Disección de un poeta atormentado Tras deshacerse de la opresión de su padre, Giacomo Leopardi viaja por la Italia del siglo XIX convertido en una figura controvertida: sus poemas y pensamientos generan tanta pasión como rechazo. La fragilidad de su salud condiciona sus movimientos y su visión de la vida. Leopardi se pasa dos horas y pico de película maldiciendo a la naturaleza y a quienes se maravillan ante ella. No la culpa -sostiene- de la enfermedad degenerativa que lo obliga a caminar encorvado, del raquitismo (a fin de cuentas, de la mesa sólo lo convocan los helados) y de la certeza de que morirá pronto. Muy pronto. La naturaleza, predica Leopardi, es la falsa ilusión de los optimistas. Él, en cambio, es un romántico capturado por una perenne melancolía, un nihilista en ciernes. Pero Leopardi no puede con la erupción del Vesubio. Contempla el volcán, fundido con las estrellas, en una fresca noche napolitana, y le brotan versos rendidos de belleza. También una lágrima. Leopardi se muere de cólera, a los 39 años, jorobado y virginal, condenado a los amores imposibles, y sus últimas palabras son tan o más conmovedoras que el corazón de su obra. Sería injusto reducir la película de Mario Martone a la biopic de una fascinante figura de la cultura italiana decimonónica. El Leopardi de Martone representa un esfuerzo genuino y plausible por deconstruir un personaje en extremo complejo. De adolescente, Leopardi era un geniecillo que manejaba varios idiomas, pura erudición. Su padre lo soñaba cardenal (¿por qué no Papa?), pero a Leopardi el concepto de la existencia de un dios rápidamente se le antojó absurdo. Su devoción se depositaba, esencialmente, en las infinitas posibilidades que brinda el lenguaje. Lector y escritor insaciable, consumió su cuerpo y su espíritu en una carrera por la gloria de las letras. “¡Qué arrogante! En el siglo XX, de Leopardi no se recordará ni la joroba!”, sostiene uno de los figurones que acababan de negarle un premio literario. Leopardi había vomitado su desencanto. Martone e Ippolita Di Majo habían trabajado junto en “Noi credevamo”, otra aproximación a la efervescente Italia del siglo XIX. La historia de Leopardi que escribieron se sostiene en el discurso cuidado y devastador del protagonista. Fue un minucioso trabajo el estudio y la inserción de esos textos en el guión. También un acierto. Es una película extensa, colmada de viñetas, salpicada por pasajes oníricos y apuntalada por una sólida reconstrucción de época, propia del cine industrial italiano. Detrás de esta producción, presentada en la selección oficial del Festival de Venecia, estuvo la RAI. Del encierro en la casa paterna Leopardi salta a Florencia, a Roma y a Nápoles. Durante esos viajes, nutridos por episodios de toda clase, Martone desarma al poeta, lo pone contra la pared y lo obliga a revelar el motor de su grandeza.
Nuevas estrellas para el mismo show El viejo Jurassic Park se convirtió en un parque temático al que acuden miles de familias, deseosas de ver a los dinosaurios en vivo y en directo. Para mantener el interés del público, a los genetistas se les ocurre crear una nueva criatura, el Indominus Rex, más feroz y peligroso que un tiranosaurio. El problema será controlarlo. De movida, “Jurassic World” apunta que si algo nos distingue como especie es nuestra capacidad de aburrirnos. Los impactos son cada vez más efímeros en una sociedad urgida por consumir y descartar. Hasta de seres tan maravillosos como los dinosaurios podemos hastiarnos, así que la solución es subir la puesta. Mezclar genes como si de una salsa se tratara para concebir un bicho más grande, más fuerte, más aterrador. Así nace el Indominus Rex, algo así como un tiranosaurio dotado de los modos, la sagacidad y la rapidez de un velocirraptor. ¿Cómo contener a semejante fuerza (¿de la naturaleza?)? La película de Colin Trevorrow, cuarta de la saga inaugurada hace 22 años por Steven Spielberg, es tan gigantesca como el Indominus Rex. Un espectáculo a la altura del parque temático instalado en la isla Nublar, la misma en la que todo se había desmadrado en el pasado. Pero hay medidas de seguridad suficientes para prevenir cualquier desastre. O al menos eso es lo que parece. “Jurassic World” es un deslumbrante show visual, un juguete caro al que Industrial, Light & Magic le puso el corazón. Los dinosaurios lucen más variados, plásticos y perfectos que en las películas previas. Y hay peleas, persecuciones y suspenso, por supuesto. Lo que le falta al filme de Trevorrow es magia. Spielberg lo hizo: aquella escena de Alan Grant y los chicos subidos a un árbol y empapados por el estornudo de un braquiosaurio valía la entrada. “Jurassic World” también tiene chicos y un héroe -Chris Pratt- convencido de que los velocirraptors pueden “domesticarse”. Pero no hay un personaje a la altura de Ian Malcolm (Jeff Goldblum), puro cinismo, inteligencia y valentía. La trama es, básicamente, la misma de las películas anteriores. Todos sabemos que, en algún momento, los dinosaurios se van a rebelar. La cuestión es cómo y dónde pondrán garras a la obra. No hacía falta tanta cháchara sobre la potencial utilización de los bichos como armas de guerra. Tampoco suman los diálogos, en algún punto absurdos. Será también porque los personajes están pintados con trazos tan gruesos que parecen de principiante. La gente muere y sufre en “Jurassic World”. Trevorrow no se priva de mostrar a los dinosaurios tragándose personas en primer plano. Hay algo de gore, sin exagerar, lo justo para que la calificación se ajuste a “para mayores de 13 años”. No es un espectáculo para chiquitos. Las pinceladas nostálgicas van de una remera comprada en e-Bay a las repetidas referencias a John Hammond, creador del mundo jurásico que, 22 años después, sigue negándose a seguir las reglas dictadas por los inquietos y bulliciosos humanos.
