LA MIRADA SUPERFICIAL DE UN GRAN TEMA Las experiencias de una periodista asignada a la cobertura del Cónclave 2005 sirven de disparador para recorrer la vida de Jorge Berboglio. Hay apuntes de su juventud, de sus experiencias pastorales al frente del arzobispado portgeño y de la trama que lo condujo al papado. A “Francisco-El Padre Jorge” le sobran trazos gruesos y le falta emoción. De factura correctísima, la película recorre a vuelo de pájaro la biografía de Jorge Bergoglio, decidida a mostrarlo como un hombre excepcional y a la vez de extrema simpleza, tal como lo describe la periodista Elisabetta Piqué en el libro que se convirtió en guión. Pero hay capas del personaje que no salen a la luz. Las contradicciones y claroscuros de cualquier mortal están apenas insinuados, En la pantalla, Bergoglio dispara máximas, metáforas y porteñismos con sumo cuidado, como si supiera que lo están registrando para la posteridad. De esa artificialidad, que conduce a lo superficial, está demasiado nutrida la obra de Beda Docampo Feijóo. Lo mejor de la película es el corazón que le puso Darío Grandinetti, sumergido en un papel dificilísimo y consciente de que su labor sería escrutada al milímetro. Grandinetti lo resolvió con economía de movimientos y de gestos, y con la compasión dibujada en la mirada. Mucho menos lucida resulta la madrileña Silvia Abascal, tal vez porque la historia paralela que protagoniza -la de la periodista que traba amistad con el futuro Francisco- no está en sintonía con el foco del filme. Hay muchos actores reconocidos en pequeños papeles. En algunos casos, la carencia de matices planteada por Docampo Feijóo les juega en contra. Esas aristas maniqueístas están marcadas sobre los poderosos a los que enfrenta Bergoglio. No se los nombra, pero queda clarísimo que se trata de Cristina Fernández (Carola Reyna), Emilio Massera (Pablo Brichta) y Horacio Verbitsky (Alejandro Awada). Son los malos de esta ficción. El crossover filmográfico entre España y Argentina caracteriza buena parte de la extensa carrera de Docampo Feijóo y queda subrayado en este proyecto. No es sencillo plasmar la vida de un Papa en menos de dos horas, pero siempre vale la pena intentarlo. Origen: Argentina/España, 2015. Dirección: Beda Docampo Feijóo. Con: Darío Grandinetti, Silvia Abascal. violencia: sin escenas. sexo: sin escenas. lo mejor: el diseño de producción, con rodajes en Buenos Aires, España e Italia. ¿aparece el verdadero Francisco?: Sí, en las imágenes del cierre.
Shaun, el cordero: una joya por donde se la mire Hastiado de la monotonía que propone la vida en la granja, Shaun decide tomarse un día libre. Pero los planes para librarse del granjero y del perro guardián salen muy mal, al punto de que Shaun y los demás corderos deberán embarcarse en una misión de rescate en la ciudad. Shaun no es un desconocido, sobre todo en el universo infantil. Vio la luz junto a Wallace y Gromit y accedió a su propia serie de TV, emitida en estas tierras por el Disney Channel. Lo que merecían Shaun y los suyos era una película propia, y ese milagro de pura creatividad que es la productora británica Aardman les dio (y nos dio) con el gusto. El resultado es, sencillamente, maravilloso. “Shaun, el cordero” tiene mucho de las comedias mudas clásicas. Lógico, teniendo en cuenta que no hay diálogos durante la hora y media de aventura. Ni falta que hace, porque la acción se sostiene con el ritmo justo, a puros gags, por momentos propios de los enredos a la Buster Keaton y por momentos anclados en la cultura popular. Es un espectro amplísimo, simple e inteligente, sintonizable con el mismo disfrute por los más chiquitos y por los adultos. “Pollitos en fuga”, “Lo que el agua se llevó”, “Wallace y Gromit”, “Piratas”... El aporte de Aardman al cine moderno de animación es excepcional. “Shaun” está confeccionada con la misma y depurada técnica de stop-motion. Los escenarios y personajes se sienten entonces más próximos, palpables. Por supuesto, reales. Y no por eso hay una pérdida de expresividad; al contrario. Si algo les sobra a Shaun, al perro Bitzer, a Timmy (el corderito que acarrea el osito de peluche) y a su mamá (siempre con los ruleros puestos) es capacidad para transmitir emociones. Hay un villano que no les da respiro a los corderos, pero ellos están decididos a recuperar a su querido granjero... que tiene amnesia y se convierte en un estilista famoso. Mejor no contar más. El experimentado guionista Mark Burton hace su debut en la dirección acompañado en la tarea por Richard Starkaz, para quien poner en escena a Shaun y a sus amigos no es una novedad. Lo hizo varias veces en la serie de TV. La dupla juega de memoria y ofrece una película divertidísima, tierna y original.
