevillano (y del Betis). Esa transformación disparará enredos y algunos diálogos muy graciosos. Para disfrutar y comprender a fondo “Ocho apellidos vascos” es imprescindible hacer pie en el mapa sociopolítico español, en el que conviven pueblos dotados de distintos orígenes, idiomas y culturas. La película surfea entre lo que une y lo que separa a los españoles, sin meterse en disquisiciones nacionalistas y hasta tomándose en solfa el terrorismo de ETA. Podía ser un fiasco y termina resultando amable y divertida. A fin de cuentas, en el fondo es una historia de amor, un poco ñoña es cierto, y resuelta velozmente con trazo grueso. Será porque ya olían el éxito: es inminente el estreno de “Ocho apellidos catalanes”, con idéntico reparto y la misma dirección del prolífico Emilio Martínez Lázaro.
Demasiado lejos del clásico original Para derrotar definitivamente a las máquinas que en el futuro sojuzgarán a la humanidad la clave está en el pasado. Hay que salvar a Sarah Connor, madre de quien liderará la resistencia. El soldado Kyle Reese viajará en el tiempo para afrontar esa misión. La historia es la misma que estrenó James Cameron hace 31 años, con imprescindibles variantes en la trama que evitan el papelón del copy paste. Esas tres décadas que separan el clásico de Cameron de este renacimiento de la saga están grabadas en las arrugas de Arnold Schwarzenegger. Ya se vio en el trailer que Arnold encarna a un terminator “bueno”; salvado así el riesgo del spoiler queda subrayar que, bordendo los 70, al ex gobernador de California ni se le ocurre bajar los decibeles. Sigue dando y recibiendo golpes como el primer día. “Terminator: Génesis” no es el primero ni será el último raspaje de la olla hollywoodense. A falta de ideas originales, bueno es el recauchutaje de las fórmulas exitosas. La película es intensa, un poco enrevasada en el desarrollo del guión (saltos temporales, física cuántica y explicaciones que no siempre aclaran el panorama), con algunos chispazos de humor y poquísima emoción. Emilia Clarke (sí, la Daenerys de “Juego de tronos”) se pone el traje de la inolvidable Linda Hamilton y lo lleva con dignidad. Jai Courtney, en cambio, es de madera terciada. Junto a Arnold componen el trío abocado a salvar el mundo del apocalipsis. Alan Taylor, que venía de dirigir la segunda parte de Thor, abusa de los efectos especiales digitales. No le quedaba otra, seamos honestos, atendiendo a las exigencias de la historia. Arnold se da el gusto de protagonizar algunos pasajes de pura acción, ensaya una que otra sonrisa y conserva el gesto robótico. Está en su salsa.
Un gag detrás de otro, sin tanto vuelo La naturaleza de los minions es servir a un amo y si se trata de un villano, mucho mejor. Por eso, Kevin, Stuart y Bob emprenden la misión de encontrar un nuevo líder de la tribu. Llegan a Estados Unidos en la década del 60 y quedan deslumbrados por las dotes para el mal de la siniestra Scarlett Overkill. Saltar de personaje secundario a protagónico es cosa seria. Mientras los pingüinos de Madagascar superaron la prueba, a los minions les cuesta mucho más. Un apunte: los pingüinos tuvieron su serie de TV en Nickelodeon antes de jugar en las ligas mayores. Es un rodaje necesario. Una cosa es respaldar a “Mi villano favorito” desde la condición de divertidísimas y adorables criaturitas amarillas, nada que ver con sostener una hora y media de película. En especial cuando el lenguaje se limita a un rosario de exclamaciones guturales (por suerte en castellano). Hace falta un guión sólido para equilibrar y este no es el caso. La película echa luz sobre el origen de los minions, su devenir histórico y la obsesión por vivir a las órdenes de un villano que hace al espíritu de la tribu. A Kevin, Stuart y Bob les toca moverse por la época del flower power. Llegan a EEUU y los recibe un cartel de Richard Nixon con el eslogan: “por fin alguien en quien confiar”. Después se escuchará a los Doors, a los Who y a los Beatles, y Bob se animará a marchar con una columna de hippies. Son de las mejores pinceladas de la película. “Minions” se resume a un encadenamiento de gags, algunos muy buenos y otros de medio pelo. Extraño estando Pierre Coffin de por medio: dirigió las dos entregas de “Mi villano favorito” y además se divierte horrores haciendo las voces de los minions. No ayuda el doblaje, a cargo de los cotizados Thalía y Ricky Martin. Hay pasajes en los que ni siquiera se entiende lo que dicen. Entre esas voces se escucha también a Edgar Vivar, el inolvidable Señor Barriga. En el original el narrador de Geoffrey Rush y a Scarlett le pone voz Sandra Bullock. Demasiadas diferencias. Los minions siempre entretienen y a los chicos mucho más. Imposible no quererlos. Lástima que su película esté por debajo de la media que la animación propone hoy en día.