El huracán McCarthy a pleno La vida de Susan Cooper en la CIA transcurre detrás de un escritorio, sirviendo de apoyo a los agentes que luchan en el campo. Pero todo cambiará a partir de un crimen: Susan viajará a Europa para vengarse y, de paso, desbaratar una conspiración internacional. Jude Law interpreta a un clon de 007 al que se le escapa un tiro por culpa de un estornudo. Jason Statham parece el héroe granítico e impasible de siempre, pero en realidad es un monumento a la torpeza que se ríe a gritos de sí mismo. Rose Byrne juega una villana cuyo cinismo y sofisticación apenas disimulan su inutilidad. Y está la enorme Miranda Hart, por supuesto, la analista de datos que termina a los revolcones nada menos que con 50 Cent. Los personajes que rodean a Melissa McCarthy son tan disfrutables que su Susan Cooper, protagonista de “Spy”, brilla con mayor intensidad. La fulgurante carrera de McCarthy se sostiene tanto por su carisma como por su capacidad de hacer uso -y no abuso- de su gordura. McCarthy se toma en solfa sin ser grosera con su cuerpo. Contesta las estocadas verbales con ferocidad, a veces con inteligencia. Sabe además cuáles son las teclas adecuadas de la comedia física. Imposible no empatizar con ella. En “Spy” la CIA es un agujero infestado de ratones y murciélagos; los agentes son de medio pelo -incluido el sexópata que interpreta Peter Serafinowicz-; el villano más despiadado es capaz de caer en todas las trampas; y al mundo sólo puede salvarlo Susan Cooper, que es el huracán McCarthy desatado. No todos los gags ni todos los diálogos son magistrales, por supuesto. A los altibajos Paul Feig los resuelve recorriendo el mundo -a lo James Bond, claro- y manteniendo el pulso de la acción. La sociedad Feig-McCarthy viene produciendo un éxito tras otro (“Armadas y peligrosas”, “Damas en guerra”) y continuará nada menos que con la resurreción de “Los Cazafantasmas”, ahora con elenco femenino. Hay un cameo de Ben Falcone, con quien McCarthy se divirtió a bordo de un avión en “Damas en guerra”. Hasta esos guiños se da el gust
La compleja educación de un robot En un futuro no muy lejano la Policía sudafricana se vale de androides para controlar el crimen. El creador de esos robots obedientes y disciplinados persigue algo más: dotar a las máquinas de inteligencia y sentimientos. De esa búsqueda surgirá Chappie. Chappie es un niño que se sorprende y se asusta continuamente. Encuentra una madre que le narra cuentos sobre ovejas negras y un creador que le ordena que se porte bien. Pero también hay un padre decidido a convertirlo en un gangster y para eso le enseña a robar autos, a disparar y a manejar un cuchillo. A Chappie, el primer primer robot dotado de una inteligencia artificial superior, le toca aprender sobre la vida en un universo marginal, en el que la ternura y el dolor conviven como si nada. De esos escenarios pretendidamente distópicos pero absolutamente actuales se nutre la breve e intensa filmografía de Neill Blonkamp. Pueden ser extraterrestres reducidos a ciudadanos de tercera (“Distrito 9”) o sociedades cuyas diferencias de clase determinen la vida o la muerte (“Elysium”); Blonkamp habla del futuro desnudando los males de nuestro tiempo. “Chappie” transcurre en el conurbano de Johannesburgo, tierra de pandillas a las que sólo un ejército de robots puede contener. Cualquier semejanza con la Argentina no es coincidencia. Ese es el caldo de cultivo en el que Chappie da sus primeros pasos. Se le pegan los modos y el lenguaje de la calle, a la vez que desarrolla una conciencia de sí mismo edificada sobre la inminencia de la muerte. A Chappie se le acumulan los interrogantes y parecen aplastarlo las desilusiones. Son rasgos de una humanidad que no posee, una trampa por ende, de la que deberá salir apostando por la idea de la trascendencia. Sharlto Copley se sometió al sistema de captura de imagen para hacer un Chappie brillante. Ninja y Yo-Landi asumen la paternidad del más querible de los robots mientras, sin pensarlo, van formateándolo a su imagen. Es lo mejor de un reparto que trae de regreso a Dev Patel y exhibe un Hugh Jackman llamativamente desaforado. Lo de Sigourney Weaver es apenas un pantallazo. Ya habrá más, teniendo en cuenta que Blonkamp se encargará de las próximas secuelas de “Alien” y Ripley prometió ser de la partida.