Tan ambiciosa como despareja Cenáculo es un restaurante muy particular: tiene sólo una mesa y funciona en las ruinas de una imponente iglesia. Por ende, la concurrencia es de lo más selecta. Por un circuito cerrado de TV los dueños monitorean lo que ocurre entre los comensales. Y los conflictos estallan... Marcos Carnevale se jugó con una película gigante. Por el elenco, casi un “dream team” del cine nacional, pero sobre todo por el viaje que propone al corazón de las relaciones humanas. Su guión está cruzado por sentencias y declamaciones, muchas ensayadas en off por Graciela Borges, por traiciones y miserias, por diálogos que pasan del trazo más bien grueso a alguna cita borgeana (de Jorge Luis, se entiende), y por una violencia explícita que hace de “El espejo de los otros” un ejercicio carente de sutilezas. Sí, es una película pretenciosa. Cenáculo es un restaurante minimalista en su propuesta gastronómica y tan maximalista en su concepción arquitectónica que hasta se da el lujo de carecer de techo, Es infinito. En ese ámbito excepcional se desarrollan cuatro historias, cuatro “últimas cenas” que funcionan como compartimentos estancos. Detrás de cada una de esas mesas hay un drama. El hilo conductor es la relación entre los dueños del restaurante, dos hermanos (Borges y Pepe Cibrián Campoy) que -queda claro- tienen una cuenta pendiente. Dos de los capítulos son puro romanticismo; los restantes, un crescendo de tensiones que explota de la peor manera. A Carnevale le sobra oficio para contagiar ternura. “Elsa y Fred” es el mejor ejemplo. También para recostarse en la comedia. Por eso sobresalen algunos pasajes jugados por las duplas Oscar Martínez-Julieta Díaz y Norma Aleandro-Marilina Ross. Cuando la ira se apodera de la pantalla, “El espejo de los otros” se vulgariza, resigna su espesura y arrastra a los actores a una espiral de sobreactuación en la que naufragan Alfredo Casero, Leticia Brédice, Carola Reyna, María Socas y Favio Posca. Sólo el gran Luis Machín salva la ropa. Cuando se transita por terrenos complejos, como los elegidos por Carnevale, los riesgos se acrecientan. La película toca puerto, pero con rastros de esquirlas varias, producto de lo accidentado de la travesía.
Los 33 merecían algo mucho mejor La película cuenta lo ocurrido en la mina San José, en pleno desierto chileno, cuando 33 mineros quedaron atrapados a causa de un derrumbe. Mientras bajo tierra las víctimas se organizan para sobrevivir, en la superficie se desarrolla una carrera contra el tiempo para salvarlos. La de los mineros chilenos es “la” historia. Siempre la realidad de lo que vivieron -y de lo ocurrido sobre sus cabezas- estará por encima de la ficción. Cualquier expresión artística motivada por el tema corre con desventaja; es un riesgo que asumen los creadores. Esa no es una carta abierta a la superficialidad, el trazo folclórico “for export” y la banalización, elementos que nutren “Los 33” y hacen de la película un gigantesco paso en falso. Los mineros le contaron sus experiencias al escritor estadounidense Héctor Tobar y él les dio forma de libro. Es el texto que tomó Patricia Riggen (la directora de “La misma luna”) para desplegar su versión del drama que mantuvo en vilo al mundo en 2010. “Los 33” está hablada en un inglés plagado de inflexiones latinas y cruzado por chilenismos de toda laya. Esa ensalada lingüistíca es tan artificial como chocante. Según los productores, de otro modo el filme no funcionaría en el mercado internacional. En Estados Unidos huyen de las películas subtituladas como de la peste bubónica. La que pierde, a fin de cuentas, es “Los 33”. Es notable que una directora mexicana como Riggen no mire a Chile con ojos latinoamericanos. “Los 33” obedece a la concepción que de la región mantienen al norte del río Grande: color local, ceremonias indígenas y un fogón en el que cantan “Gracias a la vida”. Una sucesión de estereotipos y lugares comunes. Es, además, una película rara, heterogénea como el reparto. Banderas hace de Banderas, Juliette Binoche es una empanadera de Copiapó, a Rodrigo Santoro lo abandonó la gestualidad y Gabriel Byrne no entiende bien qué está haciendo ahí. A James Brolin lo tajearon en la mesa de edición, porque no dice ni una palabra. Y también hay pinceladas de humor, inoportuno claro. Pero el pecado mayor de “Los 33” es que, con semejante historión a mano, sea incapaz de emocionar.