Divertida, tierna y, sobre todo, imaginativa La mudanza de Minnesota a San Francisco modifica la vida de Riley. Ella está en una edad difícil -11 años- y esos cambios abruptos se viven en su interior: Alegría, Tristeza, Miedo, Ira y Disgusto, las emociones básicas que la dominan, tendrán que ayudarla a encontrar el equilibrio. Pixar tiene la fórmula para emocionar sin golpear bajo. No es una alquimia protegida por siete cerraduras; queda expuesta en las maravillas que administra tomándose todo el tiempo del mundo. De la saga “Toy Story”, pasando por “Wall-E” y “Up”, hay un hilo que conecta el universo Pixar y en el que “Intensamente” encastra armónicamente. Personajes entrañables, historias sorprendentes, la acostumbrada perfección del universo visual; genuina humanidad y espíritu de fiesta. Todo eso tiene “Intensamente”, montado -como siempre- en un plano que libera de todas las convenciones a la imaginación. Dos años se tomó Pixar para estrenar su decimoquinta película (“Monsters University” vio la luz en junio de 2013). Eso habla del cuidado con el que trató este proyecto, conducido por Peter Docter -uno de los principales talentos del estudio- y Ronaldo Del Carmen. “Intensamente” es la primera aproximación de Pixar a la preadolescencia, con todo lo que eso implica. Para abordar los cambios que la edad impone a la adorable Riley, acelerados por el estrés que provoca la llegada a una nueva ciudad, la solución fue meterse bajo la piel de la protagonista. La película es entonces de las emociones, con Alegría y Tristeza a la cabeza, entidades en pugna y a la vez obsesionadas por mantener las cosas bajo control. Todo lo que ocurre en la psiquis de Riley es un festival creativo, un mundo en sí mismo en el que las reglas y los escenarios van mutando; laberintos de recuerdos, abismos, salas asombrosas (como la del pensamiento abstracto) y hasta una fortaleza tenebrosa -el subconsciente- habitada por la peor de las pesadillas (toque maravilloso y de inmediata identificación, para más datos). Es posible que a los más chiquitos les cueste decodificar muchas de las claves de “Intensamente”, lo que no quiere decir que no vayan a pasarla genial. Ese es otro activo de Pixar: su capacidad para abrazar a todos.
Un poco fantasma, un poco demonio La joven Quinn Brenner siente que su madre, fallecida poco tiempo atrás, está cerca. Al intentar contactarla pisa terreno peligroso y atrae un espíritu perverso. Su alma está en juego y sólo con la ayuda de Elise, una experimentada médium, Quinn puede encontrar la salvación. ¿Cómo transformar “La noche del demonio” en una saga sin abusar de recursos y personajes muy transitados? Rodando una precuela, por supuesto. Así que los hechos que se narran aquí son previos a las tenebrosas experiencias por las que atravesó la familia Lambert en las dos películas anteriores. Hay un poquito de honestidad creativa en la decisión. A fin de cuentas, podrían haber estirado la historia pisando con firmeza. Pero no. Lo que explica este tercer capítulo de Insidious (el nombre original de la serie) es cómo nació la relación entre la psíquica Elise Rainer y la dupla de cazafantasmas que integran Specs y Tucker. Esos cruces entre la dama y los nerds proponen algunos pasajes de comedia que no encajan en la estructura de la película. Piezas sueltas, que más que descomprimir la tensión desorientan, En fin. Se sabe que en la piel de Specs habita Leigh Whannell, guionista y motor creativo detrás de las entregas previas. Esta vez, además de actuar y de escribir, Whannell dirige. En esa silla venía sentándose el prolífico James Wan, corrido en esta ocasión al casillero de productor ejecutivo. El malayo Wan es una figura de moda en Hollywood gracias a los exitosos trabajos que viene firmando (“El conjuro” y “Rápidos y furiosos 7”), al punto que suena para dirigir la inminente “Aquaman”. Son las ligas mayores. A “La noche del demonio” la alimentan las posesiones y los espantosos seres del más allá. Esta vez la atormentada es Quinn Brennan, a quien acecha un fantasma que respira con máscara de oxígeno. Toda una novedad. Quinn sufrió un accidente, tiene las piernas enyesadas y la pasa realmente mal. Hay algunos pasajes muy bien logrados por Whannell. Uno, sobrecogedor, muestra a Quinn inmovilizada en el piso, mientras el fantasma va oscureciendo la habitación antes de hacerle algo horrible. Claro que está Elise, quien no teme caminar por esos mundos, decidida a ayudarla.