Publicada en la edición digital de la revista.
Cine bestia Si la primera ¿Qué pasó ayer? era una película que sorprendía por su originalidad, la segunda parte sorprende, en cambio, por ser un descarado y abierto calco de su antecesora. El largometraje de Phillips copia no sólo la misma anécdota y la misma estructura narrativa de la película anterior, sino que establece relaciones directas entre los dos ejemplares de ¿Qué pasó ayer?. Si en la primera el dentista Stu era despreciado por su novia, acá es despreciado por su suegro; si allá se perdía al novio de la boda, acá se pierde al yerno de la novia; donde había un tigre, ahora aparece un mono; si en la primera había un momento musical con Stu, acá hay otro momento musical con Stu; si en la primera aparecía sorpresivamente Mike Tyson, en la segunda, hacia el final y como una suerte de chiste (Phillips pareciera decir que ni va a ser inventivo en convocar otra estrella para la secuela) vuelve aparecer Mike Tyson. Respecto a esto Santiago Armas me comentaba, después de la proyección, que el único momento que había faltado copiar en esta segunda parte era alguna escena en la que Alan (Zach Galiafinakis) mostraba una gran inteligencia, tal y como sucedía en la escena en la que se mostraba que este personaje sabía contar cartas en los casinos de Las vegas. Yo diría que el equivalente de esa escena en esta segunda parte se encuentra en el momento en el que Alan conduce la lancha sabiendo exactamente en qué dirección ir. El paralelo entre este momento y el del casino es que muestra que una personalidad tan enfermiza y dueña de un sentido moral tan retorcido como la de Alan puede moverse perfectamente en dos tierras especialmente descontroladas y amorales como Las Vegas y Bangkok. De hecho, es posible ver en este díptico de ¿Qué pasó ayer? a dos películas envueltas en el espíritu de este personaje, marcadas justamente por un carácter enfermo e impredecible y por su brutalidad insana. Incluso, si hay algo que distingue esta última entrega de ¿Qué pasó ayer? de la anterior, es que su espíritu bestial es aún más exacerbado y transparente. Hay una mayor presencia de lo animal (o más bien un espíritu zoofílico, como supo señalar Diego Trerotola: ver el mono fumón tomado en ralenti, ver también el chiste sublime del oso polar albino, verdadero ejemplar de humor de herencia marxista -por Groucho-) y una sucesión de chistes groseros y gráficos que superan la primera entrega. De hecho, ¿Qué pasó ayer? es la primera película mainstream americana en mostrar un micropene (y de paso hacer un chiste extraordinario con eso) y posiblemente también el primer ejemplar mainstream capaz de hacer del chiste del hombre que se entera de que se acostó con un travesti (cliché gastado si los hay) un momento de humor sublime, basándose en un montaje virtuoso y en el remate de mostrar, en forma multiplicada y absolutamente osada para cualquier parámetro de Hollywood, travestis totalmente desnudos en planos generales. Una de las escenas más representativas de este espíritu salvaje de ¿Qué pasó ayer? 2 sucede a unos cuarenta minutos de película. Allí los tres protagonistas creen ver morir a Mr. Chow (el delincuente oriental de la primera entrega que vuelve acá con más protagonismo) después de que éste haya aspirado una línea de cocaína. Ante la posibilidad de que la policía comience a hacer preguntas (Chow murió en el mismo departamento en el que estaban ellos) deciden esconder lo que ellos presumen es el cadáver dentro de una máquina de hielo. En cualquier película que no esté protagonizada por psicópatas, que los personajes principales vean morir a alguien frente a ellos significaría un momento de histeria importante o de angustia para ellos; sin embargo, acá no hay más que un momento de llanto que dura segundos por parte de Alan. Más importante aún: en el contexto de esta película, lo de Chang siendo escondido en una hielera no es otra cosa que un hecho más en medio de un film en donde todo se da con urgencia y donde se aceptan todo tipo de bestialidades sin juzgar y –lo que es más importante- sin saber qué consecuencias va a tener eso en la trama. Acá un protagonista puede recibir un tiro, otros pueden ser brutalmente golpeados y uno de los personajes principales –aspirante a ser cirujano y gran concertista de chelo- puede perder un dedo sin que esto derive en un escándalo. Como si esto fuese poco, hay una inversión de valores rarísima: una persona puede llorar más al despedir a un mono que al ver un amigo muriéndose frente a sus ojos y un hombre puede ganarse la pleitesía del yerno señalándole como virtud que tiene al diablo adentro. Esta última escena, justamente, debe representar el costado más políticamente incorrecto de toda la película y es la que mejor termina de diferenciar la primera parte del díptico de Phillips de la segunda. La primera entrega de ¿Qué pasó ayer? termina con un hombre correctamente casado después de una noche de descontrol, como si todo lo vivido anteriormente quedara en un pasado del que sólo terminan sobreviviendo fotos y recuerdos difusos. La segunda parte, en cambio, termina con un personaje con la cara tatuada después de una noche de destrozos pidiéndole a su suegro que lo respete y que lo deje casarse con su hija aduciendo que él tiene, como virtud, el diablo adentro. La posterior mirada orgullosa y respetuosa del suegro a su yerno le da a la boda posterior una connotación especialmente aberrante y subversiva, en la medida en que se sugiere un modelo matrimonial ideal basado en la posibilidad de que un buen marido sólo puede ser respetable por su salvajismo y su costado oscuro. Finalmente, como dijera alguna vez Robin Wood, puede que una película mainstream esconda, tras su fachada de mero entretenimiento, mucha más incorrección de lo que una película “seria” y abiertamente subversiva puede ser capaz de mostrar.