Sofisticada, divertida y bien resuelta. En plena Guerra Fría, un agente de la CIA y uno de la KGB -enemigos a muerte- se ven obligados a trabajar juntos. Con la ayuda de un científico que trabajó para las nazis, una poderosa empresa está desarrollando una bomba nuclear. Es imperioso detener esos planes. El pasaje: una persecución automovilística con forma de pasos de ballet, coronada por un gran escape sobre el muro de Berlín. una joya: la selección musical, armada con bellísimas canciones -sobre todo italianas- de los 60. Mientras James Bond y Ethan Hunt se acomodan al paso del tiempo, Napoleon Solo e Illya Kuriakin permanecen anclados en su época. No podía ser de otra manera. La impensada y formidable asociación de un estadounidense y un soviético sólo tiene su razón de ser en el marco de aquel mundo bipolar que ya es historia. Gracias a ese original planteo la serie de TV en la que está basada la película fue éxito en los 60. La versión cinematográfica se hizo esperar (incluso formó parte de la carpeta de proyectos de Quentin Tarantino), hasta que, afortunadamente, quedó en manos de Guy Ritchie. Solo es un bon vivant devenido espía por la fuerza. Derrocha elegancia, charme e inteligencia. Kuryakin, un portento físico, está marcado por un pasado complejo y el autocontrol no figura entre sus virtudes. Robert Vaughn y David McCallum formaron una dupla inolvidable en la TV, así que no es sencilla la tarea para Henry Cavill (sí, el actual Superman) y Armie Hammer. Hay química en la pareja y puede ampliarse generosamente en el caso de una secuela, que quedó servida en bandeja. Para que “El agente de CIPOL” funcione es imprescindible tercerizar un villano y en este caso son nazis con sed de venganza. Actúan con el respaldo de una familia italiana (los Vinciguerra), en la que destaca Elizabeth Debicki; hermosa, gélida y letal. A Solo y a Kuryakin los ayuda la hija del científico alemán que es la llave de la solución. La juega Alicia Vikander, figurita en ascenso imparable. Pero el que está realmente bien, aunque en un papel poco desarrollado, es Hugh Grant. Hace de Waverly, el jefe de la organización CIPOL, a cargo de Leo G. Carroll en TV. Ritchie, que cuando quiere puede ser desenfrenado, dotó a su película de mucha clase. Las locaciones, los vestuarios y los gadgets sesentosos brillan de principio a fin. “El agente de CIPOL” es un juguete atractivo, por momentos tan distante como la elegancia que lo caracteriza, pero absolutamente disfrutable.
El único campeón es Jake Gyllenhaal La transformación a la que se sometió Jake Gyllenhall para protagonizar “Revancha” va más allá de los 10 kilos de músculo puro que luce sobre el cuadrilátero. Gyllenhaal se convirtió en un boxeador. Propinó y recibió infinidad de golpes y esas huellas le decoran el gesto durante las dos horas de película. Gyllenhaal replica en el vocabulario limitado, la cabeza gacha y la ira que lo domina las tundas que la vida le regaló a Billy Hope. Es un trabajo excepcional de Gyllenhall, devenido línea de flotación de “Revancha” cada vez que la historia se abraza a los lugares comunes, que ciertamente son demasiados. Es que las películas de boxeo propenden a esquematizarse: chico pobre que sale del barro montado a sus puños, la gloria, la caída, la redención. En torno a ese esqueleto se engarzan los matices. Será por haber escapado a esa linealidad que “El luchador” y “Toro salvaje” son las mejores de todas. En honor a la verdad, y tomando esas elevadas referencias, el Billy Hope de Gyllenhaal homenajea con altura al Stoker Thompson de Robert Ryan y al Jake La Motta de Robert De Niro. Eso es mucho decir. Abandonado por su manager (50 Cent) y por un entorno que huyó como bandada de cucarachas apenas se acabó el dinero, a Hope sólo lo motiva recuperar a su hija (Oona Laurence). Hay un sólo modo posible: a los golpes. El entrenador Tick Wills (Forest Whitaker) lo pone en vereda. Tal vez si hubiera estado a su lado desde un principio las cosas habrían sido diferentes. A la carga dramática de “Revancha” la alimentan algunos golpes bajos. Rachel McAdams, espléndida, se corre de ese lugar porque es una actriz enorme. Antoine Fuqua, moderno artesano del thriller, dirige con nervio y maestría las escenas sobre el ring. Allí Billy Hope se jugará su destino contra un temible colombiano de apellido Escobar. Hablando de lugares comunes...
