Publicada en la edición impresa de la revista.
Las leyendas continúan Autoproclamada como "el primer largometraje en la Argentina donde se conjugan los títeres y los dibujos animados", llega la película Las aventuras de Nahuel, dirigida por Alejandro Malowicki. Un niño llamado Nahuel huye de su hogar creyendo que su mamá lo ha abandonado, recorre la ciudad buscándola e ignorando que ella está empeñada en encontrarlo. Una noche, junto con su nuevo amigo, un gato murguero llamado Busca, revolviendo la basura, encuentran un libro que emite destellos y parece tener vida propia. La imaginación de Nahuel los transportará a ambos hasta un mágico mundo de leyendas -la novedad es que pertenecen al imaginario latinoamericano- y a partir de ahí vivirán aventuras emocionantes. La historia de la madre quedará desdibujada en pos de estos destellos de leyendas nuestras. Su realizador, que ya dirigió la versión de Pinocho de 1986, protagonizada por Soledad Silveyra y Gianni Lunadei, y supo ser presidente de la Asociación de Productores de Cine para la Infancia, resulta un pionero del cine de animación nacional cuyo trabajo antecede a las escuetas producciones que ha tenido el género en estas pampas, desde la gloriosa Mercano, el marciano, de Juan Antín, la sobrevalorada Manuelita, de Manuel García Ferré, o la más actual y desigual Cuentos de la selva, de Norman Ruiz y Liliana Romero. Los veteranos acólitos de Caloi en su Tinta se sentirán cómodos en su regazo, mas no tanto así los espectadores muy jóvenes acostumbrados a la espectacularidad de la tríada norteamericana de Disney, Pixar y DreamWorks o a las ocurrencias orientales de Hayao Miyazaki, Isao Takahata y su Studio Ghibli. No es que la parte técnica esté por debajo de las expectativas, en absoluto. Es que la mixtura de leyendas de pueblos originarios -guaraníes, onas, mapuches y collas-, con animación de muñequitos -que desde el corto El retrato de la peste, de Lucila Las Heras, o el mediometraje Plata segura, de Néstor Frenkel, hasta acá no ha habido nada interesante en el plano criollo- y una oferta narrativa pretendidamente curricular -“¿no sabías vos que los libros no muerden”, “¿qué es una leyenda?, nunca oí esa palabra”, se escucha decir por allí- hacen, de verdad, lamentablemente, dificultosa su decodificación. Es comercialmente sabido que los espectadores más noveles prefieren la espectacularidad -acá entraría Pixar con Toy Story 3, sí, pero además Disney con El Rey León o Cenicienta-, cual consecuencia de su formación hipodérmica y verticalista. “El cine para chicos es y ha sido siempre norteamericano en casi su totalidad. Ese chico, en la etapa más crucial de su formación, suele no conocer otro modelo, otro formato. Por los dibujos animados, le resultan más familiares Oklahoma o Texas que Jujuy o Corrientes”, ha reconocido el mismo Alejandro Malowicki alguna vez. Tanto la animación a pincel -bellísimo estilo tipo ilustración de splash page de cuentos infantiles o novelitas cortas e integradoras con la intención de Jim Henson de animación 2D y stop motion por recortes- como la referida a marionetas con hilos -aun a sabiendas de la diferenciación entre “cine infantil” y “cine de animación”, entelequias que a veces suelen confundirse- funcionan óptimamente pero, de momentos, pese a este aspecto positivo y fundamental para el cine de entretenimiento, lo que falla en Las aventuras de Nahuel es su guión. Endeble y abarrotado guión. Apuntando a un público que tiene entre 3 y 9 años, se torna un tanto confuso, saltando desde un trampolín entre leyenda y leyenda. A su modo, Malowicki intenta afablemente introducir demasiadas problemáticas a resolver en “sólo” una hora y dieciocho minutos. Si una película de animación para niños necesita apoyarse en constantes e improductivas intromisiones a submundos, eso puede ser señal de que no está funcionando como debería. Entonces, el espectador, a la hora de ir a ver esta película, tendrá que tener bien en cuenta que sus ritmos -por añadidura: los tiempos internos, sus transiciones entre aventura y aventura- son un tanto dispersos y que, con el correr de los minutos, olvidará realmente cuál era su premisa inicial, perdiendo el hilo, el intríngulis de la ficción. Tambalea, acá, el hecho de que Nahuel, su protagonista, esté desesperado buscando a su madre -hete aquí el plot iniciático- o, simplemente, parecería que la cosa virara por los viajes que mantendrá con sus amigos imaginarios -por los que finalmente se desplazará todo el relato; embrollando, así, el motivo primario de la acción-. Las aventuras..., entonces, funcionaría mejor no como película destinada a los cines sino como, por ejemplo, una miniserie para televisión dividiendo la cuestión en cada aventura mayéutica devenida didáctica -y así en episodios- en las que se entrometa el protagonista. O, tal vez, y es que así parecería haber sido craneada, como para utilizarse en proyecciones lúdicas escolares. En consecuencia, si bien signado por algunos clichés del género, es positivo el intento y de por sí siempre bienvenido, más cuando estamos hablando de realizaciones de animación infantil en 35mm, misteriosamente faltantes en la palestra.