La verdadera catástrofe es el guión Lo que tanto habían advertido los científicos finalmente se concretó: la península de California colapsa por culpa de un terremoto. Entre la devastación que azota a Los Ángeles y a San Francisco un experimentado oficial de bomberos intentará rescatar a su ex esposa y a su hija. Algunos apuntes, al cabo de casi dos horas de “Terremoto: la falla de San Andrés”: - Qué suerte tuvo la ex esposa de Dwayne Johnson. El terremoto la agarró en el último piso de un edificio y él justo andaba por la zona en helicóptero. - No se puede avanzar por la ruta a causa de una grieta gigantesca. Pero no hay problema: en medio del desastre el héroe se topa con un piloto varado en el camino, ¡que le presta su avión! ¡Y está ahí cerca, como si fuera una bicicleta! - La ciudad se hunde, el mundo se pierde. Dwayne y su ex se tiran en paracaídas y caen justo, pero justo, en el medio de un campo de béisbol. “Hace mucho que no llegamos a segunda base”, le dice él. Sonrisas. - La nena está aplastada en un estacionamiento de San Francisco, entre polvo y hierros retorcidos. Su papá anda en helicóptero por Los Ángeles. La llamada entra sin problemas. ¿Vieron que en el primer mundo no hay problemas con la señal? - Más que bombero, Dwayne es Aquaman. ¿Cómo hace, si no, para maniobrar bajo el agua durante tanto tiempo? No es cuestión de que el cine catástrofe, por más pochoclero que se venda, le tome el pelo al espectador. De terremotos y tsunamis está hecho el universo de los efectos especiales. Ya nada sorprende ni justifica por sí mismo el precio de una entrada. La de Brad Peyton es una película tan impactante en lo visual como huérfana de una historia más o menos decente. Hay personajes efímeros, algunos sin pies ni cabeza (como el ricachón que juega Ioan Gruffud); diálogos ramplones, besos en medio del caos y actuaciones de cartón. Todo absolutamente previsible. Sólo faltó el perrito saliendo en medio de las ruinas. Hubiera sido demasiado.
Surfeando la crisis de los cuarenta y pico El encuentro con una pareja de veinteañeros les mueve la estantería a Josh y a Cornelia. Casados, sin hijos mientras sus amigos asumen la paternidad, ambos se aferran a esos retazos de juventud que aparecen en una vida que se les dibujaba monótona, flaca en emociones. Antes de entrar en materia, Noah Baumbach reproduce un certero fragmento, extraído de una pieza de Henrik Ibsen. La apostilla, a modo de prólogo, implica una promesa al espectador. Baumbach fija una vara muy alta (Ibsen) y se propone saltarla empleando el mayor de los esfuerzos. Eso requiere mucha fluidez en la narración, un respeto reverencial por el lenguaje y, por sobre todo, la máxima precisión en la construcción de los personajes. Sobre esos pilares Baumbach cuenta su historia y lo hace admirablemente. Josh (Ben Stiller) es un documentalista empantanado desde hace años con una película. Su suegro (Charles Grodin, notable) es toda una figura del género y ese es un nudo que Josh no logra resolver. En el medio está Cornelia (Naomi Watts), herida por los embarazos que perdió y espantada por la maternidad que disfrutan sus amigas. A ese escenario se asoman Jamie (Adam Driver) y Darby (Amanda Seyfried). Ellos son jóvenes, apasionados, generosos. Irresistiblemente cool. Espejos en los que Josh y Cornelia necesitan reflejarse. Está claro que nada es lo que parece. Jaime y Darby son, ante todo humanos, y por ende imperfectos. Descubrirlo será imprescindible para que Josh y Cornelia comprueben, además del paso del tiempo, qué es lo que realmente los moviliza. “¡Dejemos de lado la ética!”, clama Josh, desesperado por desenmascarar a Jamie. Baumbach es un habilísimo escritor de diálogos y filma muy bien. “Mientras seamos jóvenes” lo muestra en un óptimo grado de madurez, fino para captar el pulso de la calle y la vida interior de una época -los cuarenta y tantos- en la que cuesta salir del atolladero cultural. Desde lo actoral, la película es de Adam Driver, un comediante de brillante expresividad corporal.