Siempre hay una rosa al final del camino El aviador morirá pronto. A veces se desmaya, y como le cuesta levantarse lleva siempre un sandwich en el bolsillo. La niña no quiere saber nada con eso. Se rebela, sufre y termina enojada apenas comprueba que en la vida hay ciclos inexorables; ciclos de los que ella forma parte y que no ofrecen escapatoria. Es un viaje, como el del Principito. La nena está condenada a cambiar de piel sin baobabs, zorros, serpientes ni asteroides. Su mundo es de una complejidad diferente pero, a fin de cuentas, sólo se trata de crecer. Y asusta, claro que asusta. La belleza de esta versión absolutamente libre de “El Principito” es abrumadora. Tan humana, tierna y emocionante como el clásico de Saint-Exupéry, la película se permite metaforizar sobre el tiempo y sus consecuencias, sobre la aventura del descubrimiento y sobre la resignificación de la vejez. Todo en su justa medida. Mark Osborne, que había dirigido la primera “Kung Fu Panda”, se animó a anclar los dibujos y los textos de Saint-Exupéry en una historia moderna. Una vuelta de tuerca narrativa que, de todos modos, se mantiene fiel al cuento. La soledad del Principito es la de la pequeña y las vías de escape resultan, en el fondo, coincidentes. Son méritos del notable guión que elaboraron Irena Brignull (quien había escrito “Los Boxtrolls”) y Bob Persichetti. La concepción visual de la película es magnífica. Osborne combinó la animación digital con el stop-motion, técnica que emplea para subrayar los segmentos protagonizados por el Principito. La elección de los colores y sus tonalidades responden a múltiples escenarios: adultos grises, un barrio que es una cuadrícula gigantesca y aburrida, el desierto, mil estrellas que se liberan, una rosa. Hay un bonus track fantástico: la música de Hans Zimmer, nutrida por melodías francesas chiquitas y deliciosas. Otra de las tantas razones que invitan a chicos y grandes a disfrutar una película hecha a medida.
A este chiste ya lo contaron A Ted, el oso de peluche que ha cobrado vida, las autoridades no le reconocen su condición de “persona”. Su matrimonio fue anulado, así que no puede adoptar un niño. Acompañado por su amigo John y por una joven abogada, Ted inicia una batalla legal para recuperar sus derechos. Nunca deja de sorprender la facilidad con la que Seth MacFarlane pasa de una broma brillante a otra definitivamente estúpida. Es una marca de fábrica con la que no le ha ido nada mal. Al contrario; “Padre de familia” está a la vista. El problema es que el chiste funciona en función de su originalidad y el de Ted quedó agotado en la primera película. La secuela es más de lo mismo: drogas y sexo, sexo y drogas. Y si vienen juntos en el combo, mucho mejor. MacFarlane en estado puro. Ted es guarro y tierno a la vez. Ama a su esposa (Jessica Barth) pero se llevan a las patadas. La solución parece radicar en la paternidad, con el inconveniente de que Ted es un peluche de punta a punta. La donación de esperma queda descartada después de un par de aventuras escatológicas a más no poder, y la adopción choca con un inconveniente: Ted no es un ser humano. A litigar en Tribunales entonces. Aparece en escena Amanda Seyfried, a la que Ted ve igualita a Gollum. Es la abogada fumona de la que John (Mark Wahlberg) se enamora al toque. Antes y después desfilan por la pantalla Jay Leno, Liam Neeson, Tom Brady (un Messi del fútbol americano), Jimmy Kimmel y Morgan Freeman, que se mueve frente al jurado como si fuera James Stewart, Divertido. Giovanni Ribisi es el villano con peluca y disfrazado de tortuga ninja. En fin. El tono de “Ted 2” se reduce a esa monocorde sucesión de chistes de estudiantina entre el osito y John. Las alusiones a la cultura popular estadounidenses son infinitas y más de una ni siquiera es captada en los subtítulos. Para el espectador poco informado de los avatares del universo TMZ resultan incomprensibles. Además de dirigir y de escribir, MacFarlane pone su voz al servicio de Ted, al que los malos de Hasbro (!) quieren despanzurrar para fabricar muchos más. Que alguien los detenga.