¡El horror! Los viajes de Gulliver empieza con los títulos más feos que haya diseñado un hombre, hechos de letras blancas con una tipografía horrible sobre edificios y calles de la ciudad de Manhattan. Lo que sigue después de esa presentación no es mucho mejor. Se trata de la historia de un señor apellidado Gulliver que termina accidentalmente en la tierra de unos hombres pequeños llamada Liliput. Este Gulliver no es, como en la novela original de Swift, un médico y aventurero de principios del siglo XVIII, sino un hombre del siglo XXI que se ha quedado estancado durante años en un mismo e insignificante trabajo como repartidor de correo, que está enamorado de una mujer pero apenas se anima a dirigirle la palabra, y que llega a esa tierra de fantasía a partir de una asignación laboral. En medio de esta trama hay situaciones forzadas (un empleado que logra ascender con apenas un día de trabajo), no una sino dos historias de amor en donde las parejas no tienen la menor química, chistes viejos y estúpidos capaces de plantear que un tipo apagando un incendio con meo es gracioso, y efectos digitales de mala calidad que llenan la pantalla de feísmo visual. Dentro de esta sucesión de desaciertos se destaca un solo momento cómico (el de Gulliver siendo obligado por una nena gigante a ser su muñeca) y la curiosidad malsana de ver a actores talentosos trabajando de una manera groseramente desganada: a Jason Segel limitando sus actitudes cómicas a poner caras de idiota o a Amanda Peet limitándose a sonreírle tímidamente a Jack Black como si eso bastara para convencernos de que está enamorada de él. Párrafo aparte merece Jack Black, que no parece estar interpretando algo de manera desganada sino decadente, como un cómico que está en sus últimas instancias y repite de la peor manera posible las cosas que hicieron de su forma de hacer comedia un sello propio. Ver a Black haciéndose el rockero exaltado una y otra vez (en una película en la que, por otro lado, el rock no tiene nada que ver con nada), imitando a aquel Dewey Finn de Escuela de Rock en versión destrozada y carente de energía, se ha transformado en el momento cinematográfico más penoso en lo que va de este joven 2011. Si uno aguanta hasta el final puede ver incluso un verdadaro monumento a la verguenza ajena: el número musical antibélico liderado por el propio Black, una canción con mensaje final antibelicista de una puerilidad espantosa que viene acompañada de una coreografía consistente en un conjunto de actores dando dos o tres saltitos y haciendo la ola de vez en cuando. Por cierto, el doblaje al castellano que se hizo de esta cosa es tan malo como la película. En conclusión: una mierda.
Carancho driver Hacia el final de Taxi Driver, Scorsese filma a Travis Bickle con su cara ensangrentada sonriéndole a un grupo de policías. Es una sonrisa proveniente de un desequilibrado mental, de eso no hay duda, pero que también esconde un rasgo de verdad, una posibilidad de que todo lo que vivió Bickle en esa película, y toda la decadencia que se mostró en Taxi Driver, tengan algo de oscuramente cómico. En Carancho, la última y más potente de todas las películas de Trapero, hay una escena que se conecta con ese espíritu de Taxi Driver, también al final, cuando la tragedia inevitable termina de cerrarse sobre el abogado especialista en choques Sosa y su novia médica Luján y vienen los títulos de crédito. Ahí, la canción que se escucha (de Las Pelotas), lejos de tener connotaciones tristes o deprimentes, es una canción furiosa que en su estribillo suelta una risa fuerte, catártica y tan demencial como la que termina mostrando el taxista scorsesiano frente a la policía. En los dos casos este sentimiento humorístico proviene del clima y la historia que proponen las películas. Es que tanto en Carancho como en Taxi Driver puede surgir un humor desesperado, nervioso, angustiante incluso, venido de la resignación de ver algo que de tan decadente y destructivo termina teniendo un elemento cómico (¿habrá algo más violento y lleno de dolor que la comedia?, se preguntó alguna vez Jerry Lewis mientras reflexionaba ni más ni menos que sobre El Correcaminos de Chuck Jones). En Taxi Driver esta comicidad aberrante e incómoda surgía de las calles mugrientas de los barrios bajos, de las altas e ineptas esferas del poder, y de una sociedad de valores prácticamente inexistentes o torcidos que podía convertir a un psicópata en héroe nacional. Esta comicidad negra provenía también de un protagonista que –como los personajes de Carancho– se la pasaba viajando para terminar siempre en el mismo lugar, imposibilitado de cambiar nada de un entorno