Brillante y, sobre todo, inspiradora El cine, la TV y la literatura intentan convencernos de que todos los futuros son distópicos. ¿Y qué pasa con la esperanza de un mundo mejor? Esa pregunta campea del principio al fin de “Tomorrowland” y queda instalada en el espectador. El optimismo, los sueños, la idea y el obrar -fundacionales del discurso de Walt Disney- son los motores de la película y se transmiten como un deber ser. ¿Utópico? Tal vez. ¿Inspirador? Decididamente. Un paréntesis antes de adentrarnos en “Tomorrowland”. Hay mucho talento detrás de este proyecto, tanto que George Clooney dio el okey para asociarse por primera vez en su carrera con la marca Disney (y con todo lo que eso implica). Brad Bird es uno de los directores más interesantes del Hollywood contemporáneo, cuidadoso de los proyectos en los que se involucra y capaz de tomarse el tiempo necesario para no fregarlos. Las tres películas de animación que dirigió son, cada una a su manera, magníficas: “El gigante de hierro”, “Los increíbles” y “Ratatouille”. Después de hacerse cargo del cuarto eslabón en la saga de “Misión imposible” se sumergió en “Tomorrowland” junto al guionista Damon Lindelof, uno de los cerebros detrás de “Lost” y actual motor de la imprescindible serie “The leftovers”. La imaginería visual de “Tomorrowland” es pura belleza y buen gusto. Hay mucho romanticismo y nostalgia en la construcción de la ciudad del futuro, anclada en aquellas ferias mundiales que celebraban la inventiva de la humanidad y que fueron hundiéndose a medida que el pesimismo colectivo nos arrastró al fondo del mar. “Tomorrowland” puede leerse en distintos planos. Hay aventuras y acción; hay artilugios dignos de la mejor sci-fi; hay una historia interesante y divertida; hay personajes que proponen la empatía automática. En otro nivel se despliega el esfuerzo de Disney por subrayar cuán pegada al abismo marcha la sociedad y lo fundamental que resulta un cambio de enfoque para revertir el rumbo. La carga filosófica y científica de “Tomorrowland” se vuelca a lo Disney: con la mayor sencillez y contundencia en la palabra y en la imagen. Vale. La película es para mayores de 13 años. Su extensión (más de dos horas) y algunos pasajes violentos lo explican. Los chicos pueden asistir acompañados por un mayor. Se recomienda fervientemente llevarlos.
Poltergeists eran los de antes Los Bowen eligieron la peor de las casas para iniciar una nueva vida. El lugar está colmado de presencias inquietantes, que se manifiestan desde el primer momento. La pequeña Madison parece ser el objetivo de estos espíritus, que lucen más malévolos que juguetones. Otra remake y ya perdimos la cuenta. ¿Cuántas van? Y las que vienen... Bien, no todas son un fiasco. Ahí está la flamante “Mad Max”, sólida y desafiante. Pero la vara de “Poltergeist” estaba muy alta y esta película ni siquiera despegó del pavimento. Hablamos de un clásico popular ochentoso, alumbrado por la dupla Steven Spielberg-Tobe Hooper; imaginativo, inquietante y divertido. ¿Por qué no dejar las historias donde estaban si está claro que el nuevo intento carece de esos atributos? ¿Por qué, Fox? Madison, la menor de la prole del matrimonio Bowen, fue abducida por unos seres malísimos. No son fantasmas, que podrán asustar pero no dejan de ser etéreos. Acá hay poltergeists de por medio, espíritus inquietos, ruidosos, a veces juguetones. Pero en este caso están enojadísimos. Decíamos que se llevaron a Madison. ¿Qué hace la familia? ¿Se angustia al extremo? ¿Desespera? Para nada. Acude a un equipo de especialistas en fenómenos paranormales, los instala en su casa y se toma tiempo hasta para bromear con ellos. ¿Y la nena? En fin. En aquella “Poltergeist” sobraban los hallazgos visuales. Las sillas sobre la mesa de la cocina constituyen una viñeta de la época. Y asustaba, al punto de que se creó la leyenda sobre la maldición que persiguió a los actores (la niña que interpretaba a Madison, Heather O’Rourke, murió durante el rodaje de la secuela). Este reboot, un festival de clichés del género, ni siquiera es capaz de apropiarse de ese legado.