Una vez por año, el inmenso Woody Allen nos regala una aventura de fuerte arraigo urbano. Esta vez, siguiendo con sus afinidades citadinas, retrata como ninguno a la ciudad de París. Hay algo especial a la hora de la medianoche, en aquel instante arbitrariamente señalado para determinar el fin de un día y el comienzo de otro; en ese detalle sobradamente indescriptible que contiene tanto mística como magia. Tal vez por ello, Medianoche en París, flamante película de Woody Allen, siga a un joven escritor, Gil (Owen Wilson), y a su novia, Inez (Rachel Mc Adams), en una visita a la bellísima capital francesa, cuyo contexto horario sea el ligado al advenimiento de criaturas sobrenaturales: el apogeo de la oscuridad. Allí, el protagonista viajará todas las noches años atrás en el tiempo para obtener asesoramiento y la amistad de los genios literarios de la época. Esta muestra cinematográfica de Allen, cada vez más cerca de su propia redefinición como artista, sigue en su inagotable factoría del continuum, ofreciéndole al mundo la notable producción de una película por año. Después de Vicky Cristina Barcelona, los colores de este filme están ligados en forma directa con los efectivamente utilizados en territorio catalán. Esa paleta de color beige y marrón logra una belleza en su interpretación de una París notable, prosiguiendo, además, con su trip internacional luego de, también, la Londres retratada con Match Point o la mencionada Barcelona de Scarlett Johansson, Penélope Cruz y Javier Bardem. A su modo, el de Medianoche en París es el guión más original que ha escrito desde entonces. Se ve, por momentos, y ahí radica la dialéctica de su obra, como uno de sus cuentos clásicos –mezcla de las The funny ones, caso La Mirada de los Otros, Ladrones de Medio Pelo o, mismo, el episodio de Historia de Nueva York, Oedipus Wreck, con el exquisitismo estético de las últimas-, sostenido en esa falta de lógica formal que lo caracteriza, llena de enrosques absurdos y chistes afines. Las actuaciones, en su mayoría, son correctas, sin embargo hay alguien que sobresale notoriamente, y ese es Adrien Brody, en su magnífico papel como Salvador Dalí. Por su parte, Owen Wilson cumple pero intenta, aquí, parecerse demasiado y actuar como el mismísimo Woody Allen. Como punto alto, vale mencionar que las imitaciones de todas las grandes figuras históricas –Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald, Gertrude Stein, Henri Matisse, entre muchos otros- se ven exactamente igual que en la vida real. Esta es una película que, de seguro, no defraudará a cualquier espectador o aficionado al gran Allen. Es cierto que no se aproxima explícitamente hacia alguno de sus largometrajes en particular, pero está, sí, un paso adelante de, por ejemplo, El sueño de Cassandra, Conocerás al hombre de tus sueños e incluso a Scoop y a la muy recomendable, hace poco estrenada en territorio argentino, con el protagónico de otra bestia del stand-up comedy: Larry David, Que la cosa funcione. Sin embargo, si el deseo es el de disfrutar al Woody Allen crítico del psicoanálisis y la psiquiatría, al superador nato de Ingmar Bergman, al destructor de ciertas muecas sociológicas, habrá que recurrir a Annie Hall, Hannah y sus hermanas, Crímenes y Pecados, etc. Desde el exuberante montaje de las escenas de apertura se destaca una Francia intensamente pintoresca, funcionando como una suerte de carta de amor a la Ciudad de las Luces. Medianoche en París es, entonces, una comedia romántica de marcados tintes surrealistas con ingeniosos gags cómicos, determinando, en consecuencia, una historia creativa con una hermosa imagen de la urbe. La pregunta que surge, después de contrastar a su creador con el resto de sus contemporáneos, y es que siempre hacen falta popes para marcar el pulso de las cosas, es si quedan cómicos geniales en el cine actual. Pues, quizá, resulte que Woody Allen sea el último. En efecto, hay que disfrutarlo bajo cualquier circunstancia, hasta que por fin acabe de una vez por todas con la cultura, terminando, con ello, inclusive, con uno de sus máximos creadores y desconstructores: él mismo. Y es que, por más descabellado que aparente, Woody puede hacer y deshacer lo que quiera en París, Nueva York, Barcelona, Londres o Buenos Aires, porque lo sabe absolutamente todo, a la misma altura que las figuras míticas que recupera y hace alusión en Medianoche en París.
