Una para los analfabetos amorosos En la vida puede que sea distinto. Pero en el cine (o la literatura, o cualquier otra forma de narración o representación), hay una sola clase de historias de amor que valen la pena: las anormales. Son las únicas que tienen algo nuevo para contar o mostrar. Pero las normales..., esas en las que dos personas se enamoran y siguen viviendo como si tal cosa..., con sus problemas domésticos, sus idas y venidas, sus conflictos e inseguridades... Uf, ¿para qué ver lo mismo de todos los días, lo que uno sabe de memoria, de lo que está harto? Volver a amar es esa clase de película: una que parece suponer que el espectador no vio nunca antes una historia de amor, y entonces la cuenta como si nada. Esta película belga se dirige, en una palabra, a un espectador analfabeto. Analfabeto amoroso, analfabeto cinematográfico, analfabeto narrativo. No es que Volver a amar sea mala. Para los que miden el cine con la vara de la corrección, hasta puede que esté buenísima. Los actores están bien, los golpes no son demasiado bajos, no dura demasiado ni demasiado poco, la narración fluye sin demasiados accidentes... Ese es el problema: ¿no se supone acaso que el cine debería representar una alteración, una interrupción, un demasiado? En cuanto a la presunta corrección, vamos... ¿O es que todos los camioneros belgas son rubios y con pinta de músicos, o de galanes, o de rockers, como el de esta película? La cuestión es que un día señora rubia y de pelo aleonado choca, en parking de supermercado, camión de camionero rubio. Ella está con sus tres hijos, él se baja, discuten mal, se dicen de todo, viene la policía y unos días más tarde él la invita a salir. Ella tiene marido, profesor de arte y con jopo estilo Leningrad Cowboys. Están separados hace poco y tal vez vuelvan a juntarse, aunque sea para mantener cierto suspenso. Señora tiene hija mayor lesbiana, también, para que parezca que esta película hiperconservadora es recontramoderna. Qué va a hacer, si hasta las peleas son razonables. Se supone que el camionero es un violento bárbaro. Se emborrachaba, le pegaba a la mujer, estuvo tres veces en cana... Y sin embargo es un divino, que se va a Italia y le trae a la novia un par de zapatos rojos. Ni la diferencia de edad es un tema: él tiene 29 y ella 43. Pero nada, es como si tuvieran la misma edad. ¡Un poco menos de civilidad y más de demasiado, señores belgas, por favor!
No es bueno que la mujer esté sola Como su protagonista, que fluctúa entre dos países, la nueva película del director de Plaza de almas se atiene primero a un cine de observación hecho de elipsis y mudeces, pero termina explicitando todos los conflictos internos de sus personajes. Es posible que a La extranjera, opus 2 de Fernando Díaz, le suceda lo que a su protagonista, que durante casi toda la película fluctúa entre dos países, dos pertenencias, dos versiones de sí misma. En términos cinematográficos, la película de Díaz (quien después de su ópera prima, Plaza de almas, trabajó durante una larga década como realizador de documentales para la televisión francesa) se atiene, durante largos tramos, a un cine de observación hecho de elipsis y mudeces, renuente al psicologismo. Finalmente, opta por lo contrario, explicitando, con pelos y señales, todos los conflictos internos de los personajes, que hasta entonces habían permanecido soterrados. La sensación que queda es que aquellos largos planos del comienzo, en los que la cámara observa a la protagonista sin pretender arrancarle confesiones, fueron apenas el paso previo para terminar desembocando en un “juego de la verdad” que, como en el teatro o la televisión, permite saberlo todo, aclararlo todo. Lejos de las obviedades (y la vulgata hippie a destiempo) de Plaza de almas, las secuencias iniciales de La extranjera tienen misterio. Por aquello que no dicen, que no llegan a ver, que no pretenden dilucidar. En una ciudad que no es argentina, una mujer atiende el guardarropas de una disco y hace tareas de limpieza. Pasea sola, va a ver una fiesta callejera, vuelve a su trabajo y, por corte directo (más un salto que un corte, como volverá a suceder un par de veces en el curso de la película), ya está en un avión. Baja en Ezeiza, se toma un ómnibus, va a parar a un pueblito y, en el pueblito, al despacho de un escribano, que le habla de unos papeles, una chacra, una muerte, una sucesión. La cámara se acopla al ritmo interno de la protagonista, prefiriendo la verdad del plano antes que la imposición narrativa. El tiempo fluye lento, cansino, sin acontecimientos destacados. Como la propia vida en el pueblito de Indio Muerto, donde María (la ajustada María Laura Cali) ha venido, directamente desde Barcelona, a hacerse cargo de la chacra que dejó el abuelo, último pariente vivo, que acaba de morir. Es paradójico el modo en que María se