El mejor regreso del héroe solitario George Miller rodó “Mad Max” en 1979 junto a un absoluto desconocido llamado Mel Gibson, 650.000 dólares que no alcanzaban para nada y cero pretensión de hacer ruido mucho más allá de Australia. Así suelen construirse los clásicos modernos. Un poco cowboy, un poco samurai, Max encarnó al héroe transcultural por excelencia. Hubo dos secuelas, claro, y la permanente pregunta de millones de fans: ¿cómo sigue la historia? La historia sigue 37 años después con un reboot, fórmula que Hollywood exprime para resucitar franquicias, historias y personajes que garantizan, al menos, la expectativa del público. Lo acertado de Warner, además del presupuesto ilimitado que consiguió, fue confiarle el proyecto al padre de la criatura. Aquí está George Miller entonces, con las manos y las ideas libres para traer a su Mad Max al siglo XXI. La cuestión es que los temas en discusión son casi los mismos que a principios de los 80: el agotamiento de los recursos naturales, las guerras globales, las distopías en ciernes. Pasto de esa violencia explícita en la que Max se mueve como pez en el agua. O en la arena. A Gibson lo reemplaza Hardy, una figura de moda perfectamente adaptada al Max monosilábico, feroz y, en el fondo, guardián de la escasa justicia que puede encontrarse en ese futuro frenético. De locos. La película es una sinfonía en permanente movimiento, una road movie alucinante, una huida hacia adelante en la que los más variopintos personajes se enlazan en batallas interminables sobre ruedas. Entre las líneas de tanta acción pura y dura se lee un mundo enfermo, deforme, donde los ejércitos se inmolan en el altar de déspotas investidos de un aura espiritual. El diseño de producción (vestuario, maquillaje, pertenencias tribales) es protagonista, al igual que los monstruos sobre ruedas que cabalgan el desierto inacabable. Por allí anda Mad Max, caballero descastado que volvió, seguramente, para quedarse.
Fresca, divertida y con buena química Vale subrayar la persistencia de Ariel Winograd por transitar un género que el cine argentino necesita y puede desarrollar con brillantez. “Sin hijos” es la cuarta comedia de Winograd y la más lograda junto a “Cara de queso”, un escalón por encima de “Vino para robar” y varios más sobre “Mi primera boda”, la más convencional y afectada de sus películas. “Sin hijos” se ajusta a una construcción cien por ciento clásica en su planteo, su desarrollo y su remate. También en el tratamiento de los personajes, en los recursos estéticos, en la construcción de los gags. Winograd no saca los pies del plato; no le pidan un manjar, tampoco esperen intoxicarse. Su cine abreva en zonas de confort, lo que no está mal si está hecho con buen gusto y claridad en el lenguaje. A “Sin hijos” no le interesan las pretensiones estilísticas y ese es uno de sus activos. Imposible que una comedia romántica funcione si no hay química entre los protagonistas. Pues bien, entre Diego Peretti y Maribel Verdú se nota la sintonía de onda. Encajan. Bien por ellos y por el aire que le brindan al desarrollo de los secundarios, roles que aprovechan con todo el oficio Pablo Rago y Horacio Fontova. El componente clave de la historia es Sofía, la hija que Gabriel Cabau intenta esconder a toda costa para no ahuyentar a Vicky. La debutante Guadalupe Manent está muy bien, un acierto teniendo en cuenta lo mucho que les cuesta al cine y a la TV argentinas encontrar niños que luzcan naturales en la pantalla. El final es tan previsible que defrauda un poco, por más que el bocadillo representado por la canción de Luis Alberto Spinetta que entona la pequeña Sofía le aporte color y un toque de nostalgia. La cultura popular argentina se apropió definitivamente de Spinetta. Enhorabuena. “Sin hijos” arranca sonrisas y avanza sin esforzarse demasiado. El guión de Mariano Vera fluye sin sutilezas ni flaquezas. Todo es amable, veloz y sí, entretenido.