que parecía consumirlo y consumirse a sí mismo. En Carancho este poder destructivo se ve claramente no sólo en instituciones ya de por sí sospechadas de toda sospecha (las organizaciones de abogados, la policía), sino también en espacios relacionados con la contención y la seguridad como los hospitales y las ambulancias, transformados en esta película en oportunidades para la transa o en lugares de pesadilla donde pueden armarse peleas entre bandas y donde los médicos pueden ser brutalmente explotados y estar horas sin dormir (la pesadez del insomnio es otro elemento que une a Carancho con Taxi Driver). En realidad, la violencia de Carancho no está sólo en instituciones determinadas sino que es una violencia omnipresente, que puede hacerse carne en cualquier momento y en cualquier lugar. Hay un momento especialmente brutal y sutil (sí, brutal y sutil) en Carancho que marca a la perfección este rasgo de la película. Se trata del primer beso entre Sosa y Luján. Allí Sosa, mirando desde la ventana del café de una estación de servicio, le dice a Luján que si cuatro o cinco autos pasan el próximo semáforo en rojo, él le va a dar un beso. Ni bien lo dice, empiezan a contar y pasan no uno sino cinco autos, cinco que siguen de largo ante el semáforo en rojo en menos de un minuto. Es decir, son cinco autos que pudieron causar, cada uno, un incidente de tránsito (que no “accidente”, porque como bien dice Sosa en un momento, los “accidentes” son las desgracias que no pueden evitarse) y con cada incidente una posible tragedia vial. No hay manera más elegante (es raro hablar de elegancia en una película tan bestial como esta) de mostrar que esa historia de amor va a estar marcada por la desgracia. Pero estos cinco que pasan el semáforo en rojo en un minuto y son apenas la ocasión para un levante hablan también de una ciudad que ha hecho del riesgo algo totalmente cotidiano. Porque de entre todas las elecciones de la película, la más impactante es la de poner el arma máxima de destrucción no en las pistolas, ni en el conocimiento legal, ni en las mafias o las trompadas: lo que mata es lo que está al alcance de todos, lo más normal, lo que hacemos todos. La desolación que produce Carancho proviene del hecho de que el mayor destructor sea el descuido de peatones y conductores –de esa manera, se nos involucra a todos. Las cifras de víctimas que se manejan en Carancho en lo que a accidentes de tránsito respecta, tanto las que se dicen al principio a nivel estadístico, como las que Sosa le dice en un momento a su jefe cuando enumera los casos que manejaron, tienen la fuerza de hacernos sentir que vivimos en una ciudad que ha perdido las leyes de convivencia más mínima y ha hecho de la cercanía de la muerte algo totalmente cotidiano. De ahí que Carancho sea, en cierta medida, una película amoral. Poco importa, por ejemplo, que nunca se sepa bien cómo es que Sosa perdió la licencia de abogado (”cuestiones del azar” va a decir él), porque a Sosa se lo ve capaz tanto de tener gestos de mucha generosidad y entrega como de asesinar a alguien en un ataque de furia, o de planear un choque. Sosa es alguien que pudo haber perdido la licencia por cometer una ilegalidad grave o por circunstancias totalmente arbitrarias, poco importa. Después de todo es muy difícil juzgar a alguien, incluso a los personajes de Carancho, si el film muestra que en el universo en el que viven y se mueven no rige otra regla que la del sálvese quien pueda. Sin embargo el mundo de Carancho, aún dentro de su anarquía, tiene un elemento en el que Trapero puede apoyarse con toda confianza: el cuerpo. En un mundo sin ley, donde toda la ética parece haberse ido al diablo ya sea porque no sirve para la prosperidad de nadie, ya sea porque no se puede juzgar a quienes viven sin ella, dentro de un mundo también en donde todo parece estar signado por la desgracia, lo único que parece seguro es que existen sensaciones físicas, ya sean de dolor (los golpes, que aparecen de a montones y con una intensidad que pocas veces vio el cine argentino en su historia) o de placer (obviamente las escenas de sexo, pero también las drogas). La fuerte presencia de lo físico en Carancho, que se advierte tanto en los acercamientos que Trapero hace con la cámara a los cuerpos como en la necesidad que tiene de mostrar a esos cuerpos moviéndose, lastimándose y gozando en un tiempo real marcado por virtuosos planos secuencia, es la presencia de lo único en lo que Trapero puede apoyarse en un entorno en donde todo intento de civilización elaborada y armónica parece haber fracasado, una presencia primaria e inmediata hecha de nervios, sangre y piel.