Triste San Valentín Esta pintura huele familiar. Una bella mujer se encuentra con un excéntrico muchacho y ambos caen inmediatamente en estado de enamoramiento. No es un dato menor que los dos sean jóvenes de clase media trabajadora. Al momento de los hechos, todo es prosperidad o al menos así se imagina la cuestión. Cinco años después, ya con una niña entre ambos y un considerable tiempo como pareja, sus nociones románticas no son tan encantadoras y su añorada felicidad tampoco es tan efectiva ni mucho menos poética. La falta de fundamentos que en su momento los unió, ahora los condena sin titubear siquiera un instante. Su vida cambió, la visión idealizada se desvaneció y la cuestión novelesca se desploma barranca abajo. Es claro, todo se ha debilitado. Blue Valentine, una historia de amor no es sólo el complejo retrato de sus dos personajes principales, sino que es, además, una honesta representación de intimidad sobre los altibajos del amor visto desde todos los ángulos posibles. Para esta historia, su director, Derek Cianfrance, ha trabajado unos doce años logrando un guión sólido, cuestión distinguible a la sazón de buenos detalles, encontrando el punto justo de “argumentos para esta pequeña muerte”. Pese al logro de bucear en océanos populares consiguiendo nuevos paisajes, es bien conocido este tipo de dramas como lugar común de la vida adulta. Resultando ello, por lo demás, un tópico harto transitado vía el imaginario cinematográfico y explotado notablemente mediante, yendo a ejemplos concretos, James Grey y Sam Mendes o, mismo, a través de los eternos John Cassavetes y Richard Linklater, tal vez, los dos máximos ejemplos de tal devenir. Emocional y físicamente sensiblera, la historia de Dean (Ryan Gosling) y Cindy (Michelle Williams), ambos muy bien predispuestos para los sufridos papeles, parpadea hacia atrás mostrando el primer florecer del afecto y la reacción final ante la frustración del desamor, procurando que ninguna decisión posible lastime a la pequeña Frankie (Faith Wladyka). Su visión común de las cosas hace que los agujeros intencionales de su propia experiencia pasen cual comodato al espectador de turno. Con esto, evitando los clichés de fácil acceso y saliendo airoso de un momento complejo para representar en cámara, Cianfrance demuestra un mérito notorio: atravesando el relato, obliga a tomar partido hacia alguno de los protagonistas e invita, también, a identificarse bajo ciertos matices sensitivamente expuestos. Sostenida bajo una notable labor de fotografía, más -sobre todo- un excepcional trabajo de dirección de arte, Blue Valentine, una historia de amor contiene en la brutalidad su plusvalía. Luchas violentas, consumo de alcohol y tabaco, menciones directas al aborto, desnudos gráficos y un erotismo explícito evocan una vida cotidiana, nunca tan oscura. Así, dadas las circunstancias, el filme termina funcionando tanto como un retrato actual y contemporáneo como histórico del matrimonio norteamericano, extensivamente occidental. Experiencia triste, sí, pero en algún punto enriquecedora.
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