Un gran Francella para una gran historia Arquímedes Puccio lidera una banda dedicada a los secuestros extorsivos. Las víctimas son retenidas en su casa, lo que convierte en cómplices a los miembros de su familia. En especial a su hijo Alejandro, un rugbista prestigioso que forma parte de las tenebrosas operaciones. Arquímedes Puccio es una máscara que reza antes de comer, ayuda a su hija con las tareas escolares y rara vez pierde el autocontrol. Jamás pestañea. Puccio es un monstruo contemporáneo, un huérfano del terrorismo de Estado que hace lo único que sabe: secuestrar, torturar, matar. Cuando le sueltan la mano, por obra y gracia de la bendita democracia, no entiende qué está pasando. Pero sigue en la suya. No hay otra lógica en su vida ni en la de su familia, a la que arrastra al infierno con mirada de hierro. Componer ese personaje fue el mayor desafío en la carrera de Guillermo Francella y lo hizo con una precisión fenomenal. El Puccio de Francella habla con el cuerpo y con los ojos, es un huracán perverso y reprimido. La fiereza de sus demonios se expresa, por ejemplo, por medio de la rabia con la que barre la vereda. Admirable. La madurez del Pablo Trapero narrador recorre “El clan” de punta a punta. Es una gran película de Trapero, implacable en su ritmo y en la progresión dramática, profunda y austera en detalles a la vez. Trapero cuenta una historia real y cercana con una fuerte mirada política (excelente la contraposición de los discursos de Alfonsín y de Galtieri), pero sin perder el foco: la relación padre-hijo. Ese juego de sumisión, de conveniencias, de lo no dicho, en el que Alejandro pretende ser una víctima de Arquímedes para huir de la culpa. Pero no hay perfectos asesinos en “El clan”. La selección musical -clásicos del rock argentino y del internacional- es una marca de época que Trapero emplea con mucha inteligencia y buen gusto. Las canciones acompañan la puesta en escena -gran trabajo de iluminación de Julián Apezteguia-, muy bien ajustada a esos turbulentos inicios de los 80. Peter Lanzani está apenas correcto como Alejandro Puccio. No hay puntos altos en las actuaciones, a excepción del cinismo que dibuja Fernando Miró en la piel de Aníbal Gordon, otro monstruo en cuyo reflejo Arquímedes no supo mirarse a tiempo.
El más frustrante de los regresos “Los cuatro fantásticos” cometió el peor de los pecados que puede achacársele a una película de superhéroes: es mortalmente aburrida. Se tomó en serio a sí misma y se sintió obligada a dar mil explicaciones. Eso sólo puede hacerlo Christopher Nolan dirigiendo al Guasón de Heath Ledger, de lo contrario es una ridiculez. Y pensar que el tutorial lo regalan los estudios Marvel. Si Josh Trank hubiera copiado la receta de “Guardianes de la galaxia” y “Ant Man” hoy estarían brindando todos felices y no lamentando uno de los fiascos más notorios del año. La franquicia empezó de nuevo, se supone que con la intención de elevar los estándares de calidad marcados por las entregas de 2005 y 2007. A la luz de la experiencia, las predecesoras son infinitamente mejores. ¡Y estaba Jessica Alba! Estos 4 fantásticos no tienen química, seguramente porque nadie entiende muy bien lo que está haciendo ni lo que ocurre. Inexpresivos a más no poder, Miles Teller, Jamie Bell y Kate Mara ruegan para que todo se termine rápido. Michael B. Jordan, quien carga con la polémica suscitada por ser el primer Antorcha negro (hay gente que discute mucho sobre estas cosas) intenta ponerle pilas, y nada. A Toby Kebbell le toca encarnar a uno de los peores villanos que se recuerden. Hay un problema básico: la historia es malísima y desde allí resulta imposible repechar la cuesta. “Los 4 fantásticos” es tan apática y previsible que hasta se da el lujo de retacear las escenas de acción (¡en una película de superhéroes!). Mejor así, porque puestos a luchar provocan entre risa e indignación. Cuando un estudio como Fox invierte tantos millones de dólares se supone que los proyectos quedan sometidos a un testeo exhaustivo. ¿Nadie se avivó de que la película es una melodía que conduce a los espectadores a desperdiciar dos preciosas horas de su vida?