va quedando en Indio Muerto: no lo decide nunca del todo, pero hace un resuelto esfuerzo de adaptación. Ocupa la casa del abuelo, pide un caballo, aprende a montar, hace arrope, se defiende de un puma escopeta en mano. Alrededor de ella afloran ciertos tipos, herencias, tal vez, de un costumbrismo involuntario. Como Tulio, típico comerciante de pueblo, dueño del almacén y “poronga” de la zona, al que Roly Serrano pinta como cerdo arrastrado y peligroso. O la criada (Norma Argentina) que observa a la recién llegada con mezcla de envidia y recelo pueblerino. Sobre todo al enterarse de que “viene de Europa”, como Tulio se ocupa de enrostrar a los cuatro vientos. Algunos tipos son, más que típicos, ligeramente inconcebibles. Como el que Arnaldo André encarna con prestancia: un gentleman que parecería haber extraviado el camino al country en medio del polvo de San Luis, y que congracia a la “extranjera” con patays y arropes. Quién es esa mujer, cómo fue a parar a Barcelona, por qué se mantiene a distancia, son cosas que el último tercio de película se ocupará de contestar, todas y de a una, echando mano de ciertos tópicos (el padre-víctima de la dictadura), mientras hace equilibrio para no caer del todo en otros. Como la inevitable seducción entre el señor local y la señora visitante. Se esquiva ese lugar común, pero se cae en otro peor, cuando ambos “extranjeros” terminan trayendo el progreso a la zona. Como si hiciera falta ser porteño para tener el empuje y la visión necesarias para convertir el arrope, de mera conserva para consumo de vecinos, en producto de exportación internacional. Proyecto tan megalómano, en definitiva, como podría serlo el de algún caudillo provincial con manías de grandeza.
En línea recta hacia la tragedia Tópico cultivado por el western, el de las guerras de familia admite, a lo largo de la historia del género, dos acepciones. Uno es el de la guerra interna, entre parientes cercanos, representado, por poner un ejemplo notorio, por Duelo al sol, donde era tan mortal el odio entre hermanos como el que enfrentaba a uno de ellos con el padre. Otro es el de la guerra entre familias, cuya máxima expresión es la legendaria colisión entre los Earp y los Clanton, desarrollada, entre otras, en Pasión de los fuertes y Duelo de titanes. Suerte de western contemporáneo, Shotgun Stories fusiona ambas acepciones, en tanto los que están dispuestos a exterminarse son dos linajes de hijos del mismo padre. Todos son Hayes aquí: los de un lado y del otro. Y es posible que, de seguir adelante con la Ley del Talión como lo vienen haciendo, no quede ningún Hayes, de uno u otro lado. “Era un hijo de puta”, dice Son Hayes (Michael Shannon), durante el funeral del padre. Para rematarlo escupe el féretro, frente a los miembros de la otra rama de la familia, que ahí mismo quieren trompearlo. “Vos nos hiciste odiarlo”, reprochará más tarde a la madre, cuando ya es tarde para tomas de conciencia. Entre una cosa y otra, una y otra rama de los Hayes funcionan de acuerdo con el principio de acción y reacción: un ojo por otro, un diente por otro. Hasta que alguien saque un puñal y algún otro, una escopeta. Más que crecer, Shotgun Stories sigue una línea recta y ascendente: la de la violencia, la de la tragedia. Toda ficción estadounidense sobre la violencia es, necesariamente, metonímica: la pequeña parte que refleja el todo. Más aún si, como en este caso (la película es de 2007), esa ficción se produce en tiempos en que la venganza, presuntamente redentora, ocupa el lugar de política de Estado. Opera prima del realizador y guionista Jeff Nichols, Shotgun Stories muestra a dónde lleva la venganza: a lo que los Estados Unidos comprueban por estos días, si levantan la cabeza y miran hacia Medio Oriente. Esa línea recta que sigue Nichols, casi sin accidentes dramáticos que la interrumpan, tiene un indefectible manto de previsibilidad sobre la película. Una segunda línea dramática trabaja otro tópico con antecedentes, el de la pereza y lentos tiempos sureños (la película, de ambiente rural, transcurre en Arkansas, patria chica del realizador). Tema tratado en toda la literatura de la zona, de Faulkner al primer Capote, pasando por Tennessee Williams, Carson McCullers y Flannery O’Connor. “No es un juego, es un sistema”, se justifica Son Hayes cuando la esposa le reprocha que se patine la poca plata que tiene en el juego. “Le propuse casamiento a mi novia”, cuenta el hermano menor, “pero no sé cómo voy a hacer, si no tengo ni casa ni estudio ni trabajo, y vivo en una carpa”. El mayor no es mucho más apegado al esfuerzo físico: vive en una casa rodante, entre objetos que no funcionan, mientras pasa el tiempo jugando absurdas trivias de básquet con su hermano. Dejadez, violencia, atavismos que no se rompen: Jeff Nichols no parece tener una alta opinión de su tierra natal.
Historia mínima de una pareja en crisis La referencia a Bleu que en algún momento hacen los protagonistas parece indicativa de la clase de cine con la que Tres deseos aspira a dialogar. No tanto, seguramente, con esa película en sí, ni siquiera con el cine de Kieslowski en general, sino con el tipo de cine que suele identificarse, a vuelo de pájaro, como “cine europeo”. Uno en el que la exploración de la intimidad, los conflictos de pareja sobre todo, puede dar lugar a preguntas de las denominadas “existenciales”. La pregunta es, en tal caso, si Tres deseos logra estar a la altura de esa aspiración. La respuesta debería ser que sólo en parte. Filmada en digital en la ciudad uruguaya de Colonia del Sacramento, Tres deseos parecería apuntar al intimismo desde el propio tamaño. Sólo tres actores en cámara (uno más, en una única escena), una sola cámara y, se adivina, un equipo reducidísimo detrás de ella, rodando en jornadas que tampoco habrán sido maratónicas. La historia es igualmente mínima: más que guión habrá habido indicaciones, líneas o situaciones básicas a desarrollar. Pablo (Antonio Birabent) y Victoria (en su debut cinematográfico, Florencia Raggi parece a medio camino entre el look y la interioridad) están casados desde hace menos de diez años y tienen una hija de seis. Si viajaron a Colonia durante el fin de semana, fue para festejar los 40 de ella y estar, de paso, un poco solos. Algo que hace rato no consiguen. Las cosas no andan del todo bien entre ellos y la estadía uruguaya servirá para agudizarlas. En el medio, y por una de esas casualidades a las que en una época se llamaba “de biógrafo”, a Ana, ex novia de Pablo (Julieta Cardinali), también le dio por viajar ese mismo fin de semana, a la misma ciudad. Pablo la encuentra en la playa, no le dice nada a Victoria, arregla una cita... Técnicamente impecable, alternando cámara en mano con planos fijos y planos-secuencia con otros más breves, Tres deseos es una película “de momentos”. Victoria se prueba un sombrero, Pablo se enoja por una minucia, Ana y Pablo toman algo en un bar, Victoria se reencuentra con un conocido (Javier van der Couter), Pablo se pone celoso. Son momentos más cotidianos que epifánicos, y se agradece, ya que uno de los peligros hubiera sido pretender develar el alma de los personajes en cada escena. Lo que va quedando claro a lo largo del desarrollo es que del malestar entre Pablo y Victoria es más responsable él que ella. El muchacho lee un simple folleto turístico, sentado en una reposera frente al río, con la expresión de quien aborda Crimen y castigo. Al sol y en short fantasea con su suicidio (en voz alta y frente a su mujer, por supuesto; qué gracia tendría, si no). Se pelea con la camarera por la temperatura del champagne, en medio del festejo del cumpleaños de su mujer. Imposible no preguntarse qué espera ella para patearlo. La que lo pateó es Ana: pasaron doce años y ella no se olvida. Por otra parte, Victoria es un mapa de la postergación. Inevitable pensar que alguna responsabilidad tendrá él en que ella cantara y no lo haga más. Que diseñe ropa y no la venda. Que ande filmando todo con una camarita digital, como una cineasta en ciernes, pero sin terminar de asumirlo. En una película que aspira a analizar una situación de a tres (o de a dos, dando por sentado que la tercera en discordia funciona como catalizador), se supone que repartiendo las cargas de forma más o menos pareja, esa excesiva linealidad en el dibujo del triángulo es un punto en contra. El problema se acentúa, teniendo en cuenta la dosis de afectación que Birabent les imprime a cada gesto, cada diálogo, cada pose. Porque de eso parecería tratarse: de posar, en lugar de actuar. Si a ello se le suma cierto lastre chic, con la ciudad de Colonia como fondo incómodamente typical, Tres deseos queda como un film no del todo logrado. Aunque también sería injusto suponerlo del todo fallido.